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sábado, 11 de enero de 2020

[A VUELAPLUMA] El rey Baltasar es negro, no afroamericano



Marcha en el Día de los Afroamericanos, Nueva York, 2019


Los seres humanos nos inclinamos cada vez más por cambiar las palabras en vez de arreglar la realidad, pero por mucho que perseveremos en ello, el rey Baltasar es negro, no afroamericano, afirma el A vuelapluma de hoy el escritor Álex Grijelmo.

"Los niños eligen su rey mago favorito -comienza escribiendo Grijelmo-. Y Baltasar gana generalmente a Melchor y Gaspar, sin que importe en absoluto que se trate del rey negro. Porque todavía lo llamamos negro, y no afroamericano.

Rosa Parks, que entonces tenía 42 años, pasó a la historia de la lucha contra el racismo en Estados Unidos y en el mundo cuando se negó a sentarse en el lado del autobús reservado a los negros y ocupó una plaza que correspondía a los blancos. Unos meses antes había hecho lo mismo la adolescente Claudette Colvin, pero la historia no fue generosa con ella sino con Parks.

Corría el año 1955 en Alabama, y desde entonces ha mejorado mucho en todo el territorio estadounidense la situación de los negros, si bien eso no ha mejorado a su vez la situación de la palabra que los nombra.

Tener la piel negra ya no implica allí discriminación legal, aunque existan otras diferencias sociales, pero en el vocablo negro persiste para muchas personas influyentes algún matiz peyorativo, hasta el punto de evitarlo.

Quienes consideran que no se debe discriminar a los negros mantienen, sin embargo, la discriminación del vocablo. Por ello han sustituido “negros” por “afroamericanos”. Y esto ha llegado incluso a la prensa de España. De vez en cuando se lee aquí el término “afroamericano” para referirse a un negro, ¡aunque no sea americano!

Esta serie de absurdos lleva a ciertas incoherencias. Se supone que los negros de EE UU proceden de África en última instancia, y de ahí viene el término “afroamericano”; pero también llegan a América blancos nacidos en África, y no se llama afroamericanos a los de esta raza, que, por cierto, también llegó desde allí, hace más de un millón de años. Por si fuera poco, en Europa nacen y viven negros a quienes no se denomina “afroeuropeos”. Pero ¿cómo llamar entonces a un senegalés?: pues o bien le decimos “afroafricano” o no tendrá más remedio que ser un simple negro, mientras que un negro de EE UU es un afroamericano; es decir, supuestamente un negro de mayor categoría en cuanto negro.

A veces, la palabra “negro” se evita mediante una solución eufemística diferente: persona “de color”. Y con ello se incurre en una nueva discriminación, porque de ese modo se considera “de color” solamente a los negros, cuando todos tenemos algún color. Así que los mal llamados “caucásicos” somos personas de color… blanco (si damos por bueno el blanco como color de nuestra piel).

Los seres humanos nos estamos inclinando cada vez más por cambiar las palabras en lugar de arreglar la realidad que transmiten. Lo que logre mostrar un espejo manipulado nos atrae más que aquello que se le pone delante. El lenguaje políticamente correcto consigue así la satisfacción de sus promotores, que de ese modo se sienten progresistas, respetuosos…, mientras a su alrededor continúan los desmanes.

El color de la piel es un accidente como el del pelo o la talla del calzado. Si a una colectividad le diera por considerar inferiores a quienes calzan un 49, y se empezara a llamarlos “zapatones”, no arreglaría el problema denominarlos eufemísticamente “pies grandes”, porque con el simple hecho de resaltar el tamaño del pie se continuaría dando por relevante aquello que no lo es. Si un periódico destaca en un crimen la raza del autor, da lo mismo que diga “negro” que “afroamericano”.

Las razas existen, como las tallas. La lucha contra estas discriminaciones no se basa en negar las peculiaridades ni en cambiarles el nombre, sino en no presentar las diferencias como si fueran causas".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







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lunes, 28 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Animalesca



La escritora Patricia Highsmith


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras, sobre todo autoras -algo que estoy seguro habrán advertidos los asiduos lectores de Desde el trópico de Cáncer- cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy. 

"Me interesan los animales que hablan, -comenta la escritora Marta Sanz-. No me refiero a mi gato que hace uyuyuyuy o mi gata que, al sorprenderme preparando la maleta, emite un sonido de abierta contrariedad. No me refiero al loro amaestrado que suelta palabrotas. Cuando enseñamos a hablar a los pájaros ponemos en su boca lo que diría el Mr. Hyde que cada cual lleva dentro. Ese es el punto significativo: cómo se expresan los animales dentro de narraciones y fábulas; Cipión y Berganza y La gatomaquía; Dingo de Mirbeau o Mr. Bones en Tombuctú; los ratoncitos y Aristogatos de Disney; los dibujos animados de leones e hipopótamos —algunos mudos, pero muy humanos: la pantera rosa o el coyote—; Babe, el cerdito valiente, que para huir de su destino como costilla asada se recicla como perro pastor; el zorro que sermonea en Anticristo de Von Trier; la hormiga hija de puta y la cigarra estupenda, reinventados en Los lunes al sol, y El Roto, superándose a sí mismo cuando una cría de pingüino pregunta: “Mamá, ¿dónde está el hielo?”. “En la nevera”. En los Crímenes bestiales de Patricia Highsmith —omnipresente en mis neuronas—, las fábulas, género didáctico por antonomasia, se escapan de sus límites y “desenseñan” atacando la médula civilizatoria y revelando que la educación puede ser una práctica que nos convierte en animales amaestrados. 

En el extremo opuesto, ciertas educaciones duelen al reivindicar frente al sistema un lado salvaje y subversivo, o crítico y racional, que agota y termina destruyendo a quien lo practica. Es más cómodo comer unos chipsy beber un refresco azucarado mientras se ve un concurso en la televisión y se asume que Trump ha querido comprarse Groenlandia. Highsmith denuncia el ordenamiento social y sus codificaciones. Incluyendo las literarias. Frente a la ejemplaridad de los animales de las fábulas —antítesis del animal fabuloso—, presenta ratas, elefantas, chivos que, con sus acciones violentas, expresan rencor de clase, raza, género, especie. Niega la posibilidad moral porque nuestra condición de seres vivos nos incapacita para desarrollar conductas convivenciales que atenten contra instintos básicos; a la vez, la represión de esos instintos básicos, en códigos de Hammurabi, ceba a los poderosos y agrede a los débiles. Esa es la bestia. Ahí duerme. En compras a crédito y en la elección “libre” de colegios y hospitales privados. En su legitimación de ciertos crímenes, Highsmith impugna violencias más profundas. En su amoralidad, Highsmith es una escritora moral que escribe fábulas deformadas para preguntarnos cosas que no nos hemos preguntado nunca porque nos da miedo…

Los animales parlanchines, desde su mirada extrañada, nos ponen en contacto con nuestra naturaleza bestial y a la vez subrayan la delgada línea que divide domesticación de educación. Mientras tanto, el leopardo que se mimetiza con el paisaje pone en juego nuestra agudeza visual en Internet y, por morbo o mala conciencia franciscana, contemplamos la escualidez de los osos del Canadá, los perros con el hocico atado, los linces abatidos y los gatos abrasados con salfumán por propietarios que cuidan la limpieza de sus chalés en Bunyola. Cuando leo estas noticias, pienso que merecemos ataques coordinados de pájaros en formación. Gaviotas, cuervos. No sería una mala respuesta a la pregunta política que el acalorado pingüinito le formula a su mamá". 






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viernes, 13 de septiembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Anglocentrismo



Fotografía de Jesús Diges, EFE, para El País


Pamplona acogió este agosto el festival Flamenco on Fire. Al ver uno de los carteles anunciadores, primero pensé que los duendes del cante se habían reconvertido en los duendes de la imprenta, y que quizás habían querido escribir “Flamenco en Feria”, qué sé yo. Después vi que no, afirma con aprensión (algo que también padece un servidor de ustedes cuando encuentra un palabro en inglés que tiene su correspondiente término en español) el escritor Álex Grijelmo, un habitual en este blog.

Me parecieron enternecedoras las distintas pronunciaciones que la palabra inglesa fire provocó en corresponsales, presentadores y, sobre todo, participantes, comienza diciendo Grijelmo, pero descarté la perversidad de la organización como causa del nombre, y la atribuí más bien al cada vez más fuerte anglocentrismo que padecemos.

“Anglocentrismo”, exacto. El banco de datos de la Academia data la primera aparición escrita de esa palabra en 1975, en un texto del psicólogo José Luis Pinillos Díaz que denuncia “el anglocentrismo que prevalece en la mayoría de los textos que circulan por nuestras bibliotecas y librerías”. Y lo he encontrado también, hace poco, releyendo un trabajo de la lingüista Pilar García Mouton titulado Género, sexo y discurso, publicado en 2002 y en el que la autora atribuye al anglocentrismo la elección del término género (por influencia del inglés gender) en el discurso feminista. La lucha justa contra el androcentrismo se rindió ante el anglocentrismo, vaya paradoja.

Poco después oía en una serie española, que distraídamente se ha apoderado de mi televisor, que un cura dice en la boda que está oficiando: “Isaac, ya puedes besar a la novia”. No es la primera vez que en ficciones españolas cuelan los guionistas esa frase, que difícilmente se oye en nuestras ceremonias nupciales, civiles o religiosas, y mucho menos en las de la época en que se desarrolla esa serie, los años veinte de hace un siglo. Pero hemos visto tantas películas norteamericanas, que han construido en nosotros el imaginario de que los curas dicen eso en las bodas, y hasta lo hemos asumido con efecto retroactivo. Además, sin cuestionar siquiera el hecho de que el sacerdote deba dar ese permiso a la pareja (eso sí, dirigiéndose al novio), cuando los contrayentes ya podían besarse antes de la boda si les venía en gana.

El anglocentrismo sirve para eso y para que gentes acomplejadas que parecen no tener complejos den nombre en inglés a muchas realidades que ya se designaban en español, desde el spoiler al call center.

Flamenco on Fire me dio la impresión de arrojar al oído una contradicción interna (o sea, un oxímoron que decían los griegos; la contradictio in terminis de los romanos). Porque un vocablo tan simbólico como “flamenco” chocaba con un anglicismo puro, en una locución que cada cual traducirá como le parezca. Desde “flamenco en llamas” a “flamenco ardiente”, pasando por “flamenco encendido” (tal vez “enchufado”, “conectado”). Desconozco qué deseaban transmitir los ideólogos del asunto, porque suele ocurrir que un solo anglicismo se las apaña para desplazar a varias alternativas en español.

El caso es que Flamenco on Fire me sonó a algo así como cool gazpacho, o tortilla de potatoes, una mezcla impensable. Quizá tan exagerado como long siesta o relaxing cup of café con leche. Y líbreme Dios de criticar a quien acuñó esta última expresión, que al menos habló en inglés con más desparpajo que el 90% de los españoles, incluido yo. Pero es que ya me imagino que nuestra siguiente candidatura olímpica ofrecerá “Flamenco on Fire” a todos los miembros del Comité Olímpico Internacional. O, puesto que hablamos de Pamplona, que los invitará a un genuino “Flamenco on fire with relaxing pacharán”.





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sábado, 22 de diciembre de 2018

[A VUELAPLUMA] Los incisos temerosos





Los incisos son esos recursos del lenguaje que constituyen una defensa frente a quienes tienen un machete entre los dientes, escribe el profesor y periodista Álex Grijelmo. Los lectores de ahora no son como los de antes, comienza diciendo Grijelmo. Es una impresión personal, pero dicho así puede parecer una información comprobada. Entonces, escribiré mejor que la mayoría de los lectores de ahora no son como los de antes. Pero tampoco estoy seguro de que sean la mayoría de los lectores de ahora los que no son como los de antes, porque no he hecho ninguna encuesta al respecto. Pondré que “algunos” lectores de ahora no son como los de antes, para no parecer tan asertivo.

Los lectores de antes de la revolución digital, creo, se concentraban en la lectura y tendían a comprender lo que un articulista quería expresar; aportaban por su cuenta los datos omitidos (por obvios), comprendían las limitaciones del espacio y partían de que la exposición del autor respondía a reflexiones basadas en la buena voluntad. Bueno, no todos los lectores de antes, claro. Pondré que la mayoría; o muchos. O sea, que muchos de los lectores de antes estaban a lo que estaban.

Ahora, en cambio, los lectores suman millones, y algunos hacen varias cosas mientras leen, y están pensando en el fin de semana próximo y a la vez consultando el correo; una parte tiene carencias de comprensión, otro sector no pilla el lenguaje figurado..., pero casi todos ellos andan al asalto de cualquier ambigüedad, ya sea real o imaginada. Y por si fuera poco, llevan un móvil en el bolsillo con el que pueden lanzar al mundo su discrepancia y desatar con ella el aplauso de quienes repiten la crítica sin haberse tomado la molestia de leer con atención el artículo original en vez de replicar lo que se dice que se dice que se dice que alguien ha dicho.

Como habrán visto, sigo usando algunas cautelas para relativizar mis afirmaciones. Sin embargo, un segmento de lectores puntillosos pero despistados suele desdeñar las precauciones plasmadas en expresiones como “una parte”, “algunas veces”, “muchos”, “entre otros”, “quizás”, “tal vez”, “seguramente” o “puede que”, fórmulas de la lengua española que evitan la aseveración indubitable. En previsión de tales interpretaciones de rapidillo, poco a poco algunas columnas (es decir, no todas, sino sólo algunas) se llenarán de aclaraciones y vendas previas a la herida; abundarán cada vez más los incisos, los paréntesis, las explicaciones exhaustivas. Porque el autor, como yo ahora, intentará evitar que alguien malentienda y propague lo que no se ha expresado, ni siquiera sugerido. Por ejemplo, leo a uno de mis articulistas preferidos que determinado actor “merece ser colgado”; y a continuación abre el inciso: “metafóricamente, todo hay que advertirlo”. ¿Habrá alguien que crea que el autor deseaba asesinar al actor? Habrá.

Esos recursos constituyen una defensa lógica frente a quienes tienen el machete entre los dientes. Así, tales explicaciones y aclaraciones pueden provocar, si no proceden de una pluma talentosa (como sí era el caso; y aquí incurro en lo que describo), que leamos textos cada vez más lentos, llenos de salvedades, subordinadas, indefinidos y aposiciones que deberán soportar también los que no andan buscándole tres pies al gato. Es decir, quienes son más bien como los lectores de antes. A ellos debo pedir disculpas, porque a veces se nos nota el miedo ante esa legión de desatentos, tiquismiquis y rábulas a los que intentamos desincentivar tapando todos los huecos. Y total, para nada: cierto tipo de cuchillos son insaciables.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 1 de marzo de 2018

[A VUELAPLUMA] El valor de uso del lenguaje





Me cuesta confesarlo (porque habrá quien diga que no merezco el salario que se me paga) pero mi trabajo es fácil, escribe en El Mundo Felipe Fernández Armesto, historiador y catedrático de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EEUU). Mis alumnos de la Universidad de Notre Dame, comienza diciendo, son hábiles y bien dispuestos, y colaboran con responsabilidad y hasta con entusiasmo en su propia educación. 

Dominan lecturas extensas y aprenden enormes cantidades de datos sin reparos. El único problema que tengo es que llegan a la universidad sin saber manejar el lexicón. El lenguaje es un arma brillante que debe empuñarse con confianza y blandirse con audacia, lo que exige al que se defiende con palabras la misma destreza que a uno que se defiende con la violencia, pero en este caso, con un conocimiento perfecto de cada palabra, de su significado normal, de sus perspectivas de convertirse en metáfora, y de lo que la distingue de otras palabras semejantes. Si mis estudiantes se equivocan, no es por falta de inteligencia, sino por la influencia funesta de la sociedad que les rodea. 

La vida política y el equilibrio social vienen amenazadas por falta de claridad en el uso del lenguaje. En el aula, los mal entendidos más frecuentes son por el uso de las palabras «factor» - que quiere decir algo que determina un resultado ineludible, pero que a menudo se emplea erróneamente para expresar lo que realmente es una simple influencia o condición- y «evolución», que es un proceso científico que lleva hacia un destino predecible o progresivo. En el contexto social, el vocabulario más confuso es el relativo al término «sexo». Sexo es una cosa, y género otra. Una persona que quiere cambiar los términos con los que se define a sí misma, sustituyendo a los masculinos por los femeninos o al revés, queda dentro de su sexo natural y objetivo, sin tener ningún derecho a abandonar las responsabilidades que le corresponden. Un semental puede ser femenino sin dejar de ser macho si nos referimos a él, por ejemplo, como a una bestia. «Una persona» es femenina, pero puede ser hembra o varón. Una mujer puede ser simultáneamente un detective masculino, digamos, y una esposa femenina. 

Es por olvidar o desconocer tales distinciones que en EEUU hemos terminado enredados en controversias ridículas sobre si un hombre que se califica de femenino debe usar los baños de mujeres. Por supuesto, debido a la destreza de la cirugía moderna, podemos cambiar incluso de sexo -lo que es más que un cambio de género y conlleva una orientación nueva-. No lo recomiendo en absoluto, porque conozco casos que han acabado mal sin aportar felicidad, ni fortuna, y espero de todas formas que una persona transexual tenga la humildad de darse cuenta de que ella no es ni típica ni representativa de su nuevo sexo. Pero si a alguien le atrae la idea de someterse a las operaciones precisas y en principio poco apetecibles, no tengo la menor duda en reconocer la transformación y acordar con él, con cortesía y respeto, el trato correspondiente. Si hubiésemos mantenido el valor real de las palabras no hubiéramos abordado el debate absurdo que ahora estamos sufriendo en Reino Unido sobre quiénes pueden admitirse en los puestos y privilegios propios de cada sexo. Los cambios de moda en la vida sexual han dado lugar a mal entendidos inquietantes que son peligrosos para los hombres acusados -a veces injustamente- de ofensas graves contra la libertad e integridad personal de mujeres. Hay que insistir en el hecho de que «violación» no quiere decir «seducción posteriormente arrepentida». Un piropo puede ser de mal gusto pero, a menos que no se diga para insultar ni ofender, no es acoso sexual. Las proposiciones sexuales, si los que las lanzan admiten el rechazo sincero sin recelo, son parte de las relaciones normales entre los sexos. El derecho de las mujeres al rechazo puramente ritual también es sagrado. Es por falta de sentido crítico que en EEUU la canción popular de Frank Loessing de 1944, Baby, Its Cold Outside, en la que se trata de la colaboración entre seductor y seducida bajo el pretexto de que el tiempo frío exige que ésta se quede en el piso de aquél, está al punto de perderse del repertorio bajo un bombardeo de calumnias que la denuncian por inducir a violación. 

En política, es cada vez más evidente que vamos olvidando el significado de palabras clave como «democracia», «derecho» o «nación». Para ayudar a los que se dejan engañar por la retórica nacionalista, les ofrezco las mismas definiciones que suelo compartir en mi aula.

Nación: es un grupo que se califica de «nación», ni más ni menos. El término no tiene ningún valor objetivo. Hay buenos motivos para calificarse así -experiencias históricas (siempre que no sean míticas, que normalmente lo son), idioma común, tradiciones culturales peculiares- y otros malos: interés político, materia genética, supuestos rasgos físicos o mentales (que seguramente no existen y que suelen inventarse para excluir a minorías despreciadas), presunto espíritu u otra herencia metafísica y engañosa. El hecho de ser una nación no confiere ningún derecho a tener Estado ni instituciones propias; pensar lo contrario es nacionalismo -una doctrina decimonónica que persiste entre los desperdicios de una época de sangre y odios que debemos trascender-. Los catalanes, gallegos, bretones, escoceses... y españoles incluso somos naciones. Pero ¿qué más da? Nuestros futuros dependen de la capacidad de renunciar el nacionalismo y trabajar con nuestros vecinos y compadres históricos en marcos políticos cada vez más flexibles y consensuales.

Democracia: la democracia propiamente dicha es un sistema de Gobierno de acuerdo con la voluntad del pueblo, según un asesoramiento racional e imparcial -no de una parte, ni de un sector del pueblo, por grande y poderoso que sea-. No es la tiranía de la mayoría, ni mucho menos, en el caso catalán, la de una minoría de un 40 o 47%. Hay distintos métodos, todos imperfectos, de calcular la voluntad del pueblo; normalmente remitimos a las elecciones de representantes. Pero lo que importa es que el Gobierno respete e intente sinceramente incorporar los intereses y deseos de todos. Es por eso que la democracia auténtica se somete al mando de las leyes y constituciones para proteger las minorías. Socavar una constitución democrática o descartar leyes democráticamente promulgadas no es democracia, aunque sea por parte de un Gobierno democráticamente elegido, sino golpismo, demagogia, o despotismo. 

Derecho: un derecho es una capacidad o facultad inviolable, que se ejerce sin contraer responsabilidad ninguna. Los derechos no se conceden, ya que lo que se concede puede revocarse. Se justifican por una doctrina sencilla y práctica: si quiero que mis derechos se respeten, debo respetar los de los demás. De ahí surgen obligaciones mutuas, que no son parte ni precondición de los derechos, sino sus consecuencias. El derecho básico es el derecho a la vida, porque los demás derechos no le valen a un muerto y porque si queremos que no se nos aborte, ni ejecute, ni gasee, ni masacree, ni aplique la eutanasia cabe extender la misma cortesía a los que odiamos o menospreciamos. Solemos confundir derechos con privilegios o protecciones o bienes públicos o convenios bajo garantía. Se puede hablar, por ejemplo, de un derecho a educarse, pero no a educarse a costa de los conciudadanos. La enseñanza gratuita es un bien precioso y necesario, pero no es un derecho. La libertad de pensar o creer lo que nos dé la gana es inviolable y, por tanto, es un derecho. La libertad de decirlo en voz alta es condicional y la ejercemos sólo por acuerdo recíproco. Les droits de lhomme son distintos a los sedicientes droits du citoyen. Aquellos son derechos auténticos por ser universales; éstos son más bien privilegios acordados entre miembros de una comunidad concreta para excluir a los demás. ¿Existe un derecho a la autodeterminación de una comunidad política? Por supuesto que no: se trata de un principio de gran valor que conduce a la coexistencia pacífica de todos. Pero no puede ser un derecho por no poder ser inviolable. Un supuesto derecho a la autodeterminación catalana, por ejemplo, podía resultar incompatible con la autodeterminación de los españoles en su conjunto. Evidentemente ambas son comunidades políticas. Los demás españoles podrían permitírsela a cualquier grupo español, pero por pura magnanimidad, no por ser un derecho.


Dibujo de Sean Mackaoui para El Mundo



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jueves, 4 de mayo de 2017

[A vuelapluma] Posverdad: mentira emotiva





¿Qué es o a qué llamamos posverdad? Posverdad, (¿más allá, o después, de la verdad?), es uno de esos palabros inventados no se sabe muy bien donde ni por quien, no registrado aún en los diccionarios de la lengua española, al que se da el significado de "mentira emotiva". Pero una mentira es una mentira en cualquier caso, sean cualesquiera las emociones o intenciones que la motivan.

La democracia liberal se asienta el reconocimiento de que la verdad suele ser elusiva y provisional. En nuestra época, para evitar confusiones, es necesario subrayar el papel central de la verdad factual, escribía hace unas semanas en El País Manuel Arias Maldonado, profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga.

Nadie ha expresado mejor el sentido de la posverdad, dice el profesor Arias, que el caricaturista David Sipress, quien en una viñeta publicada en The New Yorker muestra a un presentador de informativos diciendo que tras el anuncio metereológico demócrata da paso al pronóstico republicano. ¡Metereología e ideología! De esta escena hilarante parece deducirse que el sentido de la posverdad está en su sinsentido. Sin embargo, las cosas quizá no sean tan sencillas. Por eso, y a la vista de su capacidad para erosionar el debate público, conviene tomarse el fenómeno en serio. Bien podemos empezar por indagar en sus causas, ensayando una genealogía de la posverdad que nos ayude a comprenderla.

Antes, no obstante, conviene precisar el sentido de los términos en juego. Si el posfactualismo designa la pérdida del valor persuasivo de los hechos en el debate público, de manera que estos ya no serían determinantes para la configuración de las creencias privadas, la posverdad nos indica que la propia noción de verdad, y más concretamente de verdad pública, habría dejado de tener sentido. La mejor síntesis de ambos postulados se la debemos a Kelly Conway, consejera del presidente Donald Trump, quien adujo “hechos alternativos” para justificar la afirmación de que la investidura de este último había congregado a más público que la de Obama cuatro años antes.

Por supuesto, es razonable preguntarse si esto que llamamos posverdad no alude al viejo arte político de la disimulación, vestido ahora con nuevos ropajes. ¿Acaso no dejó escrito Maquiavelo que el príncipe que engaña encontrará siempre quien se deje engañar? Sin duda. Pero se diría que nuestra época ha añadido acentos nuevos a esta vieja práctica: no siendo la posverdad una novedad radical, tampoco es la mentira de siempre. Sigue una somera exposición de sus fundamentos.

Filosofía. No sería exagerado afirmar que la pregunta por la verdad es la pregunta central de la filosofía, aunque solo sea porque de ella depende el valor de lo que la propia filosofía pueda decir. Es por ello también la pregunta más difícil y no son pocos los pensadores que han claudicado ante ella. Pilatos ya expresó burlonamente ante Jesús de Nazaret un doble escepticismo: ante la existencia de la verdad y ante la posibilidad de llegar a ella. La causa no sería otra que la presentada por Hobbes, a saber: la radical duplicidad del lenguaje. Este puede hacer que “lo bueno y lo malo, lo útil y lo inútil, lo honorable y lo deshonroso, aparezcan como mayores o menores de lo que verdaderamente son, y hacer que lo injusto parezca justo, según convenga al propósito de quien habla”. Pero habrá que esperar al siglo XX para que la problematización filosófica de la verdad termine por hacérnosla inaccesible. Foucault, Rorty, Vatimo: todos ellos ponen de manifiesto que la verdad depende casi siempre del punto de vista de quien la formula y deriva de un proceso de construcción —o imposición— social más que de su correspondencia con una realidad exterior al ser humano. No es menor aquí la influencia del último Wittgenstein, quien con sus tesis sobre la ligazón ontológica entre lenguaje y formas de vida parece anticipar las cámaras de resonancia de las comunidades digitales.

Afectividad. Quien haya visto The People vs. O.J. Simpson, la excelente serie televisiva sobre el juicio a la estrella negra de fútbol americano por el asesinato de su esposa, habrá comprendido la medida en que nuestra percepción de los hechos está mediada por las emociones: pese a los abrumadores indicios de culpabilidad, los miembros negros del jurado creyeron inocente a Simpson. Éste es quizá el hallazgo central del estudio contemporáno de la relación entre la racionalidad y afectividad humanas. Nuestra mirada sobre el mundo está teñida de afectos; es una cognición “caliente”, un razonamiento motivado que solo podemos enfriar mediante un costoso ejercicio de deliberación interior. Y por lo general, nuestro “ego totalitario”, como lo llama Anthony Greenwald, rechaza la información que desajusta su organización cognitiva: preferimos creer aquello que ya veníamos creyendo. Súmese a ello el tribalismo moral que, por razones evolutivas, nos impele a buscar cobijo en el grupo propio y sus verdades, rechazando de plano las ofertas de sentido rivales. Resulta de aquí que el contenido de nuestras creencias importará menos que los sentimientos que experimentamos abrazándolas: la verdad no es más que un coste que no deseamos pagar.

Tecnología. Cuando hablamos de posverdad, nos referimos sobre todo al proceso de búsqueda de la verdad en la esfera pública y a su impacto sobre las creencias privadas de los ciudadanos. Es aquí donde reside la genuina novedad sin la que no cabe explicar el auge de la posverdad: la digitalización de la conversación pública. Se ha dicho que las redes aíslan a los individuos en silos donde solo se comunican con quienes ya piensan como ellos, compartiendo noticias que ratifican sus creencias; en el interior de esas comunidades digitales, además, nos sentimos empujados al acuerdo. Cass Sunstein lo tiene claro: “Las redes sociales pueden operar como máquinas polarizadoras, porque ayudan a confirmar y por tanto amplificar los puntos de vista preexistentes”. Habríamos pasado así de los grandes medios moderadores a una fragmentación caótica. Fake news, rumores, teorías conspirativas: flores venenosas de la primavera digital. Pero a ello han contribuido también los medios tradicionales, ya sea por echar mano del tremendismo o por incurrir en un exceso de neutralidad. El resultado es la libre circulación del bullshit, que Harry Frankfurt definió como una retórica persuasiva que se desentiende de la verdad.

¡Todo resuelto! O más bien no, concluye diciendo el profesor Arias. Porque la democracia liberal no se asienta sobre la idea de que exista una verdad indisputable que podamos fijar tras un infalible proceso de deliberación pública, sino sobre el reconocimiento de que la verdad suele ser elusiva y provisional. Las democracias son escépticas, aunque al tiempo confíen en su probada capacidad para acumular conocimiento histórico y científico. Así las cosas, la única solución es distinguir entre diferentes tipos de verdad, subrayando como hace Arendt el papel central de la verdad factual. Sin esta, el debate sobre las verdades morales carecería de anclaje; por eso urge encontrar medios para protegerla. Pero atención: aunque estas últimas no pueden desentenderse de los hechos, ellas mismas son menos descubiertas objetivamente que construidas intersubjetivamente. No podemos determinar cuánta desigualdad es socialmente aceptable sin tener en la mano los datos sobre la desigualdad, por ejemplo, pero los puros datos no nos darán una respuesta. Y para eso, precisamente, sirve la democracia.







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