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jueves, 1 de marzo de 2018

[A VUELAPLUMA] El valor de uso del lenguaje





Me cuesta confesarlo (porque habrá quien diga que no merezco el salario que se me paga) pero mi trabajo es fácil, escribe en El Mundo Felipe Fernández Armesto, historiador y catedrático de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EEUU). Mis alumnos de la Universidad de Notre Dame, comienza diciendo, son hábiles y bien dispuestos, y colaboran con responsabilidad y hasta con entusiasmo en su propia educación. 

Dominan lecturas extensas y aprenden enormes cantidades de datos sin reparos. El único problema que tengo es que llegan a la universidad sin saber manejar el lexicón. El lenguaje es un arma brillante que debe empuñarse con confianza y blandirse con audacia, lo que exige al que se defiende con palabras la misma destreza que a uno que se defiende con la violencia, pero en este caso, con un conocimiento perfecto de cada palabra, de su significado normal, de sus perspectivas de convertirse en metáfora, y de lo que la distingue de otras palabras semejantes. Si mis estudiantes se equivocan, no es por falta de inteligencia, sino por la influencia funesta de la sociedad que les rodea. 

La vida política y el equilibrio social vienen amenazadas por falta de claridad en el uso del lenguaje. En el aula, los mal entendidos más frecuentes son por el uso de las palabras «factor» - que quiere decir algo que determina un resultado ineludible, pero que a menudo se emplea erróneamente para expresar lo que realmente es una simple influencia o condición- y «evolución», que es un proceso científico que lleva hacia un destino predecible o progresivo. En el contexto social, el vocabulario más confuso es el relativo al término «sexo». Sexo es una cosa, y género otra. Una persona que quiere cambiar los términos con los que se define a sí misma, sustituyendo a los masculinos por los femeninos o al revés, queda dentro de su sexo natural y objetivo, sin tener ningún derecho a abandonar las responsabilidades que le corresponden. Un semental puede ser femenino sin dejar de ser macho si nos referimos a él, por ejemplo, como a una bestia. «Una persona» es femenina, pero puede ser hembra o varón. Una mujer puede ser simultáneamente un detective masculino, digamos, y una esposa femenina. 

Es por olvidar o desconocer tales distinciones que en EEUU hemos terminado enredados en controversias ridículas sobre si un hombre que se califica de femenino debe usar los baños de mujeres. Por supuesto, debido a la destreza de la cirugía moderna, podemos cambiar incluso de sexo -lo que es más que un cambio de género y conlleva una orientación nueva-. No lo recomiendo en absoluto, porque conozco casos que han acabado mal sin aportar felicidad, ni fortuna, y espero de todas formas que una persona transexual tenga la humildad de darse cuenta de que ella no es ni típica ni representativa de su nuevo sexo. Pero si a alguien le atrae la idea de someterse a las operaciones precisas y en principio poco apetecibles, no tengo la menor duda en reconocer la transformación y acordar con él, con cortesía y respeto, el trato correspondiente. Si hubiésemos mantenido el valor real de las palabras no hubiéramos abordado el debate absurdo que ahora estamos sufriendo en Reino Unido sobre quiénes pueden admitirse en los puestos y privilegios propios de cada sexo. Los cambios de moda en la vida sexual han dado lugar a mal entendidos inquietantes que son peligrosos para los hombres acusados -a veces injustamente- de ofensas graves contra la libertad e integridad personal de mujeres. Hay que insistir en el hecho de que «violación» no quiere decir «seducción posteriormente arrepentida». Un piropo puede ser de mal gusto pero, a menos que no se diga para insultar ni ofender, no es acoso sexual. Las proposiciones sexuales, si los que las lanzan admiten el rechazo sincero sin recelo, son parte de las relaciones normales entre los sexos. El derecho de las mujeres al rechazo puramente ritual también es sagrado. Es por falta de sentido crítico que en EEUU la canción popular de Frank Loessing de 1944, Baby, Its Cold Outside, en la que se trata de la colaboración entre seductor y seducida bajo el pretexto de que el tiempo frío exige que ésta se quede en el piso de aquél, está al punto de perderse del repertorio bajo un bombardeo de calumnias que la denuncian por inducir a violación. 

En política, es cada vez más evidente que vamos olvidando el significado de palabras clave como «democracia», «derecho» o «nación». Para ayudar a los que se dejan engañar por la retórica nacionalista, les ofrezco las mismas definiciones que suelo compartir en mi aula.

Nación: es un grupo que se califica de «nación», ni más ni menos. El término no tiene ningún valor objetivo. Hay buenos motivos para calificarse así -experiencias históricas (siempre que no sean míticas, que normalmente lo son), idioma común, tradiciones culturales peculiares- y otros malos: interés político, materia genética, supuestos rasgos físicos o mentales (que seguramente no existen y que suelen inventarse para excluir a minorías despreciadas), presunto espíritu u otra herencia metafísica y engañosa. El hecho de ser una nación no confiere ningún derecho a tener Estado ni instituciones propias; pensar lo contrario es nacionalismo -una doctrina decimonónica que persiste entre los desperdicios de una época de sangre y odios que debemos trascender-. Los catalanes, gallegos, bretones, escoceses... y españoles incluso somos naciones. Pero ¿qué más da? Nuestros futuros dependen de la capacidad de renunciar el nacionalismo y trabajar con nuestros vecinos y compadres históricos en marcos políticos cada vez más flexibles y consensuales.

Democracia: la democracia propiamente dicha es un sistema de Gobierno de acuerdo con la voluntad del pueblo, según un asesoramiento racional e imparcial -no de una parte, ni de un sector del pueblo, por grande y poderoso que sea-. No es la tiranía de la mayoría, ni mucho menos, en el caso catalán, la de una minoría de un 40 o 47%. Hay distintos métodos, todos imperfectos, de calcular la voluntad del pueblo; normalmente remitimos a las elecciones de representantes. Pero lo que importa es que el Gobierno respete e intente sinceramente incorporar los intereses y deseos de todos. Es por eso que la democracia auténtica se somete al mando de las leyes y constituciones para proteger las minorías. Socavar una constitución democrática o descartar leyes democráticamente promulgadas no es democracia, aunque sea por parte de un Gobierno democráticamente elegido, sino golpismo, demagogia, o despotismo. 

Derecho: un derecho es una capacidad o facultad inviolable, que se ejerce sin contraer responsabilidad ninguna. Los derechos no se conceden, ya que lo que se concede puede revocarse. Se justifican por una doctrina sencilla y práctica: si quiero que mis derechos se respeten, debo respetar los de los demás. De ahí surgen obligaciones mutuas, que no son parte ni precondición de los derechos, sino sus consecuencias. El derecho básico es el derecho a la vida, porque los demás derechos no le valen a un muerto y porque si queremos que no se nos aborte, ni ejecute, ni gasee, ni masacree, ni aplique la eutanasia cabe extender la misma cortesía a los que odiamos o menospreciamos. Solemos confundir derechos con privilegios o protecciones o bienes públicos o convenios bajo garantía. Se puede hablar, por ejemplo, de un derecho a educarse, pero no a educarse a costa de los conciudadanos. La enseñanza gratuita es un bien precioso y necesario, pero no es un derecho. La libertad de pensar o creer lo que nos dé la gana es inviolable y, por tanto, es un derecho. La libertad de decirlo en voz alta es condicional y la ejercemos sólo por acuerdo recíproco. Les droits de lhomme son distintos a los sedicientes droits du citoyen. Aquellos son derechos auténticos por ser universales; éstos son más bien privilegios acordados entre miembros de una comunidad concreta para excluir a los demás. ¿Existe un derecho a la autodeterminación de una comunidad política? Por supuesto que no: se trata de un principio de gran valor que conduce a la coexistencia pacífica de todos. Pero no puede ser un derecho por no poder ser inviolable. Un supuesto derecho a la autodeterminación catalana, por ejemplo, podía resultar incompatible con la autodeterminación de los españoles en su conjunto. Evidentemente ambas son comunidades políticas. Los demás españoles podrían permitírsela a cualquier grupo español, pero por pura magnanimidad, no por ser un derecho.


Dibujo de Sean Mackaoui para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

domingo, 3 de diciembre de 2017

[A vuelapluma] Las miserias de la política





Solía pensar que era por lo aburrido del paisaje -que aquí, en el Estado estadounidense de Indiana, es un campo deforestado, ondulante, cubierto de maíz en verano y de nieve en invierno-, que los letristas de canciones y autores de ficciones siempre se fijan en la supuesta belleza de sus cielos: los mosaicos de las nubes, el horizonte borrado por la llovizna, la claridad violeta de las noches de verano, el azul chillón del mediodía..., comenta en El Mundo el profesor Felipe Fernández Armesto, historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana, EEUU).

Acabo de darme cuenta, comienza diciendo, de que el encanto de los cielos de Indiana consiste en sus cambios constantes, que invocan a la fragilidad de la vida. El otro día quedé fascinado por un cielo azul pálido, manchado por una luz rosa y oro, que se desvaneció para ceder paso a la noche, dejándome con una profunda tristeza por saber que nunca volvería a ver su esplendor. La política es parecida: aunque no goza de placer estético, sus muestras son fugaces y dejan lamentos y miserias. Casi no vale la pena hacerle caso. Como dijo A. J. Balfour, el filósofo que llegó a ser primer ministro británico hace un siglo más o menos, en la política "poco cuenta y no hay nada que cuente por mucho".

Me atrae la idea de que la política suele ser poco importante. En mi vocación de historiador espero a que las noticias maduren durante varios siglos antes de interesarme por ellas. En EEUU es fácil convencerse de que mientras hay que seguir la trayectoria de la economía, las decisiones judiciales y la situación internacional, la política interna no vale sino como entretenimiento. Lo que hacen el presidente y el Congreso es retórica y comedia.

El sistema es tan esclerótico que la política queda estancada en debate sin generar efectos reales. Es una arena ideal para un payaso como Donald Trump, pero un campo poco digno de la atención de gente seria. Los que le teníamos miedo cuando Trump ganó las elecciones, hemos dejado de hacer caso al presidente. Cuando sale el tema en una reunión o una cena o un paseo por el campus, decimos "no hablemos de él" y nos consolamos pensando que no influye. Hasta cierto punto, esta actitud de descuido y complacencia es comprensible. Casi todos los retos del Trump candidato se han disuelto bajo el Trump presidente. No vamos a construir un muro contra México, ni exigir que los mexicanos nos lo paguen. No vamos a echar del país a los hijos de inmigrantes. No vamos a abandonar los acuerdos internacionales, ni siquiera el notorio tratado nuclear con Irán. Ni se va a desmantelar el sistema, por ineficaz que sea en EEUU, de bienestar social. No habrá guerra con Corea del Norte. Seguiremos manteniendo relaciones comerciales con China. Los impuestos de los pobres no subirán, ni se bajarán mucho los de los ricos. No se acabará con la independencia de los jueces, ni con la libertad de la prensa. A los agentes de policía no se les permitirá actuar sin exigir responsabilidad ante los tribunales. El presidente sigue escribiendo tuits pero, debido a su falta de habilidad política y el desacuerdo paralítico en el Congreso, no prospera ninguna de sus temibles propuestas.

Gracias a la Constitución, el presidente tiene pocas perspectivas de cumplir sus deseos. Por eso, se limita a sus tuits acerbos y frustrados de mal humor y peor gusto. Un sistema perfectamente equilibrado, que no favorece a ninguno de los órganos de gobierno, acaba sin cumplir nada. Entre los famosos "chequeos y balanzas" que limitan el poder ejecutivo y garantizan el equilibrio entre el administrativo, legislativo y los tribunales no hay sino lo poco que queda en el campo exclusivo del presidente. Sus decretos se hunden ante la oposición de los jueces. Sus proyectos legislativos quedan encallados en el Congreso. En el Congreso es casi imposible reunir una mayoría a favor de ningún cambio radical. Cualquier intento contra los derechos humanos de los inmigrantes suscita la conciencia colectivamente liberal del cuerpo judicial.

Quedan dos posibles salidas para un presidente dispuesto a trastornar el país. Tiene, en primer lugar, el derecho de declarar la guerra. Es inquietante pensar que a una persona tan inestable como Trump se le permita algo tan horrible. Pero es casi seguro que nunca lo ejerza, en parte por su inclinación personal a abrazar conflictos retóricos sin entrar en enfrentamientos violentos. A fin de cuentas, Trump es un hombre de negocios a quien le gusta conseguir tratos y cuyo libro más conocido -un largo panegírico de sí mismo- se llama El arte de la transacción. El presidente también tiene poder para nombrar jueces de los tribunales de apelación, y sobre todo del Tribunal Supremo. Lógicamente sus nombramientos son y seguirán siendo de gente conservadora. Pero no existe ningún motivo para pensar que eso llevará a decisiones contrarias a las preciosas libertades del modelo de vida norteamericana. La jurisprudencia es fiable en este país: los jueces, al nivel de los tribunales de apelación, son incorruptos y respetan la ley sin someterla a juicios personales. El caso de Anne Barrett, colega mía de la universidad de Notre Dame, donde es catedrática de derecho, es pertinente: acaba de conseguir la aprobación del senado a su nombramiento a pesar de las sospechas divulgadas por algunos senadores laicistas que temen que una católica ortodoxa podría intentar manipular la Ley del Aborto. La profesora Barrett insiste que un juez no debe, ni puede permitir que sus opiniones personales, sean religiosas o seculares, influyan en sus decisiones judiciales. Es probable que tarde o temprano la Ley del Aborto en EEUU se reforme para introducir más restricciones, pero no será por actos aislados de los tribunales sino por el lento cambio de la opinión pública que, debido a la progresiva mejora de la viabilidad de los fetos inmaduros, se inclina cada vez más por la defensa de los no nacidos.

Cuesta pensar que Trump sufre la inmovilidad de su propia política. Es una persona de intelecto primitivo, pero de cierta sagacidad política. Apuesta por estrategias populistas, no por compromisos personales. Por consolidar su apoyo entre la clase obrera blanca -que responde positivamente al grito contra elites-, minorías y extranjeros desgraciados, sin interesarse por la falta de logros concretos. El presidente debe saber que los deseos que proclama suelen ser imposibles o desastrosos. Le conviene no poder implementarlos si puede echar la culpa a los diputados o jueces de impedirlos.

Así que todos acabamos contentos: el presidente por fastidiar a sus amigos y gratificar a sus constituyentes; los jueces y diputados por poder felicitarse el triunfo de no hacer nada; los votantes a bajo nivel económico por poder molestar a las elites sin sufrir las consecuencias de la política populista que han votado; y los intelectuales por asegurarnos de que podemos escapar por los huecos en la dentadura del Leviatán. Como toda, ese sentido de seguridad es peligroso -lo que se llama en inglés el "paraíso de tontos"-. La gran amenaza de Trump no consiste en sus posibles contribuciones a la política estadounidense, sino en los efectos funestos de su influencia cultural. El guardián de la polis puede ser plebeyo o un gentil hombre, burgués o realeza, varón o hembra, del color o la religión que sea, pero es preciso que se comporte como una persona bien educada, civil y honrada, con respeto y "cortesía para todos". Cada vez parece más difícil conseguir líderes de la categoría deseable. Entre los presidentes de EEUU desde Eisenhower, todos menos Jimmy Carter, que era una persona cabal que sabía mantener la dignidad del oficio tanto como la simpatía de su propio carácter, han sido decepcionantes por su conducta sexual, o su mendacidad, o su corrupción, o su crudeza, o su egoísmo o simplemente su estupidez o, en el caso de Ronald Reagan, el mal gusto de su mujer. Al lado del Trump, todos parecen virtuosos y civilizados. Con su twitter repugnante, lleno de palabrotas y comentarios asquerosos dirigidos a ancianos y viudas, héroes y desgraciados, potentes y marginados, víctimas y vencedores, ha logrado ensuciar el diálogo político en este país. Si triunfa alguna política suya, no cabe duda de que podremos recuperarnos. Pero el envilecimiento de la vida política es irremediable. 



Dibujo de Ajubel para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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