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jueves, 15 de febrero de 2018

[A VUELAPLUMA] Posverdad, relativismo y ciencia





Estamos en plena era de la posverdad, escribe en El Mundo Rafael Bachiller, astrónomo y director del Observatorio Astronómico Nacional (IGN). Nos alertó hace ya 14 años el escritor estadounidense Ralph Keyes en un libro de mucho impacto (The post-truth era: dishonesty and deception in contemporary life), comienza diciendo. Desde entonces, el concepto ha ido ganando popularidad hasta que el Diccionario Oxford designó el término «posverdad» como palabra del año en 2016. A los científicos este término nos llena de perplejidad y asombro. Por lo que yo humildemente comprendo, la posverdad designa la distorsión de manera emocional de un hecho o de una prueba objetiva. Se trata pues de verdades a medias, falsas ideas o incluso puras mentiras que circulan de manera impune por nuestra sociedad. En términos políticos, la posverdad se refiere a ciertas interpretaciones emocionales de hechos que son proporcionadas por los políticos sin que sean contrastadas por nadie, ni denunciadas por parte del medio social que las tolera. Por ejemplo, la negación del cambio climático por parte de algunos políticos (Trump), se realiza a pesar de la abrumadora evidencia científica que corrobora la realidad del cambio y su origen en la actividad humana. Y este negacionismo es seguido emocionalmente, de manera irreflexiva, por un sector de la sociedad con ideología afín a la del político en cuestión. 

Es muy tentador justificar la posverdad en términos del relativismo filosófico. Desde Aristóteles, muchas generaciones de filósofos se han preguntado si la verdad absoluta existe y si el hombre puede llegar a conocerla. En el siglo XVII, Locke ya distinguía entre la realidad objetiva y la percepción subjetiva de la mente humana. En su célebre experimento de los cubos de agua, Locke pedía a un sujeto que introdujese su mano izquierda en un cubo de agua helada y su mano derecha en otro cubo con agua muy caliente. A continuación, Locke pedía al mismo sujeto que introdujese sus dos manos en un cubo de agua templada. Naturalmente, la mano izquierda sentía que el agua de este tercer cubo estaba muy caliente, mientras la mano derecha sentía que estaba muy fría. Locke concluía así que una misma mente podía percibir la misma realidad objetiva de formas muy diferentes. Por tanto, y con mayor razón, las mentes de diferentes sujetos podrán experimentar la misma realidad de manera completamente distinta. Según Locke, el conocimiento es siempre subjetivo pues se alcanza gracias a las sensaciones y a la reflexión. La sensación está determinada por la percepción a través de nuestros cinco sentidos, mientras que la reflexión viene de nuestras asociaciones de ideas, memoria y capacidad de raciocinio. 

También Kant admitía que no podemos conocer la realidad de manera completamente objetiva, pues nuestro conocimiento siempre estará determinado por cómo nuestra mente percibe las cosas y por cómo las formula. El filósofo de Königsberg consagró gran parte de su vida a estudiar la naturaleza de la realidad y creó toda una teoría deontológica basada en la capacidad humana para razonar, es esta capacidad única la que nos lleva a obrar bien o mal de acuerdo con un código moral. Para Kant, ni los deseos ni las emociones proporcionan una base racional para tomar decisiones acertadas. 

Nietzche se preocupó por estudiar la relación entre la verdad objetiva y el lenguaje, en el contexto de cómo el hombre origina y desarrolla los conceptos. Tales conceptos son la herramienta para lograr una uniformidad en la descripción de la naturaleza, lo que facilita la comunicación. 

El que yo considero mayor filósofo del siglo XX, Bertrand Russell, desarrolló la teoría de la correspondencia epistemológica como el establecimiento de una biyección entre los hechos y los enunciados. Pero el problema, ya expresado por Nietzche, es que la relación de los conceptos y las palabras que designan a los objetos con los objetos en sí no proporciona una descripción perfectamente definida, las palabras pueden ser vistas como metáforas que guardan cierta componente de arbitrariedad. Además la cultura ha ido asociando términos y signos a los objetos y estas asociaciones también pueden afectar a la representación mental de la realidad.

Con todo, yo no creo que pueda utilizarse la filosofía como una justificación de la posverdad. Bien al contrario, la filosofía se ha esforzado a lo largo de los siglos por comprender los sesgos que afectan a nuestra manera de percibir o de razonar, a los obstáculos que pueden interponerse en nuestros intentos por alcanzar la verdad objetiva.También podría argumentarse que, para la ciencia, la verdad parece ser algo siempre provisional. Y es que, efectivamente, la descripción científica del mundo está sometida a un escrutinio permanente y las teorías científicas que describen la realidad son consideradas aproximaciones sucesivas, descripciones progresivamente más precisas. Así la mecánica de Newton puede ser vista como una primera aproximación de la teoría de la gravitación, mientras que la teoría de la relatividad general Einstein tiene una mayor precisión y es capaz de explicar fenómenos físicos sobre un mayor rango de dimensiones físicas. 

A veces la provisionalidad de la verdad científica es criticada duramente. Nos quejamos de que los científicos dicen un día que la mantequilla o los huevos son malos para la salud y al poco tiempo dicen lo contrario. Sin embargo, este escrutinio permanente de la verdad científica solo debería considerarse de manera positiva, pues refleja la dificultad y el esfuerzo del mundo de la ciencia por alcanzar el mayor acercamiento posible a la verdad. El científico no tiene ningún escrúpulo por reconocer que un estudio previo fue insuficiente y que debemos cambiar nuestras conclusiones a la vista de nuevos datos. Todo lo contrario: es su método de trabajo. Es cierto que un estudio pretendidamente científico argumentó un día sobre una supuesta relación entre la vacunación y el autismo. Pero no es menos cierto que ese estudio fue completamente rebatido por muchos otros estudios y los autores del primero fueron separados sin contemplaciones del mundo de la ciencia y de la práctica de la medicina. No hay ningún argumento hoy que justifique la no vacunación. Es sorprendente que esas ideas se extiendan para pasar a formar parte de una absurda posverdad.

Con el método científico, que incluye la experimentación, el hombre es capaz de ofrecer la descripción más objetiva posible de la realidad. En el experimento de los cubos de agua con el que Locke ilustraba el relativismo, un científico introduciría un termómetro en cada uno de los cubos y mediría la temperatura para dar así la descripción más objetiva posible, y por tanto imparcial, de esa realidad física. Aunque su verdad sea siempre provisional, el científico siempre posee la información más fiable posible. Su descripción de la realidad es más objetiva que la que puede ofrecer otros tipos de conocimiento como el arte, las religiones u otros tipos de creencias. la obligación del científico es pues facilitar la información más fiable posible de acuerdo con el estado actual del conocimiento contrastado. El cambio climático, la vacunación, los alimentos transgénicos, la homeopatía, las técnicas de adivinación, los extraterrestres,... 

La ciencia tiene hoy las ideas muy claras sobre estos y muchos otros temas. Vemos pues cómo los científicos nos encontramos en plena época de lucha contra la posverdad. Resulta descorazonador que, en pleno fragor de la batalla, tras escoger "posverdad" como palabra del año 2016, el siempre acertado Diccionario Oxford haya declarado palabra del año 2017 a un término muy relacionado con el primero, fake news o falsas noticias, un fenómeno que dota de nuevas dimensiones a esta plaga de posverdad.

Si la obligación del científico es proporcionar información fiable, la obligación del político es dejarse de mandangas de posverdad para elaborar sus políticas públicas sobre la información proporcionada por la ciencia, ésta es la base más firme y fiable sobre la que fundamentar sus decisiones.



Dibujo de Santiago Siqueiros para El Mundo


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 17 de agosto de 2017

[A vuelapluma] El mito de la caverna





Establecemos como cierto lo que todo el mundo sabe falso y lo es, pero hemos aprendido a construir “nuestra” propia realidad, la que nos pueda interesar, escribía hace unos días Juan José Almagro, abogado y doctor en Ciencias del Trabajo, recreando nuestro propio mito de la caverna platónico.

Hace muchos años, comienza diciendo, tantos como dos mil cuatrocientos, en plena madurez creativa Platón nos reveló en su República el hermoso y siempre actual mito de la caverna. Decía el filosofo griego que el reino de las apariencias se representa en una gruta en la que estamos sentados de espaldas a un fuego llameante, mientras que entre el fuego y nosotros pasan figuras reales. Pero nosotros solo vemos los movimientos de sus sombras proyectadas sobre las paredes de la caverna, y esas sombras constituyen nuestra realidad… Apariencia y realidad, ser o no ser, querer o no querer; al final, siempre la misma cantinela desde que el mundo es tal. Y, como por nuestra propia naturaleza somos engañadores e incoherentes, algunos piensan que para salvar la dicotomía verdad/mentira y seguir viviendo tan ricamente en el engaño (las apariencias), los seres humanos nos inventamos hace algún tiempo el moderno lenguaje diplomático que, entre otras tareas, dulcifica el discurso y, si fuera menester, disfraza los hechos y permite decir una cosa y hacer otra, eso si, con educación, aunque para hacer bien la tarea se necesite práctica y, según las circunstancias, cierta manipulación con maneras de encantador de serpientes.

Sin tanta delicadeza, en ocasiones abruptamente, se desarrollan hoy la política y las relaciones personales/familiares/institucionales/económicas/empresariales gracias a un discurso que, poco a poco, ha facilitado el transito a la época de la posverdad y consagrado la posibilidad de mentir apelando a determinados sentimientos (nunca a razones, datos, dialogo y argumentos) para establecer como cierto lo que todo el mundo sabe falso, y lo es. Hemos aprendido a construir “nuestra” propia realidad, la que nos pueda interesar.

Muchos dirigentes, da igual su clase y condición, se han dejado atrapar por el poder y las vanidades del cargo, del que deberían ser transparentes servidores. El poder por el poder es su mantra cotidiano, y han olvidado que ocupan sus puestos para gestionar la enorme fuerza transformadora que, en su propia esencia, encierran la empresa y las instituciones. Hacen dejación de su responsabilidad y mienten, entre otras razones, porque están acostumbrados a mentir de forma reiterada y sistemática, y a transformar sus palabras no en hechos sino en retórica. Aunque ahora lo llamemos de otra forma, negar la verdad o mentir siempre será una falta de respeto.

Koyré dejo escrito que el hombre ha mentido siempre, “se ha engañado a si mismo y a los otros. Ha mentido por placer, por el placer de ejercer la sorprendente facultad de decir ´lo que no es´ y crear, gracias a sus palabras, un mundo del que es su único responsable y autor". Así ocurre con los llamados “hechos alternativos”, teoría del todavía presidente Trump, peligroso paradigma de este despropósito y, como tantos otros, usuario fiel de tecnologías y redes que le sirven de parapeto y amplifican sus mentiras. Afirmar lo que no es se ha convertido en un deporte de moda en USA, pero que se juega en una liga mundial, también en la vieja Europa y España; en los congresos de los partidos políticos, en los testimonios de los dirigentes ante los parlamentos o ante los jueces; se miente a los ciudadanos, a los accionistas de las empresas que quiebran y a los depositantes de bancos que se hunden cuando el día anterior eran solventes.

La democracia, sin los innecesarios apellidos con la que hoy la adornamos (auténtica, moderna, verdadera...), debiera ser un feliz maridaje entre justicia y libertad, entre participación activa permanente y representatividad; con gobiernos e instituciones decentes, con dirigentes (políticos, institucionales o empresariales, tanto monta) que sean transparentes en su actuar y acepten rendir cuentas como una obligación y no como señal de descrédito; que se comprometan solidariamente con la sociedad, procuren la resolución de los problemas que inquietan a los ciudadanos y fomenten el aprecio, la defensa y el cuidado de las cosas que son de todos, aunque estén en nuestras manos. De ninguna manera ha de permitirse que nadie se beneficie en exclusiva de los bienes comunes y trastoque la jerarquía del bien público y el bien particular.

Los límites éticos que admite y, desde otra perspectiva, demanda el común de los ciudadanos se imponen aceleradamente, termina diciendo. La gente, la sagrada Opinion Pública, harta de imposturas, quiere que empresas e instituciones, de cualquier ámbito, cumplan de verdad la función social para las que fueron creadas, y que las organizaciones no solo sirvan para enriquecer a dirigentes poco escrupulosos y con ambición desmedida que, además, proyectan casi siempre una imagen de triunfadores prepotentes con difícil encaje en este mundo más solidario que no solo se atisba sino que nos vigila desde el horizonte, allá donde reside la utopía.



Donald Trump



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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jueves, 4 de mayo de 2017

[A vuelapluma] Posverdad: mentira emotiva





¿Qué es o a qué llamamos posverdad? Posverdad, (¿más allá, o después, de la verdad?), es uno de esos palabros inventados no se sabe muy bien donde ni por quien, no registrado aún en los diccionarios de la lengua española, al que se da el significado de "mentira emotiva". Pero una mentira es una mentira en cualquier caso, sean cualesquiera las emociones o intenciones que la motivan.

La democracia liberal se asienta el reconocimiento de que la verdad suele ser elusiva y provisional. En nuestra época, para evitar confusiones, es necesario subrayar el papel central de la verdad factual, escribía hace unas semanas en El País Manuel Arias Maldonado, profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga.

Nadie ha expresado mejor el sentido de la posverdad, dice el profesor Arias, que el caricaturista David Sipress, quien en una viñeta publicada en The New Yorker muestra a un presentador de informativos diciendo que tras el anuncio metereológico demócrata da paso al pronóstico republicano. ¡Metereología e ideología! De esta escena hilarante parece deducirse que el sentido de la posverdad está en su sinsentido. Sin embargo, las cosas quizá no sean tan sencillas. Por eso, y a la vista de su capacidad para erosionar el debate público, conviene tomarse el fenómeno en serio. Bien podemos empezar por indagar en sus causas, ensayando una genealogía de la posverdad que nos ayude a comprenderla.

Antes, no obstante, conviene precisar el sentido de los términos en juego. Si el posfactualismo designa la pérdida del valor persuasivo de los hechos en el debate público, de manera que estos ya no serían determinantes para la configuración de las creencias privadas, la posverdad nos indica que la propia noción de verdad, y más concretamente de verdad pública, habría dejado de tener sentido. La mejor síntesis de ambos postulados se la debemos a Kelly Conway, consejera del presidente Donald Trump, quien adujo “hechos alternativos” para justificar la afirmación de que la investidura de este último había congregado a más público que la de Obama cuatro años antes.

Por supuesto, es razonable preguntarse si esto que llamamos posverdad no alude al viejo arte político de la disimulación, vestido ahora con nuevos ropajes. ¿Acaso no dejó escrito Maquiavelo que el príncipe que engaña encontrará siempre quien se deje engañar? Sin duda. Pero se diría que nuestra época ha añadido acentos nuevos a esta vieja práctica: no siendo la posverdad una novedad radical, tampoco es la mentira de siempre. Sigue una somera exposición de sus fundamentos.

Filosofía. No sería exagerado afirmar que la pregunta por la verdad es la pregunta central de la filosofía, aunque solo sea porque de ella depende el valor de lo que la propia filosofía pueda decir. Es por ello también la pregunta más difícil y no son pocos los pensadores que han claudicado ante ella. Pilatos ya expresó burlonamente ante Jesús de Nazaret un doble escepticismo: ante la existencia de la verdad y ante la posibilidad de llegar a ella. La causa no sería otra que la presentada por Hobbes, a saber: la radical duplicidad del lenguaje. Este puede hacer que “lo bueno y lo malo, lo útil y lo inútil, lo honorable y lo deshonroso, aparezcan como mayores o menores de lo que verdaderamente son, y hacer que lo injusto parezca justo, según convenga al propósito de quien habla”. Pero habrá que esperar al siglo XX para que la problematización filosófica de la verdad termine por hacérnosla inaccesible. Foucault, Rorty, Vatimo: todos ellos ponen de manifiesto que la verdad depende casi siempre del punto de vista de quien la formula y deriva de un proceso de construcción —o imposición— social más que de su correspondencia con una realidad exterior al ser humano. No es menor aquí la influencia del último Wittgenstein, quien con sus tesis sobre la ligazón ontológica entre lenguaje y formas de vida parece anticipar las cámaras de resonancia de las comunidades digitales.

Afectividad. Quien haya visto The People vs. O.J. Simpson, la excelente serie televisiva sobre el juicio a la estrella negra de fútbol americano por el asesinato de su esposa, habrá comprendido la medida en que nuestra percepción de los hechos está mediada por las emociones: pese a los abrumadores indicios de culpabilidad, los miembros negros del jurado creyeron inocente a Simpson. Éste es quizá el hallazgo central del estudio contemporáno de la relación entre la racionalidad y afectividad humanas. Nuestra mirada sobre el mundo está teñida de afectos; es una cognición “caliente”, un razonamiento motivado que solo podemos enfriar mediante un costoso ejercicio de deliberación interior. Y por lo general, nuestro “ego totalitario”, como lo llama Anthony Greenwald, rechaza la información que desajusta su organización cognitiva: preferimos creer aquello que ya veníamos creyendo. Súmese a ello el tribalismo moral que, por razones evolutivas, nos impele a buscar cobijo en el grupo propio y sus verdades, rechazando de plano las ofertas de sentido rivales. Resulta de aquí que el contenido de nuestras creencias importará menos que los sentimientos que experimentamos abrazándolas: la verdad no es más que un coste que no deseamos pagar.

Tecnología. Cuando hablamos de posverdad, nos referimos sobre todo al proceso de búsqueda de la verdad en la esfera pública y a su impacto sobre las creencias privadas de los ciudadanos. Es aquí donde reside la genuina novedad sin la que no cabe explicar el auge de la posverdad: la digitalización de la conversación pública. Se ha dicho que las redes aíslan a los individuos en silos donde solo se comunican con quienes ya piensan como ellos, compartiendo noticias que ratifican sus creencias; en el interior de esas comunidades digitales, además, nos sentimos empujados al acuerdo. Cass Sunstein lo tiene claro: “Las redes sociales pueden operar como máquinas polarizadoras, porque ayudan a confirmar y por tanto amplificar los puntos de vista preexistentes”. Habríamos pasado así de los grandes medios moderadores a una fragmentación caótica. Fake news, rumores, teorías conspirativas: flores venenosas de la primavera digital. Pero a ello han contribuido también los medios tradicionales, ya sea por echar mano del tremendismo o por incurrir en un exceso de neutralidad. El resultado es la libre circulación del bullshit, que Harry Frankfurt definió como una retórica persuasiva que se desentiende de la verdad.

¡Todo resuelto! O más bien no, concluye diciendo el profesor Arias. Porque la democracia liberal no se asienta sobre la idea de que exista una verdad indisputable que podamos fijar tras un infalible proceso de deliberación pública, sino sobre el reconocimiento de que la verdad suele ser elusiva y provisional. Las democracias son escépticas, aunque al tiempo confíen en su probada capacidad para acumular conocimiento histórico y científico. Así las cosas, la única solución es distinguir entre diferentes tipos de verdad, subrayando como hace Arendt el papel central de la verdad factual. Sin esta, el debate sobre las verdades morales carecería de anclaje; por eso urge encontrar medios para protegerla. Pero atención: aunque estas últimas no pueden desentenderse de los hechos, ellas mismas son menos descubiertas objetivamente que construidas intersubjetivamente. No podemos determinar cuánta desigualdad es socialmente aceptable sin tener en la mano los datos sobre la desigualdad, por ejemplo, pero los puros datos no nos darán una respuesta. Y para eso, precisamente, sirve la democracia.







Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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