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sábado, 16 de marzo de 2019

[A VUELAPLUMA] La fragilidad de las palabras





Las palabras huyen, dice el escritor nicaragüense Sergio Ramírez, Premio Cervantes 2017, y para un escritor de empeño diario no existe vacío más absoluto y aterrador que el de la página en blanco, algo que puede ser ya un lugar común, pero no por eso es menos verdadero.

Las mesas de conversación literaria en el Festival Correntes d'Escritas celebrado en Póvoa de Varzim, comienza diciendo, giran alrededor de versos sacados de las poesías de Sophia de Melo Breyner, la gran escritora portuguesa muerta en 2004.

“En el punto donde la soledad y el silencio/se cruzan como la noche y como el frío/esperé como quien espera en vano/tan nítido y preciso era el vacío...”, dice la estrofa de cuyo último verso he debido sacar mi propia reflexión.

Para un escritor de empeño diario no existe vacío más absoluto y aterrador que el de la página en blanco. Esto puede ser ya un lugar común, pero no por eso es menos verdadero.

El miedo a lanzarse a la nada tecleando la primera letra de una palabra que se enlazará en una frase que tememos desde ya fallida; de allí la parálisis de los dedos que se resuelve en la vacilación, el intento frustrado que quedará lejos de lo que la idea busca decir. Entonces las tachaduras repetidas, la frustración ante la mañana de trabajo que avanza sin frutos, las hojas arrugadas que llenan el cesto de papeles.

Robert Graves dice en Adiós a todo eso, que nunca olvidó el consejo del director de la escuela secundaria que dejaba en 1914 para irse las trincheras al empezar la primera guerra mundial: “recuerda esto, tu mejor amigo es el cesto de papeles”.

Cuando viví en Berlín Occidental en los años setenta del pasado siglo, como escritor en residencia, me sentaba todas las mañanas del mundo frente a la máquina, dichoso de que una fundación benéfica me pagara solamente por escribir.

Me convertí entonces en el mejor cliente de la papelería de la esquina en mi barrio de Wilmersdorf. Enemigo de las tachaduras, sacaba del carro hoja tras hoja, que iban a dar al cesto que de manera tan fiel custodiaba mi trabajo a mis pies.

Era porque no solo pretendía la página perfecta en términos de la escritura, eso que nunca se consigue, sino también en cuanto a la estética visual: nada de tachaduras. Una manía doble: buscar el párrafo exacto y, además, limpio ante el ojo.

Ahora, la página en blanco tiene en la pantalla de la computadora esa misma pureza del papel. Pero ya no hay el problema estético de la página que debe parecer perfecta a la vista. No hay borrones innobles, no hay tachaduras que despiertan la ira reprimida que trae consigo digitar mal más de una vez. Cada párrafo es visualmente puro porque el ojo no tiene pretexto para las inconformidades.

Pero es una perfección mentirosa, porque la página digital lo único que sabe es guardar falsas apariencias. Si dejáramos esa página sin reparos ni castigos, estaríamos andando por el camino de la mala escritura, aquella que pretende no necesitar nunca correcciones.

Y aunque corrijo muchas veces en la pantalla, en algún momento hay que imprimir esa página para llevarla al mundo real del papel, y entonces, empezar a corregir con el lápiz afilado, a luchar cuerpo a cuerpo con las palabras hasta el amanecer, como Jacob con el ángel, hasta derrotarlas, aunque terminemos descoyuntados.

Vladimir Nabokov explica este desajuste entre palabra e idea en La verdadera vida de Sebastián Knight: Hay que cruzar ese “abismo que se abre entre la expresión y el pensamiento”…“ninguna idea real puede decirse que exista sin las palabras hechas a su medida…”

Hacer que las palabras se acerquen lo más posible a las imágenes desplegadas en la mente. La palabra exacta, dice Flaubert. “Todo el talento de escribir no consiste, después de todo, más que en la escogencia de las palabras” escribe en una carta Louise Colet.

La palabra que calza como anillo al dedo. La pieza adecuada, el tornillo, la biela, colocados en el lugar preciso de la máquina para que pueda andar con armonía, sin notas desafinadas ni ruidos molestos.

“Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo”, dice Rubén Darío en un soneto en que late esta ansiedad por la búsqueda de la exactitud verbal, sólo para lamentarse adelante: “Y no hallo sino la palabra que huye…”.

O como se reclama Octavio Paz en Las palabras: “Dales la vuelta/ cógelas del rabo (chillen, putas)/azótalas/…haz que se traguen todas sus palabras…”

La página en blanco está llena de sombras, de palabras fugitivas. Hay que buscar atraparlas, y eso significa atrapar la gracia. La escritura es un milagro provocado. Y no pocas veces un milagro una y otra vez corregido.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 22 de diciembre de 2018

[A VUELAPLUMA] Los incisos temerosos





Los incisos son esos recursos del lenguaje que constituyen una defensa frente a quienes tienen un machete entre los dientes, escribe el profesor y periodista Álex Grijelmo. Los lectores de ahora no son como los de antes, comienza diciendo Grijelmo. Es una impresión personal, pero dicho así puede parecer una información comprobada. Entonces, escribiré mejor que la mayoría de los lectores de ahora no son como los de antes. Pero tampoco estoy seguro de que sean la mayoría de los lectores de ahora los que no son como los de antes, porque no he hecho ninguna encuesta al respecto. Pondré que “algunos” lectores de ahora no son como los de antes, para no parecer tan asertivo.

Los lectores de antes de la revolución digital, creo, se concentraban en la lectura y tendían a comprender lo que un articulista quería expresar; aportaban por su cuenta los datos omitidos (por obvios), comprendían las limitaciones del espacio y partían de que la exposición del autor respondía a reflexiones basadas en la buena voluntad. Bueno, no todos los lectores de antes, claro. Pondré que la mayoría; o muchos. O sea, que muchos de los lectores de antes estaban a lo que estaban.

Ahora, en cambio, los lectores suman millones, y algunos hacen varias cosas mientras leen, y están pensando en el fin de semana próximo y a la vez consultando el correo; una parte tiene carencias de comprensión, otro sector no pilla el lenguaje figurado..., pero casi todos ellos andan al asalto de cualquier ambigüedad, ya sea real o imaginada. Y por si fuera poco, llevan un móvil en el bolsillo con el que pueden lanzar al mundo su discrepancia y desatar con ella el aplauso de quienes repiten la crítica sin haberse tomado la molestia de leer con atención el artículo original en vez de replicar lo que se dice que se dice que se dice que alguien ha dicho.

Como habrán visto, sigo usando algunas cautelas para relativizar mis afirmaciones. Sin embargo, un segmento de lectores puntillosos pero despistados suele desdeñar las precauciones plasmadas en expresiones como “una parte”, “algunas veces”, “muchos”, “entre otros”, “quizás”, “tal vez”, “seguramente” o “puede que”, fórmulas de la lengua española que evitan la aseveración indubitable. En previsión de tales interpretaciones de rapidillo, poco a poco algunas columnas (es decir, no todas, sino sólo algunas) se llenarán de aclaraciones y vendas previas a la herida; abundarán cada vez más los incisos, los paréntesis, las explicaciones exhaustivas. Porque el autor, como yo ahora, intentará evitar que alguien malentienda y propague lo que no se ha expresado, ni siquiera sugerido. Por ejemplo, leo a uno de mis articulistas preferidos que determinado actor “merece ser colgado”; y a continuación abre el inciso: “metafóricamente, todo hay que advertirlo”. ¿Habrá alguien que crea que el autor deseaba asesinar al actor? Habrá.

Esos recursos constituyen una defensa lógica frente a quienes tienen el machete entre los dientes. Así, tales explicaciones y aclaraciones pueden provocar, si no proceden de una pluma talentosa (como sí era el caso; y aquí incurro en lo que describo), que leamos textos cada vez más lentos, llenos de salvedades, subordinadas, indefinidos y aposiciones que deberán soportar también los que no andan buscándole tres pies al gato. Es decir, quienes son más bien como los lectores de antes. A ellos debo pedir disculpas, porque a veces se nos nota el miedo ante esa legión de desatentos, tiquismiquis y rábulas a los que intentamos desincentivar tapando todos los huecos. Y total, para nada: cierto tipo de cuchillos son insaciables.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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