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jueves, 4 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Benéficos





La izquierda lleva una neurosis considerable: cree que solo la religión hace agradable lo desagradable, y da dignidad al sacrificio, escribe el El País el ensayista y escritor Félix de Azúa. Está demasiado próxima la España que rapaba a las putas y lanzaba cantazos a los maricas para que de la mañana a la noche nos levantemos en un país tan extremadamente tolerante que parece el más avanzado del mundo, comienza diciendo Azúa. Quizás solo en el ámbito de la vida sexual que tanto agobia a los latinos. No se le da igual relieve a los asesinados por terroristas o al acoso de españoles en Cataluña y País Vasco. No hay un día del orgullo para este tipo de víctimas. El caso es que cuando los compasivos llegan al poder, se produce una avalancha de caridad que da muy mala espina. ¿Por qué tanta ansiedad por los lesionados, los menesterosos, los rechazados? Se entiende que sea un asunto de Estado y cada Administración proteja a quienes sufren pobreza y quebranto, pero ¿no hay algo raro cuando se lo apropian los actores del espectáculo democrático?

Valga un ejemplo para que se me comprenda. No es normal que una dirigente (creo que era la portavoz de Podemos) censure a un ricohombre porque donó un puñado de millones para combatir el cáncer. La señora juzgaba una humillación aquel gesto desprendido y le reclamaba que pagara impuestos. Bueno, seguramente los paga, pero lo notable era el rencor de la mujer contra la caridad del rico. No le irritaba, en cambio, la caridad del pobre. Para ella, los múltiples movimientos de ayuda, protección y asistencia, las subvenciones, las ONG, son loables si vienen de su bando. Se advierte un talante clerical en la izquierda reaccionaria. Para esta ideóloga hay una caridad cristiana (la que bendice su partido) y todas las demás son heréticas. La izquierda lleva una neurosis considerable: cree que solo la religión hace agradable lo desagradable y da dignidad al sacrificio. Sólo la Iglesia es piadosa. Y la Iglesia son ellos.



Acelerador de radioterapia donado por la Fundación Amancio Ortega


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 12 de junio de 2019

[TEORÍA POLÍTICA] Las contradicciones de la Izquierda





«La izquierda ha abandonado las ideas de izquierdas»: para que una afirmación como ésta resulte interesante o, cuando menos, inteligible, hay que manejar dos usos distintos de «izquierda»: el primero designaría a la izquierda «realmente existente», por ejemplo, el PSOE o Podemos; el segundo se referiría al uso conceptual, estipulativo, propio del investigador o tasador: ciertos principios ideológicos. Las críticas y reproches de buena parte de los analistas operan sobre ese paisaje de contraste: la «izquierda realmente existente» no está a la altura de los principios que definen a la izquierda, aquellos que con más coherencia armonizan valores, historia y propuestas. Lo comenta en Revista de Libros el escritor Félix Ovejero Lucas,  profesor de Economía, Ética y Ciencias Sociales de la Universidad de Barcelona, reseñando el libro Contra la izquierda. Para seguir siendo de izquierdas en el siglo XXI (Barcelona, Anagrama, 2018).

La contraposición tiene plena justificación, aunque no puede, cuerdamente, sostenerse de manera indefinida o incondicional. Si la izquierda real se aleja de modo radical y duradero de la conceptual o ideal, hay razones para plantearnos de qué hablamos cuando hablamos de izquierda. A veces, pocas, los conceptos se salvan de sus malos usos. Así, el socialismo sobrevivió al nacionalsocialismo de Adolf Hitler. Pero no es lo normal. Lo más frecuente es que, con el paso del tiempo, cuando la historia erosiona y las propuestas cambian, debamos entregar las palabras. Sucedió con «comunismo». Para muchos, durante mucho tiempo, el comunismo defendía –en palabras del Manifiesto comunista– una sociedad máximamente democrática en la que «el libre desarrollo de cada uno será la condición del libre desarrollo de todos», un ideal de vida aristotélico, según el cual los ciudadanos podrían dar curso al despliegue de sus mejores potencialidades. Pero la realidad se impuso y tocó, resignadamente, desprenderse de la palabra. Hoy, «comunismo» designa una sociedad totalitaria que nadie con dos dedos de frente puede reivindicar. En mis horas más bajas, temo que con «feminismo» pueda suceder algo parecido.

En su reflexión sobre la crisis de la izquierda, Jordi Gracia, en principio, no opera con esa estrategia. No precisa el paisaje de contraste de su reflexión, esto es, qué entiende por izquierda. Su crítica se desenvuelve por otros terrenos. No por eso resulta complaciente. Con realismo y crudeza, aborda algunos de los problemas de la izquierda real, especialmente la española. Su catálogo de errores y descuidos, aunque desarrollado a chorro abierto, resulta bastante ajustado y hasta exhaustivo. Se comprueba, para empezar, en sus apreciaciones sobre nuestro pasado. Frente al relato del llamado régimen del 78 como continuación del franquismo, el autor valora con ecuanimidad la Transición, evita entregarse a la extendida fascinación por una república «momificada» y tasa con precisión el peso real del antifranquismo, «una movilización política, laboral y social (que) nunca fue mayoritaria». Se nota ahí la mano del competente historiador de las ideas. Critica, con criterio, la vaciedad de la clásica socialdemocracia y, con más detalle y finura, al mundo de Podemos, enfático y sobreactuado, saturado de soflamas retóricas y nostalgia paleoizquierdista. Su realismo, ante el populismo de izquierda, resulta indiscutible: denuncia la cháchara y palabrería infladas, una grandilocuencia en la que la jerga con ilusión de precisión sustituye a los análisis y las propuestas, de una izquierda «que mantiene vivo un radicalismo retórico que demasiadas veces suena como ficción deshonesta y concebida como consuelo para un cambio estructural, metafísica, material y técnicamente imposible», a la vez que reconoce resignadamente, entre otras cosas, que el capitalismo es un horizonte insuperable.

Gracia no sólo habla de los errores políticos de la izquierda. También se ocupa, al paso, de otros errores de perspectiva, condición de posibilidad de los anteriores, y que con un poco de exageración podrían calificarse como epistémicos. Rescato dos. El primero es una disposición a mentirse: «El resumen drástico de todo confluye en la falta de veracidad de su discurso con respecto a sí mismo y el cultivo del autoengaño como consecuencia esterilizadora». La segunda disposición intelectual corresponde al «complejo de superioridad de la izquierda», una idea que el autor apenas desarrolla, pero que no creo traicionar si lo resumo como la presunción, no sólo de que sus ideas son mejores –cosa que todos hacemos: de lo contrario, tendríamos otras–, sino de que su trato con sus ideas es moralmente mejor. En corto y a lo bruto: la derecha no defiende sus tesis por convencimiento, sino por oscuros intereses. A mi parecer, los errores epistémicos no son ajenos a los desnortes políticos. Son su condición de posibilidad.

No cabe sino reconocer su perspicacia. Lástima que no siempre se aplique la enseñanza. Porque el libro, en muchas de sus páginas, participa de los errores (epistémicos) que denuncia, de la superioridad moral y de la disposición al autoengaño. La superioridad moral asoma en cada línea dedicada a la derecha («neofranquista», «en el pozo más hondo de su descrédito intelectual y moral»), a la que atribuye todos los males, incluso el de haber impuesto a la socialdemocracia «su lenguaje fósil». Una tesis arriesgada en los tiempos del lenguaje inclusivo y la corrección política. Basta con pasearse por el mundo académico de las humanidades, comenzando por el norteamericano, para saber quién manda al imponer la palabrería. Le imputa tantos males a la derecha que hasta le atribuye los ajenos, como sucede, por ejemplo, en una argumentación conspirativa que merodea la falacia funcional, cuando sostiene que «el ruido mediático es conservador»: «a la derecha le conviene el bullicio en los medios y la historia comunicativa». Por su parte, el cultivo del autoengaño se deja ver en los escasos pasajes programáticos del ensayo, cuando recurre a estrategias retóricas adversativas («esto, pero también aquello») para escamotear tensiones conceptuales bien reales que, para resolverse, necesitan algo más que mampostería, algo más que expresar buenos deseos: «prefiero la defensa irónica de una causa perdida en la que no todo está perdido, donde lo real no es una fatalidad, pero tampoco lo es la enmienda de lo real. Por eso echo de menos el esfuerzo por conciliar realidad y proyecto, necesidad y plausibilidad, denuncia concreta y reforma factible». Un «sí pero no» que atraviesa de parte a parte el libro y que acaba por desdibujar la rotundidad –o, si quieren, el afán de verdad– propio del género ensayístico. El modo más seguro de no perder peso es mentirme en las metas, proclamar mi voluntad de comer y de estar delgado.

Esa querencia por limar las aristas o, para decirlo con más precisión, por soslayar las tensiones intelectuales con pensamientos desiderativos, con la expresión de buenos deseos, asoma en la recurrente estrategia de unos procedimientos –si se me permite– whitmanianos: relaciones de nombres o de retos que no tienen otro nexo de unión que la voluntad del autor y en los que el acto mismo de inventariar parece presentarse como solución. En la cita recogida en el párrafo anterior, se ejemplificaba en el caso de algunos retos. Más llamativa resulta la lista de los «referentes», los autores que la izquierda, según el autor, debería esforzarse por integrar: Fernando Savater, Slavoj Žižek, Marina Garcés, César Rendueles, Juan Marsé, Marta Sanz, Joan Margarit, Almudena Grandes, Luis García Montero, Santiago Alba Rico o Daniel Innerarity. Confieso mi incapacidad para encontrar en esa heteróclita nómina, no ya coherencia –en más de uno de los citados, ni siquiera dentro de su propia obra–, sino hasta un mínimo denominador común distinto del catálogo de alguna editorial no sobrada de criterio. Ciertamente, Gracia no se entrega incondicionalmente a ninguno y, de hecho, a cada uno de ellos le encuentra alguna pega resuelta en dos palabras, en otra variante de su estrategia de sí pero no. En todo caso, ejemplifica impecablemente la estrategia de resolver con palabras problemas reales: juntar nombres poco tiene que ver con ordenar ideas.

Con todo, como decía, el autor encara –mejor dicho, menciona– a uña de caballo, y con digresiones no desprovistas de interés, algunos importantes retos de la izquierda española. Todos menos uno: el nacionalismo. Salvo alguna mención al paso, el ensayo apenas se ocupa de la mayor rareza –en rigor, inconsistencia– de la izquierda española: avecinarse a proyectos políticos superlativamente reaccionarios que defienden romper la unidad de la democracia y de la redistribución en nombre de la identidad (el programa nacionalista, despojado de todo aditamento decorativo, se reduce a sostener que «somos diferentes y por ello tenemos derecho a levantar una frontera, a convertir en extranjeros a nuestros conciudadanos»). Cuesta entender esa omisión, sobre todo si se tiene en cuenta que Gracia ha terciado con frecuencia en «el tema catalán», casi siempre en defensa de otro «sí pero no», de alguna variante de esa imprecisa política que se ha denominado «tercera vía», practicada por todos los gobiernos españoles, incluidos los de Aznar, y que consiste en ir aceptando el chantaje de la independencia aplazada: se dan por buenas unas demandas de los nacionalistas que serán el punto de partida innegociable de la siguiente ronda, todo ello en nombre del autogobierno, el enésimo principio maltratado (como democracia, diálogo, identidad, discriminación positiva y tantos otros) en el envenenado –y peor denominado– «debate territorial». «Federalismo» es el abracadabra de más uso a la hora de escamotear este reto: un conjuro más que un concepto que, cuando se piden aclaraciones, acostumbra a resolverse acudiendo a otro remiendo no menos impreciso, a otro trampantojo: «convertir el Senado en una auténtica cámara territorial».

Ya casi al final de su ensayo, recurriendo de nuevo a otro sí pero no, Jordi Gracia se descuelga con una digresión a trasmano del hilo fundamental de su reflexión: «En un ensayo sesgado y descalificador, y a la vez higiénico y estimulante, Ignacio Sánchez-Cuenca ha deplorado la profusión de voces de intelectuales metidos precisamente a intelectuales: en lugar de poblar la esfera pública con expertos técnicos cualificados, hemos de soportar indebidamente las intuiciones e impresiones, los atisbos de ideas y las ideas mismas de intelectuales, novelistas o poetas sin acreditación para intervenir en los temas serios de la política y la vida pública». El meandro resulta extraño, incluso dentro de un discurso, como el de Gracia, repleto de recodos. Ya no hablamos de los errores políticos ni de los epistémicos, sino del contexto (pragmático, si se quiere) de los errores epistémicos, de quienes están en condiciones de buscar la verdad.

Resulta inevitable pensar que Gracia se pone la venda antes que la herida en previsión de posibles reseñistas. Jordi Gracia es un catedrático de literatura que, sin una nota a pie de página, a pulso, nos ofrece un diagnóstico sobre la izquierda del siglo XXI, y el ensayo de Sánchez-Cuenca al que hace referencia, La desfachatez intelectual, era una crítica implacable a ciertos intelectuales que terciaban sobre cualquier asunto sin atender a los resultados de las disciplinas académicas, al conocimiento especializado. Debería estar tranquilo. Por lo pronto, su crítica a los errores epistémicos resulta compatible con el afán de verdad que –en una interpretación caritativa en el sentido de Donald Davidson, la obligada en el debate académico– inspiraba el libro de Sánchez-Cuenca. Por lo demás, no es temerario conjeturar que su nombre no aparecerá en una actualización del ajuste de cuentas de Sánchez-Cuenca. Entre las indiscutibles virtudes de La desfachatez intelectual no se incluía la ecuanimidad y, previsiblemente, Gracia cae del lado bueno del justiciero arqueo de Sánchez-Cuenca. Después de todo, si la memoria no me engaña, el poeta Luis García Montero se encargó de presentar La desfachatez intelectual. También Almudena Grandes andaba por allí: dos de los referentes intelectuales de la izquierda, según Gracia.

Otra cosa es sí debería preocuparse por no estar a la altura de su propio diagnóstico: más exactamente, de los errores de perspectiva (epistémicos) que menciona. Como decía, Gracia apenas desarrolla las líneas en que se ocupa de la disposición al autoengaño. Y es una pena. Como decía Ernst Toller, el autoengaño no es más que el producto del miedo a la verdad. Si queremos pensar en serio a la izquierda del siglo xxi, debemos comenzar por tomarnos en serio el amor a la verdad. Otro modo de entender la maltratada cita de Gramsci: «Arrivare insieme alla verità».






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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sábado, 17 de noviembre de 2018

[A VUELAPLUMA] Cuando la verdad es reaccionaria





Hace ya casi 20 años, escribía hace unos días en el diario El Mundo Félix Ovejero, profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona, Brian Barry, un aseado filósofo político de izquierdas, publicó un vehemente ensayo, Culture and Equality, que removió las aguas habitualmente mansas, cuando no pantanosas, de su gremio. Mostraba su preocupación por el crecimiento exponencial de una producción académica antiuniversalista, defensora de "puntos de vista que apoyan la politización de las identidades de grupo, en los que la base de la identidad común es, según se afirma, cultural". Barry no era el primero en subrayar el cambio de tendencia, la sustitución de los ideales de igualdad y justicia por los de diferencia e identidad. Pero sí en recordar que los responsables no eran sólo aquéllos que, con renovada ornamentación, reciclaban un producto bastante viejo, tan viejo como el historicismo alemán, el nutriente fundamental de las peores ideas -y prácticas- que Europa ha cultivado. Barry también recordaba la existencia de responsables por omisión que, por dejación de sus obligaciones intelectuales, habían contribuido a la proliferación del reciclado mejunje. Él mismo: "A mi manera ingenuamente racionalista, solía creer que el multiculturalismo estaba destinado a hundirse tarde o temprano bajo el peso de sus debilidades intelectuales y que, por lo tanto, era mejor que me ocupara en escribir acerca de otros temas". 

Con esa apreciación Barry confirmaba que, como tantos ilustrados, estaba aquejado del virus hegeliano según el cual la razón siempre triunfa. Una manera como otra de creer en la Divina Providencia. Muy hegeliana, pero poco marxista. Porque las escaramuzas, el ruido y la furia, los cabildeos y las luchas por el poder cuentan mucho en la academia. Sucede sobre todo en disciplinas como las humanísticas, carentes de pautas metodológicas sedimentadas. Cuando faltan los patrones inequívocos de tasación prosperan las miserias humanas. Las miserias, por supuesto, están en todas partes, también en la mejor ciencia, pero la garantía de impunidad allana el camino a los peores productos. Entonces, la mercancía mala acaba por expulsar a la buena. No es que las humanidades convoquen a los tramposos, es que en las humanidades prosperan con más facilidad. Hasta consolidan cátedras y disciplinas. Como en la construcción: no es que los bribones se dediquen al mercado inmobiliario, es que el mercado inmobiliario propicia los bribones.

Han pasado los años y vamos a peor. De vez en cuando alguien levanta la voz y retoma el compromiso de Barry. Así lo hizo el físico Alan Sokal cuando envió a Social Text, revista postmoderna, un texto repleto de incongruencias y farfolla con la única intención de mostrar que todo les daba lo mismo. La revista lo acogió con entusiasmo. Hace poco, en una suerte de Sokal 2.0., tres modestos académicos endosaron 20 delirantes artículos a revistas humanistas serias (género, identidad) que habían rematado en poco más de dos tardes -el tiempo justo de aprender la jerga- y que (casi todas) las revistas tardaron menos tiempo en aceptar. Entre ellos destacaba uno, publicado en la postinera Gender, Place, and Culture, según el cual en los parques para perros rige una cultura de la violación, obviamente heteropatriarcal, una suerte de condensado de la violencia machista. Violencia estructural, claro. 

Pero que nadie se inquiete. Mañana será otro día y los delirios se seguirán impartiendo. Las posiciones están consolidadas y, además, las críticas quedan pronto amortiguadas, entre otras razones porque los académicos pocas veces están a la altura de los principios que dicen profesar. Temerosos de ser acusados de complicidad -por abreviar- con el sistema no están dispuestos a asumir el coste de la discrepancia. Si acaso, entre ellos y cuando nadie los ve, se echarán unas risas antes de acudir a una reunión obligatoria sobre perspectiva de género. Y a otra cosa. Lo saben bien los cultivadores de las nuevas disciplinas que administran las intimidaciones con oficio leninista. Hasta conmueve ver a los economistas abjurar de su sagrada eficiencia para honrar las más insensatas -que las hay sensatas- defensas de la discriminación positiva. Quedan pocos Barry y, puestos a decirlo todo, resulta muy fatigoso dedicarse, en lugar de a contribuir a desarrollar el conocimiento, a desmontar supercherías que, como decía aquel Nobel de Física, ni siquiera son falsas. Como si en las facultades de química se tuvieran que ocupar de desmontar la homeopatía porque en esas mismas facultades se impartiera homeopatía.

En realidad, la cosa se ha agravado. No sólo se trata de que las nuevas humanidades ignoren los resultados de la biología (el dimorfismo sexual), las matizadas conquistas del derecho (la presunción de inocencia), la inferencia estadística y, sobre todo, la elemental distinción entre hechos y valores, es que, además, se muestran dispuestas a prohibir la verdad que, por lo que se ve, ha dejado de ser revolucionaria. No incurro en exceso retórico. Sobran los ejemplos de investigaciones frenadas o acalladas porque disgustan sus resultados. Linda Gottfredson, reputada investigadora en el campo de la inteligencia, vio cómo le cancelaban una charla en Suecia porque su trabajo no satisfacía los estándares éticos de la International Association of Educational and Vocational Guidance, entre los que se incluyen "evitar y trabajar para superar todas las formas de estereotipos y discriminación (como el racismo, el sexismo, etc.)". 

Por supuesto, en su obra no hay nada que contravenga estos estándares. No lo hay porque no lo puede haber, porque se ocupa de resultados empíricos, no de valoraciones: las (indiscutibles) diferencias biológicas no justifican las desigualdades de derechos. Por cierto, sus inquietantes resultados constituyen conocimiento consolidado de la investigación (si tienen dudas echen una ojeada a Top 10 Replicated Findings From Behavioral Genetics, Perspectives on Psychological Science, 2016). No es el único caso. Hace bien poco, presiones políticas llevaron a retirar un trabajo aceptado para publicación que utilizaba un modelo matemático para probar una conjetura razonablemente confirmada, la hipótesis de la variabilidad masculina mayor, según la cual, por resumir, hay más idiotas y más genios entre los hombres que entre las mujeres. A la vista de las barbas de sus vecinos, hasta los economistas, siempre tan prudentes, por no decir dóciles, con la corrección política, han mostrado -a través de la American Economic Association- su inquietud por el estado del patio. Otro día les hablo de una investigadora española que, después de realizar una interesante tesis desde la perspectiva de un feminismo informado empíricamente, ha acabado por abandonar su línea de investigación para poder sobrevivir en el mundo académico. 

Cuando se recuerdan cosas como las anteriores, algunas almas cándidas recomiendan disculpar los excesos: no sería la primera vez en la historia que los oprimidos se pasan de frenada, pero eso no quita para reconocer su condición. No seré yo quien ignore el argumento. Tampoco que en no pocas ocasiones los grupos inequívocamente desfavorecidos merecen una protección especial. Pero invocar ese argumento en un debate de ideas está fuera de lugar. Tariq Ramadan, el filósofo político islamista, no es un parado de una banlieue, sino un académico formado en las mejores universidades del mundo. Judith Butler imparte su doctrina feminista en la Universidad de California. No es una emigrante sin papeles. Sus tesis o propuestas no merecen -en ningún sentido- un trato especial. Se han de evaluar como cualquier otra idea del circuito intelectual. Sus ideas son suyas, no las de ningún colectivo desamparado. Es obsceno arrogarse el monopolio de la voz de los desprotegidos y, a la vez, reclamar para sí la protección de éstos para vetar las críticas. Y sobran muestras de que esa operación la practican no pocos a diario: cuando se acallan las discrepancias en nombre del genuino feminismo; cuando las preguntas se despachan como ofensas (homófobas, racistas, sexistas) obviando el fatigoso trámite de argumentar. Al final, los excluidos realmente existentes acaban oficiando como instrumentos de las carreras profesionales de unos cuantos privilegiados, una suerte de involuntaria guardia pretoriana.

Ni investigar el IQ supone defender el racismo ni mostrar las debilidades de la teoría queer equivale a entregarse al sexismo. No es seguro que la verdad sea revolucionaria, pero sí lo es que combatirla es reaccionario. Lo que importa es el afán de verdad. Por cierto, que de eso va literalmente la maltratada cita de Gramsci: "Arrivare insieme alla verità".



Dibujo de Sean Mackaoui para El Mundo


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sábado, 1 de septiembre de 2018

[A VUELAPLUMA] La izquierda sentimental





Muchas reivindicaciones de la izquierda forman hoy parte del patrimonio común, comenta en El País Félix Ovejero, profesor titular de Economía, Ética y Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona, pero otra cosa es que se dé por enterada de sus conquistas, incluso cuando los demás, a regañadientes, acaban por asumirlas...

Apenas repuesto de las declaraciones del anterior ministro de Justicia a cuenta de la sentencia de La Manada, comienza diciendo Ovejero, me enteré de una vigilia de oración en Sevilla contra la LGTBfobia. En aquellos días, la presidenta del Santander se proclamaba feminista. Barojiano como soy, quedé a la espera de las moscas, convencido de que los carabineros acudirían a la cita. Los gestores de Twitter de la Policía no me defraudaron.

No esperaba menos. Después de todo, según estudios solventes, España es uno de los países más progresistas del mundo. Eso sí, una pregunta se imponía: entonces, si todos estamos de acuerdo, ¿quién queda enfrente? ¿Contra quién peleamos los progresistas? O de otro modo: ¿no será que hemos ganado? Pinker, desde luego, diría que sí. Y no le faltan datos, a pesar de que Trump y Torra empeoren seriamente sus promedios.

Mi impresión es que es así, que como ya sucedió con la democracia y el sufragio universal (Geoff Eley, Un mundo que ganar), muchas reivindicaciones de la izquierda forman hoy parte del patrimonio común. Otra cosa es que la izquierda se dé por enterada de sus victorias, incluso cuando los demás, a regañadientes, acaban por asumirlas. Una ceguera con graves consecuencias: dadas las dificultades para admitir sus éxitos y llevada de la necesidad de “pensar a la contra”, en extravagante paradoja, no pocas veces acaba por pelear contra sí misma, contra sus conquistas. Un buen ejemplo lo tenemos en las reacciones respecto al Código Penal de 1989, defendido por el PSOE e IU y criticado por el PP. Cuando se aprobó, la izquierda, invocando argumentos laicos y progresistas, y literatura académica, introdujo importantes distinciones entre niveles de “agresión sexual” a las que el PP, apelando a “la gente de la calle”, se opuso, pues según el partido conservador todo era violación. Y ahora, ya ven, en una carrera por elevar las penas que, inexorablemente, acabaría por endurecer enterito el Código Penal.

Cuando se vacía el terreno de disputa, el afán de diferenciarse, avivado por la competencia política, puede conducir al absurdo. Quizá esa circunstancia ayude a entender la adopción de pautas de intelección, sentimentales y moralistas, que han alejado a la izquierda de su natural compromiso con la razón. Por ese camino, paradoja sobre paradoja, habría recalado en el Romanticismo, clásica pista de aterrizaje del pensamiento reaccionario.

La primera es un empalagoso sentimentalismo que veta la deliberación racional y acalla las discrepancias. No es que las emociones sustituyan a los argumentos. Es peor: se invocan como “argumentos” para impedir las críticas, porque “las emociones han de respetarse”, “tú no puedes entenderlo” y “ofendes mis sentimientos”. En esa viciada retórica es muy útil invocar a la empatía, como sinónimo de moralidad, concepto bien diferente de la compasión racional y que, como ha advertido Paul Bloom (Against Empathy), prima lo inmediato y vecino, incapacita para el cálculo, base de la política, y distorsiona el sentido de la moralidad. Con mimbres sentimentales parecidos se urdió la historia más negra de Europa, la de los nacionalismos. Todo muy romántico.

La otra vía de evacuación del debate racional es un moralismo vacuo sin relación alguna con la tradicional disputa de principios. En una descripción sumaria, pero no completamente falsa, tradicionalmente, la izquierda se asociaba a la igualdad, y la derecha, a la libertad. Por supuesto, en el detalle, la contraposición entre principios presenta problemas. Se puede, por ejemplo, aducir que sin recursos no cabe elegir cómo vivir o que los derechos de propiedad establecen una estructura de prohibiciones modificable mediante redistribuciones: si dispongo de dinero, puedo comprar una casa a la que no podía acceder. Pero, fuera de esas discusiones de concepto, los distintos principios parecían inspirar —y diferenciar— las propuestas institucionales.

El moralismo actual nada tiene que ver con tales disputas. Al revés, incapacita para debatir. Aparece, al menos, en dos variantes relacionadas entre sí. La primera, en un desplazamiento de la discusión de principios y propuestas a una discusión sobre el trato con los principios y las propuestas. Cuando se apela a la honestidad, la autenticidad o la integridad, nada se nos dice acerca de lo que se defiende, sino, en el mejor de los casos, a cómo se defiende lo que se defiende. No estamos ante genuinas tesis políticas ni ante disputas normativas, más o menos susceptibles de resolución. No se habla de valores (igualdad, libertad, etcétera) sino, si acaso, del trato con los valores. Con honestidad, coherencia y autenticidad se puede gestionar tanto una comuna como un convento. En realidad, lo que se está diciendo es que “los otros” no tienen una relación limpia con sus ideas, sincera, lo que, de facto, equivale a negarles la condición de interlocutores. Para rehuir las discusiones, nada mejor que acudir en primera persona a algún chorretón de moralismo sentimental: melindres de la “conciencia”, llantinas en el foro, victimismo en rueda de prensa, o fariseísmo de la pobreza (“nosotros viajamos en metro”). Exigir razones en esas circunstancias es peor que pegar a un niño.

Por ahí asoma la otra variante del moralismo vacuo, la superioridad moral por defecto. Por supuesto, todos creemos que nuestras ideas son las mejores. De otro modo tendríamos otras. No parece razonable decir “yo defiendo X, pero Y es mejor”. Ahora bien, sostener que mis principios morales son mejores es distinto de sostener que yo tengo un trato más moral con mis principios, que es lo que sucede cuando se asume que “nosotros” participamos de una claridad mental y una limpieza de corazón en la relación con nuestras ideas de la que carecen los otros en la relación con las suyas. Esa disposición, en la medida que descalifica por principio al interlocutor, revela una falta de afán de verdad propia de quien no atiende argumentos ni contempla cambiar de opinión. Revisar una idea o asomarse a un dato es incurrir en traición. Frente a eso siempre es bueno acordarse de las palabras de Camus cuando en su disputa con Jeanson, el patético recadero de Sartre, afirmaba: “Si yo creyera que la verdad es de derechas, allí estaría”.

Segura y desoladoramente, como nos recuerda la más reciente teoría política, los argumentos no ayudan a ganar las elecciones. Va de suyo: no nos gustan los problemas y, por definición, la política se ocupa de los problemas. Así las cosas, acaso toca resignarse y bajar al cenagal emocional. Pero una cosa son las estrategias electorales, y otra, los proyectos. Cuando la afección contamina también a las ideas solo cabe esperar lo peor. Las peores ideas con las peores maneras. No tienen que irse muy lejos ni muy atrás para comprobarlo.



Dibujo de Eva Vázquez para El País



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"Atrévete a saber" (Kant); "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire); "Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme de una vez para siempre a realizarlos" (Hegel)

miércoles, 8 de agosto de 2018

[A VUELAPLUMA] Brutalidad y declive





La brutalidad del lenguaje de las instancias de poder, abusando de las expresiones políticamente correctas durante décadas, están provocando el declive de la Unión Europea, decía en El País hace justamente un mes, el que fuera su director y fundador, el periodista, escritor y académico de la Lengua, Juan Luis Cebrián.

Quizá hasta el momento haya sido Martin Schulz, señala Cebrián, el político europeo que con mayor precisión ha puesto el dedo en la llaga sobre el deterioro de las instituciones democráticas en general y las de la Unión en particular. Lo ha definido con una expresión digna de elogio: el lenguaje político brutal, cuando penetra en el debate parlamentario y los centros de gobierno, es una amenaza para la supervivencia de la democracia. Aunque en su reflexión podemos echar a faltar los motivos de esa deriva populista que él denuncia y que afecta a izquierda y derecha. La brutalidad del lenguaje político es reacción casi inevitable frente a las expresiones políticamente correctas de las que han venido abusando durante décadas las instancias de poder.

La mayor parte de los análisis de comentaristas independientes han puesto de relieve el fracaso, apenas mitigado, de la reciente cumbre de Bruselas, en la que se aplazó cualquier medida que pudiera significar un avance en la unión monetaria y fiscal o en los mecanismos de salvaguarda de estabilidad financiera. Pero difícilmente escucharemos un reconocimiento sin matices de esta derrota por parte de los responsables políticos. También se tomaron decisiones sobre la inmigración, como la instalación de plataformas de acogida en países terceros (nuevo eufemismo para describir los campos de refugiados) que hará enrojecer de ira y de vergüenza a cuantos siguen creyendo en que el proyecto de la Unión Europea descansa en la defensa de valores democráticos irrenunciables. De hecho, los compromisos adoptados en este terreno no están dirigidos tanto a resolver el problema como a intervenir en la política interna alemana, en defensa de la continuidad de Merkel en la cancillería, aun a costa de renunciar a sus convicciones de antaño respecto a una política de puertas abiertas para los refugiados.

En una entrevista concedida a varios diarios, entre ellos EL PAÍS, Shulz demandaba una respuesta progresista frente a la ofensiva destructora del populismo. La debilidad de las instituciones europeas no procede sin embargo solamente de las amenazas y demandas demagógicas de los populistas, sino también de la incapacidad de las autoridades de la Unión y de las de los países miembros a la hora de reformar sus propias estructuras, víctimas de la burocracia y el anquilosamiento, y en las que el déficit democrático denunciado tradicionalmente por Reino Unido sigue siendo una realidad.

Todos hemos visto bromear en el pasado al presidente Junker con el primer ministro húngaro llamándole “mi dictador favorito” y es exasperante la lentitud en la toma de decisiones frente a un Gobierno como el polaco, que ha terminado por vulnerar un principio tan teóricamente intocable en las democracias como la separación de poderes. También seguiremos mirando hacia otro lado ante los acontecimientos en Turquía en justa retribución, y previo pago, a la contención de los flujos migratorios hacia nuestras costas. Por lo demás, la deriva autoritaria de los Gobiernos del centro y el este del continente, los vetos de los países nórdicos y Holanda a los avances necesarios en la construcción de la unión monetaria, y las consecuencias del Brexit amenazan con producir la evanescencia del proyecto europeo. A este paso, acabará siendo poco más que una zona de libre comercio tal y como siempre soñaron los británicos.

El recurso al establecimiento de pactos bilaterales o trilaterales para encarar la cuestión migratoria, habida cuenta de la incapacidad de establecer una política común, la ausencia de una estrategia y una acción coordinada en política exterior y de seguridad, hasta el punto de que Francia ya sugiere la creación de un operativo de defensa multilateral al margen de la propia Unión, son otros tantos síntomas que ponen de relieve la debilidad actual de las instituciones, sometidas al cortoplacismo de los intereses de los partidos que integran sus respectivos Gobiernos nacionales.

En recientes visitas a diversas capitales, he escuchado elogios a nuestro país por parte de numerosos líderes extranjeros, habida cuenta de la inexistencia entre nosotros de partidos xenófobos o antieuropeístas. Siendo esto último cierto, lo primero no lo es tanto. El nacionalismo supremacista, como el que abiertamente representa el actual presidente de la Generalitat, es una forma de xenofobia tan denigrante e incivil como cualquier otra. Y la vulneración de la legalidad democrática en algunas resoluciones del Parlamento de Cataluña resulta tan recusable como la que ha llevado a cabo la Cámara polaca con sus leyes sobre la administración de Justicia.

Aunque la restauración del proyecto democrático no es competencia ni deber exclusivo de la izquierda, es verdad que tiene una especial responsabilidad ante la involución conservadora, y una oportunidad también de recuperar el espacio perdido en defensa del modelo europeo de la sociedad del bienestar. Esta es fruto de un pacto ya casi secular entre los democratacristianos y los socialistas, génesis de un bipartidismo del que ahora son víctimas esas mismas formaciones, pues su esclerosis sistémica y su endogamia les han alejado de las preocupaciones de los ciudadanos. Los partidos conservadores aparentan una mayor capacidad de resistencia envueltos en las banderas nacionales y parapetados en el éxito del crecimiento económico.

La contrarrevolución progresista que demanda Shulz exige a la izquierda un renovado compromiso con las instituciones democráticas y un rechazo activo de cualquier nacionalismo excluyente. No solo en la expresión de su solidaridad y respeto para con los desheredados que arriban a nuestras playas. También en la defensa de la igualdad de todos los ciudadanos sin discriminaciones de ninguna especie, incluidas las lingüísticas.

El proyecto europeo se ve amenazado más que por el ascenso de los populismos y nacionalismos excluyentes, por el abandono de los valores clásicos que impulsaron su fundación. La política migratoria será piedra de toque de sus comportamientos. Esperemos que a la brutalidad del lenguaje que ahora nos invade no prosiga la de las acciones en defensa de los intereses del poder.


Dibujo de Enrique Flores para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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domingo, 4 de marzo de 2018

[A VUELAPLUMA] De izquierdas, los días impares





Hace aproximadamente un siglo que la izquierda democrática alcanzó el poder en Europa: participó en gobiernos, tuvo amplia representación parlamentaria, y sus opiniones fueron escuchadas con atención. Grandes economistas, como Keynes o Schumpeter, contribuyeron a dar prestigio intelectual a las políticas socialdemocráticas, escribe en El Mundo el profesor Gabriel Tortellá, economista e historiador, catedrático emérito de Historia de la economía en la Universidad de Alcalá de Henares. 

Aparte de profundas razones de fondo, comienza diciendo el profesor Tortellá, el acceso de la izquierda al poder se debió a factores que podríamos llamar coyunturales, como la Primera Guerra Mundial, que impulsó a los gobiernos de ambos bandos a buscar el apoyo de las clases trabajadoras, y la Revolución rusa, que hizo apreciar las virtudes del socialismo no violento. Se inició así una revolución no por pacífica menos radical, que a lo largo de las décadas siguientes transformó las sociedades avanzadas, hasta entonces adeptas al modelo liberal, en socialdemocráticas. 

Causa y consecuencia de estos profundos cambios fue la generalización de la verdadera democracia por medio del sufragio de ambos sexos. La Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial contribuyeron a acelerar la transición y podríamos decir que en los años 70 se había culminado el proceso. En 1971, el presidente Richard Nixon dijo aquello de: «Ya todos somos keynesianos» (We are all Keynesians now), lo cual, en boca de un político tan conservador, implicaba que la socialdemocracia había alcanzado su meta. Pareciera que los partidos socialistas en los países desarrollados se habían quedado sin causa. 

En una sociedad cada vez más próspera, los trabajadores manuales se convirtieron en clase media, y la lucha de clases se diluyó. Más tarde, el derrumbamiento de la Unión Soviética, y del comunismo en la Europa oriental, juntamente con la adopción de la economía de mercado en China y Vietnam (nominalmente comunistas), convenció a muchos de que el comunismo era una vía muerta y puso en duda la necesidad de más socialismo en los países occidentales.

Correlativamente el voto socialista ha venido declinando gradualmente en Europa, su cuna, hasta el punto de que en Francia e Italia (¡quién lo hubiera dicho hace unos años!) los partidos socialistas han desaparecido (los comunistas ya lo hicieron años atrás) y en países como Alemania, Gran Bretaña y España tienen una base electoral en declive y llevan años en la oposición (en Alemania, como socio junior en coalición con la dominante CDU). Hasta en Escandinavia, el antiguo paraíso del socialismo, los socialistas han perdido su situación hegemónica.

¿Están los partidos socialistas condenados a desaparecer en toda Europa? Esta parece ser la tendencia, y así sucederá si no se reinventan (frase manida pero suficientemente expresiva). Tomemos el caso español, que nos pilla más cerca. Aquí, desde 1996, y sólo con el extraño y ominoso interludio de Rodríguez Zapatero (2004-2011), la base electoral del Partido Socialista ha ido estrechándose, a pesar de que, por razones históricas, el electorado español está más bien escorado a la izquierda. El grave problema del socialismo español (como el del resto de Europa) es su indefinición. ¿Adopta claramente la bandera socialdemócrata y compite con la derecha en honradez (en vez de hacerlo en corrupción), y, sobre todo, en eficacia para administrar el Estado de bienestar, su criatura? ¿O levanta la bandera del izquierdismo extremo, adoptando a la vez las causas más peregrinas y variopintas, confiando en que esto atraerá a los jóvenes? No parece que nadie de autoridad en el partido haya estudiado seriamente las alternativas; y, si lo ha hecho, es evidente que ha sido inmediatamente jubilado por una ejecutiva que prefiere la indefinición. Así, el PSOE parece haber decidido ser socialista constitucionalista los días pares y comunista antisistema los impares. Esto puede atraerle los votos de los incautos que no perciben las contradicciones, pero privarle de los que las perciben y las rechazan, porque la contradicción significa mentira, incompetencia, o las dos cosas.

Esta búsqueda de causas nuevas en los días impares puede explicar que, contra sus principios y tradiciones, el PSOE se alíe con los movimientos regionales más reaccionarios, que son los identitarios-independentistas de Cataluña, el País Vasco, Baleares, Valencia y otros, incluso, última y chuscamente, Asturias. Estos movimientos xenofóbicos y elitistas, con ribetes racistas y querencias anticonstitucionales, que durante la Guerra Civil contribuyeron a desbaratar la cohesión del Gobierno republicano y a acelerar la victoria de Franco, resultan ser ahora objeto del respeto y la protección de los socialistas, que sólo a regañadientes han apoyado la intervención vacilante del Gobierno español en la Cataluña víctima de la sedición golpista, y que se han proclamado defensores del actual «modelo educativo catalán», modelo que, además de ser mendaz, opresivo, discriminatorio y clasista, está en abierta contradicción con el artículo 3 de la Constitución. Esta política de improvisación y desconcierto se ha manifestado también en la extraña relación entre el socialista PSOE y el populista Podemos, relación de amor odio que ha proporcionado las extrañas coaliciones municipales y autonómicas de Madrid, Barcelona, Valencia, Baleares, Castilla-La Mancha, etcétera. 

Podemos es el producto de factores espurios. Lo peor de la Universidad española (que ya es decir) se ha visto aupado al puesto de tercer partido parlamentario debido al «truco de la pinza» del PP y a un rasgo muy peligroso de la democracia y de la naturaleza humana: cuando las crisis amenazan seriamente el nivel de vida de grandes sectores de la población, los votantes enloquecen y apoyan a partidos extremistas y antidemocráticos. Así ocurrió durante la Gran Depresión del siglo XX y ha vuelto a ocurrir durante la Gran Recesión del siglo XXI. Entonces la desesperación de los votantes alemanes dio la victoria a Hitler y preparó el camino hacia el Holocausto y la guerra mundial. Hoy la furia de los electores nos ha traído el alza de los populismos de derechas y de izquierdas (muy poca diferencia entre ellos), el Brexit y Trump. A España le ha regalado Podemos y a Grecia, Syriza (muchas gracias). El PSOE ha entrado en pánico ante la amenaza de Podemos y esto ha sido un poderoso acicate para el desmadre de los días impares. Gracias a sus coaliciones disfrutamos de Carmena & Co. en Madrid, de Colocau (a parientes y amigos) en Barcelona, y en Valencia y Baleares se imitan servilmente los desafueros del nacionalismo catalán.

Y por si todo esto fuera poco, el PSOE nos amenaza ahora con una super Ley de Memoria Histórica, presentada en el Congreso en día par, pero sin duda ideada y redactada en día impar. Lo más alarmante de este proyecto es su carácter represivo y totalitario: aspira a establecer nada menos que la Verdad (así, con mayúsculas) sobre la Guerra Civil y el franquismo, para lo que crea una Comisión, y el que se atreva a contradecir esa verdad oficial irá a la cárcel y perderá su empleo (Disposición adicional segunda). De aprobarse esta legislación socialista (?), en España tendremos, ahora sí, realmente, presos políticos y de conciencia. Este proyecto es la réplica simétrica del método de Franco, cuyo ministro de Información y Turismo decía que en España había «libertad para la verdad, pero no para el error». Y parece escandaloso que la Disposición adicional primera declare ilegal realizar «apología del franquismo, fascismo y nazismo» y no diga nada del comunismo o del anarquismo, que también dejaron un buen reguero de víctimas y desaparecidos durante la Guerra Civil en España, en Rusia y en muchos otros países. Esta ley, por otra parte, es totalmente inoportuna. Las Comisiones de la Verdad en otros países se crearon poco tiempo después de terminar una cruenta dictadura, cuando los sucesos eran recientes y supervivían muchas víctimas. 

Hoy todo esto es muy lejano. La Guerra Civil terminó hace 79 años, más de tres generaciones. ¿Por qué no instituyó el PSOE una ley de este tipo en 1982? Yo comparto con los socialistas la repulsa al franquismo, contra el que luché y cuyas cárceles conocí, pero eso no nos da derecho a meter en prisión a los que no opinen como nosotros. Ya está bien de combatir a la dictadura 43 años después de su desaparición. Sinceramente, si alguien se pregunta cómo es posible que un político tan falto de carisma y de popularidad como Mariano Rajoy se perpetúe en el poder contra viento y marea, la respuesta es clara: una izquierda siniestra.  


Dibujo de Ajubel para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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