Mostrando entradas con la etiqueta G.Tortellá. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta G.Tortellá. Mostrar todas las entradas

domingo, 4 de marzo de 2018

[A VUELAPLUMA] De izquierdas, los días impares





Hace aproximadamente un siglo que la izquierda democrática alcanzó el poder en Europa: participó en gobiernos, tuvo amplia representación parlamentaria, y sus opiniones fueron escuchadas con atención. Grandes economistas, como Keynes o Schumpeter, contribuyeron a dar prestigio intelectual a las políticas socialdemocráticas, escribe en El Mundo el profesor Gabriel Tortellá, economista e historiador, catedrático emérito de Historia de la economía en la Universidad de Alcalá de Henares. 

Aparte de profundas razones de fondo, comienza diciendo el profesor Tortellá, el acceso de la izquierda al poder se debió a factores que podríamos llamar coyunturales, como la Primera Guerra Mundial, que impulsó a los gobiernos de ambos bandos a buscar el apoyo de las clases trabajadoras, y la Revolución rusa, que hizo apreciar las virtudes del socialismo no violento. Se inició así una revolución no por pacífica menos radical, que a lo largo de las décadas siguientes transformó las sociedades avanzadas, hasta entonces adeptas al modelo liberal, en socialdemocráticas. 

Causa y consecuencia de estos profundos cambios fue la generalización de la verdadera democracia por medio del sufragio de ambos sexos. La Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial contribuyeron a acelerar la transición y podríamos decir que en los años 70 se había culminado el proceso. En 1971, el presidente Richard Nixon dijo aquello de: «Ya todos somos keynesianos» (We are all Keynesians now), lo cual, en boca de un político tan conservador, implicaba que la socialdemocracia había alcanzado su meta. Pareciera que los partidos socialistas en los países desarrollados se habían quedado sin causa. 

En una sociedad cada vez más próspera, los trabajadores manuales se convirtieron en clase media, y la lucha de clases se diluyó. Más tarde, el derrumbamiento de la Unión Soviética, y del comunismo en la Europa oriental, juntamente con la adopción de la economía de mercado en China y Vietnam (nominalmente comunistas), convenció a muchos de que el comunismo era una vía muerta y puso en duda la necesidad de más socialismo en los países occidentales.

Correlativamente el voto socialista ha venido declinando gradualmente en Europa, su cuna, hasta el punto de que en Francia e Italia (¡quién lo hubiera dicho hace unos años!) los partidos socialistas han desaparecido (los comunistas ya lo hicieron años atrás) y en países como Alemania, Gran Bretaña y España tienen una base electoral en declive y llevan años en la oposición (en Alemania, como socio junior en coalición con la dominante CDU). Hasta en Escandinavia, el antiguo paraíso del socialismo, los socialistas han perdido su situación hegemónica.

¿Están los partidos socialistas condenados a desaparecer en toda Europa? Esta parece ser la tendencia, y así sucederá si no se reinventan (frase manida pero suficientemente expresiva). Tomemos el caso español, que nos pilla más cerca. Aquí, desde 1996, y sólo con el extraño y ominoso interludio de Rodríguez Zapatero (2004-2011), la base electoral del Partido Socialista ha ido estrechándose, a pesar de que, por razones históricas, el electorado español está más bien escorado a la izquierda. El grave problema del socialismo español (como el del resto de Europa) es su indefinición. ¿Adopta claramente la bandera socialdemócrata y compite con la derecha en honradez (en vez de hacerlo en corrupción), y, sobre todo, en eficacia para administrar el Estado de bienestar, su criatura? ¿O levanta la bandera del izquierdismo extremo, adoptando a la vez las causas más peregrinas y variopintas, confiando en que esto atraerá a los jóvenes? No parece que nadie de autoridad en el partido haya estudiado seriamente las alternativas; y, si lo ha hecho, es evidente que ha sido inmediatamente jubilado por una ejecutiva que prefiere la indefinición. Así, el PSOE parece haber decidido ser socialista constitucionalista los días pares y comunista antisistema los impares. Esto puede atraerle los votos de los incautos que no perciben las contradicciones, pero privarle de los que las perciben y las rechazan, porque la contradicción significa mentira, incompetencia, o las dos cosas.

Esta búsqueda de causas nuevas en los días impares puede explicar que, contra sus principios y tradiciones, el PSOE se alíe con los movimientos regionales más reaccionarios, que son los identitarios-independentistas de Cataluña, el País Vasco, Baleares, Valencia y otros, incluso, última y chuscamente, Asturias. Estos movimientos xenofóbicos y elitistas, con ribetes racistas y querencias anticonstitucionales, que durante la Guerra Civil contribuyeron a desbaratar la cohesión del Gobierno republicano y a acelerar la victoria de Franco, resultan ser ahora objeto del respeto y la protección de los socialistas, que sólo a regañadientes han apoyado la intervención vacilante del Gobierno español en la Cataluña víctima de la sedición golpista, y que se han proclamado defensores del actual «modelo educativo catalán», modelo que, además de ser mendaz, opresivo, discriminatorio y clasista, está en abierta contradicción con el artículo 3 de la Constitución. Esta política de improvisación y desconcierto se ha manifestado también en la extraña relación entre el socialista PSOE y el populista Podemos, relación de amor odio que ha proporcionado las extrañas coaliciones municipales y autonómicas de Madrid, Barcelona, Valencia, Baleares, Castilla-La Mancha, etcétera. 

Podemos es el producto de factores espurios. Lo peor de la Universidad española (que ya es decir) se ha visto aupado al puesto de tercer partido parlamentario debido al «truco de la pinza» del PP y a un rasgo muy peligroso de la democracia y de la naturaleza humana: cuando las crisis amenazan seriamente el nivel de vida de grandes sectores de la población, los votantes enloquecen y apoyan a partidos extremistas y antidemocráticos. Así ocurrió durante la Gran Depresión del siglo XX y ha vuelto a ocurrir durante la Gran Recesión del siglo XXI. Entonces la desesperación de los votantes alemanes dio la victoria a Hitler y preparó el camino hacia el Holocausto y la guerra mundial. Hoy la furia de los electores nos ha traído el alza de los populismos de derechas y de izquierdas (muy poca diferencia entre ellos), el Brexit y Trump. A España le ha regalado Podemos y a Grecia, Syriza (muchas gracias). El PSOE ha entrado en pánico ante la amenaza de Podemos y esto ha sido un poderoso acicate para el desmadre de los días impares. Gracias a sus coaliciones disfrutamos de Carmena & Co. en Madrid, de Colocau (a parientes y amigos) en Barcelona, y en Valencia y Baleares se imitan servilmente los desafueros del nacionalismo catalán.

Y por si todo esto fuera poco, el PSOE nos amenaza ahora con una super Ley de Memoria Histórica, presentada en el Congreso en día par, pero sin duda ideada y redactada en día impar. Lo más alarmante de este proyecto es su carácter represivo y totalitario: aspira a establecer nada menos que la Verdad (así, con mayúsculas) sobre la Guerra Civil y el franquismo, para lo que crea una Comisión, y el que se atreva a contradecir esa verdad oficial irá a la cárcel y perderá su empleo (Disposición adicional segunda). De aprobarse esta legislación socialista (?), en España tendremos, ahora sí, realmente, presos políticos y de conciencia. Este proyecto es la réplica simétrica del método de Franco, cuyo ministro de Información y Turismo decía que en España había «libertad para la verdad, pero no para el error». Y parece escandaloso que la Disposición adicional primera declare ilegal realizar «apología del franquismo, fascismo y nazismo» y no diga nada del comunismo o del anarquismo, que también dejaron un buen reguero de víctimas y desaparecidos durante la Guerra Civil en España, en Rusia y en muchos otros países. Esta ley, por otra parte, es totalmente inoportuna. Las Comisiones de la Verdad en otros países se crearon poco tiempo después de terminar una cruenta dictadura, cuando los sucesos eran recientes y supervivían muchas víctimas. 

Hoy todo esto es muy lejano. La Guerra Civil terminó hace 79 años, más de tres generaciones. ¿Por qué no instituyó el PSOE una ley de este tipo en 1982? Yo comparto con los socialistas la repulsa al franquismo, contra el que luché y cuyas cárceles conocí, pero eso no nos da derecho a meter en prisión a los que no opinen como nosotros. Ya está bien de combatir a la dictadura 43 años después de su desaparición. Sinceramente, si alguien se pregunta cómo es posible que un político tan falto de carisma y de popularidad como Mariano Rajoy se perpetúe en el poder contra viento y marea, la respuesta es clara: una izquierda siniestra.  


Dibujo de Ajubel para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt






Entrada núm. 4340
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 14 de marzo de 2017

[A vuelapluma] ¿Tiene futuro la democracia?





Hace unos días el profesor Gabriel Tortellá (1936), prestigioso economista e historiador, catedrático emérito de Historia de la Economía en la Universidad de Alcalá de Henares, publicaba un artículo en el diario El Mundo preguntándose si a la vista del  Brexit, la elección de Trump, el auge de los populismos, los nacionalismos y los partidos antisistema, junto con las regresiones antidemocráticas en Rusia, Venezuela, Bolivia, Filipinas y varios otros países, la democracia tenía futuro tal y como la conocemos hoy, en el que defendía que pese a todas las regresiones antisistema que se están viviendo en el mundo, la democracia sigue siendo la alternativa política menos mala, aunque es necesario reformarla para salvarla.

Numerosos pensadores ponen en tela de juicio el futuro de la democracia en el mundo, dice al inicio de su artículo. La Historia tiene algunas enseñanzas al respecto, pero no muchas, porque la historia de la democracia moderna es corta. Si bien su gestación se prolongó algo más dos siglos (puede decirse que comenzó con la Revolución inglesa del siglo XVII), la democracia plena tiene apenas un siglo de existencia. Se estableció precisamente en torno a la Primera Guerra Mundial (1914-18), si bien algunos pioneros, como Nueva Zelanda y Australia, la implantaron un poco antes. 

Aunque los tratadistas discutan sobre la definición precisa, añade, entendemos por democracia el sistema político en que el pueblo, sin más distinciones que la edad, elige a sus gobernantes; lo cual implica, por lo tanto, el sufragio universal de ambos sexos, ejercido con periodicidad.La historia de la democracia, con todo, es curiosa. Inventada y bautizada por los griegos clásicos (más exactamente, los atenienses), duró relativamente poco tras el siglo IV de la era precristiana. La República romana estableció un sistema parlamentario semidemocrático, que pronto derivó en dictadura e imperio. Desde entonces hasta el siglo XX la democracia desapareció de la historia, aunque hubiera algunos conatos aquí y allá. ¿Por qué esta larga interrupción de unos 23 siglos? Simplemente, porque ni los filósofos ni los gobernantes confiaban en la capacidad de los pueblos de tomar decisiones sensatas en materias de alta política. 

Al fin y al cabo, sigue diciendo, por impresionante que fuera el caso precursor de la Atenas clásica, el resultado de la primera democracia no fue ejemplar: ofreció errores flagrantes, de los que el más recordado es la condena a muerte de Sócrates, aunque hubo muchos más. La resurrección de la democracia en el siglo XX en nuestra era es producto de una evolución secular: la introducción del parlamentarismo y la Revolución Industrial en Inglaterra pusieron en marcha dos procesos paralelos: el desarrollo económico permitió, a través de la educación, la acumulación de capital humano en la población, lo que la fue capacitando para participar cada vez más en la política; esta creciente participación fue ensanchando las bases del parlamentarismo, de modo que los censos electorales se fueron ampliando hasta alcanzarse el sufragio universal. 

De manera concurrente, añade más adelante, el crecimiento económico alumbró el establecimiento de una clase media, cuyo voto a favor de partidos moderados contribuyó a dar estabilidad a las nacientes democracias. Este proceso, que se había desarrollado gradualmente a lo largo del siglo XIX, se precipitó con la Guerra Mundial y el triunfo del comunismo en Rusia. 

El éxito de la democracia en el periodo de entreguerras, señala, se vio empañado por el ascenso de los totalitarismos, que condujo a la Segunda Guerra Mundial. Pero ésta concluyó con triunfo de las democracias (y del comunismo). Por otra parte, el crecimiento económico ha borrado las antiguas distinciones de clase. En los países desarrollados, la gran mayoría puede considerarse clase media. La democracia pasó así a ser el canon político, y la mayoría de los países se fueron proclamando democráticos, aunque muchos de hecho no lo fueran. 

Parecía que nos aproximábamos al "fin de la historia" (expresión de Francis Fukuyama), en que la inmensa mayoría de la población estaría gobernada democráticamente, disfrutando de la paz y el bienestar que el imperio del Derecho y el Estado de Bienestar conllevan. Por desgracia, comenta, las cosas no han sido exactamente así. En primer lugar, muchos Estados actuales sólo tienen de democráticos el nombre. Tratan de mantener las apariencias, pero ni el sufragio se ejerce en ellos libremente, ni hay separación de poderes, ni los gobiernos ceden su puesto de buena gana, antes bien recurren a toda clase de artimañas (a menudo violentas) para perpetuarse. Además, hay amplios segmentos de la población mundial que rechazan la democracia, los más importantes de los cuales son los movimientos islamistas radicales (Al Qaeda, Estado Islámico), que la consideran un sistema ajeno y antagónico a su cultura. Uno de los grandes conflictos mundiales es hoy el enfrentamiento entre occidente y estos movimientos antioccidentales, la mayoría de los cuales opone la teocracia a la democracia.

Pero incluso dentro del campo realmente democrático, continúa diciendo, las cosas no son tan idílicas como se creía hace una generación. Dentro de países de impecable ejecutoria han aparecido movimientos que ponen en duda las bases de convivencia que se daban por inamovibles hasta hace muy poco. A ellos me refería en el primer párrafo de este artículo. Y es que la propia esencia de la democracia la convierte en un sistema muy frágil, que puede generar tendencias autodestructivas. Una de ellas es la tentación del suicidio; se han dado casos de suicidio democrático que están en la memoria de todos: esto ocurre cuando se vota por un gobernante que está decidido a instaurar un Gobierno autocrático. 

Así ocurrió, dice, con Hitler en la Alemania de Weimar en 1932, o en Argentina con Perón, o en Venezuela con Hugo Chávez. Y tantos otros casos ha habido. Las democracias son estables en la medida en que sus mayorías se sienten satisfechas y seguras y no están dispuestas a votar por un candidato o partido que amenace la estabilidad del sistema. Pero las sociedades son olvidadizas y, cuando sienten que su bienestar está en peligro, tienden a ser muy susceptibles a los cantos de las sirenas populistas y a revolverse contra el régimen político al que tanto deben. 

Existe en la conducta colectiva, señala, una tendencia a dar por hecho un cierto nivel de bienestar e incluso una mejora continua de ese bienestar, de modo que una pausa en ese crecimiento provoca un movimiento de rebelión que acostumbra a dar lugar a situaciones de inestabilidad que pueden llegar a poner en cuestión las bases mismas de la democracia. Por otra parte, y debido a esa desmemoria colectiva, los hijos de aquéllos que bendijeron y veneraron la llegada de la democracia ya no sienten ese fervor; frecuentemente sienten, al contrario, despego y hastío hacia la institución, y están dispuestos a echarlo todo a rodar cuando se consideran víctimas de las fuerzas impersonales del mercado. Se producen así fenómenos como el Brexit, el trumpismo, los nacionalismos, los populismos y demás aberraciones democráticas.Por otra parte, raro es el caso en que la democracia produce gobernantes excepcionales. 

Hoy se oyen con frecuencia voces lamentando que no tengamos líderes como Churchill o De Gaulle, concluye su artículo. Desde luego, Cameron y Hollande son poca cosa en comparación con aquellos gigantes. Pero es que figuras tan excepcionales eran productos de circunstancias excepcionales, que exigían decisiones valientes y desesperadas. Hoy triunfan los políticos grises que no lideran sino que van a la rastra, buscando el regate corto que prescriben las encuestas de opinión. O cuya panacea es el regreso a un pasado en gran parte mítico e irreal, como es el caso de Trump, de los nacionalistas catalanes o vascos, de los populistas franceses o alemanes, o de los aislacionistas ingleses. La supervivencia de la democracia exigiría otro tipo de líderes, gobernantes que no persiguieran la reelección de un modo rastrero. Quizá fuera mejor adoptar mandatos más largos sin posibilidad de reelección, al menos de reelección inmediata. O, igual que en Estados Unidos, permitir una sola reelección. Como toda obra humana, el sistema democrático adolece de graves defectos. Los que, pese a todo, creemos que es la alternativa menos mala, debemos debatir cómo reformarla para salvarla. 



Gabriel Tortella



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3377
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 25 de agosto de 2016

[A vuelapluma] De nuevo los nacionalismos y las exclusiones ...





Hay una frase muy utilizada en política que cada vez que la oigo me deja bastante descolocado. Y es la de: "No comparto sus ideas, pero las respeto". ¿De dónde ha salido eso de que haya que respetar las ideas que no se comparten? De la Declaración Universal de los Derechos Humanos, no, desde luego; y de la Constitución española, tampoco. En ambas está, y comparto su criterio, el inalienable derecho de las personas a expresar libremente su opiniones y sus ideas sin ser perseguido, sancionado o molestado por ellas. Pero eso es una cosa, y el que tengan que respetarse sus opiniones e ideas es otra cosa, muy distinta. Porque, a ver si lo aclaramos de una vez por todas: lo que merece respeto, siempre, es la persona; sus ideas y opiniones, no necesariamente.

Nuestro inmortal Miguel de Unamuno, en su Vida de don Quijote y Sancho (Espasa-Calpe, Madrid, 1981) dice sobre los que se niegan a entrar en batallas dialécticas (pág. 105): "¡Paz!, ¡paz!, ¡paz! Croan a coro todas las ranas y los renacuajos todos de nuestro charco. ¡Paz!, ¡paz!, ¡paz! Sí, sea, paz, pero sobre el triunfo de la sinceridad, sobre la derrota de la mentira. Paz, pero no una paz de compromiso, no un miserable convenio como el que negocian los políticos, sino paz de comprensión. [...] ¡Raza de víboras la de esos que piden paz! Piden paz para poder morder y roer y emponzoñar más a sus anchas".

Acabo de leer hace unos momentos una noticia en El País que hacía referencia al abandono de una mesa redonda de la Universidad Catalana de Verano, que se ha celebrado estos días en Prada de Conflent (Francia) en defensa de la idea de que una Cataluña independiente debería relegar la lengua castellana en el sistema educativo y los medios de educación y en ningún caso convertirla en oficial. La beligerancia de estas posiciones fue tan grande que molestó incluso a los diputados Gabriel Rufián (ERC) y Eduardo Reyes (JxSí), que según el diario digital "El Nacional" abandonaron la sala. 

No entro en valoraciones ni enjuicio el hecho en sí. Como saben los lectores asiduos del blog no soy nacionalista. Más bien detesto el nacionalismo, de manera especial el identitario y excluyente, y mi patriotismo es constitucional y político, y en cierto modo, sentimental. El Diccionario de Política (Siglo XXI, Madrid, 1994), de Bobbio, Matteuci y Pasquino, dice en la entrada correspondiente a "nación" que esta es concebida normalmente como un grupo de hombres unidos por un vínculo natural, y por lo tanto eterno -o cuando menos existente "ab inmemorabili"-, y que, en razón de este vínculo, constituye la base necesaria para la organización del poder político en la forma del estado nacional. Las dificultades comienzan, añade, cuando se trata de definir la naturaleza de este vínculo o incluso solamente especificar los criterios que permitan delimitar las varias individualidades nacionales, independientemente del vínculo que lo determina.

En ese sentido, no tengo ningún problema en reconocer la existencia de una nación canaria, castellano-manchega, catalana, gallega, madrileña, murciana, vasca, etcétera, etcétera, que cito por orden alfabético para evitar susceptibilidades, pero también española y europea. Y desde luego me parece correcto definir a España y Europa como naciones de naciones.

Los dos últimos párrafos de la entrada "nación" (óp. cit.) llevan el subtítulo de "La superación de las naciones", y dicen que si la nación es la ideología del estado burocratizado centralizado, la superación de esta forma de organización del poder político implica la desmitificación de la idea de nación. La base práctica de esta desmitificación existe. Es un dato real que la actual evolución del modo de producir en la parte industrializada del mundo, después de haber llevado la dimensión "nacional" al ámbito de interdependencia entre las relaciones humanas, está ahora ampliándolas parcialmente más allá de las dimensiones de los actuales estados nacionales y hace aparecer con siempre más inmediata claridad la necesidad de organizar el poder político sobre espacios continentales y según los modelos federales.

Es entonces, continúa diciendo, previsible que la historia de los estados nacionales está llegando a término y que esté por iniciar una fase en la cual el mundo estará organizado en grandes espacios políticos federales. Pero si el federalismo significa el fin de las naciones en el sentido ahora definido, ello significa también el renacimiento o la revigorización de las nacionalidades espontáneas que el estado nacional sofoca o reduce a instrumentos ideológicos al servicio del poder político y, por tanto, el retorno de aquellos auténticos valores comunitarios de los que la ideología nacional se ha apropiado transformándolos en sentimientos gregarios.

Espero haber aclarado, si alguna duda había al respecto, por qué digo en la presentación del blog eso de que me declaro hijo de la Ilustración y de sus valores universales, socialdemócrata, federalista, ¡y monárquico, para más inri!, no solo por lealtad sino por convencimiento. Y, además, tan ciudadano palmense como grancanario, canario, español y europeo.

El profesor César Molinas, matemático y economista, escribió hace unos años (marzo, 2009) un provocador e interesante artículo titulado "España y la Historia (así, con mayúsculas)", que comenzaba con estas palabras: "España no es un Estado-nación, y nunca lo será. Lejos de ser un lastre, esto supone capacidad de adaptación, una gran ventaja para encarar los desafíos de la globalización y la posmodernidad." No podría decir que lo comparta plenamente, pero esta vez, y sin que sirva de precedente, no me importa decir que lo respeto.

En otro plano, mucho más académico, les invito a la lectura del artículo titulado "Las dos caras del nacionalismo", del catedrático emérito de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad de Alcalá, Gabriel Tortellá, publicado en febrero de 2014 en Revista de Libros. 



Los diputados Gabriel Rufián y Eduardo Reyes



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt




Entrada núm. 2856
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

viernes, 21 de marzo de 2014

Naciones, nacionalismos y nacionalistas





Sede de Naciones Unidas (Nueva York)



Parece que se consuma, contra toda legalidad constitucional e internacional, un nuevo fruto del nacionalismo identitario e irredento: me refiero, a Crimea, hasta ayer provincia ucraniana y hoy, de momento, rusa. Pasó igual con los Sudetes y Austria mediado el pasado siglo: falló la diplomacia y ya sabemos como acabó la historia. No pretendo comparar sino recordar. Ya saben: "Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo". Veremos que pasa con Escocia, y poco después con Cataluña. 

Hay una frase muy utilizada en política que cada vez que la oigo me deja bastante descolocado. Y es la de: "No comparto sus ideas, pero las respeto". ¿De dónde ha salido eso de que haya que respetar las ideas ajenas que no se comparten? De la Declaración Universal de los Derechos Humanos, no, desde luego; y de la Constitución española, tampoco. En ambas está, y comparto su criterio, el inalienable derecho de las personas a expresar libremente su opiniones y sus ideas sin ser perseguido, sancionado o molestado por ellas. Pero eso es una cosa, y el que tengan que respetarse sus opiniones e ideas es otra cosa, muy distinta. Porque, a ver si lo aclaramos de una vez por todas: lo que merece respeto, siempre, es la persona; sus ideas y opiniones, no necesariamente.

Nuestro inmortal Miguel de Unamuno, en su "Vida de don Quijote y Sancho" (Espasa-Calpe, Madrid, 1981) dice sobre los que se niegan a entrar en batallas dialécticas (pág. 105): "¡Paz!, ¡paz!, ¡paz! Croan a coro todas las ranas y los renacuajos todos de nuestro charco. ¡Paz!, ¡paz!, ¡paz! Sí, sea, paz, pero sobre el triunfo de la sinceridad, sobre la derrota de la mentira. Paz, pero no una paz de compromiso, no un miserable convenio como el que negocian los políticos, sino paz de comprensión. [...] ¡Raza de víboras la de esos que piden paz! Piden paz para poder morder y roer y emponzoñar más a sus anchas".

No soy nacionalista; detesto el nacionalismo; y respeto a las naciones. El "Diccionario de Política" (Siglo XXI, Madrid, 1994, séptima edición), dirigido por Norberto Bobbio, Nicola Matteuci y Gianfranco Pasquino, dice en la entrada correspondiente a "nación" (tomo II, págs. 1022-1026): "La nación es normalmente concebida como un grupo de hombres unidos por un vínculo natural, y por lo tanto eterno -o cuando menos existente "ab inmemorabili"-, y que, en razón de este vínculo, constituye la base necesaria para la organización del poder político en la forma del estado nacional. Las dificultades comienzan cuando se trata de definir la naturaleza de este vínculo o incluso solamente especificar los criterios que permitan delimitar las varias individualidades nacionales, independientemente del vínculo que lo determina".

En ese sentido, no tengo ningún problema en reconocer la existencia de una nación canaria, castellano-manchega, catalana, gallega, madrileña, murciana, vasca, etcétera, etcétera, (las he citado por orden alfabético para evitar susceptibilidades), pero también española y europea. Y desde luego me parece correcto definir a España y Europa como naciones de naciones.

Los dos últimos párrafos de la entrada "nación" (óp. cit.) llevan el subtítulo de "La superación de las naciones", y dicen así: "Si la nación es la ideología del estado burocratizado centralizado, la superación de esta forma de organización del poder político implica la desmitificación de la idea de nación. La base práctica de esta desmitificación existe. Es un dato real que la actual evolución del modo de producir en la parte industrializada del mundo, después de haber llevado la dimensión "nacional" al ámbito de interdependencia entre las relaciones humanas, está ahora ampliándolas parcialmente más allá de las dimensiones de los actuales estados nacionales y hace aparecer con siempre más inmediata claridad la necesidad de organizar el poder político sobre espacios continentales y según los modelos federales.

Es entonces previsible que la historia de los estados nacionales está llegando a término y está por iniciar una fase en la cual el mundo estará organizado en grandes espacios políticos federales. Pero si el federalismo significa el fin de las naciones en el sentido ahora definido, ello significa también el renacimiento o la revigorización de las nacionalidades espontáneas que el estado nacional sofoca o reduce a instrumentos ideológicos al servicio del poder político y, por tanto, el retorno de aquellos auténticos valores comunitarios de los que la ideología nacional se ha apropiado transformándolos en sentimientos gregarios".

Espero haber aclarado, si alguna duda había al respecto, por qué digo en la presentación del mi blog eso de que me declaro hijo de la Ilustración y de sus valores universales, socialdemócrata, federalista, ¡y monárquico, para más inri!, no solo por lealtad sino por convencimiento. Y, además, tan ciudadano palmense como grancanario, canario, español y europeo.

El profesor César Molinas, matemático y economista, escribió hace unos años un provocador e interesante artículo titulado "España y la Historia (así, con mayúsculas)", que comenzaba con estas palabras: "España no es un Estado-nación, y nunca lo será. Lejos de ser un lastre, esto supone capacidad de adaptación, una gran ventaja para encarar los desafíos de la globalización y la posmodernidad." No podría decir que lo comparta plenamente, pero esta vez, y sin que sirva de precedente, no me importa decir que lo respeto.

En otro plano, mucho más académico, les invito a la lectura del artículo titulado "Las dos caras del nacionalismo", del catedrático emérito de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad de Alcalá, Gabriel Tortellá, publicado en Revista de Libros (2014). 

Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt




http://www.aeval.es/comun/imagenes/visitas_entrevistas/10-07-08/Seminario_Cesar_Molinas_2.jpg
El profesor César Molinas





Entrada núm. 2045
elblogdeharendt@gmail.com
http://harendt.blogspot.com
Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri