Hace unos días, para ser concreto, el pasado 17 de enero, escribí en el blog una entrada (que les invito a releer desde el enlace inmediatamente anterior) con la reseña que Revista de Libros había hecho del titulado Sentimentalismo tóxico. Cómo el culto a la emoción pública está corroyendo nuestra sociedad (Alianza, Madrid, 2016), del médico y escritor británico Anthony Daniels, que escribe bajo el seudónimo de Theodore Dalrymple. Leído el libro, una vez más gracias a la generosa actitud para conmigo de la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, reconozco que mi forma de mirar, ver, observar y percibir la "realidad", signifique esto lo que signifique, ya no va a ser la misma nunca más. Y no porque le dé la razón a Dalrymple en todo lo que dice (a veces me resulta excesivamente sarcástico), sino porque después de leerle es imposible pensar en lo que vemos con los mismos ojos que antes de hacerlo.
No voy a comentarlo. Ni a recomendárselo, aunque merezca la pena leerlo. Bastantes problemas tengo ya con intentar entenderme a mí mismo y enfrentarme cada día a la pantalla en blanco del portátil sin tener claro que llevarme al teclado. Reproduzco únicamente su conclusión (la del libro de Dalrymple) que se inicia con una frase de Oscar Wilde que dice así: "Un sentimental es alguien que simplemente desea disfrutar del lujo de una emoción sin tener que pagar por ello". El sentimentalismo, señala, no es dañino mientras permanece en la esfera de lo personal. Seguramente nadie es completamente inmune a la manipulación de sus emociones por una historia edulcorada un cuadro o una pieza musical.
Pero como motor de una política pública, o de la reacción pública a un acontecimiento o problema social, añade, es tan perjudicial como frecuente. Hay un gran componente sentimental en la idea moderna del multiculturalismo, según la cual todos los aspectos de todas las culturas son mutuamente compatibles y pueden coexistir con la misma facilidad con los restaurantes de diferentes cocinas en el centro de una ciudad cosmopolita, simplemente porque la humanidad está impulsada por, o es susceptible a expresiones de buena voluntad siempre y en todas partes. El hecho de que muchas sociedades multiculturales se vean desgarradas por la hostilidad, incluso después de cientos de años de convivencia, o que no sea fácil reconciliar las ideas occidentales de la libertad con la condena a muerte por apostasía por la que abogan las cuatro escuelas suníes de interpretación de la ley islámica, así como con otros muchos preceptos de la ley islámica, eluden el pensamiento de los partidarios del multiculturalismo como una anguila se desliza entre los dedos de alguien que trata de atraparla con las manos. Si, por ejemplo, preguntamos a un defensor del multiculturalismo qué han aportado los somalíes, en tanto que somalíes, a la cultura de un país como Gran Bretaña, seguramente se quedará callado. Es poco probable que diga que valora sus tradiciones políticas (las que le obligaron a salir huyendo de Somalia); no conocerá nada de su literatura, ni siquiera si existe tal literatura, tampoco sabrá nada de su arte ni de su arquitectura; probablemente le sonará que la aportación de Somalia a la ciencia moderna es prácticamente inexistente; tampoco habrá estudiado sus costumbre, muchas de las cuales encontraría repugnantes si se tomara la molestia de investigar algo sobre ellas y ni siquiera podrá nombrar un plato típico de la cocina somalí, un grado insólito de ignorancia e indiferencia incluso para un defensor del multiculturalismo. (El camino hacia el corazón de un partidario del multiculturalismo definitivamente pasa por su estómago).
Y, sin embargo, añade, seguirá afirmando, con la certeza casi religiosa de quien acepta la teoría de la influencia del dióxido de carbono en el calentamiento global, que la presencia de enclaves de somalíes, el mantenimiento de su cultura en esos enclaves, indiscutiblemente y por definición, supone un enriquecimiento para la cultura británica, o para cualquier sociedad occidental, como si viviera mejor dentro de un gran museo antropológico.
En ningún momento, continúa más adelante, pretendo decir que la llegada de inmigrantes o extranjeros no pueda enriquecer enormemente la cultura del país que los recibe: la llegada de los hugonotes o de judíos alemanes o austríacos a Gran Bretaña son ejemplos evidentes de ese enriquecimiento. Y es indudable que la afluencia de extranjeros procedentes de muchos países diferentes ha mejorado mucho la calidad de la cocina de la Gran Bretaña. Pero es completamente diferente argumentar que la inmigración masiva es un bien en sí mismo, simplemente por la diversidad étnica y cultural que aporta a un pequeño espacio y porque la humanidad es una gran familia feliz. Es la clase de ideas que inducen las bebidas alcohólicas después de un duro día de trabajo, que la vida, es bastante buena que todos los hombres son hermanos y que la situación, por muy desastrosa que parezca, acabará arreglándose. Huelga decir que no vale como sustituto del pensamiento genuino.
Pero el sentimentalismo está triunfando en un campo tras otro, señala. Ha arruinado la vida de millones de niños creando una dialéctica de excesiva indulgencia y abandono. Ha destruido los estándares educativos y causado una grave inestabilidad emocional debido a la teoría de las relaciones humanas que entraña. El sentimentalismo ha sido precursor y cómplice de la violencia en los ámbitos en que se han aplicado políticas sugeridas por él. El culto a los sentimientos destruye la capacidad de pensar, o incluso la conciencia de que hay que pensar. Pascal tenía toda la razón cuando dijo: Travaillons donc à bien penser. Voila le principe de la moral. Procuremos, pues, pensar bien. Ese es el principio de la moralidad.
Y, sin embargo, añade, seguirá afirmando, con la certeza casi religiosa de quien acepta la teoría de la influencia del dióxido de carbono en el calentamiento global, que la presencia de enclaves de somalíes, el mantenimiento de su cultura en esos enclaves, indiscutiblemente y por definición, supone un enriquecimiento para la cultura británica, o para cualquier sociedad occidental, como si viviera mejor dentro de un gran museo antropológico.
En ningún momento, continúa más adelante, pretendo decir que la llegada de inmigrantes o extranjeros no pueda enriquecer enormemente la cultura del país que los recibe: la llegada de los hugonotes o de judíos alemanes o austríacos a Gran Bretaña son ejemplos evidentes de ese enriquecimiento. Y es indudable que la afluencia de extranjeros procedentes de muchos países diferentes ha mejorado mucho la calidad de la cocina de la Gran Bretaña. Pero es completamente diferente argumentar que la inmigración masiva es un bien en sí mismo, simplemente por la diversidad étnica y cultural que aporta a un pequeño espacio y porque la humanidad es una gran familia feliz. Es la clase de ideas que inducen las bebidas alcohólicas después de un duro día de trabajo, que la vida, es bastante buena que todos los hombres son hermanos y que la situación, por muy desastrosa que parezca, acabará arreglándose. Huelga decir que no vale como sustituto del pensamiento genuino.
Pero el sentimentalismo está triunfando en un campo tras otro, señala. Ha arruinado la vida de millones de niños creando una dialéctica de excesiva indulgencia y abandono. Ha destruido los estándares educativos y causado una grave inestabilidad emocional debido a la teoría de las relaciones humanas que entraña. El sentimentalismo ha sido precursor y cómplice de la violencia en los ámbitos en que se han aplicado políticas sugeridas por él. El culto a los sentimientos destruye la capacidad de pensar, o incluso la conciencia de que hay que pensar. Pascal tenía toda la razón cuando dijo: Travaillons donc à bien penser. Voila le principe de la moral. Procuremos, pues, pensar bien. Ese es el principio de la moralidad.