sábado, 29 de febrero de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Teólogos. (Publicada el 21 de agosto de 2009)






En mi penúltima entrada del blog prometí comentar "Verdad controvertida. Memorias" (Editorial Trotta, Madrid, 2009), del teólogo suizo Hans Küng, cuya lectura de 764 páginas acababa de concluir, y que abarcan el período 1968-2008. Al final de su libro anuncia el deseo de afrontar una tercera y definitiva entrega de las mismas, si Dios quiere, que espero poder disfrutar.

No es, evidentemente, un libro de Teología (la ciencia que trata de Dios, sus atributos y perfecciones), pero son las memorias de un teólogo, y la teología surge a cada paso de las mismas. Ya comenté en la entrada citada como llegué a sentir la profunda admiración que tengo por Hans Küng por su forma de entender el mensaje cristiano y presentarlo al hombre de hoy, su honestidad y su valentía. No voy a reiterarme en ello.

Este segundo tomo de las Memorias que comento ahora abarca un período de cuarenta años de la vida de su autor, y en él pueden rastrearse los hitos que le llevaron a la publicación de obras tan fundamentales de la teología cristiana como "Ser cristiano" (Ediciones Cristiandad, Madrid, 1974), "¿Existe Dios?" (Ediciones Cristiandad, Madrid, 1978), o "¿Infalible? Una pregunta" (Editorial Herder, Buenos Aires, 1971), pero asimismo los avatares de su larguísimo período de docencia, que aún continúa, en la Universidad alemana de Tubinga y una exposición detallada de sus estudios, conferencias y viajes por todo el mundo.

Pero es también el relato pormenorizado de un enfrentamiento con la jerarquía romana, que se inicia con el papa Pablo VI una vez finalizado el concilio Vaticano II, a cuenta de la prohibición de los anticonceptivos, la oposición al celibato opcional de los clérigos, o la reiteración de la infalibilidad pontificia como dogma. Esos serán sus tres grandes caballos de batalla con la Congregación para la Doctrina de la Fe (la Inquisición contemporánea) romana, y los que acabarán por acarrearle la prohibición de enseñar Teología católica en el seno de la iglesia, en sentencia dictada contra él en plena Semana Santa de 1980 por el papa Juan Pablo II.

Contra lo que pueda parecer, este segundo libro de sus Memorias no es un ajuste de cuentas especialmente centrado con quien fuera compañero suyo en las tareas docentes de la Facultad de Teología de la Universidad de Tubinga, Josep Ratzinger (el hoy papa Benedicto XVI), aunque las críticas al mismo y sus posicionamientos teológicos sean constantes, sino más bien y sobre todo, contra la Curia romana, el gobierno de la Iglesia, a los que acusa sin ambages de tener secuestrados a los papas.

De éstos, de los obispos y cardenales de la Curia, llega a decir que Dios les trae absolutamente sin cuidado pues lo único que les importa es "su" Iglesia; o que la obediencia que se predica en su seno (el de la Iglesia) no es a Dios o la propia conciencia sino al del señor Obispo. Sobre el trato dado a los teólogos potencialmente disidentes, añade una observación crucial: dice que a la Curia romana le trae absolutamente sin cuidado lo que éstos personalmente crean siempre que, al menos, estén callados (en "silentium obsequio-sum": en obediente silencio) especialmente si se refieren al Sumo Pontífice.

Muy crítico con los pontificados de Pablo VI y Juan Pablo II, por motivos muy distintos, el uno del otro (del segundo viene a decir que sus gestos de humildad eran puro teatro de cara a la galería mediática, y del primero, que se dejó manipular por la Curia), con el Opus Dei es de una dureza inusitada. Llega a calificarlo de organización secreta católico-fascista, deseosa de hacer olvidar el concilio Vaticano II, de reclutar a sus miembros con dudosos procedimientos, de exhortarlos a desdeñar la sexualidad, mortificarse y menospreciar a las mujeres, y sobre todo, de perseguir el poder absoluto en el seno de la Iglesia. No mejor parado sale su fundador, monseñor Escrivá de Balaguer, canonizado por Juan Pablo II en un tiempo récord haciendo caso omiso, añade, de los testimonios críticos y saltándose las normas eclesiásticas, a quien califica de hombre despótico.

¿Ha cambiado mucho la posición de la Iglesia en tan controvertidas cuestiones como las reseñadas con el papa Benedicto XVI? No puedo opinar con veracidad porque este mundo de la iglesia me resulta bastante ajeno, pero por lo que observo, leo y escucho, tengo la impresión de que no. Esa es la impresión de muchos teólogos, y en concreto, entre otros, la del periodista y teólogo español Juan Arias, de quien reproduzco más adelante su artículo "¿Por qué la Iglesia teme a los diferentes?" publicado en El País el pasado 8 de agosto. Espero que les resulte interesante. HArendt



El papa Benedicto XVI



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[SONRÍA, POR FAVOR] Es sábado, 29 de febrero





El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...



















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viernes, 28 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] ¡Paciencia y barajar!



Dibujo de Francesco Novelli (1767-1836)


"En la segunda parte del Quijote , -comenta en el A vuelapluma de hoy viernes el escritor Daniel Fernández-, en el capítulo XXIII, se nos da razón de lo que vio o soñó Don Quijote en la cueva de Montesinos. Y es el propio Montesinos quien nos presenta a su primo, Durandarte, mientras espera y confía en que el Caballero de la Triste Figura los libre del encantamiento que hace quinientos años cumplidos que los retiene en la malhadada cueva por culpa del mago Merlín. Sale así por un momento de su sopor de siglos Durandarte y se dirige a su primo de esta guisa, agotado sin duda por la visita de Don Quijote y la esperanza del desencantamiento: “Y cuando así no sea –respondió el lastimado Durandarte con voz desmayada y baja–, cuando así no sea, ¡oh, primo!, digo: ¡paciencia y barajar!”. Y tras esa breve línea, Cervantes nos cuenta cómo Durandarte volvió a su acostumbrado silencio de centenares de años y no dijo nada más. Pobre paladín, que había dejado encargado a su primo Montesinos que le arrancase el corazón para ofrecérselo a su dama. Y el primo cumplió el encargo y lo llevó amojamado, para que no resultase maloliente.

¡Qué bueno es Cervantes! ¡Y qué divertido! Y en ese inagotable filón que es El Quijote hay bastantes referencias, como en otros escritos y creaciones cervantinos, a los juegos de cartas, que eran propios de villanos, pero a los que es probable que Don Miguel tuviese afición, pues maneja con soltura expresiones y dichos del juego. En cualquier caso, baste la evidencia de que aparezca en El Quijote , como también en el Guzmán de Alfarache , para entender que lo de paciencia y barajar es frase hecha que viene de antiguo, tal vez de tanto tiempo atrás como el propio Durandarte.

Nota al margen que prueba las muchas peculiaridades de este país nuestro: la cueva de Montesinos se puede visitar físicamente en Ossa de Montiel, en Albacete, aunque no hallarán ni encantados ni caballeros ni damas, pues no deja de ser una de esas peculiaridades hispanas que revuelven la tradición con una escenografía, como mínimo, peculiar.

Naipe , por cierto, es voz de muy probable origen catalán. Y baraja como conjunto de naipes se establece al mismo tiempo que su significado de riña, disputa o tumulto. Pe- ro no me enredo más por ese camino, aunque no me resisto a dejar un detalle último, y es que Alfonso XI de Castilla prohibió expresamente a los caballeros los juegos de naipes, el ludus chartarum, que de ahí la confusión entre naipes y cartas de baraja.

Sea como fuere, y al margen de su antigüedad, lo de paciencia y barajar es frase que me digo a mí mismo a menudo, especialmente en tiempos de confusión o tras algún fracaso de distinta índole que exige volver a intentarlo. Si quieren más chascarrillos consoladores de la vida y sus trajines, también tengo en mucha estima lo de parar y templar –que viene del toreo, pero es útil ante cualquier problema– y lo de mejor ocuparse que preocuparse, para rematar esta pirámide de tópicos con un “casi nunca pasa nada” que flamea en la cúspide justo al lado de un bloque suelto en el que está labrado “¡qué se le va a hacer!”.

Hoy, desde luego, estoy en modo de paciencia y barajar. Tal vez porque escribo esto en un día invernal después de muchos primaverales, con la niebla borrándome el paisaje. O puede ser porque me haya resfriado –creo que no es el coronavirus de Wuhan, pero...– y ande más embotado y torpe que de normal. O también, y me parece más probable, porque estamos en un tiempo lento y aletargado a la espera de que las prometidas nuevas elecciones autonómicas catalanas repartan de nuevo las ­cartas.

¡Paciencia y barajar, pues! Mientras la niebla se levanta y ojalá que nos deje ver algún horizonte. Piénsenlo y verán que es la receta para seguir con nuestras vidas pese a todos los vaivenes de la política. Y sirve de consolación tanto ante la suspensión del Mobile, patada en la espinilla de China que nos han dado en toda nuestra cara, como frente a la enésima confusión entre catalán y catalanohablante, con voluntad clara de muerte y extinción del bilingüismo... En realidad, lo mismo vale para atascos de tráfico que para entender la incipiente rebelión del campo y sus reivindicativas tractoradas. Y no pierde brillo ni utilidad tanto si paramos atención en la abulia de nuestro Govern como si nos da por lamentar alguna iniciativa legislativa o fiscal.

Estamos, además, en ese tiempo del año con la vida sepultada en la tierra a la espera de unos brotes que, pese a que cada año se adelanten más, hoy yo no contemplo. Esa es otra, claro. Porque hace ya unos quince días que he visto florecer almendros que puede que hayan soportado luego una helada. Pero ante el cambio climático, ya saben: paciencia y barajar, y tal vez algo de reciclaje activo y militante, no vaya a ser que perdamos toda la fuerza en mover y remover cartas. Y que, como Montesinos y Durandarte, nos quedemos encantados y en la cueva, en nuestra siesta inmemorial".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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[HISTORIA] Cómo cae una democracia





"Hacia 1923, gran parte de Italia -afirma el escritor Álvaro Delgado-Gal, director de Revista de Libros- se había hecho fascista. Giovanni Gentile, Pirandello o Ungaretti aplaudían el régimen naciente o colaboraban con él. Nicola Bombacci, el hombre de Lenin en Italia, iniciaba una aproximación. El éxito político de Mussolini fue repentino y ferozmente rápido. Después un revolcón humillante en los comicios de 1919, lograría recuperar el equilibrio lanzando a sus matones contra un partido socialista al que le había dado la ventolera de fingirse bolchevique. En el 22 tuvo lugar la marcha sobre Roma, seguida de una ganga fenomenal para quien la había convocado: la presidencia del Consejo. En el 25 fue sojuzgado el parlamento. «M. El hijo del siglo», aparecido hace poco en Italia y traído a España el mes pasado por Alfaguara, recorre los seis años (1919-1925) que convertirían al hijo de un herrero forlivés en jefe carismático de los italianos. El autor del libro, Antonio Scurati, no es un escritor depurado: añade, al efectismo, toques escatológicos perfectamente innecesarios. Pero el relato es eficaz: la reconstrucción de Scurati tira más que una novela e instruye tanto como un tratado de historia. Atestados de la policía, recortes de prensa o fragmentos de cartas completan la mise-en-scène. En conjunto, se nos ofrece un cuadro apasionante de cómo, bajo el empuje de un puñado de marginales, se vino a tierra una democracia de cuarenta millones de habitantes, los mismos que contaba la francesa por aquellas calendas.

Destacaré solo dos puntos. El primero es que los revolucionarios no vencen. Más bien, el Estado se suicida. La llamada «marcha sobre Roma» no pasó de ser un bluff de dimensiones colosales. Los escuadristas, mucho menos temibles cuando no les echaba una mano, o incluso dos, la policía, carecían de armas, preparación militar y apoyo logístico. Una lluvia incesante, torrencial, se abatió esos días sobre la península. Los jóvenes camisas negras, aturdidos y a la desbandada, se perdieron por los caminos rurales, asaltando alquerías y robando gallinas para saciar el hambre. El alto mando central, por llamarlo de alguna manera, era una mera estampilla sobre el papel fantasioso en que se había improvisado el plan insurreccional. Acuartelados en un hotel de Perugia, los jefes encargados de coordinar la sublevación no coordinaron nada. No disponían siquiera de teléfonos operativos, y en vista de que estaban a verlas venir y sitiados, por más señas, por el ejército, decidieron matar el tiempo agarrando una pítima descomunal. El general De Vecchi, uno de los cuadrunviros, se los encontró, de vuelta de la capital, en estado lamentable, tumbados en el suelo entre vómitos, restos de comida y botellas vacías. En Milán, Mussolini se había parapetado en la sede de su diario detrás de unas cuantas bobinas de papel prensa. La reacción de las autoridades fue casi incomprensible. Giolitti, la única figura políticamente considerable, estaba a 700 km de Roma celebrando su cumpleaños. Facta, el primer ministro, era un hombre rutinario. Llegado el momento crítico consultó su reloj, vio que faltaban unos minutos para las diez de la noche y se fue a la cama, según tenía por costumbre. El rey tampoco estuvo a la altura. Anunció su abdicación si no le permitían declarar el estado de sitio pero no llegó a firmar el decreto. Con los cabecillas cercados en Perugia, con Mussolini cercado en Milán, habría sido un juego de niños abortar la rebelión. El Estado se inhibió, y el asunto acabó como acabó.

¿Por qué los que podían, prefirieron no poder? Interviene aquí un factor misterioso: la vacilación moral, fruto de la inercia y de una percepción confusa de las cosas. Giolitti, que en 1921 había dado entrada a Mussolini en sus listas electorales, continuó estimando, equivocadamente, que se podría domesticar al bárbaro vertical enredándolo en combinaciones ministeriales y otras garambainas por el estilo. Por lo común, los años europeos de entreguerras reprodujeron en lo político los mismos errores que en lo militar. Los franceses pensaban que la línea Maginot contendría a los alemanes. Hitler aplicó la Blitzkrieg y llegó en un tiempo récord a París. Los notables del régimen liberal italiano se entretuvieron, ¡ay!, en idear triangulaciones mientras Mussolini preparaba el asalto al Estado. Símbolo máximo de la ceguera liberal fue Benedetto Croce, quien necesitó que Mussolini se levantara con el santo y la limosna para comprender que no había comprendido nada.

El segundo punto nos remite a los socialistas. Estos habían acertado al oponerse al ingreso de Italia en la Primera Guerra Mundial, desastrosa para su país (ver The White War: Life and Death on the Italian Front, 1915-1919, de Mark Thompson). Suele desconocerse que Italia perdió cerca de 700.000 hombres, más todavía, en proporción a su censo demográfico, que Gran Bretaña, a despecho de que la última tuviera en frente a los alemanes y no a la valetudinaria Austria-Hungría y la línea de fuego se estirara desde el mar del Norte a Suiza y no a largo de un arco alpino de dimensiones relativamente modestas. Sí, la guerra fue una calamidad nacional. Pero los socialistas no solo se opusieron a ella, con buen fundamento, sino que, presa de un arrebato milenarista con fugas místicas, renunciaron a la nación. Peor, substituyeron la patria efectiva por la tercera Roma: Moscú. Mientras los fascistas gritaban «¡Viva Italia!», los socialistas invocaban a los soviets rusos. Esta radical descolocación tendría para ellos consecuencias funestas. Aunque el héroe indubitable en el libro de Scurati es Matteotti, expulsado, por cierto, del PSI en el 22, se extrae la conclusión de que tampoco los socialistas habían comprendido su época y el hecho de que los principios de justicia social deben ejercerse dentro de un perímetro concreto, al abrigo de una solidaridad que no sea solo abstracta y contando con una Administración asentada por el tiempo. Los fascistas, más sobre sí, conjugarían políticas socializantes y el poder del Estado con un patriotismo de relumbrón. En el fondo, no eran nada. Un porcentaje abrumador de los escuadristas de primera generación no había desempeñado nunca un empleo remunerado y muchos figuraban en las fichas de la policía como delincuentes comunes. Robin Hood completó su fisonomía con el antifaz que en los cómics lucen los asaltantes de banco. Y ganó la partida".



El escritor Álvario Delgado-Gal


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[SONRÍA, POR FAVOR] Es viernes, 28 de febrero






El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Tengo un peculiar sentido del humor que aprecia la sonrisa ajena más que la propia, por lo que, identificado con la definición de la Real Academia antes citada iré subiendo cada día al blog las viñetas de mis dibujantes favoritos en la prensa española. Y si repito alguna por despiste, mis disculpas sinceras, pero pueden sonreír igual...



















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jueves, 27 de febrero de 2020

[A VUELAPLUMA] Destino pin





"Un partido político, Vox, -señala la escritora Leila Guerriero en el A vuelapluma de hoy jueves-, promueve en España la implementación del pin parental para oponerse al “adoctrinamiento en ideología de género que sufren nuestros menores en los centros educativos, en contra de la voluntad y contra los principios morales de los padres”. Propone que ante cualquier materia, charla o taller cuyo tema “afecte a cuestiones morales socialmente controvertidas o sobre la sexualidad que puedan resultar intrusivos para la conciencia y la intimidad de nuestros hijos” se solicite una autorización expresa a los padres. Del texto citado se desprende una convicción: que todo padre sabe con certeza lo que resulta conveniente para sus hijos y que estos, además, deben compartir sus principios morales. Es una idea rara.

La Convención sobre los Derechos del Niño considera a niños y niñas sujetos de derecho y no meros objetos de protección. Mis padres no pensaron en eso cuando colgaron sobre la cama de su dormitorio —qué lugar— un pergamino con las palabras de Khalil Gibrán: “Tus hijos no son tus hijos. Son hijos e hijas de la vida (…). Puedes darles tu amor, pero no tus pensamientos. Pues ellos tienen sus propios pensamientos”. Decía que mis padres no pensaron en eso cuando colgaron el cuadrito porque la Convención se firmó en 1989, cuando hacía cinco años que yo me había ido de esa casa, pero sobre todo porque no eran tan progresistas: a la hora de cuidar el himen y las apariencias —edad para tener novio, largo de la minifalda— estaban lejos de esa mirada zen e intentaban imponer su voluntad. Mi reacción, basada estratégicamente en el cuadrito, era gritar “¡No soy de ustedes y hago lo que quiero!”. Yo no hice del todo lo que quise. Y ellos tampoco. El resultado no fue tan malo. Pero muchos pagan aquella convicción —que todo padre sabe lo que resulta conveniente para sus hijos— con sangre y salud psíquica. En abril de 2019, la ONG Save the Children advirtió que uno de cada cuatro niños españoles sufre violencia por parte de sus tutores legales: abusos físicos y psicológicos. En una de cada cuatro familias los padres se imponen por la fuerza, con la certeza de saber qué es lo mejor. Porque, como dijo Negan en The Walking Dead, temporada 9, “uno nunca cree estar del lado de los malos, siempre cree que los suyos son los buenos”. Yo, por ejemplo, creo que los buenos fueron mi profesora de historia que se jugó el pellejo en abril de 1982 (el teniente coronel Galtieri, al frente de la dictadura que gobernó la Argentina entre 1976 y 1983, acababa de declarar la guerra al Reino Unido invadiendo las islas Malvinas), cuando nos dijo: “Hoy no damos clase. Vamos a hablar de por qué esta guerra es la locura de un demente”. O mi profesora de filosofía que, ante el estupor de todos, defendió ante las autoridades a una compañera embarazada a la que sus padres habían molido a golpes por haberse preñado. O la que me sugirió que, si no quería ser escolta de la bandera e ir a actos oficiales (yo no quería), me pintara las uñas de rojo para que no pudieran obligarme (durante la dictadura, los jeans y las uñas pintadas estaban prohibidos en el colegio). O la que nos habló con desprecio de los alumnos que habían escrito una frase cruel en el baño de hombres dirigida a nuestro profesor de dibujo, que era gay aunque no lo decía. La educación en mi casa era estimulante, mis padres eran ilustrados, no estaban a favor de la dictadura. Pero tampoco estaban de acuerdo con la pérdida de la virginidad antes del casamiento ni con que una chica de 15 se pintara las uñas, y la homosexualidad y la guerra eran cosas que les sucedían a otros. “Tus verdaderos educadores (…) te revelan (…) la materia básica de tu ser, algo en absoluto susceptible de ser educado ni formado, pero (…) difícilmente accesible, apretado, paralizado: tus educadores no pueden ser otra cosa que tus liberadores”, escribía Nietzsche. En plena dictadura, con gestos mínimos, algunos profesores me hicieron pensar en contra: de mis padres, de la época, de los prejuicios de mis padres, de los míos. Pero esas son antigüedades. Quienes promueven el pin parental son verdaderos hijos de su tiempo: un tiempo en el que sólo se degluten ideas de los que piensan como uno, se copula con prejuicios regurgitados y se rumia masturbatoriamente dentro de una jaula cómoda. El colegio no es un sitio ideal. Pero solía ser un sitio en el que se esperaba que aprendiéramos, entre otras cosas, que el ecosistema familiar no es el único que existe. Que no es, sobre todo, un destino al que debemos someternos".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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[ARCHIVO DEL BLOG] La ratonera. (Publicada el 20 de agosto de 2009)



Soldados de la OTAN en Afganistán, 2009


Afganistán vota hoy en unas elecciones presidenciales que casi con toda probabilidad no van a resolver nada ni van a servir para dar estabilidad a ese desgarrado país. Como para el Imperio británico en el siglo XIX y para el soviético en el XX, Afganistán se ha convertido hoy para la ONU y las fuerzas de la OTAN en una auténtica ratonera de la que es casi imposible escapar.

Mi amiga Ana me enviaba el lunes pasado desde Ámsterdam el artículo de la Voz de Galicia que más adelante reproduzco. Se titula "Los infiernos que vamos creando", y está escrito por Xosé Luis Barreiro, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Santiago.

Su lectura me produjo un evidente desasosiego, porque la tesis del profesor Barreiro, que comparten muchas otras personas de izquierdas y de derechas y auténticamente demócratas, es que ni en Iraq, antes, ni en Afganistán, ahora, pintamos los occidentales y las fuerzas de la OTAN absolutamente nada. Y no creo que ambos casos sean equiparables.

La guerra iniciada por el presidente Bush (hijo) en 2003, fue, aparte de otras muchas cosas, una inmensa chapuza. No había ninguna razón para esa guerra, y las consecuencias se van a padecer durante muchos años. Eso es evidente. Afganistán es otra cosa. Mucho más grave. Porque si Afganistán cae en manos de los talibanes de nuevo, le seguirá casi indefectiblemente Paquistán. Y tras Paquistán está la India. Y arriba de la IndiaChina. Y la ratonera se convertiría en avispero.

Cuando la primera Guerra del Golfo, en 1991, declarada contra el Iraq de Sadam Hussein por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas tras la invasión y ocupación por éste del emirato de Kuwait, muchas voces de personas de ideología izquierdista se levantaron contra la guerra. Pero hubo voces discordantes, entre ellas, recuerdo el escándalo que produjo en España y buena parte de Europa que entre los que apoyaron la Guerra del Golfo de 1991 decididamente estuvieran algunos conocidos y declarados confesos izquierdistas como Yves Montand o Jorge Semprún.

En su libro "Guerras justas e injustas. Un razonamiento moral con ejemplos históricos" (Paidós Ibérica, Barcelonaa, 2001), el profesor de Filosofía Política de la Universidad de Princeton, Michael Walzer, decía que en nuestros días, el lenguaje de la teoría de la guerra justa se utiliza prácticamente en todas partes, y que lo mismo está en boca de los gobernantes legítimos que en la de los ilegítimos, siendo difícil de imaginar una intervención militar que no reciba el apoyo de sus promotores. Pero a pesar de ello, añadía, únicamente en los Estados democráticos pueden los ciudadanos unirse a la polémica con libertad y sentido crítico.

Desde esa libertad y sentido crítico, lamento no compartir el criterio de mi admirado profesor Xosé Luis Barreiro, y defender que sigamos en Afganistán, aunque sus dirigentes actuales, con toda seguridad, no se lo merezcan. Y es que como dijo también el novelista británico, militante socialista y ferviente demócrata, George Orwell (1903-1950), que sabía bastante de guerras y persecuciones políticas, es una verdad elemental y simple que la democracia es siempre mejor que el totalitarismo, aunque muchas veces no nos lo creamos ni nosotros mismos, añado yo. Les dejo con el artículo de Barreiro. HArendt




La ministra española de Defensa en Afganistán, 2009


"LOS INFIERNOS QUE VAMOS CREANDO", por Xosé Luis Barreiro
LA VOZ DE GALICIA - Lunes, 17 de agosto de 2009

Irak y Afganistán, las dos naciones que fuimos a salvar sin que nadie nos lo pidiese, son dos infiernos. La situación en la que viven sus ciudadanos no es mejor -salvo para los que comulgan con ruedas de molino- que antes de las invasiones, y las ficciones democráticas que estamos creando en una y otra parte, sometidas a la aprobación de las coaliciones militares antes que a la voluntad de sus ciudadanos, no son más legítimas de lo que eran sus anteriores dictadores. Y por eso hay que contar como un tributo a la nada, y como un gesto de satisfacción ante la engolada prepotencia de los aliados, los cientos de miles de muertos -la mayor parte civiles y unos pocos militares- y la siembra de miseria y corrupción generalizadas que hemos hecho con nuestras intervenciones.

Fuimos allí, no lo olvidemos, a impulsos de un presidente americano que quería hacer grandes negocios y pasar a la historia como el héroe de la lucha contra el terror. Y seguimos allí después de haber fracasado política y militarmente, cuando ya todo el mundo admite que aquello fue una locura y un abuso intolerable. Pero, a lo que se ve, nadie quiere hacer balance de los hechos, y, mucho menos aún, entonar el mea culpa que sería necesario para aprender algo de tan vergonzoso episodio. Y por eso, para no dar el brazo a torcer, seguimos definiendo el mundo a nuestra conveniencia, viendo terroristas donde nos hacen falta, y héroes inmaculados que siempre coinciden con nuestros intereses y estrategias. Y, en el colmo de la injusticia y la locura, pretendemos dejarles en herencia democracias de juguete que, asentadas sobre montones de cadáveres inexplicados, deben de acatar nuestra visión del mundo para justificar las armas que los protegen y sin las que no podrían durar ni un día.

Mientras damos lecciones de democracia a todo el mundo, y denunciamos sin rubor a todas las dictaduras, Guantánamo sigue sin cerrar, los sucesos de Kandahar y Abú Graib siguen sin aclarar, los que aquí han ordenado genocidios dan conferencias sobre la mala gestión de la crisis que hicieron Brown y Zapatero, y todos los ciudadanos nos vemos sometidos a una ofensiva mediática que trata de convencernos de que hemos ido a Irak y a Afganistán a implantar democracias por las que ahora nos estamos desviviendo.

Porque la gente tiene poca memoria, es inútil tratar de mantener la conciencia social del daño que hemos hecho. Pero quizá podamos evitar que nos cuenten la mentira de las democracias surgidas en jardines desolados, abonados con proyectiles de uranio y misiles de última generación. Porque la triste verdad es que llevamos muchos años metidos en todos los conflictos sin alumbrar ni proteger una sola democracia homologable.




El presidente de Afganistán, Ahmid Karzai (2009)



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