Mostrando entradas con la etiqueta Memorias. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Memorias. Mostrar todas las entradas

domingo, 12 de julio de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] The Crazy House



Dibujo de Fernando Vicente para El País


Las memorias de Bolton, escribe en el Especial dominical de esta semana [Casa de locos. El País, 4/7/2020] el escritor y Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, son un documento riguroso que refleja los errores garrafales, la ignorancia suprema de la geografía política y las intempestivas y a menudo desconcertantes iniciativas de Trump.

"Aunque la Casa Blanca trató por todos los medios de impedir la publicación de las memorias de John Bolton, comienza diciendo Vargas Llosa, consejero del presidente Trump para la Seguridad Nacional entre abril de 2018 y septiembre de 2019, el libro, titulado The Room Where It Happened (El cuarto donde aquello sucedió), acaba de salir en Estados Unidos, luego de ser autorizado por los jueces.

Se trata de un grueso ensayo en el que Bolton cuenta con lujo de detalles su experiencia de trabajar un año y medio junto a Trump y lo critica con severidad, dando ejemplos abundantes de lo que todos ya sabíamos: que el presidente de Estados Unidos carece de la preparación más elemental para ocupar el cargo que tiene y los errores y contradicciones que por esa misma razón comete cada día, pese a la popularidad que obtuvo en los primeros años de su Gobierno y que parece haber perdido, hasta el extremo de que, según las últimas encuestas, lo derrotaría en las elecciones de noviembre el demócrata Joe Biden.

La expectativa que este libro ha despertado en Estados Unidos y en el mundo se debe, sobre todo, a que John Bolton es un conservador ultra, pero culto y bien informado, que colaboró en cargos importantes con los Gobiernos de Ronald Reagan y George Bush, del que fue embajador en las Naciones Unidas. Tanto en sus trabajos públicos como en sus comentarios en Fox News, Bolton ha defendido siempre las opciones más extremas —como, por ejemplo, en el caso de Israel, la capitalidad de Jerusalén para el Estado sionista, la ocupación militar de Cisjordania y, ahora, su anexión— y, desde que ganó las elecciones presidenciales, Donald Trump señaló que tendría un cargo importante en su Gobierno. En efecto, fue nombrado consejero para la Seguridad Nacional, encargado de orientar diariamente al presidente en cuestiones internacionales, acompañarlo en sus viajes, y, junto con el secretario de Estado, de coordinar y dar un sentido coherente a la política internacional de Estados Unidos.

Lo primero que descubrió Bolton en su nuevo trabajo fue que al presidente Trump le disgustaban los gruesos bigotes de morsa que él lleva y, lo segundo, lo despistado que suele estar en cosas tan elementales como la situación de Finlandia, de la que el mandatario norteamericano creía, ingenuamente, que no sólo no era un Estado independiente sino que formaba parte de Rusia. Aunque errores tan garrafales, que documentan una ignorancia suprema de la geografía política, aparecen a menudo en las memorias de Bolton, estas no tienen para nada el carácter chismográfico y delator que muchos lectores esperaban. Es, por el contrario, un documento riguroso, prácticamente día al día, de su experiencia de tener que informar, primero, y luego, manejar las intempestivas y a menudo desconcertantes iniciativas del presidente Trump (corregir sus errores, se diría) en las que suele incurrir y que han marcado su gestión gubernamental.

John Bolton pertenece a una familia obrera de Maryland y estudió Derecho en Yale gracias a becas y préstamos. Desde muy joven fue republicano y defendió las opciones más conservadoras y reaccionarias, con argumentos, es preciso decirlo, bastante más sólidos de los que suele usar aquel gremio político. Desde muy joven se declaró seguidor de las tesis del filósofo e historiador irlandés Edmund Burke y su primer libro, en el que explica sus convicciones políticas, Surrender Is Not an Option (La rendición no es una opción), fue un best seller. Este libro también lo será y quizás, lo más divertido del asunto, es que, por la oposición a Trump, la izquierda se haya apresurado a celebrarlo.

John Bolton llegaba a su oficina en la Casa Blanca a las seis de la mañana y allí tomaba desayuno con autoridades diplomáticas y militares; era la primera reunión de trabajo del día. En teoría, su labor consistía en trazar las grandes líneas de la política de Estados Unidos en el ámbito internacional; en verdad, su obligación era sobre todo tratar de entender lo que el presidente Trump quería en este dominio y tratar de poner orden y excusar y dar algún sentido coherente a las infinitas metidas de pata que el jefe del Estado cometía a diario en este campo.

Lo que cuenta es perfectamente explicable. Como generalmente no sabía dónde estaba parado, el presidente Trump desconfiaba de todo el mundo —salvo, quizás, de su hija Ivanka y de su yerno, un par de intrusos— y prestaba mucha más atención a la prensa, y, sobre todo, a la televisión, que a los grandes asuntos del día. Las reuniones con sus más estrechos colaboradores se caracterizaban, sobre todo, por la abundancia de feroces palabrotas que profería, y por el frenesí con que despedía y cambiaba a sus asesores. Que Bolton permaneciera a su lado más de un año y medio fue algo milagroso. Al final lo obligó a renunciar acusándolo de haber abusado de viajar demasiado utilizando los aviones militares, acusación disparatada cuando uno lee estas memorias, donde Bolton especifica con enfermiza pulcritud los viajes de trabajo que hizo y las condiciones en que viajó.

El libro desarrolla todos los temas internacionales importantes en los que Bolton intervino, de Libia a China, de Irán a Cuba, de Rusia a la Unión Europea, de Afganistán al Reino Unido, y, la verdad, el lector queda mareado con esa frenética actividad que, por lo demás, era poco valorada por Trump, cuando no brutalmente contradicha por sus salidas intempestivas ante la prensa, que, luego, los asesores, y sobre todo Bolton, debían enmendar cuidadosamente, sin que pareciera que desmentían a su jefe. El caos que documenta este libro sin humor, y en el que el mal humor fatalmente asoma, permite llamar a la Casa Blanca, sin exageración alguna, una verdadera casa de locos.

Por razones obvias, las cerca de cincuenta páginas que Bolton dedica a Venezuela tenían un interés especial para quien escribe esta columna. Uno advierte, desde el primer momento, que tanto Trump como sus principales colaboradores, se vieron sorprendidos con la enorme oposición a Maduro, que parecía apoyar a Guaidó, y, de inmediato, acordaron respaldarlo, pero, eso sí, descartando de entrada una acción militar contra el régimen chavista. Como se recordará, pese a este acuerdo, el presidente Trump amenazó una y otra vez con una acción armada a Maduro, sabiendo perfectamente que ésta estaba descartada de antemano y que sus bravatas carecían de toda consistencia. Por otra parte, en aquellas reuniones privadas y secretas, Trump mostraba cierto escepticismo con la figura de Guaidó, y, más bien, cierta simpatía secreta por Maduro, “ese duro”, la misma que, pese a todo, le merecía Putin, el nuevo zar de Rusia. Bolton analiza, con rigor, las difíciles relaciones que Trump ha mantenido con sus viejos aliados de Europa Occidental, y su inclinación sistemática por celebrar encuentros con dictadorzuelos medio locos, como el gordinflón que conduce Corea del Norte con mano de hierro o el nuevo amo de Rusia.

¿Qué sucederá ahora en Estados Unidos si una mayoría del pueblo estadounidense confirma en las elecciones de noviembre a Trump en el poder? Yo creo que sería una gran desgracia para Estados Unidos en particular y para el mundo libre en general. Por su ignorancia y por su arbitrariedad, Trump ha conseguido que su país se distancie de sus aliados tradicionales y se acerque, más bien, a sus enemigos, sin siquiera darse cuenta cabal de que así procedía. Este es el testimonio más importante de esta memoria de John Bolton. De ser así, por cuatro años más, aquellos ganarían todavía más terreno del que han conseguido ya en estos primeros cuatro años de su Gobierno. Vaya paradoja que un ultra reaccionario norteamericano como John Bolton haya mostrado cómo y por qué Trump debe ser derrotado en las elecciones de noviembre".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quizá con mayor profundidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura. 




El escritor Mario Vargas Llosa



La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt





Entrada núm. 6207
https://harendt.blogspot.com
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 29 de febrero de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Teólogos. (Publicada el 21 de agosto de 2009)






En mi penúltima entrada del blog prometí comentar "Verdad controvertida. Memorias" (Editorial Trotta, Madrid, 2009), del teólogo suizo Hans Küng, cuya lectura de 764 páginas acababa de concluir, y que abarcan el período 1968-2008. Al final de su libro anuncia el deseo de afrontar una tercera y definitiva entrega de las mismas, si Dios quiere, que espero poder disfrutar.

No es, evidentemente, un libro de Teología (la ciencia que trata de Dios, sus atributos y perfecciones), pero son las memorias de un teólogo, y la teología surge a cada paso de las mismas. Ya comenté en la entrada citada como llegué a sentir la profunda admiración que tengo por Hans Küng por su forma de entender el mensaje cristiano y presentarlo al hombre de hoy, su honestidad y su valentía. No voy a reiterarme en ello.

Este segundo tomo de las Memorias que comento ahora abarca un período de cuarenta años de la vida de su autor, y en él pueden rastrearse los hitos que le llevaron a la publicación de obras tan fundamentales de la teología cristiana como "Ser cristiano" (Ediciones Cristiandad, Madrid, 1974), "¿Existe Dios?" (Ediciones Cristiandad, Madrid, 1978), o "¿Infalible? Una pregunta" (Editorial Herder, Buenos Aires, 1971), pero asimismo los avatares de su larguísimo período de docencia, que aún continúa, en la Universidad alemana de Tubinga y una exposición detallada de sus estudios, conferencias y viajes por todo el mundo.

Pero es también el relato pormenorizado de un enfrentamiento con la jerarquía romana, que se inicia con el papa Pablo VI una vez finalizado el concilio Vaticano II, a cuenta de la prohibición de los anticonceptivos, la oposición al celibato opcional de los clérigos, o la reiteración de la infalibilidad pontificia como dogma. Esos serán sus tres grandes caballos de batalla con la Congregación para la Doctrina de la Fe (la Inquisición contemporánea) romana, y los que acabarán por acarrearle la prohibición de enseñar Teología católica en el seno de la iglesia, en sentencia dictada contra él en plena Semana Santa de 1980 por el papa Juan Pablo II.

Contra lo que pueda parecer, este segundo libro de sus Memorias no es un ajuste de cuentas especialmente centrado con quien fuera compañero suyo en las tareas docentes de la Facultad de Teología de la Universidad de Tubinga, Josep Ratzinger (el hoy papa Benedicto XVI), aunque las críticas al mismo y sus posicionamientos teológicos sean constantes, sino más bien y sobre todo, contra la Curia romana, el gobierno de la Iglesia, a los que acusa sin ambages de tener secuestrados a los papas.

De éstos, de los obispos y cardenales de la Curia, llega a decir que Dios les trae absolutamente sin cuidado pues lo único que les importa es "su" Iglesia; o que la obediencia que se predica en su seno (el de la Iglesia) no es a Dios o la propia conciencia sino al del señor Obispo. Sobre el trato dado a los teólogos potencialmente disidentes, añade una observación crucial: dice que a la Curia romana le trae absolutamente sin cuidado lo que éstos personalmente crean siempre que, al menos, estén callados (en "silentium obsequio-sum": en obediente silencio) especialmente si se refieren al Sumo Pontífice.

Muy crítico con los pontificados de Pablo VI y Juan Pablo II, por motivos muy distintos, el uno del otro (del segundo viene a decir que sus gestos de humildad eran puro teatro de cara a la galería mediática, y del primero, que se dejó manipular por la Curia), con el Opus Dei es de una dureza inusitada. Llega a calificarlo de organización secreta católico-fascista, deseosa de hacer olvidar el concilio Vaticano II, de reclutar a sus miembros con dudosos procedimientos, de exhortarlos a desdeñar la sexualidad, mortificarse y menospreciar a las mujeres, y sobre todo, de perseguir el poder absoluto en el seno de la Iglesia. No mejor parado sale su fundador, monseñor Escrivá de Balaguer, canonizado por Juan Pablo II en un tiempo récord haciendo caso omiso, añade, de los testimonios críticos y saltándose las normas eclesiásticas, a quien califica de hombre despótico.

¿Ha cambiado mucho la posición de la Iglesia en tan controvertidas cuestiones como las reseñadas con el papa Benedicto XVI? No puedo opinar con veracidad porque este mundo de la iglesia me resulta bastante ajeno, pero por lo que observo, leo y escucho, tengo la impresión de que no. Esa es la impresión de muchos teólogos, y en concreto, entre otros, la del periodista y teólogo español Juan Arias, de quien reproduzco más adelante su artículo "¿Por qué la Iglesia teme a los diferentes?" publicado en El País el pasado 8 de agosto. Espero que les resulte interesante. HArendt



El papa Benedicto XVI



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt





Entrada núm. 5780
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 2 de octubre de 2019

[DE LIBROS Y LECTURAS] Hoy, con "La peor parte. Memorias de amor", de Fernando Savater



Fernando Savater y Sara Torres


El pasado 1 de septiembre la revista ‘Babelia’ ofrecía un adelanto del último libro del filósofo Fernando Savater, un canto a la vida a través de la pérdida de la persona amada, escrito por el mismo autor. Lo leí con muchísimo interés y, sobre la marcha, lo pedí a la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, mi proveedor habitual de literatura. Lo adquirieron sobre la marcha, fui a buscarlo el viernes pasado por la tarde, lo leí de un tirón y lo devolvía antes de ayer, lunes, por la mañana. Ni que decir tiene que me ha emocionado. Es, sin duda, un hermoso canto de amor a la persona con la que compartió 35 años de su vida y que tanto significó para él. 

Vivir sin alegría ha sido una experiencia nueva para mí, una ruptura con mi yo anterior, comienza diciendo Savater. Estaba acostumbrado a despertar siempre como cuando era niño, con un latente “¡vaya, otra vez!” gorjeando dentro. Y con el litúrgico “¿qué pasará?” con el que acababa cada episodio de cualquiera de los tebeos que tanto me gustaban y que leía puntualmente cada sábado por la noche. Yo sabía que cabía esperar mil peripecias divertidas, pero que nada irreparable le ocurriría al protagonista, o sea, a mí. Aunque me quejaba, lloraba y maldecía como todo el mundo, jamás me lo creí; la vida me parecía estupenda, a veces algo horrible, sin duda, pero no menos estupenda, como una buena película de terror tipo Alien o La semilla del diablo. Incluso en mis peores momentos, en la tortura del cólico nefrítico, en el hastío de un cóctel formal o una conferencia académica (son las peores experiencias que a bote pronto puedo recordar), sonaba como fondo de mi ánimo el basso ostinato de la alegría, aunque ni siquiera yo pudiese darme cuenta. Ha sido al dejar de oír ese íntimo hilo musical cuando, tras la inicial extrañeza, me he dado cuenta de lo que había perdido. “Reconocí a la alegría por el ruido que hizo al marcharse”, dijo Jacques Prévert (el poeta preferido de Pelo Cohete cuando la conocí), y podría hacer mía esa constatación.

No se ha tratado de mudar mi estado de ánimo a otro menos agradable, sino de quedarme sin mi combustible existencial, sin lo que me permitía aguantar, inventar, querer, luchar. Hasta entonces nunca hice nada sin alegría, como de sí mismo dijo Montaigne. Ahora tengo que acostumbrarme a ir tirando, tirando de mí mismo, de residuos del pasado. Puedo jurar con la mano en el corazón que no he vuelto a ser feliz de verdad, íntimamente, como antes lo era cada día, ni un solo momento desde que supe de la enfermedad de Pelo Cohete. No sé cuánto durará esta sequía atroz, porque creo que es imposible vivir así. Para mí, imposible. Cuando me preguntan qué tal me encuentro, siento ganas de contestar lo mismo que aquel torero del XIX al que los de su cuadrilla le hicieron esa pregunta mientras le llevaban a la enfermería tras una cornada mortal:“¡Z’acabó er carbón!”.

Pero el más notable descubrimiento que he hecho a costa de mi desdicha es la intransigencia general que rodea al doliente. Por supuesto, en el momento de la pérdida y en las jornadas inmediatamente sucesivas no nos falta compasión y muestras de simpatía de cuya sinceridad no cabe dudar. Pero tales manifestaciones afectuosas tienen fecha de caducidad, como las felicitaciones de Año Nuevo. Uno no puede estar 365 días deseando felicidad al prójimo; es cosa que sólo tiene sentido a finales de diciembre y comienzos de enero. Después se vuelve ridículo, más tarde apesta y puede parecer un desarreglo mental. Si allá por marzo, cuando saludamos a alguien, le murmurásemos amablemente “felices Pascuas” y esperásemos lo mismo de él, nos tomaría por chalados. Del mismo modo, quien nos da sus condolencias en el momento adecuado, al producirse la pérdida o un tiempo prudencial después, espera haber dejado así zanjado el engorroso asunto. Quizá vuelva algo más adelante a decirnos “¿qué tal estás?” con gesto compasivo, pero desde luego sin mayores efusiones por su parte ni desearlas por la nuestra. El triste asunto ha sido lamentado cuanto corresponde y ya no hay nada que añadir. Los más filosóficos añaden “¿qué quieres?, la vida tiene que continuar”, y esperan con cierta impaciencia que estemos de acuerdo. Como si nuestro remoloneo obstaculizase también su marcha inexorable. Por mucho que hayamos sufrido, no pretenderemos a fuerza de dolor bloquear el paso inclemente de la vida. Si desbordamos en lamentos extemporáneos, retrocederán un paso, consultando mentalmente el calendario y hasta el reloj. “Vaya, todavía sigues así”. “Te veo mal”, ésa es la más común reconvención, en realidad quiere decir: “Lo estás haciendo mal, no sabes cómo se juega a esto, te das demasiada importancia, pareces creer que lo que te ha pasado es algo único, trascendental, cuando en realidad se trata de la cosa más corriente del mundo, la que todos han padecido o están a punto de padecer. A mí no me vengas con monsergas, no querrás que nos pasemos los demás el resto de la vida dale que te pego con tu congoja”.

Otros amigos del tópico —los que más consiguen irritarme— me informan para tranquilizarme del analgésico que acabará con mi pena: “El tiempo todo lo cura”. Sí, por ejemplo, la vejez, ¿verdad? ¡Menuda gilipollez! Para empezar, salvo que aludiendo al tiempo se quieran referir a la muerte (medicina que nada sana, pero todo lo extingue: ¡para acabar con las jaquecas, lo mejor es la guillotina!), el paso del tiempo cura tan escasamente como el espacio, según advirtió JeanFrançois Revel. Los días y los años enquistan el dolor, lo esclerotizan, convierten la tumba en pirámide, pero no fertilizan el desierto que la rodea. En algunos casos logran embotar la sensibilidad —lo cual para muchos parece ser suficiente—, pero no cierran la llaga, si es que realmente la hubo; sólo nos familiarizan con el pus. Además, para quien de verdad ha amado y ha perdido la persona amada, el amortiguamiento del dolor es la perspectiva más cruel, la más dolorosa de todas. Como dijo un especialista en la cuestión, Cesare Pavese,“il dolore più atroce è sapere che il dolore passerà”. Y con el dolor se irá empequeñeciendo también el amor mismo, que no puede ser ya sino la constancia sangrante de la ausencia. Desde Platón sabemos que Eros es una combinación de abundancia y escasez, un constante echar de menos que no cambiaríamos por ninguna otra forma de plenitud. El amor siempre es zozobra y contradicción, una forma de sufrir que nos autentifica más que cualquier placer. Ese punto de sufrimiento es lo que le caracteriza frente a la mera complacencia hedonista o al acomodo utilitario a la pareja de conveniencia. La prueba quizá no basta, pero nunca falta: si no duele, no es amor. Y si duele mucho al principio para luego irse diluyendo hasta dejar sólo un leve escozor fácilmente superable, es amor… propio. O sea, narcisismo, la única forma de enamoramiento cuyo objeto, por maltrecho que sea, siempre permanecerá a nuestro alcance. Pero el amor propio es un amor ventajista, aunque sin duda éticamente útil para orientar nuestra conservación humana, lo que no es poco, ni suficiente. Nada sabe de la perdición, del abandono delicioso y atroz a lo que no somos como si lo fuéramos, del arrebato que no dura un instante —como el resto de los arrebatos—, sino que se estira y se estira sobresaltado e imposible desafiando al tiempo, a la dualidad de sujeto y objeto, avasallando al mismísimo amor propio que sin duda estuvo en su origen y que rechina rebelde, pero subyugado bajo su torbellino. Ese amor no quiere amortiguarse tras la pérdida irreversible de la persona amada, sino que se descubre más puro, más desafiante, más irrefutable, al convertirse en guardián de la ausencia. También infinitamente, desesperadamente doloroso. Pero el amante no querría a ningún precio que una especie de Alzheimer sentimental le privase de ese sufrimiento que es como el piloto encendido de su pasión que sigue en marcha, lo mismo que nadie accedería a ser decapitado para curarse una jaqueca. Un amor que no desazona y perturba cuando está vivo, que no aniquila cuando pierde irrevocablemente lo que ama, puede ser afición o rutina, pero no auténtico amor.





La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt








HArendt




Entrada núm. 5309
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 10 de septiembre de 2016

]A vuelapluma] Verdad e historia: Memorias de políticos






Los españoles, al contrario de anglosajones y franceses, no somos excesivamente aficionados a la lectura de memorias, y menos aun si están escritas por políticos contemporáneos. Entre otras razones, porque la mayoría no saben escribir, aunque lo más probable es que tampoco las hayan escrito ellos. Hay excepciones, claro está, por ejemplo las de los dos presidentes de la II República española, Niceto Alcalá-Zamora y Manuel Azaña. 

Hace dos años hubo una verdadera epidemia "memorialista" por parte de nuestros más ilustres y cercanos, en el tiempo dirigentes políticos. Por centrarnos solo en los expresidentes del gobierno, lo hicieron casi simultáneamente Felipe González, José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero. Antes, con bastante ironía y mala leche, lo había hecho también Leopoldo Calvo-Sotelo. Y desgraciadamente resulta ya imposible de saber lo que hubiera podido contarnos Adolfo Suárez de propia mano. También me hubiera encantado hablar de las memorias de Mariano Rajoy, pero para eso habría hecho falta que lo hubiéramos jubilado. Pegado como está, como si fuera con Poxipol, a la silla, no parece que en un futuro próximo tengamos ocasión de hacerlo.

El blog Vitrinas, que se publica en Revista de Libros, publicó en febrero de 2014 las reseñas críticas de las "memorias" de GonzálezAznar y Zapatero. Ninguno de ellos sale bien parado por sus comentaristas respectivos. Normal... Pero no seré yo quien se atreva a criticarlas sin leerlas, algo, por otra parte, que veo difícil de hacer dado que mi grado de masoquismo no ha superado todavía el umbral de la insensibilidad. Pero sí me animo a invitarles a que lean los comentarios que han suscitado a quienes, como los prestigiosos articulistas de Revista de Libros, si lo hicieron.

Yo, por mi parte, leía por esas mismas fechas un libro fascinante del que he hablaba hace unos días en el blog: Pensar el siglo XX (Taurus, Madrid, 2012), del historiador británico Tony Judt, escrito al alimón con el también historiador Timothy Snyder. Pensar el siglo XX es, como indica Snyder en el prólogo, un libro de historia, una biografía y un tratado de ética. Una historia de las ideas políticas modernas: el poder y la justicia, tal y como las entendieron los intelectuales europeos y norteamericanos, de todas las ideologías, desde el liberalismo al fascismo, desde finales del siglo XIX a principios del XXI. Una reflexión sobre la necesidad de la perspectiva histórica y de las consideraciones morales en la transformación de nuestra sociedad. Y también un libro que no solo habla sobre el pasado sino sobre la clase de futuro al que deberíamos aspirar. La mejor crítica de este y otros libros de Tony Judt pueden leerla en el artículo titulado "El profesor Judt hace trasbordo", escrito por Geoffrey Wheatcroft y publicado Revista de Libros. 

Timothy Snyder, en el prólogo del mismo, se pronuncia sobre los diferentes tipos de "verdad" existentes. Algo que parece bastante pertinente cuando tratamos del género "memorialista" ya que, cada uno de los que escribe sobre sí mismo (y las "memorias" de los citados en el epígrafe lo dejan claramente de manifiesto a juicio de sus comentaristas), tiende a autojustificarse sin el más mínimo reconocimiento de error de juicio propio y cargando los mismos, si los hubiera habido, en las circunstancias o en los otros. Dice Snyder en él que la verdad del historiador no es la misma que la verdad del ensayista. El historiador puede y debe saber más de un momento del pasado de lo que el ensayista posiblemente puede saber sobre lo que está pasando hoy. El ensayista -sigue diciendo- está obligado a tener en cuenta los prejuicios de su tiempo, y de este modo exagerar en aras del énfasis. Para el historiador, la búsqueda de la verdad -añade más adelante- implica muchos tipos de búsqueda, y en eso consiste el "pluralismo" al que se debe: aceptar la realidad moral de diferentes tipos de verdad, pero rechazando la idea de que todas ellas puedan situarse en una misma escala y ser medidas por un mismo valor. Es decir, todo lo contrario de unas "memorias" autoexculpatorias y justificativas de lo injustificable.

En uno de los capítulos finales de su libro, y hablando de la diferencia existente entre memoria e historia, dice Tony Judt: "Permitir que la memoria sustituya a la historia es peligroso. Mientras que la historia adopta la forma de un registro continuamente reescrito y reevaluado a la luz de evidencias antiguas y nuevas, la memoria se asocia a unos propósito públicos, no intelectuales [...] Estas manifestaciones mnemónicas del pasado son inevitablemente parciales, insuficientes, selectivas; los encargados de elaborarlas ser ven antes o después obligados a contar verdades a medias o incluso mentiras descaradas, a veces con la mejor de las intenciones, otras veces no. En todo caso, no pueden sustituir a la historia".







Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt




Entrada núm. 2888
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 20 de febrero de 2014

Verdad e historia. Las memorias de González, Aznar y Zapatero




Los expresidentes González, Aznar y Zapatero



A María Rosa Casanovas, historiadora y amiga: In memoriam

Los españoles, al contrario de anglosajones y franceses, no somos excesivamente aficionados a la lectura de memorias, y menos aun si están escritas por políticos contemporáneos. Entre otras razones, porque la mayoría no saben escribir, aunque lo más probable es que tampoco las hayan escrito ellos. Hay excepciones, claro está, por ejemplo las de los dos presidentes de la II República española, Niceto Alcalá-Zamora y Manuel Azaña.

El pasado año ha habido una verdadera epidemia "memorialista" por parte de nuestros más ilustres y cercanos, en el tiempo, dirigentes políticos. Por centrarnos solo en los expresidentes del gobierno, lo han hecho casi simultáneamente Felipe González, José María Aznar y José Luis Rodríguez Zapatero. Antes, con bastante ironía y mala leche, lo había hecho también Leopoldo Calvo-Sotelo. Y desgraciadamente resulta ya imposible de saber lo que hubiera podido contarnos Adolfo Suárez de propia mano.

El blog Vitrinas, que se publica en Revista de Libros, trae en este número de febrero las reseñas críticas de las "memorias" de González, Aznar y Zapatero. Ninguno de ellos sale bien parado por sus comentaristas respectivos. Normal... Pero no seré yo quien se atreva a criticarlas sin leerlas, algo, por otra parte, que veo difícil de hacer dado que mi grado de masoquismo no ha superado todavía el umbral de la insensibilidad. Pero sí me animo a invitarles a que lean los comentarios que han suscitado a quienes, como los prestigiosos articulistas de Revista de Libros, si las han leído.

Yo, por mi parte, estoy leyendo en estos momentos un libro fascinante, libro del que ya hablaba en una de las últimas entradas del blog: "Pensar el siglo XX" (Taurus, Madrid, 2012), escrito por el historiador británico Tony Judt con la colaboración del también historiador Timothy Snyder. "Pensar el siglo XX" es, como indica Snyder en el prólogo, un libro de historia, una biografía y un tratado de ética. Una historia de las ideas políticas modernas: el poder y la justicia, tal y como las entendieron los intelectuales europeos y norteamericanos, de todas las ideologías, desde el liberalismo al fascismo, desde finales del siglo XIX a principios del XXI. Una reflexión sobre la necesidad de la perspectiva histórica y de las consideraciones morales en la transformación de nuestra sociedad. Y también un libro que no solo habla sobre el pasado sino sobre la clase de futuro al que deberíamos aspirar.

La mejor crítica de este y otros libros de Tony Judt pueden leerla en el artículo titulado "El profesor Judt hace trasbordo", escrito por Geoffrey Wheatcroft, y publicado en julio de 2013 en Revista de Libros. 

Timothy Snyder, en el prólogo del libro citado, se pronucia sobre los diferentes tipos de "verdad" existentes. Algo que parece bastante pertinente cuando tratamos del género "memorialista" ya que, cada uno de los que escribe sobre sí mismo (y las "memorias" de los citados en el epígrafe lo dejan claramente de manifiesto a jucio de sus comentaristas), tiende a autojustificarse sin el más mínimo reconocimiento de error de juicio propio y cargando los mismos, si los hubiera habido, en las circunstancias o en los otros. Dice Snyder en él que la verdad del historiador no es la misma que la verdad del ensayista. El historiador puede y debe saber más de un momento del pasado de lo que el ensayista posiblemente puede saber sobre lo que está pasando hoy. El ensayista -sigue diciendo- está obligado a tener en cuenta los prejuicios de su tiempo, y de este modo exagerar en aras del énfasis. Para el historiador, la búsqueda de la verdad -añade más adelante- implica muchos tipos de búsqueda, y en eso consiste el "pluralismo" al que se debe: aceptar la realidad moral de diferentes tipos de verdad, pero rechazando la idea de que todas ellas puedan situarse en una misma escala y ser medidas por un mismo valor. Es decir, todo lo contrario de unas "memorias" autoexculpatorias y justificativas de lo injustificable.

En uno de los capítulos finales de su libro, y hablando de la diferencia existente entre memoria e historia, dice Tony Judt: "Permitir que la memoria sustituya a la historia es peligroso. Mientras que la historia adopta la forma de un registro continuamente reescrito y reevaluado a la luz de evidencias antiguas y nuevas, la memoria se asocia a unos propósito públicos, no intelectuales [...] Estas manifestaciones mnemónicas del pasado son inevitablemente parciales, insuficientes, selectivas; los encargados de elaborarlas ser ven antes o después obligados a contar verdades a medias o incluso mentiras descaradas, a veces con la mejor de las intenciones, otras veces no. En todo caso, no pueden sustituir a la historia".

Sean felices, por favor. Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





Portada de "Pensar el siglo XX"




Entrada núm. 2036
elblogdeharendt@gmail.com
http://harendt.blogspot.com
Pues tanto como saber me agrada dudar (Dante Alighieri)