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viernes, 28 de febrero de 2020

[HISTORIA] Cómo cae una democracia





"Hacia 1923, gran parte de Italia -afirma el escritor Álvaro Delgado-Gal, director de Revista de Libros- se había hecho fascista. Giovanni Gentile, Pirandello o Ungaretti aplaudían el régimen naciente o colaboraban con él. Nicola Bombacci, el hombre de Lenin en Italia, iniciaba una aproximación. El éxito político de Mussolini fue repentino y ferozmente rápido. Después un revolcón humillante en los comicios de 1919, lograría recuperar el equilibrio lanzando a sus matones contra un partido socialista al que le había dado la ventolera de fingirse bolchevique. En el 22 tuvo lugar la marcha sobre Roma, seguida de una ganga fenomenal para quien la había convocado: la presidencia del Consejo. En el 25 fue sojuzgado el parlamento. «M. El hijo del siglo», aparecido hace poco en Italia y traído a España el mes pasado por Alfaguara, recorre los seis años (1919-1925) que convertirían al hijo de un herrero forlivés en jefe carismático de los italianos. El autor del libro, Antonio Scurati, no es un escritor depurado: añade, al efectismo, toques escatológicos perfectamente innecesarios. Pero el relato es eficaz: la reconstrucción de Scurati tira más que una novela e instruye tanto como un tratado de historia. Atestados de la policía, recortes de prensa o fragmentos de cartas completan la mise-en-scène. En conjunto, se nos ofrece un cuadro apasionante de cómo, bajo el empuje de un puñado de marginales, se vino a tierra una democracia de cuarenta millones de habitantes, los mismos que contaba la francesa por aquellas calendas.

Destacaré solo dos puntos. El primero es que los revolucionarios no vencen. Más bien, el Estado se suicida. La llamada «marcha sobre Roma» no pasó de ser un bluff de dimensiones colosales. Los escuadristas, mucho menos temibles cuando no les echaba una mano, o incluso dos, la policía, carecían de armas, preparación militar y apoyo logístico. Una lluvia incesante, torrencial, se abatió esos días sobre la península. Los jóvenes camisas negras, aturdidos y a la desbandada, se perdieron por los caminos rurales, asaltando alquerías y robando gallinas para saciar el hambre. El alto mando central, por llamarlo de alguna manera, era una mera estampilla sobre el papel fantasioso en que se había improvisado el plan insurreccional. Acuartelados en un hotel de Perugia, los jefes encargados de coordinar la sublevación no coordinaron nada. No disponían siquiera de teléfonos operativos, y en vista de que estaban a verlas venir y sitiados, por más señas, por el ejército, decidieron matar el tiempo agarrando una pítima descomunal. El general De Vecchi, uno de los cuadrunviros, se los encontró, de vuelta de la capital, en estado lamentable, tumbados en el suelo entre vómitos, restos de comida y botellas vacías. En Milán, Mussolini se había parapetado en la sede de su diario detrás de unas cuantas bobinas de papel prensa. La reacción de las autoridades fue casi incomprensible. Giolitti, la única figura políticamente considerable, estaba a 700 km de Roma celebrando su cumpleaños. Facta, el primer ministro, era un hombre rutinario. Llegado el momento crítico consultó su reloj, vio que faltaban unos minutos para las diez de la noche y se fue a la cama, según tenía por costumbre. El rey tampoco estuvo a la altura. Anunció su abdicación si no le permitían declarar el estado de sitio pero no llegó a firmar el decreto. Con los cabecillas cercados en Perugia, con Mussolini cercado en Milán, habría sido un juego de niños abortar la rebelión. El Estado se inhibió, y el asunto acabó como acabó.

¿Por qué los que podían, prefirieron no poder? Interviene aquí un factor misterioso: la vacilación moral, fruto de la inercia y de una percepción confusa de las cosas. Giolitti, que en 1921 había dado entrada a Mussolini en sus listas electorales, continuó estimando, equivocadamente, que se podría domesticar al bárbaro vertical enredándolo en combinaciones ministeriales y otras garambainas por el estilo. Por lo común, los años europeos de entreguerras reprodujeron en lo político los mismos errores que en lo militar. Los franceses pensaban que la línea Maginot contendría a los alemanes. Hitler aplicó la Blitzkrieg y llegó en un tiempo récord a París. Los notables del régimen liberal italiano se entretuvieron, ¡ay!, en idear triangulaciones mientras Mussolini preparaba el asalto al Estado. Símbolo máximo de la ceguera liberal fue Benedetto Croce, quien necesitó que Mussolini se levantara con el santo y la limosna para comprender que no había comprendido nada.

El segundo punto nos remite a los socialistas. Estos habían acertado al oponerse al ingreso de Italia en la Primera Guerra Mundial, desastrosa para su país (ver The White War: Life and Death on the Italian Front, 1915-1919, de Mark Thompson). Suele desconocerse que Italia perdió cerca de 700.000 hombres, más todavía, en proporción a su censo demográfico, que Gran Bretaña, a despecho de que la última tuviera en frente a los alemanes y no a la valetudinaria Austria-Hungría y la línea de fuego se estirara desde el mar del Norte a Suiza y no a largo de un arco alpino de dimensiones relativamente modestas. Sí, la guerra fue una calamidad nacional. Pero los socialistas no solo se opusieron a ella, con buen fundamento, sino que, presa de un arrebato milenarista con fugas místicas, renunciaron a la nación. Peor, substituyeron la patria efectiva por la tercera Roma: Moscú. Mientras los fascistas gritaban «¡Viva Italia!», los socialistas invocaban a los soviets rusos. Esta radical descolocación tendría para ellos consecuencias funestas. Aunque el héroe indubitable en el libro de Scurati es Matteotti, expulsado, por cierto, del PSI en el 22, se extrae la conclusión de que tampoco los socialistas habían comprendido su época y el hecho de que los principios de justicia social deben ejercerse dentro de un perímetro concreto, al abrigo de una solidaridad que no sea solo abstracta y contando con una Administración asentada por el tiempo. Los fascistas, más sobre sí, conjugarían políticas socializantes y el poder del Estado con un patriotismo de relumbrón. En el fondo, no eran nada. Un porcentaje abrumador de los escuadristas de primera generación no había desempeñado nunca un empleo remunerado y muchos figuraban en las fichas de la policía como delincuentes comunes. Robin Hood completó su fisonomía con el antifaz que en los cómics lucen los asaltantes de banco. Y ganó la partida".



El escritor Álvario Delgado-Gal


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Entrada núm. 5777
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