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miércoles, 16 de enero de 2019

[A VUELAPLUMA] La vie en rose?





Habrán leído en alguna ocasión esta frase de Friedrich Dürrenmatt: «Tristes tiempos estos en los que hay que luchar por lo que es evidente», escribe el historiador, filósofo y crítico literario español Rafael Núñez Florencio. Creo recordar, comienza diciendo,  que hay otras frases similares en el fondo o en la forma de distinguidos literatos. Entre ellos, por ejemplo, Bertolt Brecht: «¡Qué tiempos serán los que vivimos que hay que defender lo obvio!» La idea, como ven, es la misma, casi expresada, además, del mismo modo. Aparte de la crítica implícita a un determinado contexto social o político, me interesa destacar en esos planteamientos un matiz que quizá no resulte tan claro, pero que, para mí al menos, resulta determinante: la incomodidad o el malestar que genera escribir sobre algo que uno considera obvio y evidente. Como pasa en muchas facetas de la vida, se emprende esta actividad ‒la de escribir sobre dichos asuntos‒ sabiendo que hay poco que ganar y mucho que perder. Ganar, poco, porque hay que transitar forzosamente por lo más pedestre; perder, mucho, porque al final siempre puede quedar uno como intrépido descubridor... del Mediterráneo.

Pero vayamos al grano. Vamos a hablar sobre las actitudes ante la vida. En términos simplificados o esquemáticos, ¿optimismo o pesimismo? Basta apelar al sentido común o a la mera experiencia cotidiana para dictaminar que una respuesta rotunda y sin matices es poco menos que imposible. Para empezar, la propia delimitación de los conceptos es problemática: ¿qué es realmente ser optimista o pesimista? En muchas ocasiones, ni uno ni otro se reconocen como tales, pues en ambos casos el sujeto se limita a bosquejar la realidad tal como la ve, es decir, aspira a ser realista nada más. Al margen de ello, y aun suponiendo un mínimo consenso sobre las catalogaciones, tendríamos que precisar el objeto o la parcela vital sobre los que uno se declara positivo o negativo. En raras ocasiones uno es pesimista –o su opuesto‒ en términos absolutos y universales, es decir, sobre todo lo habido y por haber. Lo normal es que se vean con optimismo ciertas cosas y otras no tanto. La propia convivencia social depura las aristas. El derrotista integral es patético y ahuyentará como cenizo y agorero a todo bicho viviente. Pero el bienpensante a todo trance despertará recelos equivalentes: en este caso, los que se aplican a los bobalicones o simples idiotas.

Esa última alusión me viene al pelo para desembocar en el punto que me interesa. En esta cuestión de las actitudes vitales pasa como con el humor, que debe administrarse en pequeñas dosis para que sea efectivo y cumpla el propósito de hacer reír. El paralelismo es manifiesto: no en vano nos representamos habitualmente al optimista recalcitrante con una sonrisa en la boca. «¿Y este de qué se anda sonriendo todo el rato?», nos preguntamos ante su presencia. Su euforia infundada es tan exasperante como la del gracioso que encadena chistes sin interrupción. La jovialidad permanente es síntoma de estupidez. O, dicho en términos complementarios, empeñarse en ver tan solo el lado positivo de la vida refleja una cierta hemiplejia mental. En el mejor de los casos, una falta de madurez, un acusado infantilismo. En términos psicológicos, este es, en todo caso, un problema personal. Pero cuando ese infantilismo se extiende como una tendencia ideológica al conjunto social estamos ante un problema de otra índole. De esto trata Sonríe o muere. La trampa del pensamiento positivo, un ensayo de Barbara Ehrenreich.

Lo que se conoce como pensamiento positivo es una especie de optimismo (wishful thinking) que se diferencia del tradicional o cotidiano por varios rasgos fundamentales: primero, no es el resultado de las experiencias de la vida, sino anterior a estas y supone la determinación previa, el pre-juicio en sentido literal, de ver las cosas de modo positivo antes incluso de que estas sucedan. Segundo, no surge espontáneamente en un individuo concreto, sino que trasciende la perspectiva individual: es una forma de pensar o una actitud ante la vida que se adopta como puede uno sustentar o adscribirse a cualquier otra ideología. Tercero, en parte como consecuencia de todo lo dicho, el pensamiento positivo es refractario a la experiencia en el sentido de que los reveses no le afectan. Como el célebre personaje del doctor Pangloss en el Candide de Voltaire, el militante del pensamiento positivo se negará a aceptar que las cosas van mal o, en su defecto, tenderá siempre a ver el lado positivo de lo malo. Cuarto, el pensamiento positivo se convierte así en una tiranía voluntariamente aceptada: uno se impone a toda costa, y pase lo que pase, ser positivo, como el calvinista ser virtuoso (por cierto, muy interesante el paralelismo que traza Ehrenreich entre la mentalidad del optimista por imposición y aquel cristiano riguroso).

Uno es muy libre, como es obvio, de ver la vida de un color u otro. Pero las actitudes, sean las que fueren, llevadas al extremo terminan siendo ridículas. Resultan grotescos los perpetuamente quejumbrosos, plañideros y agoreros, del mismo modo que desdeñamos a los jocosos, bufones y festivos que no ponen límites a sus chanzas o diversiones. Lo que me interesa aquí precisamente es resaltar el aspecto cómico –a veces involuntariamente cómico, lindante con el humor negro‒ del llamado pensamiento positivo. En esta vertiente, nada más significativo que el primer capítulo del libro, que lleva el paradójico título de «El lado bueno del cáncer». El lector, aún desprevenido, tiende a pensar que hay en esa elección del epígrafe un designio sarcástico, pero pronto comprueba que no es exactamente así, sino algo más elemental y primario, aunque no menos sorprendente: la decidida voluntad de la autora de reflejar un determinado estado de cosas. El cáncer de mama, como es bien sabido, es hoy día el tipo de tumor más frecuente en las mujeres de los países occidentales. Las estadísticas señalan que aproximadamente una de cada ocho mujeres desarrollarán esa patología a lo largo de su vida. En Estados Unidos, recuerda Ehrenreich, cerca de tres millones de mujeres se encuentran en fase de tratamiento. Hasta ahí los datos más elementales.

Aunque la esperanza de sobrevivir a la enfermedad ha aumentado mucho con los avances médicos, no estamos hablando de una cuestión banal, sino de un asunto grave, tanto para la persona que va a sufrir directamente las consecuencias –un tratamiento normalmente muy agresivo‒ como para la familia directa de la paciente. En este contexto se inserta lo que la autora llama «la cultura del lacito rosa». Consiste en un conjunto de actitudes y una serie de productos (merchandising) que supuestamente tratan de infundir ánimos a las pacientes y sus familiares para afrontar la durísima coyuntura. Hasta ahí todo normal e incluso, me atrevo a decir, una encomiable iniciativa. El problema es que la mascota más representativa es un osito con múltiples variantes: osito del recuerdo, de la esperanza, la osita Susan, etc. Pongamos un caso típico: el de una señora de mediana edad a la que detectan unos bultos malignos en el pecho. Resulta, en principio, cuando menos algo chocante que se trate de paliar de algún modo el impacto psicológico –antesala del impacto biológico‒ con un recurso tan infantil, pero la gravedad del asunto parece que exige prudencia y contención. En todo caso, aclaro que Ehrenreich escribe sabiendo muy bien de lo que habla: a ella también le detectaron esos terribles bultitos y el shock que sigue a su descubrimiento constituye precisamente el punto de partida de su reflexión.

Los ositos de los que hablaba antes constituyen tan solo la avanzadilla o la muestra más prominente de la llamada cultura del lacito rosa. «Para vestir hay sudaderas ribeteadas de rosa, camisas vaqueras, pijamas, lencería, delantales, ropa de andar por casa, cordones de zapatos y calcetines; complementos como broches rosas de strass, pines con angelitos, fulares, gorras, pendientes y pulseras; para dar ambiente a la casa, velas del cáncer de mama, soportes para velas de cristal rosa con lacito, tazas de café, colgantes, móviles con campanitas y luces piloto; y hasta se pueden pagar las facturas con cheques que curan». Ehrenreich señala que existe un asombroso «mercado del cáncer de mama», caracterizado por su «ultrafeminidad» (lencería con encajes y lacitos, cosméticos, bisutería) y su acusado infantilismo (ositos, velitas, campanillas, libretitas a modo de diario o ceras de colores para dibujar, todo casi siempre en rosa). Supongo que alguno de ustedes se preguntará qué hay de malo en todo ello, y yo –o, mejor dicho, la autora‒ le contestará que naturalmente nada, salvo que «en ciertas versiones de la ideología de género que hoy triunfa, la feminidad resulte, por naturaleza, poco compatible con el estado adulto». Ya que desde esas instancias tanto se insiste en la igualdad entre hombres y mujeres, constatemos que «a los hombres a quienes se les diagnostica cáncer de próstata nadie les regala cochecitos de juguete».

La verdad es que, si todo quedara ahí, la cuestión no pasaría de ser una anécdota muy menor. El verdadero problema surge cuando el llamado pensamiento positivo se empeña en no reconocer la realidad y, nunca mejor dicho, pintarla de color de rosa. Hundirse anímicamente cuando a uno le detectan un cáncer es un desastre añadido que hasta puede disminuir las posibilidades de recuperación. Pero el extremo opuesto –alegrarse por desarrollar un tumor‒ es una absoluta majadería. Sin embargo, de forma natural o, en la mayoría de los casos, impostada (eso al menos quiero creer), los militantes del pensamiento positivo dan la bienvenida al cáncer en múltiples formas. Algunos –pacientes o familiares‒ parecen más contentos que si les hubiera tocado la lotería de Navidad. Ya sé que suena chusco, pero Ehrenreich acumula testimonios demoledores. «Si pudiera volver a empezar, ¿tendría cáncer de mama? Sin duda» (Cindy Cherry, The Washington Post). «El cáncer es lo mejor que me ha pasado en la vida» (Lance Armstrong). «La fuente de mi felicidad fue, ni más ni menos, el cáncer» (Betty Rollin). «El cáncer es tu pasaje para la verdadera vida» (Anne McNerney, The Gift of Cancer. A Call to Awakening). Ya puestos, no se dejen sorprender por nada: «Las cicatrices de la mastectomía pueden ser sexis, y la calvicie un estado que disfrutar». Sin llegar tan lejos, hay un acuerdo generalizado: «El cáncer de mama es una oportunidad para la autotransformación creativa en general y el cambio de imagen en particular».

Todo esto me recuerda una noticia que leí hace unos años: un matrimonio de sordomudos –perdón, con capacidades diferentes para comunicarse‒ batallaba judicialmente para que se les permitiera operar a su hija, que había nacido, desgraciadamente, con capacidad para hablar y oír. Lo que pretendían, como habrán barruntado, era dejarla en el mismo estado de sordera y mudez que sus progenitores. Argumentaban que de este modo la comunicación con su hija sería más intensa y, sobre todo, reivindicaban con orgullo su diferencia como un don divino. Desde este punto de vista, era natural que quisieran lo mejor para su hija: que fuera sordomuda como ellos. En aquel entonces esa excentricidad me sorprendió bastante, pero luego comprobé que había muchos casos parecidos. La corrección política empezó prohibiendo o censurando el tradicional concepto de minusvalía y transformando luego la diferencia en normalidad en un contexto de igualación voluntarista radical, como si dejando de usar los vocablos de ciego, sordo, mudo o cojo, dejaran de existir las realidades a que se hacía referencia. En esa dinámica, el paso siguiente, como acabamos de ver, era que el diferente, superado ya el estadio de marginalidad, se mostraba alegre y orgulloso de su condición. Según el pensamiento positivo, el enfermo de cáncer es superior al resto de los humanos. Tener cáncer es una bendición, sugiere el cirujano Bernie Siegel, porque nos empuja a adoptar una visión del mundo más positiva y amorosa. O, dicho de otra manera, no te lamentes: «Si tienes cáncer, es porque lo necesitabas».

El capítulo sobre el cáncer de mama, o sobre la cultura del lacito rosa, termina con esta reflexión de la autora: «El cáncer de mama, ahora puedo decirlo con conocimiento de causa, no me hizo más bella, ni más fuerte ni más femenina». Una cosa es afrontar la vida, o las adversidades de la vida para ser más exactos, con fortaleza o espíritu positivo, y otra muy distinta engañarse hasta el ridículo de confundir el mal con el bien. En cierto modo, poner al mal tiempo buena cara, como dice el refrán, supone lo contrario de esta infantil negación de las evidencias. Al amparo de lo políticamente correcto y de un adanismo biempensante, ha ido extendiéndose en determinados ámbitos de las sociedades desarrolladas un optimismo impostado, una actitud risueña que nos aboca a una perpetua minoría de edad: «Un lugar donde todo el mundo sabe que campa la falsa alegría son las residencias o clínicas [...] ¡Los diminutivos! ¡Los cariñitos! Esa estupidez de hablar en plural... Hola, cariño, ¿cómo estamos hoy? ¿Cómo te llamas, cielo? [...] Hola, corazón, perdona que haya tardado tanto».

Al rechazar la realidad negativa, el pensamiento positivo termina rechazando la realidad a secas. Lo único que cuenta es la voluntad. Los libros de autoayuda insisten mucho en esto: lo importante no son las condiciones objetivas, sino tu determinación interior. Si esta es fuerte, vencerá cualquier problema o adversidad. Una vez más, el fallo no está en el principio en sí, sino en su hipertrofia hasta el ridículo. En un bestseller que ha vendido millones de ejemplares en todo el mundo, El secreto, Rhonda Byrne, obsesionada por sus problemas de peso, «afirma que la comida no es lo que engorda; lo único que te hace ganar kilos es la idea de que la comida engorda». El secreto al que se alude en el título es así de simple: si quieres algo y lo deseas realmente, lo tendrás. Este consejo nunca falla porque si, pese a todo, no has conseguido lo que te proponías, es porque, en el fondo, no lo deseabas con todas tus fuerzas.

A partir de esos presupuestos, no es de extrañar que la motivación se haya convertido en el caballo de batalla de la psicología positiva, con derivaciones de orden económico, empresarial, organizativo, universitario y hasta religioso. En el fondo, todo viene a converger en lo mismo: lo importante es la motivación, porque con una disposición adecuada todo es posible. Sea cual sea tu actividad o tu iniciativa, tendrás éxito en tu gestión si adoptas la actitud apropiada. Las empresas en concreto han encontrado aquí un filón formidable para sus cursillos de formación de los trabajadores, un adoctrinamiento que nada tiene que envidiar al que antaño se realizaba en las iglesias. De hecho, como subraya Ehrenreich, las modernas iglesias estadounidenses cada vez se gestionan más como empresas (con telepredicadores y técnicas de marketing) y las modernas empresas cada vez se parecen más a grandes congregaciones, con sus gurúes, símbolos y fieles. Así, «ambas instituciones ofrecen, a modo de filosofía básica, un mensaje de motivación que habla de seguir siempre adelante, superar obstáculos y conseguir grandes cosas gracias al pensamiento positivo».

A estas alturas ya se habrán dado cuenta de que hablar de pensamiento para caracterizar estas actitudes no deja de ser una afrenta al pensamiento propiamente dicho. Como lo que decía Baroja del pensamiento navarro, que era una cosa o la otra, pero las dos juntas, imposible. Basta ver adónde conducen en la práctica estas ocurrencias. Ehrenreich cita, por ejemplo, las técnicas de desarrollo de la creatividad organizadas por la empresa telefónica NYNEX. En síntesis, se obligaba a los empleados a encontrar todas las posibles formas diferentes de saltar por una habitación: «Saltaban a la pata coja, con los dos pies, con las manos arriba, tapándose los ojos con una mano». La lección consistía en que esa creatividad demostrada en esas coordenadas específicas era la que debían aplicar en los negocios de la empresa. En otros casos, la formación en técnicas de trabajo en equipo lleva a organizar ejercicios lúdicos «para estrechar lazos entre la plantilla», como, por ejemplo, actividades divertidas «con globos, vendas en los ojos y algún cubo de agua». Con todo ello, no sólo el éxito, sino hasta la felicidad, se contemplan como metas fácilmente alcanzables. En su bestseller La auténtica felicidad, Martin Seligman nos ofrece la ecuación de la misma. H = S + C + V, siendo H la felicidad (Happiness en inglés), S la situación de partida, C las circunstancias y V los factores que controla tu voluntad. Llegados a este punto, sobran comentarios.

La cuestión de las actitudes ante la vida es un problema de cada cual. Pero aquí no se trata de optimismo o pesimismo en el sentido habitual, sino de una ideología que se superpone a las experiencias vitales y determina la disposición frente al mundo antes incluso de las situaciones concretas. Por eso mismo, frente a este mal llamado pensamiento positivo, Barbara Ehrenreich no propugna lo contrario, es decir el abandono pesimista, la desesperanza, la negatividad. La alternativa es, simplemente, «salir de uno mismo» para tratar de ver las cosas «como son», sin dejarnos engañar por nuestros deseos y fantasías. El mundo «está lleno de peligros y oportunidades» a partes iguales, pero por eso mismo no sólo resulta absurdo desde el punto de vista teórico, sino contraproducente en el plano práctico al no reconocer lo malo allá donde se halle. Un padre que cuide bien a sus hijos se anticipará a los riesgos. Un cirujano sopesará todo lo que puede salir mal antes de acometer una operación delicada. Un general no confiará en ganar la batalla sólo porque lo desea, sino que estudiará a conciencia todas las contingencias posibles. Un piloto aeronáutico debe prever los riesgos de atravesar una zona de tormenta y no limitarse a decir sin más que no hay motivo de preocupación. No, las cosas no sólo dependen de la voluntad de uno. Es verdad que, ontológicamente, nunca alcanzaremos a «ver las cosas como son», pero el esfuerzo en acercarse a ello, lo que se ha denominado tradicionalmente realismo, constituye la base del progreso humano y del conocimiento científico. Cuando ya tenía escrito todo lo anterior, me entero por casualidad de que hay una revista española dirigida exclusivamente a las mujeres que padecen cáncer. Adivinen su título. Sí, han acertado: La vida en rosa.







Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4726
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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

lunes, 3 de diciembre de 2018

[PENSAMIENTO] Posmodernos



La escuela de Atenas (Rafael, 1512)


Los posmodernos nunca caminan solos, ironiza el profesor Benigno Pendás, catedrático de Ciencia Política en la Universidad CEU San Pablo y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, en un reciente artículo en el que reseña el libro de Simon Critchley La fe de los que no tienen fe. Experimentos de teología política (Madrid, Trotta, 2017).

Desconfío de los filósofos todoterreno, comienza diciendo Pendás. Tal vez por culpa de mis prejuicios, me oriento mal en ese melting pot que mezcla a David Hume con David Bowie, a Rousseau con los seguidores del Liverpool o a Beckenbauer con Gadamer. Y, sin embargo, me ha interesado mucho (para ser sincero: he disfrutado mucho) con The Faith of the Faithless, bien traducida al español y, como siempre, bien editada por Trotta. Estamos ante un libro importante, difícil de reducir a esquemas comprensibles. Critchley lo sabe, y dialoga continuamente con el lector, con cierto tono socrático; resume una y otra vez los argumentos; le cuenta en primera persona sus certezas y sus dudas. También su estado de ánimo: «no he llegado a esta conclusión de buena gana» (p. 35), nos confiesa después de asumir que no cabe «práctica religiosa sin religión» (civil), de lo que resulta hoy día «una nueva era de guerras de religión» (p. 34). En una larga nota nos previene de que su interés por la teología política no es producto de un «ataque» conservador, al estilo de Carl Schmitt o de Martin Heidegger (p. 27), y cada poco hace balance y anticipa desarrollos posteriores, para reforzar ante sí mismo argumentos de los que no parece estar muy convencido. De hecho, da saltos en el vacío, de manera que cada página (cada epígrafe, para no exagerar) parece una pequeña monografía que picotea en brillante confusión sobre autores y temas y, en especial, sobre relecturas, muchas y creativas relecturas.

El profesor inglés que enseña en Nueva York y en Tilburg (Holanda) es un filósofo erudito. Maneja con envidiable soltura las fuentes doctrinales y conduce hábilmente a su interlocutor hacia el lugar donde se encuentra más cómodo. Autor de unos cuantos libros notables (así, Tragedia y modernidad, de 2014, también publicado en español por Trotta), se complace en jugar al despiste. Poco tiempo después de recibir el encargo de Revista de Libros, el recensionista hojeaba distraídamente la sección cultural de El País (2 de junio de 2018, sobre la Feria del Libro de Madrid). Allí encuentra una serie fotográfica de Zinedine Zidane (sí, han leído bien) y un titular que reza: «Simon Critchley, el filósofo que salta a todos los terrenos de juego». Y continúa: «Tras sus ensayos sobre la fe, el turismo o Bowie, el británico forofo del Liverpool [...] publica un libro titulado En qué pensamos cuando pensamos en fútbol (Sexto Piso, 2018)». Así empezamos a perfilar los rasgos del personaje: su duelo (un poco) mediático con Slavoj Žižek y el regusto por el «todo tiene que ver con todo», rasgo constitutivo de nuestra confusa sociedad global. Créanme si les digo que todo esto no resta valor alguno al libro que aquí se comenta, pero ayuda a situarnos ante la confusión reinante entre alta y baja cultura.

Dicho esto, vamos a lo que importa. La fe de los que no tienen fe se compone de «cuatro indagaciones histórico-filosóficas sobre la peligrosa interdependencia entre la política y la religión, y se enmarca dentro de dos breves parábolas». Siempre atento a la claridad del producto, es el propio Critchley quien lo resume. Y así hay que agradecerlo, porque facilita el trabajo de exégesis, e incluso las críticas, muchas veces ganadas a pulso.

La primera parábola tiene que ver con Oscar Wilde. Comparto la afición por la balada desde la cárcel de Reading, así que yo también me animo a citar: «Mas todos matan lo que aman. Escuchen bien lo que les digo». Pues bien, para Critchley su libro supone una maniobra envolvente con el fin de revestir de creencia religiosa la búsqueda de una buena razón para vivir juntos. Estado o nación, tomando a préstamo la opinión de Rousseau, son «dioses insensatos». Religiones «menores», diría mucho después Arnold Toynbee. Y, sin embargo, nuestro autor busca con ahínco religiones «mayores», traslaciones genuinas de una cristología fundada en el sufrimiento. Es decir, añade, Cristo concebido desde el dolor como artista sublime, porque el dolor (otra vez habla Wilde) es el hecho constitutivo de la vida, su auténtico secreto. Un planteamiento demasiado ambicioso, porque contradice al hedonismo escéptico de la ciudad posmoderna, seña de identidad en nuestra época de fiebre helenística. Porque, para bien o para mal, nos hemos despertado del sueño (no metafísico) del pensamiento débil para ubicarnos en un mundo de guerras de religión y fanatismos violentos (ya veremos cuáles) que Critchley sitúa en el frontispicio de su tesis. Aunque no lo diga, o acaso no lo perciba, el fan que nunca deja caminar solos a sus deportistas favoritos (ya saben: el himno del Liverpool) admite sin rechistar el supuesto error cartesiano y asume el giro neurológico a base de emociones que comparten –los adjetivos son míos‒ el ateo militante y el agnóstico susurrante. Eso sí, me temo que late en este razonamiento bien elaborado una suerte de argucia pseudohegeliana del cerebro, fórmula renovada del viejo materialismo de Demócrito y Epicuro, diría Marx, que nos convierte en seres predeterminados por procesos neuronales.

La primera indagación es, con diferencia, la más extensa (segundo capítulo: «El catecismo del ciudadano»). Aunque no carece de méritos, resulta poco original, de puro obligada: Rousseau, mucho Rousseau, siempre infatigable y desmesurado. Como Critchley es un filósofo que habla de política, y no un politólogo que intenta elevarse a las alturas metafísicas, ignora a Maquiavelo, o más bien lo utiliza a veces como contrapunto del ginebrino. Acaso no le motiva el realismo descarnado de Il Principe, ni mucho menos el de Tucídides, y ello es comprensible en su contexto intelectual. El autor hace una buena lectura de El contrato social cuando proclama la condición inmanente de la legitimidad política, tautológica al fin: la voluntad general se encarna en la ley. Sin embargo, le añade, forzando el argumento, la dimensión «trascendente» que aporta la religión civil. Aprovecha la ocasión para cubrir de elogios al ya casi olvidado Louis Althusser, lo cual resulta un poco raro, porque precisamente el gran reproche althusseriano a Du contrat social deriva de la ausencia de las relaciones capitalistas de producción y del potencial revolucionario del proletariado. Él sabrá lo que dice, pero me temo que eso sería mucho pedir a un texto publicado en 1762. Nuestro autor aborda acto seguido el problema de la asociación política en Hobbes y Rousseau, mucho más cercanos, a su juicio, de lo que nos dice la interpretación canónica, y ello porque uno y otro pretenden explicar el «interés» que motiva al egoísta feroz («razonador violento», lo llama Critchley) para, en un caso, ceder su derecho a Leviatán y, en el otro, actuar de acuerdo con la voluntad general.

El contrato es, obviamente, pura ficción, como dicen siempre los utilitaristas, desde Jeremy Bentham en adelante. Más aún, jurídicamente hablando, no es tal contrato, porque hablamos de un acto constitutivo, donde «el pueblo se decide a existir» (p. 49). ¿Y los discrepantes? Sorprende el hecho de que Simon Critchley no se ocupe (o incluso desdeñe) de la terrible paradoja: «será obligado a ser libre». Sólo dice que este locus classicus rousseauniano ha sido «malentendido». No deja de ser un consuelo para liberales escandalizados (como es mi caso), aunque yo diría que nuestro autor incurre en una mezcla de memoria y deseo, «mixing memory and desire», como diría T. S. Eliot en La tierra baldía (I, 2-3). Ni siquiera admite esa vía de escape que nos sirve de alivio en tiempo de tribulación: «Vale, es una ley y nos obliga pero es injusta». ¿Y el elemento religioso? Pues aquí viene: para crear un pueblo hace falta creer, una fe a modo de virtud que se enseña y se aprende, superando las dudas, como nos demostró el Sócrates platónico ante el incrédulo Menón. Y para ello nada mejor que juegos, canciones, símbolos y festivales cívicos participativos frente al teatro individualista y aburguesado. Es decir, muchos sentimientos, aunque sean banales, típica venganza prerromántica frente al racionalismo ilustrado. Me temo, sin embargo, que ni Rousseau ni su intérprete revuelven el problema de cómo insuflar patriotismo cívico al discrepante, cuando sólo se le exige ‒velis nolis– obediencia y adhesión.

Segunda indagación. Bajo el rótulo «El anarquismo místico» (tercer capítulo), Critchley nos abre aquí su corazón proclive a una fórmula suave de asaltar el cielo que culmina en una «política del amor»: de uno en uno, a pequeña escala, sin violencia y (casi) sin acción colectiva. Al principio, el lector no entiende nada. Estaba preparado para discutir sobre anarquistas, pero el pensador que abre el debate se llama Carl Schmitt, con sus tesis archiconocidas sobre teología política, estado de excepción, dictadura y amigo/enemigo. Estas últimas, por cierto, le procuran nuevas y sorprendentes afinidades electivas, como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe (también Íñigo Errejón, añado). El siguiente en salir a escena es John Gray. Como es notorio, el nivel baja bastante, aunque Critchley le da mucha relevancia como reflejo actual de la política del «pecado original», fuente del pesimismo antropológico y expresión pseudocientífica, por el camino de Darwin, de todos los males propios del «simio asesino»: nihilismo pasivo, idolatría del dinero, «ejército» (sic) neoliberal con su «realismo» político.

Por fin llegan los verdaderos protagonistas. Yo diría que son más místicos que anarcos, con especial atención para algunas corrientes marginales del milenarismo: sobre todo, el movimiento del Libre Espíritu, con los textos algo confusos de Marguerite Porete y las ilusiones de las beguinas, sofocadas por la Inquisición a su sangrienta manera. El salto al mundo contemporáneo llega de la mano del movimiento antiglobalización o, para ser más precisos, de algunos sectores y autores otra vez marginales, como Raoul Vaneigem. Es decir, pobreza voluntaria, protofeminismo, comunas solidarias. «Otro mundo es posible» para no resignarnos a la democracia liberal, al Estado y al mercado (¿acaso no son lo mismo, a su juicio?). Debe quedar claro que, en mi opinión, todo ello no es ni bueno ni malo en términos abstractos, pero conviene que el lector de La fe de los que no tienen fe lo tenga muy presente para situar el debate en el lugar adecuado.

Veamos la tercera indagación, bajo el ambiguo rótulo de «No eres tú mismo: sobre la naturaleza de la fe» (capítulo cuarto). Seguro que me equivoco, pero creo que Critchley está incómodo en el territorio sutil y especializado de la teología, a diferencia de su notable solvencia cuando se ocupa de filosofía política. Por eso, procura seguir de cerca a los intérpretes más reconocidos y raramente vuela por libre. El capítulo cuenta con dos protagonistas de altura, Pablo de Tarso y Martin Heidegger, con algún invitado ocasional como Giorgio Agamben, Gershom Scholem o Walter Benjamin. El profesor inglés se apunta sin matices a la reinterpretación de Pablo como un místico revolucionario judío, un cristiano profundo y no, como era propio de la versión «oficialista», un burócrata que construye instituciones para hacer respetable a ojos de los gentiles la religión de los «excluidos». Un Pablo que apuesta por los pobres, predica el amor y rechaza la autoridad establecida. No soy competente para juzgar este planteamiento, pero como historiador de las ideas estoy curado de espantos después de calificativos que nunca hubiera podido imaginar: Locke «republicano» o Hegel «liberal» son algunos de los casos más peculiares.

Como se dijo, Critchley se aferra aquí a los textos de Heidegger sobre Pablo y no se aventura en terrenos incógnitos. Angustia, parousía, Anticristo. Todo ello desemboca en una (otra más) relectura de Ser y tiempo, en base a la extrañeza constitutiva del ser humano por causa de una «doble futilidad»: la del ser arrojado al mundo y la de su proyección mediante una libertad que conlleva responsabilidad. Superada la cumbre heideggeriana, nos encontramos con un nuevo «hereje», Marción, autoproclamado «profeta» de un único «apóstol», el propio Pablo, en un contexto de ruptura radical con la tradición institucional de la Iglesia. Si el lector se pregunta (legítimamente) qué tiene que ver todo esto con la tesis que sustenta La fe de los que no tienen fe, la respuesta se encuentra (a medias) en la negación de la ley y del Derecho, esto es, la apuesta por un misticismo anarcoide que nos devuelve a una cierta pureza original rousseauniana a la que –dicen sus defensores‒ convendría volver antes de que sea imposible.

Cuarta y última indagación, introducida por una paradoja copiada de Judith Butler: «Violencia no violenta» (capítulo quinto). Por cierto, cada vez son más cortos los capítulos, como si las urgencias editoriales de los filósofos de moda no les permitieran concluir con rigor los proyectos anunciados. Aquí nos enseña el filósofo su «fe» más característica: el capitalismo «produce desigualdades violentas, alienación y dislocación social» (p. 205). Algo hay que hacer, y no precisamente lo que propone su particular enemigo en sentido schmittiano, el citado Slavoj Žižek. Digamos ingenuamente que no le cae simpático este «Hamlet esloveno», con sus «fantasías obsesivas», su retórica narcisista y su «leninismo manierista». Al fin, el efecto Bartleby conduce a la pasividad insustancial que sólo favorece a los malvados. En un curioso combate de celos recíprocos, Simon Critchley y su antagonista pelean por atraer a su terreno al brillante Walter Benjamin y al riguroso Emmanuel Lévinas: otra sesión de relecturas, y ya son unas cuantas. La clave es que la izquierda posmoderna en la que se inscribe y no se inscribe nuestro autor (afirma y niega al mismo tiempo: todo es muy posmoderno) pretende crear «espacios de resistencia», retirándose del poder del Estado, en contraste –al parecer‒ con ese complemento del sistema que salva la buena conciencia izquierdista, cuya máxima expresión es, naturalmente, Slavoj Žižek. Resulta que este último planteamiento es ¡leninista! y lucha contra los verdaderos anarquistas, que ahora resulta que no son los «místicos» de un capítulo anterior, sino los genuinos herederos de Bakunin y compañía y de la Comuna de París. Aquí se incluyen los movimientos antiglobalización, Evo Morales y otros iconos similares en contra de quienes, como su enemigo natural, revelan una nostalgia por la dictadura «muy masculina y finalmente amanerada» (sic), signifique ello lo que signifique. Decididamente, esta cuarta indagación no está a la altura intelectual de las anteriores.

Y tampoco la segunda y última parábola merece los elogios que se gana (parcialmente) el libro de Critchley cuando su buena formación académica disimula el sinsentido de alguna de sus propuestas. Aquí el protagonista es Kierkegaard, última incorporación a la galería de retratos, con sus reflexiones sobre el centurión romano en el Evangelio de Mateo y otros asuntos que el analista, ya un poco fatigado, no consigue encajar con las mil y una sugerencias planteadas por un libro que deja en el lector atento un sabor agridulce.

Al final, ¿qué hay de las religiones políticas? Aunque pierda con frecuencia el hilo argumental, La fe de los que no tienen fe intenta explicarnos que la razón principal de la «guerra civil global» (en términos de Giorgio Agamben, muy sobrevalorado, a mi juicio) es la actual sacralización de la política. Hoy día, los protagonistas de tal evidencia autodemostrada son, entre otros, la Yihad, el sionismo, los «ejércitos» neoliberales y (más original) el «conservadurismo socialdemócrata» (¿Barack Obama?). Critchley lo cuenta muy bien, conduce hábilmente al lector a través de su razonamiento fragmentario (ADN de la posmodernidad) y concluye así un texto muy digno. A veces, descubre el Mediterráneo: In God we trust y la ciudad de la colina. O se asombra de lo sorprendente que resulta la obediencia y no la rebelión, como si Étienne de La Boétie (a quien ignora) no lo hubiera hecho ya hace siglos. O, peor todavía, pone gran énfasis en explicar lo obvio: que la democracia y la soberanía popular (lo mismo, claro, que el derecho divino de los reyes o la revolución permanente) son una pura ficción. Como es notorio, Simon Critchley carece de background liberal. Si lo tuviera, acaso podría razonar con provecho sobre este argumento vulgarmente utilitarista: de acuerdo, son una ficción; pero, ¿no existen acaso ficciones útiles para ordenar una convivencia (medio) en paz y libertad?





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lunes, 24 de septiembre de 2018

[PENSAMIENTO] El relato apátrida de la globalización



La Escuela de Atenas (Rafael, 1512)


La historia global pretende situarse más allá de la nación, la religión o la raza. Nuevos ensayos apuestan por ella para explicar un presente y un pasado conectados, escribe en El País el profesor Carlos Martínez Shaw, historiador y catedrático de Historia Moderna en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED).

La globalización es un concepto que nace a finales del siglo XX, comienza diciendo el profesor Martínez Shaw, y que, sobre todo, trata de expresar el beneficio universal que conlleva la libre circulación de recursos, bienes y capitales a escala mundial. Ahora bien, aunque se publiciten las facilidades para la comunicación y la información (a través de Internet en particular), las ventajas del dinamismo planetario de los flujos financieros o las oportunidades para consumir productos de todo el mundo, esta formulación, como contrapartida, no explicita que ello quiere decir, ante todo, la divulgación de modelos ideologizados concebidos como propaganda de los países más poderosos, la ampliación de los mercados para los países productores, la movilidad de los capitales superando las trabas del proteccionismo y de los intereses nacionales de los países menos favorecidos y la deslocalización de empresas para obtener una mano de obra más barata y con menos tradición en la defensa de los derechos laborales. Y, finalmente, esconde la imposición de las mercancías de los países productores, la imposición de las normas contractuales de las empresas multinacionales a los países receptores y la imposición de la inmovilidad a los trabajadores de los países desfavorecidos mediante la implantación de toda clase de medidas contra los inmigrantes que tratan de cruzar la frontera que separa a los países pobres de los países ricos, de tal modo que la “globalización humana” es la que conoce las mayores restricciones, a veces mediante la creación de un limes de civiles armados con licencia para matar, la edificación de “muros de la vergüenza” o el levantamiento de vallas erizadas de cuchillos.

Sea ello como sea, este hecho introdujo la necesidad de establecer la génesis de un proceso que, según sus promotores, se había iniciado tiempo atrás y ahora conocía su punto máximo de perfección. Los historiadores nos apresuramos a indagar sobre esos orígenes, creando así una disciplina, o tal vez sólo un nuevo modo de aproximación, que pronto encontró el nombre de historia global. Un método que se ha mostrado satisfactoriamente operativo, tanto para analizar el presente como el pasado, pero que hay que someter a crítica porque entraña algunos riesgos, como bien ha señalado Sebastian Conrad: dar un sentido teleológico a la actual globalización, ocultar la existencia de proyectos interesados y espúreos bajo la apariencia de un desarrollo natural, subrayar los beneficios y silenciar los costos (migraciones forzosas, esclavitud, guerras, imperialismo económico y político, fomento de la desigualdad, apropiación de los recursos por los más fuertes, explotación de los más desfavorecidos, inducción de los desastres económicos, financieros, ecológicos, climáticos), enmascarar la acción de fuerzas impersonales y antidemocráticas.

En una definición inicial, un tanto primitiva, la función de la historial global era la de escribir un relato que abarcase todos los hechos del pasado, insuflando nueva vida a la bien fundamentada historia total de la Escuela de los Annales y al concepto marxista de la totalidad social y, en el campo de la cronología, escribir un relato que empezase por el Big Bang y llegase hasta hoy, en una ampliación del concepto braudeliano de la longue durée, una resurrección que ha sido defendida recientemente con convicción por historiadores como David Armitage. Una segunda opción, la que ha tenido más éxito, hasta el punto de ser hoy la más común y la más cultivada, es la que toma en consideración el mundo como un territorio perfectamente interconectado, por lo que se privilegian, además de las migraciones humanas, las transferencias, los intercambios, las apropiaciones de los bienes materiales y culturales que se entrecruzan a través del planeta. Finalmente, esta interconexión puede dar un paso más y hallarnos con el punto de vista que completa los demás, a través de la noción de integración, es decir de la existencia de unos lazos profundos y duraderos entre los diversos continentes (o también, las diversas civilizaciones) sobre los que han descansado las grandes transformaciones universales. En cualquier caso, los relatos escritos desde la historia global, siguiendo a Serge Gruzinski, permiten proseguir “el progresivo desmantelamiento de los herméticos universos, físicos y mentales durante tanto tiempo arraigados en la tierra, la nación, la raza, la religión o la familia”. Lo que no es poco.

Estos enfoques permiten aplicar el concepto de fenómenos globales a numerosos hechos históricos, como la perduración de la ruta de la seda o de la ruta del oro transahariano, la expansión de Gengis Kan (Chingis Jan) desde el Extremo Oriente al corazón de la Europa oriental, la difusión del budismo desde India a Extremo Oriente, las experiencias de los grandes viajeros medievales (de Ibn Battuta a Marco Polo), la aventura de los argonautas del Pacífico Occidental… Sin embargo, estos fenómenos transfronterizos, abarcando inmensos territorios, propiciando intercambios comerciales o culturales a gran escala no presuponen todavía la existencia de una primera mundialización. Todos ellos se desarrollan en la vieja Eurasia y tocan algunas regiones de África, pero falta todavía el eslabón que permitirá la plena globalización: el descubrimiento de América, la conexión de ese nuevo mundo transatlántico con los mundos asiáticos tras la travesía del océano Pacífico y, finalmente, la unión de las navegaciones europeas hacia el este y hacia el oeste mediante la primera vuelta al mundo.

A partir de ahí se desarrolla el concepto de primera globalización o primera mundialización (o para algunos autores, como Bernd Hausberger, globalización temprana), que tiene su acta de nacimiento en un instante concreto. Se trata del momento en que se establece un sistema de intercambios de toda índole (humanos, biológicos, económicos, culturales) entre todos los continentes. Las fechas clave de esta coyuntura histórica (conocida genéricamente como la de la culminación de la “era de los descubrimientos”) se extienden, según nuestra opinión, a lo largo de 30 años (aunque una fórmula tan precisa pueda encontrar reticencias entre algunos): el descubrimiento de América por Cristóbal Colón (1492), la llegada a India de Vasco de Gama (1498), el descubrimiento del mar del Sur u océano Pacífico por Vasco Núñez de Balboa (1513) y la vuelta al mundo iniciada por una flota mandada por Fernando de Magallanes y completada por Juan Sebastián Elcano (1522). El cierre de ese primer anillo en torno al globo (de ahí, la palabra globalización) tiene además un significado especial, pues fue protagonizado por las dos entidades políticas que a partir de 1492-1512 (tras la ocupación de Granada y la ocupación de Navarra) compartían en exclusiva la península Ibérica. De ahí que muchos historiadores acepten (con renuencias o sin ellas) considerar ese periodo como el de la “globalización ibérica”.

La consecuencia más inmediata de estas exploraciones fue la inauguración de una red de intercambios intercontinentales, que fueron humanos (transferencia de personas entre los distintos continentes), biológicos (negativos por la acción de los gérmenes patógenos, positivos por los remedios terapéuticos), agropecuarios (cultivos y ganados trasplantados de unas tierras a otras, bienes naturales de consumo transferidos a través del comercio marítimo), culturales (ampliación del conocimiento de mundos y civilizaciones que se ignoraban entre sí) y económicos, que incluyeron la creación de redes comerciales entre los diversos continentes y la integración de estos en un sistema económico mundial por encima de la existencia de otros subsistemas (en los mares europeos, en el Atlántico, en el Índico o en el Pacífico) y gracias a la existencia de un agente esencial para garantizar esas redes y esos intercambios, la plata americana, convertida, según hemos defendido en muchas ocasiones, en el verdadero “catalizador” de la primera globalización. En definitiva, este proceso, que implicó a todos los mundos, generó, paradójicamente, la aparición de un solo mundo y, por ende, la posibilidad de concebir por primera vez una historia global y, más aún, una auténtica historia universal.



Dibujo de Nadia Hafid para El País



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lunes, 18 de junio de 2018

[PENSAMIENTO] Contra la Ilustración



La Escuela de Atenas (Rafael de Sanzio, 1512)


Como "Las contradicciones de un conservador heterodoxo", subtitulaba el profesor de la Universidad de Valencia, Mikel Arteta, doctor en Filosofía Política, su artículo en Revista de Libros en el que reseñaba el libro Ser conservador y otros ensayos escepticos (Madrid, Alianza, 2017) del filósofo británico Michael Oakeshott. Lo leí a finales de abril pasado y me pareció merecedor de subirlo al blog. Les animo a continuar su lectura.

Quizás Oakeshott, concluye su reseña el profesor Arteta, acepte un método para descubrir leyes o verdades científicas, pero no parece preocupado por la justicia de las leyes que construimos entre todos y para todos. Y aquí chocará con el racionalista del mejor legado ilustrado. Sin duda, ambos coincidirán en que aprendemos de las tradiciones en que crecemos. Pero esta constatación desnuda no permite saber si lo aprendido (ciegamente) es bueno o malo, justo o injusto. Lo importante sería poder al menos aprender (justificada y conscientemente) de los momentos históricos en que fracasa la tradición. Sólo entonces la historia será magistra vitae: salta la alarma, se cuestiona lo que acríticamente se asumía (verbigracia, un paradigma económico tras una crisis; el nacionalismo tras Auschwitz) y se produce un aprendizaje social intencional que, como el constitucionalismo democrático, quedará plasmado institucionalmente. ¿Es acaso imposible? ¿Indeseable? 

Es este uno de los libros más conocidos del gran filósofo británico Michael Oakeshott (1901-1990), señala Arteta, cuyo prestigio irá siempre ligado a una filosofía política de posguerra que arracimó a autores de la talla de Leo Strauss, Friedrich Hayek, Karl Popper, Raymond Aron, Isaiah Berlin o John Rawls. Si, para The Guardian, Oakeshott constituye «quizás el filósofo político más original de la centuria», para The Daily Telegraph fue «el mayor filósofo político en la tradición anglosajona desde Mill o incluso Burke». Justos o excesivos, estos elogios se refieren en buena medida a esta obra, que difícilmente dejará de reeditarse.

Michael Oakeshott fue educado en un colegio mixto donde se cultivaban a la par la responsabilidad social y el individualismo. Estudió Historia y Ciencia Política en Cambridge; y en 1925 se trasladó a Alemania para estudiar Teología. Tras combatir en la Segunda Guerra Mundial, y realizar un breve paso por Oxford, relevó a Harold Laski en su cátedra de Ciencia Política de la London School of Economics hasta 1968.

Hijo de su tiempo, su obra nos invita a huir de extremismos ideológicos; esos que hicieron empantanar a un mundo que, por más martillazos que le den, no encaja en rígidos esquemas. Y la tarea no es sencilla, pues, tal y como nos advierte, nuestra cultura está dominada por el racionalismo, maestro en rígidos esquemas, y en martillazos. Asumido esto sin fatalismos, pero precaviéndose, defenderá una política prudencial, es decir, del sentido común. Nos encontramos, en fin, ante un conservador, pero un conservador escéptico, liberal incluso. Heterodoxo, en cualquier caso. Un hombre de hábitos sencillos: cuentan que alguien dijo en su entierro que le habría gustado «porque no ha tenido nada de extraordinario».

Rationalism in Politics and Other Essays fue publicado por primera vez en 1962, y en él se recopilaban ya estos cuatro ensayos independientes pero bien avenidos, publicados previamente en revistas académicas. Oakeshott no es un filósofo sistemático, y aunque los ensayos están atravesados por un hilo reconocible, la lógica argumental no resulta siempre fácil de reconstruir. En cualquier caso, la secuencia expositiva del libro cobra sentido atendiendo a la intención del autor: el primer ensayo, cuyo objetivo es criticar «El racionalismo en la política», ofrece una exposición bastante exhaustiva de las tesis de Oakeshott. El segundo («La torre de Babel») y el tercer ensayo («La educación política») vienen a desarrollar algún punto tratado en el primero; colegir, en el último ensayo, que hay que «Ser conservador», cae por su propio peso. The Independent calificó todo esto como la más «elocuente y profunda defensa filosófica del conservadurismo que el presente siglo haya producido», y comparó a Oakeshott con Michel de Montaigne (uno de sus grandes admirados, junto a David Hume) por su «compostura, humor, discreción y moderación».

Comienza el libro perfilando al racionalista: «un enemigo de la autoridad y del prejuicio» (p. 34), receloso del hábito (esa acción irreflexiva que desde temprano canaliza nuestras interacciones), y tan empeñado en reflexionar sobre la adecuación de cada una de sus acciones a los ideales morales, que acaba segando la hierba bajo sus pies.

Cada generación, de hecho, cada administración, debería ver desplegada ante sí la sábana blanca de la posibilidad infinita. Y si por algún casual esta tabula rasa hubiera sido pintarrajeada por los irracionales garabatos de los ancestros guiados por la tradición, entonces la primera tarea del racionalista debe ser la de dejarla bien limpia; como destacó Voltaire, la única manera de tener buenas leyes es quemar todas las existentes y empezar de nuevo (p. 39).

Este adanismo se consagró con el giro copernicano abierto por Descartes y Bacon. Buscando esquivar los errores a que nos condena la «razón natural», ambos emprenden una «purga de la mente». Edifican un método, una técnica de investigación con reglas aplicables mecánica y universalmente (pp. 54-55 y 57).

Desde entonces, el racionalista persiste en filtrar toda sustancia de la tradición por el tribunal de la razón. Tanto menosprecia la práctica que ha intentado reducir cada arte a principios y reglas formales contenidas en un libro virtual. Concretamente, el arte político quedará reducido a rácanas ideologías: «una reducción formalizada del supuesto substrato de verdad racional contenido en la tradición» (p. 38).

Hoy, en todas partes, una administración racional (pp. 35-37) planifica y gestiona aplicando las técnicas de su propio libro a rajatabla. Pero, como denuncia con tino el autor, los ideales (y las reglas derivadas) plasmados en el libro no conforman una teoría que antecede a la práctica, sino que son producto de la práctica humana: el pensamiento reflexivo infiere regularidades y realiza abstracciones desde la práctica (p. 111). Por eso, insistir sólo en la técnica, perdiendo de vista que la experiencia (política en este caso) es su condición de posibilidad, supone literalmente descabezar la tradición y torpedear la reflexión.

No es que el racionalismo elimine los hábitos (consustanciales a toda «vida moral»), sino que, al repudiarlos, alumbra una «forma de vida moral» que nos genera un perpetuo desgarro y nos impide pensar, practicar y disfrutar convenientemente de dichos hábitos (p. 115). Esa forma de vida, tan celebrada, es, en realidad, «una desgracia» que condena a cualquier sociedad a la anomia. Pero es una desgracia con la que habremos de lidiar, pues arraiga en lo hondo de nuestra tradición: ya en el mundo grecorromano fueron perdiendo vitalidad los antiguos hábitos y la cristiandad dejó de ser una forma de vivir para pasar a abrazar ideales morales. ¿Por qué? Por la «necesidad de traducir el modo de vida cristiano a una forma que pudiera ser apreciada por quienes, teniendo que aprender el cristianismo como una lengua extranjera, tenían necesidad de una gramática» (pp. 119-122).

Profundizando en este chispazo analítico, se atreve con algunas abstracciones interesantes sobre la necesidad histórica del racionalismo político (pp. 67-74). Resulta que, en tres ámbitos distintos, se requirió impartir educación política ad hoc a quienes no habían sido educados en la práctica política (durante las dos generaciones que hacen falta para manejar bien cualquier arte). Ofreciendo reglas, Maquiavelo pudo atender a gobernantes sin tradición de serlo. En otro orden, las clases sociales necesitaron una guía que paliase su falta de educación. Oakeshott ve con buenos ojos ofrecerles un resumen de la tradición política, algo insuficiente pero necesario (p. 139). Entre dichos resúmenes destaca el Segundo Tratado del Gobierno Civil, de John Locke; pero otros, como los de Jeremy Bentham y William Godwin, serían pura secta racionalista deseosa de encubrir «todo rastro de hábito político y tradición en su sociedad con una idea puramente especulativa». En tercer lugar, cabría pensar en toda una sociedad, como la estadounidense, que fue llamada a ejercer la iniciativa política por su cuenta y sin previo aviso, dando paso al alumbramiento de una civilización de hombres hechos a sí mismos de manera autoconsciente, racionalistas por circunstancia y no por reflexión, que no necesitan persuadirse de que el conocimiento se inicia con una tabula rasa y que ni siquiera consideran la mente libre como el resultado de alguna purga artificial cartesiana, sino como el regalo de Dios Todopoderoso, como dijo Jefferson (p. 72).

En conclusión, la sociedad, el político o el gobierno racionalista es el que solamente pone su empeño en una «política empírica», desnutrida de toda práctica. Esta es, paradójicamente, una política de la fe, aferrada a la «perfección» y a la «uniformidad»: el racionalista cree que «no puede haber lugar para preferencias que no sean racionales, y [que] todas las preferencias racionales coinciden necesariamente» (p. 41). Por eso está más ilusionado por crear nuevos acuerdos, cincelando a la sociedad a imagen de los principios, que por cuidar de los ya existentes. Y, en este sentido, incluso Caminos de servidumbre, de Friedrich Hayek, sería pura ideología racionalista: un «plan para resistir toda planificación puede ser mejor que lo contrario, pero pertenece al mismo estilo de política» (p. 64).

En su lugar, Michael Oakeshott abraza una política del escepticismo: conservador será quien, sin mayores anhelos, se ocupe de los acuerdos políticos que constituyeron su sociedad. Conocerá al detalle, a fuer de leer buenos resúmenes de la tradición y de la práctica, los recursos que ofrece su tradición; pero no intentará usarlos para construir una sociedad armónica y se conformará con parchear los conflictos que nunca dejarán de ir surgiendo. Gobernar, para él, será «arbitrar» o «moderar» (pp. 192-193).

Con un pensar alegre y una prosa que huele a británica desde la primera página, se nos invita a una narración que prescinde de determinaciones y categorías rígidas, con afirmaciones que vuelven sobre sus pasos no pocas veces, ofreciéndonos contornos reconocibles pero flexibles, frente a los cuales se puede entrar a discutir sin cavar trincheras. Hagámoslo.

Primero. Advertiremos que entre los dos tipos puros de política que acabamos de exponer hay un continuum, un necesario mestizaje desde el cual se tiende más a una o a otra. Pero, en beneficio de su argumentación, Oakeshott trata de ocultarlo muchas veces para así hacer del racionalista un «muñeco de paja», esto es, una caricatura cuyo racionalismo no se compadece con las sucesivas críticas a la razón que cualquier racionalista, si de verdad profesa amor a la razón, debería haber hecho suyas. Desaparecido queda ese racionalista que, según Karl Popper, es «alguien para quien es más importante aprender que tener razón; alguien dispuesto a aprender de los demás, no sólo asumiendo las opiniones de los otros, sino dejando con gusto que otros critiquen sus ideas mientras él critica con gusto las ideas ajenas. El énfasis recae aquí en la noción de crítica, o, para ser más precisos, discusión crítica».

Segundo. Oakeshott apunta con tino y gracia a un síndrome de época, un racionalismo sociológico, por llamarlo de algún modo, que ha terminarlo por fagocitarlo todo:

Lo que en el siglo XVII era L’Art de penser hoy se ha convertido en Tu mente y cómo usarla, un plan de expertos mundialmente famosos para el desarrollo de una mente instruida por una parte del precio habitual. Lo que era el Arte de vivir se ha convertido en la Técnica del éxito, y las iniciales y más modestas incursiones de la soberanía de la técnica en la educación han florecido en el Pelmanismo (p. 59).

Difícilmente podríamos reprochar su crítica de un fenómeno que eleva al paroxismo el conocimiento técnico. Pero, sibilinamente, se excede al identificar una dinámica «racionalizadora», que en buena medida nos trasciende (y que ya fue denunciada por Max Weber y, a su modo, todavía antes, por Karl Marx, el mayor demonio ideológico/racionalista), con las pretensiones del racionalista. Se diría que intenta desacreditar al racionalismo para allanarse el camino y darnos pinceladas de su propia ideología liberal: el gobierno conservador no debe dirigir la acción de los ciudadanos ni soñar con un punto final (racional) del conflicto político. Parece que unas ideologías le disgustan más que otras porque, a despecho de lo que afirma, su propuesta no queda tan lejos de la de Hayek.

A la hora de la verdad, nuestro heterodoxo conservador flirtea con un liberalismo individualista y descarnado. Partiendo de un individuo que no está obligado a justificar sus preferencias («no somos niños en statu pupillari», p. 193), Oakeshott defenderá un Estado mínimo («árbitro») que, para gobernar con «neutralidad», rehúye generalidades como el «bien público» o la «justicia social» (p. 198).

Tercero. Aferrado a este raro individualismo, asegura que «ser conservador es estar a la altura de nuestra propia fortuna, vivir en sintonía con nuestros propios medios, conformarse con aspirar a un grado de perfección acorde con uno mismo y a sus circunstancias» (p. 165). Pero lo que en el ámbito de la vida buena de cada cual (ética) podría asociarse con un carácter virtuoso, da lugar en política a una concepción descorazonadora. Siguiendo esta lógica, Oakeshott se niega a concebir la política como «la sombra que arroja la economía», realza la importancia de la «institución de la propiedad privada» y considera que «la principal (quizás la única) actividad específicamente económica apropiada para el gobierno es el mantenimiento de una moneda estable» (p. 199). Se entiende, por la época en que escribe, su recelo ante el gran Estado. Pero si esta es la única tarea económica que el conservador reservaría al Gobierno (hoy delegada normalmente en bancos centrales para evitar estropicios del pasado), cabe preguntarse dónde queda el resto de la política económica: promoción de exportaciones, protección puntual de la competencia en sectores estratégicos, reconversiones, regulación del mercado de trabajo, fiscalidad, financiación y redistribución, así como otras medidas que, por cierto, ponen coto al alcance de la propiedad privada. Reducir tanto la dimensión económica de la política parece, más que una postura «neutral», una forma de no cuestionar la legitimidad del poder político (la justicia de la ley) y de fiar su legitimación al vínculo tradicional, no siempre exento de injusticias.

Cuarto. Nuestro filósofo puede alcanzar muchas de sus conclusiones gracias a un presupuesto previo, que aflora tras apuntillar a René Descartes y Francis Bacon: «la formulación precisa de normas de investigación pone en peligro el éxito de la investigación al exagerar la importancia del método» (p. 62). Cabría replicar que un racionalista no caricaturizado ya sabe que la reflexión sin tradición es «vacía»; y, puesto que no hay teoría que no brote de la práctica, tal racionalista nunca menospreciará dicha práctica (ni ignorará la costumbre, ni pretenderá prescindir de ¿nuevas? convenciones) para elaborar métodos que le permitan conocer mejor lo investigado con el fin de investigar mejor. Pero, como también sabe o sospecha que la tradición sin reflexión es «ciega», ese racionalista dudará, por ejemplo, de que lo moral (lo que todos tenemos por justo) esté mucho más cerca del hábito puro que de la reflexión. Asumiendo que la tradición navega a la deriva, el racionalista intentará dar con criterios y erigir métodos no sólo para descubrir verdades (falsables) que nos quedaban ocultas, sino también para moverse procedimentalmente hacia lo justo (revisable) desde una tradición cualquiera, pues en un grado u otro todas las verdades albergan puntos ciegos. En otras palabras, nadie puede guiarse en la vida sólo por medio de un romo método, pero resultaría peligroso desprendernos de procedimientos con los que filtrar nuestros sesgos y tomar distancia reflexiva frente a lo cotidiano. Al final se trata de dónde queramos poner el acento.

Quizás Oakeshott acepte un método para descubrir leyes o verdades científicas, pero no parece preocupado por la justicia de las leyes que construimos entre todos y para todos. Y aquí chocará con el racionalista del mejor legado ilustrado. Sin duda, ambos coincidirán en que aprendemos de las tradiciones en que crecemos. Pero esta constatación desnuda no permite saber si lo aprendido (ciegamente) es bueno o malo, justo o injusto. Lo importante sería poder al menos aprender (justificada y conscientemente) de los momentos históricos en que fracasa la tradición. Sólo entonces la historia será magistra vitae: salta la alarma, se cuestiona lo que acríticamente se asumía (verbigracia, un paradigma económico tras una crisis; el nacionalismo tras Auschwitz) y se produce un aprendizaje social intencional que, como el constitucionalismo democrático, quedará plasmado institucionalmente. ¿Es acaso imposible? ¿Indeseable?





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