La escuela de Atenas (Rafael, 1512)
Los posmodernos nunca caminan solos, ironiza el profesor Benigno Pendás, catedrático de Ciencia Política en la Universidad CEU San Pablo y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, en un reciente artículo en el que reseña el libro de Simon Critchley La fe de los que no tienen fe. Experimentos de teología política (Madrid, Trotta, 2017).
Desconfío de los filósofos todoterreno, comienza diciendo Pendás. Tal vez por culpa de mis prejuicios, me oriento mal en ese melting pot que mezcla a David Hume con David Bowie, a Rousseau con los seguidores del Liverpool o a Beckenbauer con Gadamer. Y, sin embargo, me ha interesado mucho (para ser sincero: he disfrutado mucho) con The Faith of the Faithless, bien traducida al español y, como siempre, bien editada por Trotta. Estamos ante un libro importante, difícil de reducir a esquemas comprensibles. Critchley lo sabe, y dialoga continuamente con el lector, con cierto tono socrático; resume una y otra vez los argumentos; le cuenta en primera persona sus certezas y sus dudas. También su estado de ánimo: «no he llegado a esta conclusión de buena gana» (p. 35), nos confiesa después de asumir que no cabe «práctica religiosa sin religión» (civil), de lo que resulta hoy día «una nueva era de guerras de religión» (p. 34). En una larga nota nos previene de que su interés por la teología política no es producto de un «ataque» conservador, al estilo de Carl Schmitt o de Martin Heidegger (p. 27), y cada poco hace balance y anticipa desarrollos posteriores, para reforzar ante sí mismo argumentos de los que no parece estar muy convencido. De hecho, da saltos en el vacío, de manera que cada página (cada epígrafe, para no exagerar) parece una pequeña monografía que picotea en brillante confusión sobre autores y temas y, en especial, sobre relecturas, muchas y creativas relecturas.
El profesor inglés que enseña en Nueva York y en Tilburg (Holanda) es un filósofo erudito. Maneja con envidiable soltura las fuentes doctrinales y conduce hábilmente a su interlocutor hacia el lugar donde se encuentra más cómodo. Autor de unos cuantos libros notables (así, Tragedia y modernidad, de 2014, también publicado en español por Trotta), se complace en jugar al despiste. Poco tiempo después de recibir el encargo de Revista de Libros, el recensionista hojeaba distraídamente la sección cultural de El País (2 de junio de 2018, sobre la Feria del Libro de Madrid). Allí encuentra una serie fotográfica de Zinedine Zidane (sí, han leído bien) y un titular que reza: «Simon Critchley, el filósofo que salta a todos los terrenos de juego». Y continúa: «Tras sus ensayos sobre la fe, el turismo o Bowie, el británico forofo del Liverpool [...] publica un libro titulado En qué pensamos cuando pensamos en fútbol (Sexto Piso, 2018)». Así empezamos a perfilar los rasgos del personaje: su duelo (un poco) mediático con Slavoj Žižek y el regusto por el «todo tiene que ver con todo», rasgo constitutivo de nuestra confusa sociedad global. Créanme si les digo que todo esto no resta valor alguno al libro que aquí se comenta, pero ayuda a situarnos ante la confusión reinante entre alta y baja cultura.
Dicho esto, vamos a lo que importa. La fe de los que no tienen fe se compone de «cuatro indagaciones histórico-filosóficas sobre la peligrosa interdependencia entre la política y la religión, y se enmarca dentro de dos breves parábolas». Siempre atento a la claridad del producto, es el propio Critchley quien lo resume. Y así hay que agradecerlo, porque facilita el trabajo de exégesis, e incluso las críticas, muchas veces ganadas a pulso.
La primera parábola tiene que ver con Oscar Wilde. Comparto la afición por la balada desde la cárcel de Reading, así que yo también me animo a citar: «Mas todos matan lo que aman. Escuchen bien lo que les digo». Pues bien, para Critchley su libro supone una maniobra envolvente con el fin de revestir de creencia religiosa la búsqueda de una buena razón para vivir juntos. Estado o nación, tomando a préstamo la opinión de Rousseau, son «dioses insensatos». Religiones «menores», diría mucho después Arnold Toynbee. Y, sin embargo, nuestro autor busca con ahínco religiones «mayores», traslaciones genuinas de una cristología fundada en el sufrimiento. Es decir, añade, Cristo concebido desde el dolor como artista sublime, porque el dolor (otra vez habla Wilde) es el hecho constitutivo de la vida, su auténtico secreto. Un planteamiento demasiado ambicioso, porque contradice al hedonismo escéptico de la ciudad posmoderna, seña de identidad en nuestra época de fiebre helenística. Porque, para bien o para mal, nos hemos despertado del sueño (no metafísico) del pensamiento débil para ubicarnos en un mundo de guerras de religión y fanatismos violentos (ya veremos cuáles) que Critchley sitúa en el frontispicio de su tesis. Aunque no lo diga, o acaso no lo perciba, el fan que nunca deja caminar solos a sus deportistas favoritos (ya saben: el himno del Liverpool) admite sin rechistar el supuesto error cartesiano y asume el giro neurológico a base de emociones que comparten –los adjetivos son míos‒ el ateo militante y el agnóstico susurrante. Eso sí, me temo que late en este razonamiento bien elaborado una suerte de argucia pseudohegeliana del cerebro, fórmula renovada del viejo materialismo de Demócrito y Epicuro, diría Marx, que nos convierte en seres predeterminados por procesos neuronales.
La primera indagación es, con diferencia, la más extensa (segundo capítulo: «El catecismo del ciudadano»). Aunque no carece de méritos, resulta poco original, de puro obligada: Rousseau, mucho Rousseau, siempre infatigable y desmesurado. Como Critchley es un filósofo que habla de política, y no un politólogo que intenta elevarse a las alturas metafísicas, ignora a Maquiavelo, o más bien lo utiliza a veces como contrapunto del ginebrino. Acaso no le motiva el realismo descarnado de Il Principe, ni mucho menos el de Tucídides, y ello es comprensible en su contexto intelectual. El autor hace una buena lectura de El contrato social cuando proclama la condición inmanente de la legitimidad política, tautológica al fin: la voluntad general se encarna en la ley. Sin embargo, le añade, forzando el argumento, la dimensión «trascendente» que aporta la religión civil. Aprovecha la ocasión para cubrir de elogios al ya casi olvidado Louis Althusser, lo cual resulta un poco raro, porque precisamente el gran reproche althusseriano a Du contrat social deriva de la ausencia de las relaciones capitalistas de producción y del potencial revolucionario del proletariado. Él sabrá lo que dice, pero me temo que eso sería mucho pedir a un texto publicado en 1762. Nuestro autor aborda acto seguido el problema de la asociación política en Hobbes y Rousseau, mucho más cercanos, a su juicio, de lo que nos dice la interpretación canónica, y ello porque uno y otro pretenden explicar el «interés» que motiva al egoísta feroz («razonador violento», lo llama Critchley) para, en un caso, ceder su derecho a Leviatán y, en el otro, actuar de acuerdo con la voluntad general.
El contrato es, obviamente, pura ficción, como dicen siempre los utilitaristas, desde Jeremy Bentham en adelante. Más aún, jurídicamente hablando, no es tal contrato, porque hablamos de un acto constitutivo, donde «el pueblo se decide a existir» (p. 49). ¿Y los discrepantes? Sorprende el hecho de que Simon Critchley no se ocupe (o incluso desdeñe) de la terrible paradoja: «será obligado a ser libre». Sólo dice que este locus classicus rousseauniano ha sido «malentendido». No deja de ser un consuelo para liberales escandalizados (como es mi caso), aunque yo diría que nuestro autor incurre en una mezcla de memoria y deseo, «mixing memory and desire», como diría T. S. Eliot en La tierra baldía (I, 2-3). Ni siquiera admite esa vía de escape que nos sirve de alivio en tiempo de tribulación: «Vale, es una ley y nos obliga pero es injusta». ¿Y el elemento religioso? Pues aquí viene: para crear un pueblo hace falta creer, una fe a modo de virtud que se enseña y se aprende, superando las dudas, como nos demostró el Sócrates platónico ante el incrédulo Menón. Y para ello nada mejor que juegos, canciones, símbolos y festivales cívicos participativos frente al teatro individualista y aburguesado. Es decir, muchos sentimientos, aunque sean banales, típica venganza prerromántica frente al racionalismo ilustrado. Me temo, sin embargo, que ni Rousseau ni su intérprete revuelven el problema de cómo insuflar patriotismo cívico al discrepante, cuando sólo se le exige ‒velis nolis– obediencia y adhesión.
Segunda indagación. Bajo el rótulo «El anarquismo místico» (tercer capítulo), Critchley nos abre aquí su corazón proclive a una fórmula suave de asaltar el cielo que culmina en una «política del amor»: de uno en uno, a pequeña escala, sin violencia y (casi) sin acción colectiva. Al principio, el lector no entiende nada. Estaba preparado para discutir sobre anarquistas, pero el pensador que abre el debate se llama Carl Schmitt, con sus tesis archiconocidas sobre teología política, estado de excepción, dictadura y amigo/enemigo. Estas últimas, por cierto, le procuran nuevas y sorprendentes afinidades electivas, como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe (también Íñigo Errejón, añado). El siguiente en salir a escena es John Gray. Como es notorio, el nivel baja bastante, aunque Critchley le da mucha relevancia como reflejo actual de la política del «pecado original», fuente del pesimismo antropológico y expresión pseudocientífica, por el camino de Darwin, de todos los males propios del «simio asesino»: nihilismo pasivo, idolatría del dinero, «ejército» (sic) neoliberal con su «realismo» político.
Por fin llegan los verdaderos protagonistas. Yo diría que son más místicos que anarcos, con especial atención para algunas corrientes marginales del milenarismo: sobre todo, el movimiento del Libre Espíritu, con los textos algo confusos de Marguerite Porete y las ilusiones de las beguinas, sofocadas por la Inquisición a su sangrienta manera. El salto al mundo contemporáneo llega de la mano del movimiento antiglobalización o, para ser más precisos, de algunos sectores y autores otra vez marginales, como Raoul Vaneigem. Es decir, pobreza voluntaria, protofeminismo, comunas solidarias. «Otro mundo es posible» para no resignarnos a la democracia liberal, al Estado y al mercado (¿acaso no son lo mismo, a su juicio?). Debe quedar claro que, en mi opinión, todo ello no es ni bueno ni malo en términos abstractos, pero conviene que el lector de La fe de los que no tienen fe lo tenga muy presente para situar el debate en el lugar adecuado.
Veamos la tercera indagación, bajo el ambiguo rótulo de «No eres tú mismo: sobre la naturaleza de la fe» (capítulo cuarto). Seguro que me equivoco, pero creo que Critchley está incómodo en el territorio sutil y especializado de la teología, a diferencia de su notable solvencia cuando se ocupa de filosofía política. Por eso, procura seguir de cerca a los intérpretes más reconocidos y raramente vuela por libre. El capítulo cuenta con dos protagonistas de altura, Pablo de Tarso y Martin Heidegger, con algún invitado ocasional como Giorgio Agamben, Gershom Scholem o Walter Benjamin. El profesor inglés se apunta sin matices a la reinterpretación de Pablo como un místico revolucionario judío, un cristiano profundo y no, como era propio de la versión «oficialista», un burócrata que construye instituciones para hacer respetable a ojos de los gentiles la religión de los «excluidos». Un Pablo que apuesta por los pobres, predica el amor y rechaza la autoridad establecida. No soy competente para juzgar este planteamiento, pero como historiador de las ideas estoy curado de espantos después de calificativos que nunca hubiera podido imaginar: Locke «republicano» o Hegel «liberal» son algunos de los casos más peculiares.
Como se dijo, Critchley se aferra aquí a los textos de Heidegger sobre Pablo y no se aventura en terrenos incógnitos. Angustia, parousía, Anticristo. Todo ello desemboca en una (otra más) relectura de Ser y tiempo, en base a la extrañeza constitutiva del ser humano por causa de una «doble futilidad»: la del ser arrojado al mundo y la de su proyección mediante una libertad que conlleva responsabilidad. Superada la cumbre heideggeriana, nos encontramos con un nuevo «hereje», Marción, autoproclamado «profeta» de un único «apóstol», el propio Pablo, en un contexto de ruptura radical con la tradición institucional de la Iglesia. Si el lector se pregunta (legítimamente) qué tiene que ver todo esto con la tesis que sustenta La fe de los que no tienen fe, la respuesta se encuentra (a medias) en la negación de la ley y del Derecho, esto es, la apuesta por un misticismo anarcoide que nos devuelve a una cierta pureza original rousseauniana a la que –dicen sus defensores‒ convendría volver antes de que sea imposible.
Cuarta y última indagación, introducida por una paradoja copiada de Judith Butler: «Violencia no violenta» (capítulo quinto). Por cierto, cada vez son más cortos los capítulos, como si las urgencias editoriales de los filósofos de moda no les permitieran concluir con rigor los proyectos anunciados. Aquí nos enseña el filósofo su «fe» más característica: el capitalismo «produce desigualdades violentas, alienación y dislocación social» (p. 205). Algo hay que hacer, y no precisamente lo que propone su particular enemigo en sentido schmittiano, el citado Slavoj Žižek. Digamos ingenuamente que no le cae simpático este «Hamlet esloveno», con sus «fantasías obsesivas», su retórica narcisista y su «leninismo manierista». Al fin, el efecto Bartleby conduce a la pasividad insustancial que sólo favorece a los malvados. En un curioso combate de celos recíprocos, Simon Critchley y su antagonista pelean por atraer a su terreno al brillante Walter Benjamin y al riguroso Emmanuel Lévinas: otra sesión de relecturas, y ya son unas cuantas. La clave es que la izquierda posmoderna en la que se inscribe y no se inscribe nuestro autor (afirma y niega al mismo tiempo: todo es muy posmoderno) pretende crear «espacios de resistencia», retirándose del poder del Estado, en contraste –al parecer‒ con ese complemento del sistema que salva la buena conciencia izquierdista, cuya máxima expresión es, naturalmente, Slavoj Žižek. Resulta que este último planteamiento es ¡leninista! y lucha contra los verdaderos anarquistas, que ahora resulta que no son los «místicos» de un capítulo anterior, sino los genuinos herederos de Bakunin y compañía y de la Comuna de París. Aquí se incluyen los movimientos antiglobalización, Evo Morales y otros iconos similares en contra de quienes, como su enemigo natural, revelan una nostalgia por la dictadura «muy masculina y finalmente amanerada» (sic), signifique ello lo que signifique. Decididamente, esta cuarta indagación no está a la altura intelectual de las anteriores.
Y tampoco la segunda y última parábola merece los elogios que se gana (parcialmente) el libro de Critchley cuando su buena formación académica disimula el sinsentido de alguna de sus propuestas. Aquí el protagonista es Kierkegaard, última incorporación a la galería de retratos, con sus reflexiones sobre el centurión romano en el Evangelio de Mateo y otros asuntos que el analista, ya un poco fatigado, no consigue encajar con las mil y una sugerencias planteadas por un libro que deja en el lector atento un sabor agridulce.
Al final, ¿qué hay de las religiones políticas? Aunque pierda con frecuencia el hilo argumental, La fe de los que no tienen fe intenta explicarnos que la razón principal de la «guerra civil global» (en términos de Giorgio Agamben, muy sobrevalorado, a mi juicio) es la actual sacralización de la política. Hoy día, los protagonistas de tal evidencia autodemostrada son, entre otros, la Yihad, el sionismo, los «ejércitos» neoliberales y (más original) el «conservadurismo socialdemócrata» (¿Barack Obama?). Critchley lo cuenta muy bien, conduce hábilmente al lector a través de su razonamiento fragmentario (ADN de la posmodernidad) y concluye así un texto muy digno. A veces, descubre el Mediterráneo: In God we trust y la ciudad de la colina. O se asombra de lo sorprendente que resulta la obediencia y no la rebelión, como si Étienne de La Boétie (a quien ignora) no lo hubiera hecho ya hace siglos. O, peor todavía, pone gran énfasis en explicar lo obvio: que la democracia y la soberanía popular (lo mismo, claro, que el derecho divino de los reyes o la revolución permanente) son una pura ficción. Como es notorio, Simon Critchley carece de background liberal. Si lo tuviera, acaso podría razonar con provecho sobre este argumento vulgarmente utilitarista: de acuerdo, son una ficción; pero, ¿no existen acaso ficciones útiles para ordenar una convivencia (medio) en paz y libertad?
No hay comentarios:
Publicar un comentario