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lunes, 8 de julio de 2019

[HISTORIA] ¿Imperiofilia o imperiofobia?





En enero pasado estuve dando una charla sobre historia contemporánea de España a los niños de sexto de primaria del Colegio del Carmen, en Las Palmas. Recurrí para ello a un centenar de diapositivas, de cuadros y fotos significativos de ese período, que me servían de excusa para profundizar un poco más en el tema de cada una de ellas. Una de las primeras preguntas que me hicieron al terminar fue, "para qué" servía la Historia. Mi respuesta, que no sé si les convenció o no, fue que la Historia era la ciencia que investigaba los hechos del pasado, los interpretaba para encontrar su verdadero sentido, analizaba las consecuencias que esos hechos han tenido en el presente y los transmitía a las generaciones siguientes. En cualquier caso, está claro que un mismo hecho histórico es susceptible de interpretación diferente. Ya lo dijo Voltaire: "La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura...

El libro Imperiofilia y el populismo nacional-católico (Lengua de Trapo, Madrid, 2019) del profesor José Luis Villacañas, catedrático de Filosofía en la Universidad Complutense​, escribe en El País el historiador y académico de la Real Academia de Historia Carlos Martínez Shaw, denuncia el falseamiento de la historia realizada por la profesora María Elvira Roca Barea en su exitoso Imperiofobia y leyenda negra. (Siruela, Madrid, 2016). Y solo unos pocos días después de dicha reseña, Federico Soriguer, médico y miembro de la Academia Malagueña de Ciencias, escribe en El Mundo un artículo criticando con dureza el libro de Villacañas. 

En octubre pasado publiqué en el blog una entrada elogiosa del libro de María Elvira Roca. Los argumentos que aduce el profesor Martínez Shaw en defensa del libro de Villacañas me han hecho recapacitar sobre algunas cuestiones que recuerdo me provocaron sentimientos encontrados mientras leía Imperiofobia y leyenda negra. Tengo que volver a leerlo de forma simultánea con el de José Luis Villacañas. Ya les contaré...

Desde su propio título, Imperiofilia y el populismo nacional-católico, comienza diciendo Carlos Martínez Shaw en su artículo, el libro de Villacañas se presenta como una lectura crítica de otra obra reciente, la de María Elvira Roca Barea, Imperiofobia y leyenda negra. Roma. Rusia, Estados Unidos y el Imperio Español. Una obra que, leída en su día, me suscitó algunas preguntas y reflexiones que hasta ahora no había tenido oportunidad de exponer por escrito. Primero, ¿qué significa exactamente imperiofobia? Segundo, ¿qué razón existe para que un libro tan confuso haya tenido tan buena acogida entre el público? Ahora tengo la respuesta elaborada y pormenorizada de estos motivos por parte de un científico social de reconocida solvencia, y (perdón por la efusión personal) me satisface pensar que (sin un análisis tan depurado por mi parte) las conclusiones a las que había llegado por mi cuenta se apartan muy poco de las defendidas por el profesor de la Complutense.

Uno, la primera parte del libro de Elvira Roca (páginas 21-122) es una indigesta elucubración sobre el significado del concepto de imperiofobia, que viene a ser un prejuicio racista (en el que entra el color y la religión) contra los pueblos imperiales (aquí, Roma, Rusia, Estados Unidos y España, aunque, sorprendentemente, nunca Gran Bretaña). Ahora bien, aparte de la dificultad de comprender esta definición (yo no lo he conseguido) y dejando al margen muchas otras asombrosas afirmaciones, José Luis Villacañas señala justamente que la conceptualización deriva directamente de la metafísica y no de la historia, ya que, según la autora, y cito literalmente, el “prejuicio precede a sus justificaciones, las busca y las crea” (p. 121), o sea, hay como una causa incausada y después vienen una serie de causas inventadas para asentar la romanofobia, la rusofobia, la americanofobia o la hispanofobia. Si a esto añadimos que no hay diferencia apreciable entre imperiofobia, antisemitismo y racismo, ya uno se considera irremisiblemente perdido, sin saber si la hispanofobia equivale al antisemitismo, lo cual sería una contradicción palmaria, pues se odiaría al pueblo que más persiguió a los judíos.

Dos, la autora da repuesta a estos interrogantes en la segunda parte (pp. 123-266), pues resulta que finalmente hay causas para la hispanofobia, y esta no es otra que la constante enemistad de los protestantes, especialmente los luteranos alemanes, llevados de su odio al catolicismo, lo cual es en suma la raíz de todo, aunque no se renuncie a las explicaciones metafísicas y esencialistas, pues “no hay esperanza alguna de que decaigan los prejuicios protestantes contra España porque están en el ADN de su identidad colectiva” (p. 90).

Tres, llegamos ahora al verdadero meollo de la cuestión. No solo existe una imperiofobia (en la que España no es la única diana), sino que en el caso hispano esta adquiere unos tintes virulentos y deviene en “leyenda negra”. José Luis Villacañas no entra en la controversia sobre la pertinencia del concepto, pero encuentra inmediatamente las dos sólidas columnas en que se asienta la elaboración por parte de grupos organizados de intelectuales de ese constructo antiespañol: la Inquisición y la conquista y colonización de América. Y así de paso comprendemos que el éxito del libro se debe esencialmente a la denuncia por parte de la autora de las “mentiras” forjadas contra el Santo Oficio y de las “mentiras” forjadas sobre la actuación española en el Nuevo Mundo. Esta demostración para consumo de un público culto (pero no muy informado en historia) es el único motivo de la difusión de la obra, que de otro modo no se entendería. Pues si leemos lo que viene a continuación no encontramos sino una serie de disparates que han desaparecido de cualquier relato histórico científico desde hace ya mucho tiempo. Pongamos los ejemplos más sencillos y evidentes: la Ilustración, un fenómeno europeo (católico y protestante, nórdico y meridional), aparece como “la santa Ilustración, heredera directa del humanismo y sus prejuicios”, al tiempo que Francia (sujeto difícil de integrar en esta exposición) se mimetiza en protestante por ser ilustrada, “sometiendo la fe, el mito y la religión al Estado” (¿?). Otro más: la España actual ha tenido una prima de riesgo más alta que Alemania a causa de la leyenda negra, que sigue actuando porque la opinión pública viene formada (sic) por “el cotarro intelectual protestante”. ¿Para qué seguir? Vayamos ya directamente al corazón de las tinieblas.

José Luis Villacañas empieza su alegato, rigurosamente histórico, preguntándose por qué Elvira Roca habla siempre del “mito de la Inquisición” (fraguado naturalmente por los protestantes), cuando el Santo Oficio es una realidad sólida e incontrovertible. Lo único cierto para la autora es que el tribunal inquisitorial mantuvo ciertas precauciones, tratando de actuar dentro de los límites del derecho natural y canónico, adoptando cierta racionalidad en algunos casos (como el de la brujería) y pronunciando un número de condenas relativamente tolerable. Además de aportar, como era de prever, el argumento universal del tu quoque (el “y tú más”, de tantos debates parlamentarios), lo que se mantiene es el viejo topos de la “razón de la Inquisición”. Ahora bien, los estudios más fiables sobre la Inquisición subrayan el contexto de su nacimiento (la persecución de los criptojudíos), la ampliación de sus cometidos como aparato represivo de las ideas heterodoxas, la evolución de sus enemigos (criptojudíos, sí, pero luego erasmistas, alumbrados, protestantes, etcétera), la multiplicación de sus tribunales (Castilla, Aragón, Granada, Navarra, América), las denuncias secretas (y anónimas para sus víctimas), la prisión preventiva, el empleo de la tortura, la confiscación de bienes y la sentencia pública (que conllevaba la ruina material y la infamia perdurable para los condenados y sus familias, prolongada por los estatutos de limpieza de sangre, y en no pocas ocasiones la hoguera). A lo cual hay que añadir la cohorte de sicofantes (los “familiares” del Santo Oficio) que difundían el terror difuso a la delación, procedimiento que pudo llevar hasta el tribunal a personalidades como San Juan de Ávila, fray Luis de Granada, fray Luis de León, etcétera. A todo lo cual se sumó el Índice de libros prohibidos, que (a pesar de las atenuantes que le procura la autora) se convirtió en el catálogo de las obras más influyentes para el progreso y la modernización de Europa.

Por último, América. Aquí, por supuesto, se silencian hechos reconocidos como los asesinatos de Cuauhtémoc, por Hernán Cortés, o de Atahualpa, por Francisco Pizarro, o la masacre del Templo Mayor de Tenochtitlan y la matanza de Cholula (aunque una línea alude a la matanza de indios como “una cosa natural en tiempos de guerra”). En cambio, se ponen de relieve los hechos positivos ya reconocidos, lo que da como resultado una exposición carente de toda originalidad dentro del discurso de la “obra de España en América”, pero que se justifica por su tergiversación por parte de los detractores de España: la querella de los “justos títulos”, la “lucha por la justicia”, la implantación de la imprenta en 1539, las Leyes Nuevas de 1542, la creación de colegios, universidades y hospitales, el proceso de urbanización, el respeto a las comunidades indígenas…

José Luis Villacañas subraya por último la ideología subyacente en este discurso, que es la del retorno a los presupuestos del nacionalcatolicismo y del sentido imperial de la historia patria impulsado por el franquismo, o sea, la creación de un nuevo proyecto para España que no iría en la dirección del progreso, de la defensa de los valores europeos, sino en la de reivindicar un pasado falseado para proponer un retorno al mismo, en suma, una involución. Como ratificación de este aserto, bastaría con citar una de las últimas conclusiones de Roca Barea (p. 478): “Si privamos a Europa de la hispanofobia y el anticatolicismo, su historia moderna se torna un sinsentido”. Más bien parece que lo que no tiene sentido es este radical reduccionismo.

Pero vamos ahora con la crítica del doctor Soriguer al libro del profesor Villacañas, que comienza con una cita famosa: "La democracia es un magnífico sistema para gestionar el presente pero con serias dificultades para hacerlo con el pasado y con el futuro", decía ya Tocqueville en 1840 en La democracia en América. Nada más cierto para entender este debate a primera sangre que se ha abierto entre Imperiofobia de Elvira Roca Barea (ERB) e Imperiofilia, que es sobre todo la cruzada de José Luis Villacañas contra ERB. Leí el libro de ERB antes de que se convirtiera en un best seller y me gustó. Es algo que comparto con varias decenas de miles de ciudadanos, comienza diciendo Soriguer.

La tesis sostenida por ERB -y la manera de desarrollarla a lo largo del libro- me sorprendió. No soy historiador y no podría asegurar la precisión histórica de sus argumentos, pero los datos no están inventados. Sí, desde luego, interpretados. ¿Es que acaso puede ser de otra forma? A quienes hemos vivido la dictadura se nos indigestó la historia imperial de España. Pero han pasado ya varias décadas desde la muerte de Franco y muchos estamos igual de cansados del acoso y derribo al que ha sido sometido el pasado español, fomentado tras la Transición por unos intelectuales a los que, en su empeño revisionista, no les importó que se les fuera -y se les fue- el niño con el agua sucia de la bañera. ¿Cómo era posible que un pueblo que a finales del siglo XX y en muy poco tiempo se homologara con Europa pudiera tener un pasado tan miserable, esclavista, opresor, reaccionario, imperialista, inculto, clerical (la lista de adjetivos la dejo a discreción del lector)? ¿No había nada que pudiera salvarse?

De ser cierto este relato, iba a ser psicológica y sociológicamente complicado mirar de tú a tú al resto de los pueblos europeos, estos sí al parecer con un pasado glorioso y cuyos pecados históricos, frente al irredimible caso español, la historia no solo los había absuelto sino, en algunos casos, glorificado. El libro de ERB lo que hace es leer la historia de España sin pesimismo. Y esa mirada era una necesidad para muchos españoles, de izquierdas y de derechas. Pero para algunos otros esto ha sido insoportable. Es el caso de José Luis Villacañas. Acabo de terminar su libro, Imperiofilia, una verdadera impugnación a la totalidad del libro de ERB. No deja títere con cabeza. Desde el formato hasta el contenido. Tampoco soy capaz de valorar la credibilidad historiográfica de las tesis sostenidas en el libro de Villacañas, pero sí su estilo y sus formas. Página tras página el autor, filósofo consagrado y fuente de inspiración de algunos de los líderes de Podemos, intenta desmontar no solo los argumentos de Imperiofobia sino a la propia ERB. La tesis de Villacañas es que no existió tal cosa como la leyenda negra, que no existió el Imperio español, que solo fue un juego de tronos, que no hubo un conflicto entre católicos y protestantes, que el Imperio británico fue ejemplar, que todos, absolutamente todos los datos del libro de ERB son o equivocados o inadecuados, cuando no falsos.

He aquí un resumen de las descalificaciones que aparecen repetidas en numerosas ocasiones para catalogar el libro de ERB y a la propia ERB: «Dañino», «peligroso», «ofensiva reaccionaria», «artefacto ideológico», «descarado», «darwinista», «nietzscheana», «supremacista», «reduccionista», «brutal», «antieuropeo», «racista», «alter ego de Steve Bannon», «antiintelectual», «tosca», «ignorante», «libelo populista intelectual reaccionario y malsano», «a mitad de camino entre Buster Keaton y Groucho Marx», «mesiánica», «franquista», «caótica», «imperialista, sobre todo imperialista», «sionista» y «antisionista» (según la página), «sarracena», «proamericana», «antibritánica», «antieuropea», «pintoresca», «descarada», «graciosa», «estrafalaria», «monstruosa», «alarmante», «sádica», «sepulturera», «falta de objetividad, serenidad y discreción de juicio», «incapacidad reflexiva», «delirante», «desfachatada», «desvergonzada», «falsaria», «fundamentalista», «ilusa», «prepotente», «desconsiderada».

Para qué seguir. Nunca había visto nada parecido en un ensayo. Ni mayor reconocimiento a una obra a cuya destrucción se dedica sin desmayo y a tiempo completo a lo largo de 262 apretadas páginas. Me ha resultado entrañable el empeño épico de Villacañas por desmontar todas y cada una de las tesis de ERB, como si le fuera la vida en ello, como si fuera en ello el destino de España, como algo que se debe combatir, pues dice: «No sé por qué se le ha dejado el campo libre a esta autora pues no es una causa perdida sino una batalla cívica necesaria». En todo caso no estaría mal que, en lugar de menospreciar -con un desdén nada seductor- la aceptación que el libro de ERB ha tenido no solo en las capas populares sino también en elites cultas profesionales y políticas, se preguntara por los motivos del masivo reconocimiento del relato de ERB, ese que según sus propias e indignadas palabras «ataca de modo insidioso y grotesco todo lo que he defendido en mi humilde obra».

Lo que es preocupante es que un eminente filósofo, con un currículo académico notable como es el caso de Villacañas, no se haya enterado de algo que ya T.S. Eliot advirtió hace muchos años: que los humanos solo somos capaces de asimilar una dosis razonable de realidad. Ha habido y hay en ciertos medios progresistas una pulsión sadomasoquista que en las últimas décadas ha flagelado a los españoles con un rigor historicista y determinista que a veces más parece un rigor mortis. Así que somos muchos los que le hemos agradecido a ERB que mirara la luna desde la otra cara. ¡Que ya era hora! Una última pregunta dejo en el aire. ¿Si Imperiofobia hubiera sido escrito por un hombre en lugar de por una mujer, habría merecido tal cúmulo de insultos y descalificaciones? Si yo fuera una (un) feminista militante, no tendría ninguna duda de cuál es la respuesta.



Escena de Inquisición, de Francisco de Goya



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 24 de septiembre de 2018

[PENSAMIENTO] El relato apátrida de la globalización



La Escuela de Atenas (Rafael, 1512)


La historia global pretende situarse más allá de la nación, la religión o la raza. Nuevos ensayos apuestan por ella para explicar un presente y un pasado conectados, escribe en El País el profesor Carlos Martínez Shaw, historiador y catedrático de Historia Moderna en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED).

La globalización es un concepto que nace a finales del siglo XX, comienza diciendo el profesor Martínez Shaw, y que, sobre todo, trata de expresar el beneficio universal que conlleva la libre circulación de recursos, bienes y capitales a escala mundial. Ahora bien, aunque se publiciten las facilidades para la comunicación y la información (a través de Internet en particular), las ventajas del dinamismo planetario de los flujos financieros o las oportunidades para consumir productos de todo el mundo, esta formulación, como contrapartida, no explicita que ello quiere decir, ante todo, la divulgación de modelos ideologizados concebidos como propaganda de los países más poderosos, la ampliación de los mercados para los países productores, la movilidad de los capitales superando las trabas del proteccionismo y de los intereses nacionales de los países menos favorecidos y la deslocalización de empresas para obtener una mano de obra más barata y con menos tradición en la defensa de los derechos laborales. Y, finalmente, esconde la imposición de las mercancías de los países productores, la imposición de las normas contractuales de las empresas multinacionales a los países receptores y la imposición de la inmovilidad a los trabajadores de los países desfavorecidos mediante la implantación de toda clase de medidas contra los inmigrantes que tratan de cruzar la frontera que separa a los países pobres de los países ricos, de tal modo que la “globalización humana” es la que conoce las mayores restricciones, a veces mediante la creación de un limes de civiles armados con licencia para matar, la edificación de “muros de la vergüenza” o el levantamiento de vallas erizadas de cuchillos.

Sea ello como sea, este hecho introdujo la necesidad de establecer la génesis de un proceso que, según sus promotores, se había iniciado tiempo atrás y ahora conocía su punto máximo de perfección. Los historiadores nos apresuramos a indagar sobre esos orígenes, creando así una disciplina, o tal vez sólo un nuevo modo de aproximación, que pronto encontró el nombre de historia global. Un método que se ha mostrado satisfactoriamente operativo, tanto para analizar el presente como el pasado, pero que hay que someter a crítica porque entraña algunos riesgos, como bien ha señalado Sebastian Conrad: dar un sentido teleológico a la actual globalización, ocultar la existencia de proyectos interesados y espúreos bajo la apariencia de un desarrollo natural, subrayar los beneficios y silenciar los costos (migraciones forzosas, esclavitud, guerras, imperialismo económico y político, fomento de la desigualdad, apropiación de los recursos por los más fuertes, explotación de los más desfavorecidos, inducción de los desastres económicos, financieros, ecológicos, climáticos), enmascarar la acción de fuerzas impersonales y antidemocráticas.

En una definición inicial, un tanto primitiva, la función de la historial global era la de escribir un relato que abarcase todos los hechos del pasado, insuflando nueva vida a la bien fundamentada historia total de la Escuela de los Annales y al concepto marxista de la totalidad social y, en el campo de la cronología, escribir un relato que empezase por el Big Bang y llegase hasta hoy, en una ampliación del concepto braudeliano de la longue durée, una resurrección que ha sido defendida recientemente con convicción por historiadores como David Armitage. Una segunda opción, la que ha tenido más éxito, hasta el punto de ser hoy la más común y la más cultivada, es la que toma en consideración el mundo como un territorio perfectamente interconectado, por lo que se privilegian, además de las migraciones humanas, las transferencias, los intercambios, las apropiaciones de los bienes materiales y culturales que se entrecruzan a través del planeta. Finalmente, esta interconexión puede dar un paso más y hallarnos con el punto de vista que completa los demás, a través de la noción de integración, es decir de la existencia de unos lazos profundos y duraderos entre los diversos continentes (o también, las diversas civilizaciones) sobre los que han descansado las grandes transformaciones universales. En cualquier caso, los relatos escritos desde la historia global, siguiendo a Serge Gruzinski, permiten proseguir “el progresivo desmantelamiento de los herméticos universos, físicos y mentales durante tanto tiempo arraigados en la tierra, la nación, la raza, la religión o la familia”. Lo que no es poco.

Estos enfoques permiten aplicar el concepto de fenómenos globales a numerosos hechos históricos, como la perduración de la ruta de la seda o de la ruta del oro transahariano, la expansión de Gengis Kan (Chingis Jan) desde el Extremo Oriente al corazón de la Europa oriental, la difusión del budismo desde India a Extremo Oriente, las experiencias de los grandes viajeros medievales (de Ibn Battuta a Marco Polo), la aventura de los argonautas del Pacífico Occidental… Sin embargo, estos fenómenos transfronterizos, abarcando inmensos territorios, propiciando intercambios comerciales o culturales a gran escala no presuponen todavía la existencia de una primera mundialización. Todos ellos se desarrollan en la vieja Eurasia y tocan algunas regiones de África, pero falta todavía el eslabón que permitirá la plena globalización: el descubrimiento de América, la conexión de ese nuevo mundo transatlántico con los mundos asiáticos tras la travesía del océano Pacífico y, finalmente, la unión de las navegaciones europeas hacia el este y hacia el oeste mediante la primera vuelta al mundo.

A partir de ahí se desarrolla el concepto de primera globalización o primera mundialización (o para algunos autores, como Bernd Hausberger, globalización temprana), que tiene su acta de nacimiento en un instante concreto. Se trata del momento en que se establece un sistema de intercambios de toda índole (humanos, biológicos, económicos, culturales) entre todos los continentes. Las fechas clave de esta coyuntura histórica (conocida genéricamente como la de la culminación de la “era de los descubrimientos”) se extienden, según nuestra opinión, a lo largo de 30 años (aunque una fórmula tan precisa pueda encontrar reticencias entre algunos): el descubrimiento de América por Cristóbal Colón (1492), la llegada a India de Vasco de Gama (1498), el descubrimiento del mar del Sur u océano Pacífico por Vasco Núñez de Balboa (1513) y la vuelta al mundo iniciada por una flota mandada por Fernando de Magallanes y completada por Juan Sebastián Elcano (1522). El cierre de ese primer anillo en torno al globo (de ahí, la palabra globalización) tiene además un significado especial, pues fue protagonizado por las dos entidades políticas que a partir de 1492-1512 (tras la ocupación de Granada y la ocupación de Navarra) compartían en exclusiva la península Ibérica. De ahí que muchos historiadores acepten (con renuencias o sin ellas) considerar ese periodo como el de la “globalización ibérica”.

La consecuencia más inmediata de estas exploraciones fue la inauguración de una red de intercambios intercontinentales, que fueron humanos (transferencia de personas entre los distintos continentes), biológicos (negativos por la acción de los gérmenes patógenos, positivos por los remedios terapéuticos), agropecuarios (cultivos y ganados trasplantados de unas tierras a otras, bienes naturales de consumo transferidos a través del comercio marítimo), culturales (ampliación del conocimiento de mundos y civilizaciones que se ignoraban entre sí) y económicos, que incluyeron la creación de redes comerciales entre los diversos continentes y la integración de estos en un sistema económico mundial por encima de la existencia de otros subsistemas (en los mares europeos, en el Atlántico, en el Índico o en el Pacífico) y gracias a la existencia de un agente esencial para garantizar esas redes y esos intercambios, la plata americana, convertida, según hemos defendido en muchas ocasiones, en el verdadero “catalizador” de la primera globalización. En definitiva, este proceso, que implicó a todos los mundos, generó, paradójicamente, la aparición de un solo mundo y, por ende, la posibilidad de concebir por primera vez una historia global y, más aún, una auténtica historia universal.



Dibujo de Nadia Hafid para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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