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martes, 21 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Tristeza y consuelo



Una residencia de ancianos en Madrid. Foto de Biel Aliño


Es hora de salir a llorar puntualmente a los balcones a las ocho de la tarde. El tiempo de los héroes no ha pasado, pero tampoco el de los frágiles humanos, afirma en el A vuelapluma de hoy [Sin tristeza no hay salida. El País, 10/7/2020] la escritora Nuria Labari.

"Alrededor, todo lo que podía romperse se ha roto. Y todos los que podían romperse se han roto. Incluidas también las vidas de muchos por quienes la covid ha pasado de largo. Porque hay vida más allá del virus. Y donde hay vida, hay pena. Nos dicen que todo se arreglará con la vacuna y no es verdad. Que si los números son mejores la vida será cada vez mejor, pero no es cierto. Empezamos con la consigna de que una pandemia es una guerra y hemos acabado convencidos de que no tenemos derecho al consuelo hasta que el enemigo haya sido derrotado. No hay gente triste en las guerras, es un sentimiento inadmisible cuando el dolor está universalmente repartido. Así que la tristeza se convierte una capa de polvo y cascotes sobre lo que antes llamábamos vida. Al final, el mundo entero parece más sucio.

La cuestión es que, en un momento como este, puede ser cuestión de vida o muerte reconocer la tristeza antes de que nos sepulte entre nuestros propios escombros. Porque si cada vez más personas no encuentran la orientación en el mundo, el sentido tras la pérdida, entonces la solución no serán la vacuna ni la recuperación económica. La primera medida urgente es el consuelo. Y no se puede consolar cuando no se respeta el espacio de la tristeza. Porque, después de todo, el consuelo no es otra cosa que abrazar juntos la tristeza y mirar hacia adelante. Se trata de reconocer la existencia de quienes no encuentran la dirección o las fuerzas, esos otros héroes que no salen en las estadísticas: los invisibles crónicos, los locos, los anoréxicos, los borderlines, los bipolares, los viejos, los autoinmunes, todos los enfermos que sienten cerca la muerte y ni siquiera tienen una covid donde agarrarse. Reconocer su existencia y reconocernos en ellos porque antes o después el abismo llama a todas las puertas.

Por eso exijo consuelo para mi amiga P, que tiene esclerosis múltiple y esperó dos horas en el hospital a su médico de la Seguridad Social, atormentada por el dolor. El especialista se presentó explicando que acababa de “sacar adelante” a un enfermo de covid-19, “por los pelos”. “Doctor, le ruego que no vuelva a citarme cuando está salvando vidas”, exigió P. “Yo ni siquiera me estoy muriendo, pero tampoco merezco esto”. Y se fue con el sufrimiento a otra parte. También con su tristeza, más invisible que ningún virus. Escribo también por mi querido A, que visita a su madre en la residencia donde la cuidan y confinan. Solo puede entrar una vez por semana y una vez allí siente que está en un tanatorio: su madre al otro lado de una mampara y él con flores en las manos. En esos momentos, lo único que quiere hacer A es llorar. Agarrarse a la mano de su madre y llorar como el niño que es. Pero A también es un hombre, así que intenta sonreír y hasta alegrarla. Cuando lo recojo en la puerta escupe tres palabras sobre el salpicadero: “no puedo hablar”.

Reivindico la tristeza de la trabajadora S, que ha llamado a su psiquiatra la última semana para pedir ayuda. “Quería poder aguantarlo sola”, me escribió por WhatsApp. Como si pedir ayuda fuera una derrota. Y la de todos los niños que han dejado de dormir por las noches. Todos los que tienen miedo en un mundo donde no cabe el desvelo. También la tristeza de mis padres, a quienes no les ha pasado nada salvo que se han encerrado en su piso después de cuarenta años de matrimonio y se les ha caído el tiempo encima, no el de los días de encierro sino el de la vida. Quiero decirles que su abismo será distinto si lo miramos juntos. Exijo consuelo para el joven de treinta años que ha ido al médico a suplicar pastillas para lidiar con el TDH de su infancia. No logra concentrarse desde que está en ERTE. Antes de las pastillas le han dado un largo cuestionario para reconstruir su historia clínica. Entre los cinco y doce años, señale su grado de tristeza, dice la primera pregunta. Leve, moderado, bastante, mucho. Y allí mismo ha tenido que redondear la opción, muerto de pena.

Demasiadas personas se están tragando su tristeza a oscuras, como Artemisia se tragó con vino las cenizas de su esposo Mausolo. Ella murió bebiéndose la muerte. Murió de duelo porque la tristeza mata. Y porque las lágrimas son para llorar, no para tragar. No es momento de llorar sino de luchar, nos han dicho. Y yo digo que no, no en mi nombre ni en el de todos los que tragan lágrimas cada día. Reconocer la tristeza es la única manera de aspirar al consuelo cuando la pena toque la puerta. Por eso la mejor manera de enfrentar la crisis es llorar siempre que queramos. Incluso cuando no tengamos muchas ganas. Llorar públicamente a poder ser, porque la pena existe. Llorar en las terrazas, en los bares, en los paseos marítimos. Es hora de salir a llorar puntualmente a los balcones a las ocho de la tarde. El tiempo de los héroes no ha pasado, pero tampoco el de los frágiles humanos. Aceptar y visibilizar la tristeza es una forma de consuelo que en muchos casos puede salvar vidas. Y economías y países y hasta el mundo entero. Vamos a necesitar un salto de fe, confiar en la humanidad, creernos capaces de hacerlo mejor que hasta ahora. Ninguna vacuna frenará el desconsuelo. Porque somos ciudadanos, no sujetos clínicos.

El encierro, el duelo y la crisis económica van a multiplicar el número de personas con problemas psicológicos. Eso lo dice la OMS, pero además lo corrobora el sentido común. Habrá una avalancha de trastornos del ánimo y de ansiedad en los próximos meses y años en todo el mundo. Es un hecho cierto que solo podremos mitigar con visibilidad, aceptación, resiliencia y comprensión. Repitan conmigo: tenemos derecho a la tristeza. Ahora sustituyan la palabra tristeza por la palabra consuelo y verán qué alivio. Díganselo a sus hijos, a sus amigos, a sus compañeros de trabajo. Que nadie deje de llorar un solo día. Porque nos hemos ganado cada lágrima".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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lunes, 20 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Futuro imperfecto



El escritor Stefan Zweig. Foto Life/Getty


El cuidado y la responsabilidad personales son pobres paliativos ante la ausencia de cuidados y de responsabilización de los gobiernos, escribe en el A vuelapluma de hoy [El f]uturo de la nostalgia. El País, 18/7/2020] el periodista Lluís Bassets. 

"Claro que no es una guerra, -comienza diciendo Bassets- pero cerca debemos estar de lo que antaño fueron algunas guerras. Por las cifras de fallecidos y por el percance económico. Y, sobre todo, por esa idea inquietante de un corte con el pasado, un año cero que nos obligaría a comenzar de nuevo, una reconstrucción. La discusión versará sobre cómo debemos reconstruir, sobre los planos del pasado o con planos nuevos, los propios para un futuro que no repita los errores.

Desde hace tiempo, propiamente desde que se impuso una vaga sensación de fin de época, conviene leer El mundo de ayer, de Stefan Zweig, memorias elegíacas que empiezan con una exaltación de la seguridad en la que vivieron nuestras sociedades hasta 1914, cuando todo era sólido y duradero. “El siglo XIX, en su idealismo liberal, estaba sinceramente convencido de que se encontraba en la línea recta e infalible del mejor de los mundos posibles”.

Como lectura para estos tiempos inquietantes, el libro de Zweig sugiere de inmediato los paralelismos. Al igual que el escritor suicida, no sabemos cuándo, ni quiénes, ni cómo, ni tan solo si saldremos de ésta. Los economistas, buenos topógrafos de la vida social, advierten un nivel máximo de incertidumbre. Los epidemiólogos esgrimen el paradigma de la prueba y el error propio de la investigación científica: se refieren a las intervenciones no farmacéuticas, en las que todos somos conejillos de indias. Lo menos que podemos hacer, ante la vulnerabilidad de las personas y la fragilidad de las sociedades, es cuidarnos y ser responsables, de nosotros y de los otros, incluso cuando los Gobiernos no se atreven a asumir sus responsabilidades: mascarillas y distancia.

Cien años más tarde, otro escritor centroeuropeo, Ivan Krastev, anuncia la pandemia de nostalgia que sucederá a la del virus una vez derrotado. “Hay algo perturbador en el mundo de ayer —ha escrito en ¿Ya es mañana? Cómo la pandemia cambiará el mundo (Debate)—. La diferencia entre el pasado y el presente es que nunca podemos conocer el futuro del presente, pero ya hemos vivido el futuro del pasado. Y conocemos el futuro de nuestro pasado; es esta pandemia de covid-19 que hoy sufrimos”.

Primero, vencer a la covid-19, luego, al virus de la nostalgia. Es decir, construir el futuro. Para evitar la oración del vencido entonada por Zweig: “Europa, nuestra patria, para la que nosotros hemos vivido, estaba destruida para un tiempo que se extendía más allá de nuestras vidas”.

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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sábado, 18 de julio de 2020

[A VUEPLAPLUMA] Manifestarse



Protestas en Washington por la muerte de George Floyd. Foto AP


En una democracia es imprescindible que la gente pueda mostrar en las calles su malestar, aunque sea con mascarilla, afirma en este último A vuelapluma de la semana [Nostalgia de la multitud. El País, 9/7/2020] el historiador José Andrés Rojo.

"En las primeras páginas de La muerte de Virgilio, el escritor austriaco Hermann Broch narra la llegada a Brindisi de Octaviano Augusto. Regresa de Grecia para celebrar que cumple 43 años. Ahí están las siete naves que se acercan con todo su esplendor a Italia; la que transporta al César se adelanta y maniobra entre veleros y botes y barcas de pesca y tartanas hasta conseguir tocar tierra. Es en ese instante cuando “el sordo rugir de la bestia masa” estalla en un “jubiloso alarido”, “desenfrenado, aterrador, magnífico”. Broch escribe que Augusto sabía que sin esa multitud que vibraba “no se podía hacer política alguna”. Aquello ocurrió en septiembre del año 19 antes de Cristo. Hoy, con el coronavirus suelto por el mundo, la hipótesis de grandes concentraciones está en principio puesta entre paréntesis. Se han producido movilizaciones, como las de quienes protestaron por la muerte de George Floyd y contra la pervivencia del racismo, pero las indicaciones de los expertos en salud son bastante claras: no se mezclen, trátense con cierta distancia, nada de barullos.

Es posible que este sea uno de los elementos que generan más extrañeza ahora que en Europa se está produciendo la salida de la pesadilla de los contagios y los hospitales abarrotados y los muertos. No hay mítines multitudinarios, no hay público en los estadios de fútbol, no hay conciertos de rock donde millares de jóvenes se empastan en una corriente vertiginosa agitada por la energía del ritmo. La masa está dormida, y aquel alarido tan suyo —”desenfrenado, aterrador, magnífico”— parece cosa del pasado. Si esto se prolongara, ¿qué podría pasar con la política? ¿Cómo ejercerla, cómo entenderla, cómo habrán de sintonizar los que gobiernan con los gobernados si a estos se les ha indicado que mejor nada de alaridos?

Cuenta Elias Canetti en La antorcha al oído que durante los años que pasó en Fráncfort, entre 1921 y 1924, tuvo una experiencia muy potente. Se estaba celebrando una marcha obrera de protesta por el asesinato de Walter Rathenau, ministro de Exteriores en la República de Weimar, cuando descubrió que se sintió fuertemente arrastrado por la energía de la multitud que avanzaba por la calle. Habla de “embriaguez”, de romper los “límites habituales”, de descubrir “el camino hacia otras personas que se hallaban en una situación análoga” y formar con ellas “una unidad superior”. Más adelante se refiere en esa historia de su vida a un primo suyo un poco mayor, que un día le comentó a propósito de sus habilidades como orador: “Tienes a la gente entre tus manos, son como una bola de plasta blanda con la que puedes hacer lo que quieras. Podrías animarlos a incendiar sus propias casas, es un tipo de poder que no conoce límites”. Canetti se dedicó 25 años de su vida a estudiar la naturaleza de la masa. Y a explorar la consistencia de su poder.

La historia está llena de líderes fanáticos que supieron moldear a las muchedumbres para arrastrarlas por los peores derroteros. Ahí están Hitler o Mussolini. Pero sin esas multitudes que de tanto en tanto llenan las calles para expresar sus anhelos o su malestar, su furia, la democracia estaría coja. Por eso es un signo de buena salud cívica que la brutal muerte de George Floyd no haya quedado sin respuesta. Este extraño mundo de ahora no puede prescindir del alarido contra las injusticias. Aunque no haya más remedio que proferirlo tras una mascarilla".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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viernes, 17 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Cabezas de turco



Dibujo de Raquel Marín para El País


Ante los rebrotes conviene vigilar al explotador canalla y a quienes le consienten sus ilegalidades; pero preferimos lanzar sermones a los currantes que se han ido a la playa y echar pestes de los inmigrantes, que bastante tienen com sobrevivir, afirma en el A vuelapluma de hoy viernes [Bastante tiene con sobrevivir. El País, 7/7/2020] el periodista José María Izquierdo.

"Mascarillas (elijan ustedes el tipo), máscaras, caretas y tapabocas ya las ha probado todas José K., al que la camisa no le llega al cuerpo, aterrorizado como está ante el maldito bicho. Ha pensado en la escafandra del Museo Naval y la máscara de gas que un día probó. Nada le gusta, nada le sirve, nada le protege como él quisiera, viejo, viejo y viejo, que lo mismo te ve Isabel Díaz Ayuso en la calle Colegiata, un suponer, y te manda a una residencia madrileña. Y no es el momento. “Tengo miedo de cerrar los ojos, tengo miedo de abrirlos”, que decían en El proyecto de la bruja de Blair. ¿Cómo podría hacer, se pregunta despavorido nuestro hombre, para cambiar mi modesto sotabanco por un refugio antinuclear?

Hacemos bien en extremar cuidados, que la alimaña es mala, mala. Surgen rebrotes aquí y allá de muy distinta procedencia, que los hay de afamados tenistas con un coeficiente intelectual tendente a cero, jóvenes estultos que a su edad ven esto de la muerte —ese pequeño problema que tienen los viejos— como un asunto de ciencia ficción o importantes centros de tratamiento de alimentos de todo tipo, sanísimos como frutas o cancerígenos como la carne muy roja, donde malviven y trabajan como esclavos miles de inmigrantes.

Hay, por supuesto, oficinistas inconscientes que llevan la mascarilla en el codo, paseantes que se abalanzan sobre ti en el parque, deportistas de tres al cuarto que salen a correr solo para estrenar sus deportivas carísimas y que ventilan justo a un metro de tu cara en la estrecha acera del casco antiguo, además de señoras y señores que llevan el rostro al descubierto porque los tapabocas afean su agraciado rostro. Hay, en fin, todo género de estúpidos que pululan por las calles y a los que dan ganas de azotar por eso, por estúpidos. A todos ellos les regañamos desde el balcón por su frivolidad y nula solidaridad con los demás, pero ojo, que no nos ciegue la crítica de lo fácil, que los tenemos ahí al lado y describirlos es tarea sencilla. Deberíamos hacer un mayor esfuerzo en afinar las admoniciones y seleccionar mejor a qué dianas disparamos.

Fijémonos, por ejemplo, en las grandes organizaciones mundiales, o los gigantescos complejos industriales, que acuciaban a los Gobiernos para reiniciar la economía lo antes posible, que nos quedamos sin miles de millones en la buchaca o en la cuenta corriente. O en las grandes corporaciones aéreas o de hoteles, que lloraban a gritos para que los turistas pudieran viajar como ponedoras en gallineros, que han presionado hasta el borde del chantaje delictivo para que los Gobiernos aliviaran las alarmas y permitieran, qué ilusión nos hace, esas aglomeraciones en los aeropuertos, esas piscinas de hotel a reventar o esas playas donde no cabe una toalla más.

Y no perdamos de vista, advierte José K., dedo acusador, a todos esos políticos de la derecha y periodistas de la caverna que se quejaban a gritos de que España se quedaba a la cola de la recuperación porque tardábamos en ponernos en marcha, basta ya de esta dictadura del estado de alarma. ¡Hale, hale, abran las puertas de nuestras cárceles! ¡Necesitamos airear los centros comerciales, los grandes almacenes, las ferias y los congresos! Tenemos, también, a los dueños de bares y restaurantes, con los calamares rebozados o los petisús a punto de echarse a perder.

Pero José K., encendido por aterrorizado, fija también la vista en la cosa pública. ¿Qué tal si nos quejamos de los responsables de los sistemas de sanidad que todavía, y ya han corrido meses, no tienen un plan B serio y consensuado para acabar con los rebrotes? No sé si el Gobierno socialista lo ha hecho, pero sería conveniente mirar cómo lo llevan los consejeros de Sanidad de las 17 autonomías, incluidos los nacionalistas, las gentes del PP y todos los independientes que gusten. ¿Tenemos ya organizado el sistema de sanidad primario? ¿Las UCI? ¿Contamos ya con los respiradores y otros adminículos que hemos sabido ayer que existían y que eran vitales para evitar que se nos muriera la madre o el primo?

Y salgamos de esta pequeñísima piel de toro para preguntarnos por las medidas que están tomando esos personajes, tan atrabiliarios como nefastos, que podemos resumir en Johnson, Trump o Bolsonaro, con un número de muertos e infectados propios de una película de zombis. Los suecos, tan listos, ya se han caído del guindo. Hasta los alemanes, crisol de perfecciones, han visto cómo sus mataderos son a la hora de la verdad una cloaca inmunda, más propia de un país del Cuarto Mundo que de la respetadísima República, alma y motor de la vieja y rica Europa.

Pero no. Preferimos subirnos al púlpito de la dignidad y lanzar grandes sermones a los currantes que se han ido el fin de semana a la playa, a los adolescentes que nada saben ni entienden y, lo que es más doloroso, echar pestes de los inmigrantes, marroquíes, bolivianos, rumanos o búlgaros, sobre los que cargamos todas nuestras miserias y a los que tiramos al cubo de la basura como cáscaras de pistacho cuando por un sueldo de miseria ya les hemos sacado hasta los higadillos. Claro que huyen. Todos lo haríamos, despavoridos, si además de toser, tener fiebre y trabajar como una mula, sin nadie que te haya controlado salud o temperatura, que hay que sacar como sea las fresas o los chuletones, vieras cómo te perseguía la justicia, vete a saber qué nueva vejación se les ha ocurrido ahora.

Bastante tienen esos hombres, mujeres y niños con sobrevivir a la miseria a la que les ha condenado este capitalismo salvaje del que unos cuantos disfrutan, como para preocuparse por las PCR, siglas misteriosas que nada significan para ellos. Los vemos malvivir y maldormir, tirados en bancos de piedra, o en el mismísimo suelo, después de machacarse durante horas en un trabajo que será de todo menos cómodo. ¿Ha ido por allí alguna inspección de trabajo? ¿Interesa su situación deplorable a algún partido, a algún alcalde? ¿Y queremos acusarles por infectarnos? Mejor vigílese de cerca al explotador que les chupa la sangre y, ya puestos, a quienes se lo consienten.

Así que José K., a la vista de lo visto, insiste en uno de sus mantras conocidos: exijamos lo máximo solo a quienes tienen lo máximo, de poder o de bienes. Y acabemos ya con este deplorable espectáculo al que hemos asistido estos últimos meses, en los que importantísimos científicos, virólogos de renombre, epidemiólogos de pro, economistas de Premio Nobel y políticos de toda laya, se reconocían abiertamente en las bobas ocurrencias del pazguato Forrest Gump: “Yo no sé mucho de casi nada”. Y sonreían".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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jueves, 16 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Nostalgia



Desinfección del estanque del Parque del Retiro, Madrid


El mundo posterior al confinamiento, sobre el que tanto se especulaba, ha resultado ser muy parecido al de antes, salvo por el incordio añadido de las mascarillas, comenta en el A vuelapluma de hoy [Volver a dónde. Babelia, 3/7/2020] el escritor y académico de la RAE, Antonio Muñoz Molina.

"Ahora es cuando no tengo ganas de salir a la calle. El mundo de después, sobre el que tanto se especulaba, ha resultado ser muy parecido al de antes, salvo por el incordio añadido de las mascarillas. A media mañana, en el calor seco y candente de Madrid —“un horno de ladrillo babilonio”, decía Herman Melville del calor de Nueva York— el tráfico es el mismo de otros veranos por ahora, quizás con un grado mayor de encono, porque la temperatura sube cada año, y porque los conductores de coches y de motos parecen ansiosos por compensar el tiempo perdido, la gasolina no gastada, los cláxones no apretados con gustosa violencia durante meses de silencio. En un atasco, un conductor ofendido por algo se baja de su furgoneta, llega a zancadas al coche que tenía delante, intenta abrir la puerta y, como no puede, da puñetazos en la ventanilla. En ese momento el tráfico empieza a moverse: ahora el conductor agresivo tiene que volver a toda prisa a su vehícu­lo para eludir la furia de los que se enfurecen y pitan contra él. Me acuerdo de la observación de la presidenta de la Comunidad de Madrid sobre el “ambientillo” que crean en la ciudad los atascos de los fines de semana por la noche: también su observación, de gran agudeza científica, de que la contaminación causada por el tráfico no tiene efectos nocivos sobre la salud. Me acuerdo de todo eso y procuro volver cuanto antes al refugio de mi casa, teniendo gran cuidado de no encontrarme en un paso de peatones cuando los motores de los coches rugen de impaciencia caníbal en el momento en que el semáforo en verde empieza a parpadear.

Inconfesablemente, hay cosas de las que siento nostalgia. A la caída de la tarde me asomo al balcón y miro uno por uno los balcones y las ventanas a los que se asomaban a diario esos vecinos a los que me unió durante más de dos meses la fraternidad del aplauso. Algunas de esas ventanas ya están tapadas por las copas de las acacias en las que por entonces aún no habían brotado las hojas. Las miro y me acuerdo bien de cada una de las personas que se asomaban a ellas: la anchura de la calle marca una distancia en la que no llegan a distinguirse bien los rasgos, pero sí los tipos humanos, la edad, hasta el carácter. Si alguien no aparecía una tarde, ya nos preocupábamos: quien abría su ventana o se apoyaba en la baranda de su balcón saludaba con la mano, uno por uno, a los vecinos del otro lado de la calle. Según pasaba el tiempo, seguir saliendo a aplaudir era una señal de vehemencia en el compromiso, en la defensa de la sanidad pública: también indicaba que uno pertenecía al grupo de los aplausos de las ocho de la tarde, no al de las cacerolas de una hora más tarde. Las ventanas que se abrían a las nueve estaban bien cerradas a las ocho. Pero para un oído musical también había una belleza en el sonido de las cacerolas, aunque uno habría preferido que sonaran por una causa noble: era, sobre todo con una cierta lejanía, un clamor metálico como de música gamelán indonesia. También, a esa hora del atardecer, a mí me despertaba asociaciones acústicas: era a esa hora cuando volvían del campo los rebaños de ovejas y cabras en los atardeceres de verano, con los sonidos variados de los cencerros.

Fue hace nada, y es como si hiciera mucho tiempo. Adquiríamos costumbres que se volvían invariables de un día para otro, y que dotaban de una forma pautada al curso de las horas monótonas del encierro. El aplauso de las ocho de la tarde era una de ellas. En cuanto fue posible salir para hacer ejercicio, yo adquirí la costumbre de echarme a la calle a las nueve de la mañana, y ahora la conservo, porque en ese tiempo encuentro algo del frescor y la quietud arcádica que ya ha desaparecido en el resto del día, y que solo vuelve de verdad en las primeras horas matinales del fin de semana. Hemos visto con nuestros propios ojos una ciudad posible que está siendo abolida antes de llegar a existir. Yo la veo también, en parte, cuando salgo al balcón después de cenar, hacia las nueve y media de la noche, cuando todavía hay una gran claridad en el cielo pero ya se ha puesto el sol, cuando empieza a levantarse una brisa que alivia de todas las horas de calor sostenido del día, del horno babilonio. Es otra costumbre. Hasta hace muy poco, había mucha gente caminando a esa hora, la de los paseos permitidos, cuando aún no estaban abiertos los bares y la gente paseaba como en otras épocas remotas que ahora nos vuelven a la memoria, paseaba por pasear, sin ir a ninguna parte en concreto, por el gusto de salir a la calle y de encontrarse.

Había mucha gente, y pocos coches todavía. Hoy, esta noche, me he sentado en el balcón, en una silla de jardín, y he puesto el portátil en otra frente a mí, para no perderme mi espectáculo diario mientras escribía. Hay paréntesis de antiguo silencio cuando se cierran los semáforos. Hay gente que pasa en bici, por uno de los pocos carriles decentes de la ciudad, y corredores enérgicos que van hacia el Retiro, y otros que vuelven, fatigados y absueltos. Mientras escribo el cielo ha pasado del azul suave a un azul de tinta china en el que se recorta con precisión el gajo de la luna en cuarto creciente. A esta hora los vencejos han desaparecido ya del cielo. Me fijo que en el halo alrededor de la luz de las farolas ya revolotean muy pocos insectos. Algunos de los signos delatores del cambio climático suceden sin que los advierta casi nadie: quién va a notar que han desaparecido los enjambres de insectos en torno a las farolas, en las noches de verano. A los murciélagos y a las salamanquesas les será más difícil encontrar alimento. Algo que hemos vislumbrado en los meses de encierro es la feracidad asombrosa que recobra la vida natural en cuanto cede en algo el castigo de la rapacidad humana contra ella. En mi calle ha parado un momento el tráfico y he vuelto a oír voces de gente que charla caminando, el ladrido de un perro contra un fondo de calma. Otra forma de vivir sería posible".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 






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lunes, 6 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Utopía




 
Dibujo de Eduardo Estrada para El País

Seamos realistas, pensemos lo imposible: Si miramos a nuestro alrededor, -comenta en el A vuelapluma de hoy [Seamos realistas, pensemos lo imposible. El País, 26/6/20] la filósofa Joke J. Hermsen, es posible ver brotes de perspectivas esperanzadas. Oímos voces que proclaman la necesidad de comprometernos en la construcción de un mundo más justo y sostenible.

"Después de un largo periodo de espera, preocupación y encierro en casa, -comienza diciendo Hermsen- ha llegado el momento de preparar nuestra vuelta al mundo público de los colegios, las oficinas, los restaurantes y los servicios públicos. ¿Pero cómo vamos a regresar a la sociedad? ¿Retomamos el hilo y seguimos adelante con nuestras vidas como si no hubiera ocurrido nada? ¿O acaso el periodo de confinamiento nos ha inspirado para reflexionar sobre el mundo y darnos cuenta de que es necesario cambiar si queremos salvar nuestro planeta para las generaciones futuras?

La crisis de la covid-19 nos ha vuelto a muchos más conscientes de las cosas que han salido mal durante los últimos decenios de políticas neoliberales en Occidente: las desigualdades económicas, el cambio climático, la falta de solidaridad, el fracaso de nuestros servicios públicos y la injusticia social, entre otras. Probablemente, muchos aspiramos a un mundo mejor, más sostenible y más justo. La pregunta, por tanto, es cómo vamos a cambiar esas cosas y vamos a hacer realidad un mundo mejor, sin volver a caer en los modelos de explotación irresponsable, agotamiento de los recursos y rentabilidad económica solo para unos pocos.

Distintos filósofos de diversas tradiciones han demostrado que una de las condiciones para poder cambiar es el poder de la esperanza. Antes de emprender ninguna iniciativa transformadora, tenemos que “aprender otra vez a tener esperanza”, como dijo el filósofo judío Ernst Bloch (1885-1977) en la introducción de su famoso libro El principio esperanza. Las primeras frases podrían haberse escrito hoy, y no hace 70 años: “¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos? ¿Qué esperamos? Muchos se sienten confusos. El suelo tiembla, y no saben por qué ni de qué. [...]Se trata de aprender otra vez a tener esperanza. La esperanza, superior al miedo, no es pasiva ni está encerrada en la nada. La emoción de la esperanza da amplitud a las personas, en lugar de encerrarlas”.

Aprender otra vez a tener esperanza significa, ante todo, superar nuestros sentimientos de impotencia, frustración y miedo. Esta difícil tarea solo puede llevarse a cabo gracias a nuestras aptitudes sociales para conectar con otros y nuestras aptitudes creativas para pensar de forma imaginativa. Aprender otra vez a tener esperanza significa tratar de concebir el mundo como si todavía no existiera. Es la exploración y el desarrollo de visiones utópicas de un mundo más justo y sostenible, en el significado griego original de la palabra outopos: un lugar inexistente, pero mejor. Las visiones y las ideas esperanzadas y utópicas no solo nos ayudan a criticar el statu quo actual de la sociedad occidental y descubrir sus defectos, sino también a imaginar un mundo en el que se destruya menos la biosfera y haya menos injusticias socioeconómicas.

Tenemos que “ser realistas y pensar lo imposible”, como escribió Bloch. Esta es otra definición de esperanza. Pensar lo imposible —o lo que aún no es realidad—, además de ser un requisito para el cambio, justifica nuestra naturaleza humana. Nuestra capacidad de hablar, pensar y crear nos convierte en “un sustrato de posibilidades”. Podemos imaginar lo que nosotros, y el mundo, podríamos ser, y esa perspectiva es precisamente lo que nos da esperanza.

Como seres humanos estamos anclados en el tiempo; podemos reflexionar sobre el pasado y podemos soñar sobre el futuro. El futuro todavía es desconocido, es aún una mera posibilidad. Por eso, Bloch puede escribir: “El tiempo es esperanza”. Debemos tomar en serio nuestro “estar en el tiempo” y nuestra capacidad de esperar e imaginar para poder ser fieles a nuestra humanidad.

Antes de volver a salir al mundo, tenemos que ser muy conscientes de este fundamento de esperanza en el que se apoya toda vida humana. No es el momento de abusar del cinismo, el escepticismo y la ironía. Seguramente asomarán más adelante y nos convertirán en objeto de humor, pero, por ahora, debemos aprender de nuevo a tener esperanza para poder transformarnos.

También debemos ser más conscientes de nuestro estar en el tiempo. En la sociedad capitalista occidental hemos vivido bajo una enorme presión temporal; en el último siglo, el tiempo se ha vuelto, cada vez más, un criterio exclusivamente económico. Como nos pagan en función de las horas que trabajamos, el tiempo se ha convertido en dinero. Los beneficios aumentan si se hace el mismo trabajo en menos horas; el tiempo se ha vuelto escaso y estamos en una dinámica acelerada que muchas veces nos causa cansancio y estrés crónicos. Esta fatiga no es buena. No solo nos enferma y nos deprime, sino que pone en peligro nuestra capacidad de imaginar y esperar.

Cuando el tiempo se convirtió en dinero se vinculó casi por completo al verbo “tener”; dejó de pertenecernos a nosotros y al verbo “ser”, ya no “éramos en el tiempo”. Esta reducción del tiempo al modelo económico y cronológico nos distanció de nosotros mismos, de nuestro trabajo, de los demás y del mundo, como señalaron Rosa Luxemburgo y Hannah Arendt. Debemos comprender que no solo “tenemos” y medimos el tiempo, sino que también “somos” y experimentamos el tiempo. El tiempo del reloj económico no es más que una perspectiva abstracta y artificial que, bajo las leyes del capitalismo, ha ensombrecido casi cualquier otra experiencia del tiempo.

Si el tiempo es esperanza, como dice Bloch, solo puede emanar de nuestro estar en el tiempo, y no de los principios alienantes del tiempo económico. Debemos volver a prestar atención a esta experiencia interior del tiempo, que se presenta cuando estamos descansando, pensando, soñando despiertos, meditando, caminando, leyendo o pintando. Muchas personas han experimentado este “tiempo interior” sin querer durante el confinamiento, si es que no estaban esforzándose sin parar en hospitales y otros servicios públicos. Los que hemos tenido que quedarnos en casa hemos perdido el hilo del tiempo económico y, tras una primera fase de malestar y angustia, quizá hemos experimentado ya ese otro tiempo que Bloch llamaba “la captura de la eternidad en el momento”. La esperanza surge de ese “momento”, que señala el principio de cualquier cambio o creación.

Si miramos con cuidado a nuestro alrededor, es posible que veamos ya estos brotes de perspectivas esperanzadas. Oímos cada vez más voces que proclaman en voz alta la necesidad de un mundo sostenible y vemos nuevas iniciativas democráticas en países como Bélgica, Irlanda y Dinamarca, con consejos cívicos en los que la gente se involucra más y se compromete con el mundo sociopolítico. Oímos protestas más sonoras contra las injusticias fiscales que favorecen a las multinacionales y al puñado de supermillonarios que dirigen el mundo, leemos con más seriedad las propuestas de una renta básica, vemos a grupos locales que organizan huertos comunitarios y fuentes de energía sostenible en sus pueblos o en sus barrios.

La esperanza ciega la razón, dirán quizá algunos políticos. Por supuesto, a veces. Pero vivir sin esperanza significa vivir sin imaginación ni compasión, que es no vivir en absoluto. Verdaderamente no tenemos más remedio. Si queremos salvar nuestro planeta y mantener nuestro mundo humano, debemos empezar a esperar e imaginar un mundo mejor ya. Oscar Wilde tenía razón cuando escribió: "Un mapa del mundo que no incluya Utopía no merece ni que se le eche un vistazo, porque deja fuera el único país en el que la humanidad siempre acaba desembarcando".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








La reproducción de artículos firmados por otras personas en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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miércoles, 1 de julio de 2020

[A VUELAPLUMA] Contrato social



Ayuda alimentaria en una parroquia de Madrid. Europa Press


Una mirada panorámica a la situación muestra a las claras que esto no va de reformas puntuales ni de matices, comenta en el A vuelapluma de hoy [La renovación del contrato social. El País, 24/6/20] la politóloga Cristina Monge.

"Mientras la Comisión de reconstrucción del Congreso termina su ronda de comparecencias, -comienza diciendo Monge- salen a la luz informes que, desde ópticas distintas, apuntan los principales retos que tiene el país. En su trabajo España y la crisis del coronavirus: Una reflexión estratégica en contexto europeo e internacional, el Real Instituto Elcano señala más de 20 ámbitos de reformas: desde el fortalecimiento del Sistema Nacional de Salud hasta la transformación del modelo productivo hacia uno “más digital, internacionalizado, verde e inclusivo”, pasando por la mejora de la gobernanza, todos ellos desde la constatación de que cada vez es más difícil separar la política internacional de la doméstica. Oxfam-Intermón, en Una reconstrucción justa es posible y necesaria, tras advertir que la pandemia puede meter en la pobreza a 700.000 personas más e incrementar en 1,7 puntos la desigualdad, apunta medidas para blindar el sector público, con su correspondiente reforma fiscal, al tiempo que propone priorizar la lucha contra la precariedad laboral y apoyar a los migrantes. Son solo dos ejemplos a los que hay que unir las propuestas lanzadas desde la cumbre empresarial organizada por CEOE y otros muchos foros. Una mirada panorámica muestra a las claras que esto no va de reformas puntuales ni de matices.

Como recordaba el profesor Antón Costas en estas mismas páginas, la Gran Depresión de los años treinta y la Segunda Guerra Mundial dieron lugar a un nuevo contrato social progresista que cristalizó en el Estado social. La crisis energética y económica de los setenta engendró otro contrato, esta vez de corte neoliberal, cuyas consecuencias se dejaron notar de forma especial en la gestión de la crisis del 2008, alcanzando en Europa cotas de desigualdad que no se conocían desde la Primera Guerra Mundial. Hoy la pandemia ha evidenciado problemas preexistentes, ha acelerado procesos y tendencias previas, y ha barrido en cuestión de semanas dogmas neoliberales que se consideraban incuestionables. La recuperación en Europa se hará con dinero público haciendo caso a la máxima expresada por la jefa del FMI, Kristalina Georgieva: ¡Gasten cuanto puedan! Todo apunta a que esto no va de reformas, sino de una profunda renovación, y por tanto una nueva negociación del contrato social.

Los elementos que debe incorporar este nuevo contrato, el rol de lo público, de lo privado, de lo social, o la creación de nuevos espacios híbridos de cocreación, está también en la mesa de negociación, como lo está la inaplazable necesidad de incorporar al futuro como un actor esencial, abordando así los retos de la sostenibilidad. Ninguna comisión puede acometer semejante tarea en dos meses, así que convendría ir previendo cómo se va a desarrollar el debate. La pluralidad de actores implicados, la transparencia del proceso y la puesta en marcha de dinámicas de deliberación serán claves para el éxito".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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sábado, 27 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Marketing



Foto de Jaime Villanueva para El País


"Uno de los anglicismos más necios del español actual podría desaparecer por efectos del coronavirus -comienza diciendo en el A vuelapluma de hoy [Hucas. El País, 16/6/20] el escritor Vicente Molina Foix-. Ha sido tanta la mortandad y tantas las imágenes de supervivientes afligidos ante las paredes de un camposanto donde sus familiares fueron sepultados, que la palabra nicho usada en un espurio sentido mercantil parece haber retrocedido algo. ¿Cuándo se irá del todo? La Real Academia Española, naturalmente, sigue definiendo “nicho” como el “hueco o concavidad practicada en un muro para alojar algo dentro, especialmente cadáveres o cenizas en un cementerio”, mientras que los hablantes (y algunos escribientes de este periódico a quienes uno admira) adoptan el niche inglés en su acepción comercial que el castellano ni acepta ni precisa. La confusión creada, por ejemplo, por la espeluznante expresión “nichos de mercado” cuando se habla de negocios especulativos, es, además de tétrica, monetarista. No quisiera ponerme truculento en las circunstancias actuales, pero la invasión de la palabrería del marketing en la vida real produce escalofríos, como si anunciara el hecho de que una jerga sectorial creada para el enriquecimiento puede impunemente entrar hasta en nuestras tumbas.

“¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos?”. El verso de Cernuda da que pensar. Hoy en día nadie oye; solo se escucha. La desaparición del verbo oír del vocabulario español, siendo menos fúnebre que otras pérdidas, es de lamentar, estando además muy generalizada y casi inadvertida por los que ignoran, al decirlo sin ton ni son, lo distinto que es oír de escuchar. Oír es espontáneo: “percibir los sonidos”, según la concisa definición de María Moliner. Mientras que escuchar requiere como mínimo una leve premeditación: “atender para oír cierta cosa”.

La paletada del enterrador se ha oído mucho esta primavera en los cementerios. La muerte atacó a los más ancianos enfermos desatendidos. Sin saberlo, formaban parte de un nicho rentable. La hucha de una medicina pública a la que, para ahorrar, se dejó de escuchar".

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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miércoles, 24 de junio de 2020

[A VUELAPLUMA] Confrontaciones



Ensayos con humanos de una de las vacunas para la covid-19. Foto AP


"A medida que se acerque el momento de la vacuna contra el virus -afirma en el A vuelapluma de este miércoles [Cómo vender ciencia. El País, 17/6/20] el investigador Jorge Galindo-, las teorías de la conspiración ganarán espacio en las mentes, en los whatsapps y en discursos públicos. No sólo de cantantes, actores, y algún que otro rector, como hemos visto estos días. Las conspiraciones no son neutras, ni meros entretenimientos: en varios lugares ya han favorecido rebrotes de infecciones allí extintas. Imaginemos el preocupante alcance que pueden tener ante una nueva enfermedad combatida con la vacuna más apresurada de la historia, con los previsibles ajustes que conllevará un proceso tan acelerado.

El vértigo lleva a muchas voces a responder a la conspiración con una mezcla de burla, miedo y prohibicionismo. Pero ya deberíamos saber que la letra no entra con sangre ni con estigma. Al contrario: se corre el riesgo de fortalecer la posición victimista de la que parte la mayoría de conspiraciones. La posición contraria, un “toda opinión es respetable” revestido de condescendencia, no es mejor, porque nos deja sin herramientas dialécticas.

No: las conspiraciones deben ser confrontadas en el mercado de ideas. Los psicólogos Guido Corradi e Iria Reguera me explican que la investigación en su disciplina apunta a que las conspiraciones funcionan porque son cercanas y útiles para la audiencia: ofrecen respuestas comprensibles que reducen la incertidumbre, atendiendo a ciertos miedos e intereses. Así que, lo primero es empatía analítica: entender la naturaleza de dichas motivaciones. Lo segundo, igualmente importante, es convertir la alternativa científica en accesible sin dejar de ser detallada: cuando una persona entiende los mecanismos específicos que hay detrás de, por ejemplo, el funcionamiento de las vacunas, a su mente le resulta más difícil rechazar la explicación.

Ni así competirá la ciencia en pie de igualdad: los intereses o miedos pueden ser inaccesibles para la evidencia (los extremos ideológicos motivan conspiraciones). Además, la propia naturaleza del proceso científico, siempre cuestionándose a sí mismo, impide la producción de certezas inamovibles. Pero vale la pena exponer que es ahí donde radica su mayor utilidad: en la capacidad de mejorar sus propias herramientas. Idealmente la vacuna será, cuando llegue, una de ellas. Ni única ni infalible, pero sí mejor que las alternativas. Los discursos que la defiendan deberán estar a esa misma altura". 

A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. 








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