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martes, 16 de enero de 2018

[A VUELAPLUMA] Paranoias constructivas sobre la justicia






Hace unos días, comenta en El Mundo el inclasificable y polémico escritor español que se esconde bajo el seudónimo de Tsevan Rabtan, este periódico alababa el "ejercicio de transparencia" de la Guardia Civil tras la rueda de prensa de algunos de sus mandos sobre la muerte de Diana Quer y la detención de Enrique Abuín. En ese editorial, se reflexionaba sobre quejas por diferentes tipos de limitaciones legales que habrían lastrado la investigación.

Cierto es que resulta preferible que la información proceda directamente de fuentes confiables, dice Rabtan, con nombres y apellidos, y no de rumores aderezados con referencias a "fuentes de la investigación" o fórmulas similares, tantas veces simple cortina para la mala praxis, pero también lo es que esa rueda de prensa fue un error. Asistimos, en boca de autoridades que gozan de la confianza de la ciudadanía, a un desglose minucioso de los detalles de un asunto judicializado y en fase de investigación, al dibujo de un personaje siniestro al que se mencionaba permanentemente por su apodo, con una intensidad acusatoria tal que habrá contaminado a cualquier ciudadano que tenga que hacer de jurado. El mensaje final casi consistía en una sentencia condenatoria.

Los medios no criticarán ese humanamente comprensible ejercicio de vanagloria y tampoco insistirán demasiado en los excesos y embustes publicados. Tampoco los españoles que hozaban en las historias de la familia Quer van a perder el tiempo limpiándose los hocicos, ocupados como están ahora en indignarse por las atrocidades cometidas por el detenido y clamando por un castigo ejemplar. Pero tampoco parece que el debate abierto sobre esas supuestas carencias de nuestro sistema sea muy fructífero. El archivo inicial del juez en el caso Quer no fue motivado por los plazos máximos de instrucción introducidos en 2015, sino porque no existían ni indicios, solo sospechas. Los procesos penales en España duran demasiado, provocando un sufrimiento real a miles de personas. Pero lo cierto es que la reforma, aunque necesaria, terminó incluyendo tantas puertas traseras (declaración de complejidad, prórrogas, fijación de plazos máximos, inexistencia de consecuencias automáticas en caso de exceso, etc.) que, en la práctica, seguimos igual. Normal: el problema secular, estructural y presupuestario de la justicia española no se resuelve cambiando un artículo de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

En cuanto al complejo y capital asunto de la futura legislación europea (y, por tanto, nacional) sobre conservación de datos obtenidos por el uso de las telecomunicaciones, hay que hacer algo de memoria. Los delitos violentos han ido disminuyendo y España se encuentra entre los países con mejores estadísticas en esta materia. Los seres humanos de hoy, sin embargo, y pese a todo el avance cultural y civilizatorio, compartimos instintos con los de hace milenios, y nuestra primera reacción es la venganza. La ley nació para canalizarla, pero pronto descubrimos su cara oculta: no era neutro investigar de una u otra forma, o imponer uno u otro castigo. Aprendimos que, al ceder la venganza al Estado, le regalábamos un instrumento poderosísimo de opresión.

Jared Diamond parió el concepto "paranoia constructiva" para referirse a una reacción preventiva aparentemente exagerada: el viajero que llega a las tierras altas de Nueva Guinea se ríe del nativo que, cuando duerme al raso, no lo hace bajo un árbol, porque a veces las ramas se tronchan, caen y te rompen la crisma. Un asesino múltiple es un problema minúsculo comparado con un Estado totalitario. Lo es incluso cuando tratamos con delincuencia organizada o grupos terroristas. Recordemos la Alemania nazi o la mayor parte de los regímenes comunistas. Recordemos los excesos durante el macartismo en un país en el que regían sobre el papel todo tipo de garantías y balances. Sí, puede que parezcamos paranoicos cuando nos asustamos porque las autoridades estatales accedan, en palabras del Tribunal de Justicia de la UE, a datos que "(...) permiten ... saber con qué persona se ha comunicado un abonado o un usuario registrado y de qué modo, así como determinar el momento de la comunicación y el lugar desde la que ésta se ha producido... y... la frecuencia de las comunicaciones... con determinadas personas durante un período concreto (...) [lo que puede] permitir extraer conclusiones muy precisas sobre la vida privada de las personas..., como los hábitos de la vida cotidiana, los lugares de residencia permanentes o temporales, los desplazamientos diarios u otros, las actividades realizadas, sus relaciones sociales y los medios sociales que frecuentan". Al fin y al cabo, las directivas de la UE son normas que proceden de instituciones democráticas, los datos sólo se ceden si lo autoriza un juez y los que los van a utilizar son los que luchan contra los malos, como la Guardia Civil.

Pero esa paranoia es una paranoia constructiva. Es la que instituyó el derecho al secreto de las comunicaciones, a la libertad de expresión, a la inviolabilidad del domicilio, al habeas corpus. El Tribunal de Justicia de la UE, en las sentencias de 2014 y 2016 sobre la cuestión, lo explica: para garantizar que el acceso de las autoridades a estos datos se limite a lo estrictamente necesario, no basta con exigir que la conservación y acceso lo sean para luchar en abstracto contra la delincuencia, sino que hay que fijar requisitos materiales y procedimentales que lo limiten a los que planean, van a cometer o han cometido un delito grave. Solo se exceptuó, en la sentencia de 2016, los casos de terrorismo, por razón de seguridad nacional. Más aún, el control ha de ser previo, basarse en una solicitud motivada en el marco de procedimientos penales y contar con garantías para los afectados, a fin de que ejerciten su derecho a la tutela judicial efectiva.

Aunque exista un único populismo, se puede afirmar que hay diferentes discursos populistas. Hay discursos populistas de izquierda y de derecha. La agravación de las penas y la concesión a las fuerzas de seguridad -que siempre quieren más- de instrumentos invasivos para la persecución de la delincuencia, son ejemplos de un populismo de derechas -con la excepción de la violencia contra las mujeres, que es transversal-, aunque cínicamente hayan sido los regímenes totalitarios de izquierdas los que hayan transitado de forma más "científica" ese camino infame. Así sucede también con la banalización de las penas en España (mucho más intensas y aflictivas de lo que la mayoría de la gente cree), algo que es evidente en la visceral discusión pública sobre la prisión permanente revisable. Lo cierto es que esta pena, que puede que sea constitucional y ajustada a la legislación europea, conforme resulta de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, se introdujo en nuestra legislación, que ya contemplaba penas de hasta 40 años de prisión, sin un acuerdo adecuado y precipitadamente. Ya en el siglo XIX los tratadistas españoles desconfiaban de la cadena perpetua, a la que algunos consideraban incluso peor que la pena de muerte, por la desesperación para el reo de una pena sin fin. Aunque estos peros se salvan por la posibilidad de su revisión, los plazos mínimos de cumplimiento son tan largos, que es comprensible que muchos crean que esta es una justificación formal para una pena exclusivamente retributiva. Más aún, se da un cierto doble lenguaje, ya que se supone que la pena es constitucional porque se prevé la rehabilitación del reo, pero a la vez se defiende que se necesita porque hay reos irrecuperables. Por todo esto, y porque tenemos que buscar respuestas inteligentes, si de lo que hablamos es del miedo a la reincidencia, utilizando los recursos tecnológicos, cada vez más sofisticados, es por lo que el debate grosero sobre esta cuestión al calor de la indignación popular y del rédito político que puede obtenerse es siempre inadecuado.

Mi consejo es sencillo: sigamos siendo paranoicos. Dormir bajo las ramas del Estado puede ser peligroso y los antiguos nos han enseñado cuántas veces esas ramas terminan aplastando nuestra libertad.



Dibujo de Sean Mackaoui para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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domingo, 7 de enero de 2018

[A vuelapluma] La reacción del Estado





Los Estados modernos suelen ser tomados a efectos de análisis politológico como unas “cajas tontas” dentro de las cuales “pasan cosas”. El Estado sería un mero contenedor institucional inerte, mientras que las cosas pasarían en su interior o su derredor, protagonizadas por los auténticos actores, fueran éstos los partidos, las clases, las naciones, la elite económica o las religiones. Por ello, los análisis y predicciones que produce la política como disciplina se centran normalmente en la actividad y resultados de éstos, desdeñando la contemplación del Estado como un actor por sí y en sí. Pero el Tribunal Supremo está descubriendo una confabulación criminal y mutando radicalmente las reglas de juego, escribe en El País el abogado José María Ruiz Soroa sobre la conjura del independentismo catalán.

Existe sin embargo otro enfoque, para el cual los Estados modernos (por muchas limitaciones que tengan) son la dinámica acumulativa de poder más intensa que ha conocido la historia y, como tales realidades dinámicas, son actores de la política a título principal, por mucho que no resulten visibles a corto plazo. Tocqueville y Weber entre los clásicos, o Charles Tilly o Theda Scokpol entre los contemporáneos, son ejemplos de investigación demostrativa de cómo, por poner un ejemplo, todas las revoluciones modernas han tenido una consecuencia común: la de fortalecer al Estado que la experimentaba, incrementando su capacidad de control sobre las fuerzas sociales internas. O cómo es el Estado el que, en gran manera, ha creado a las naciones como estructuras comunitarias útiles para fortalecer su dominio (el “gran truchimán” que decía Ortega). O cómo las revoluciones pueden perfectamente ser vistas como los estertores de un Estado en crisis (exitosos o no) para acomodarse a una realidad económica o global.

Perdonen la pedantería. Pero en España ha tenido lugar un intento de revolución radical (ya dijo Kelsen que la secesión para un Estado es una revolución) y, si no me equivoco, asistimos a una no menos radical reacción del Estado, entendido como poder institucionalizado. Lo curioso (y probablemente impredecible) es que a la cabeza de esa reacción radical se ha puesto un poder estatal casi siempre secundario y reactivo, el judicial, que ha tomado la iniciativa de defender al Estado a través de las élites tecnoburocráticas de Fiscalía y Tribunal Supremo.

Este no es un comentario de cariz jurídico, sino estrictamente politológico. Y desde esta perspectiva puede entenderse la sorprendente instrucción del caso por la Sala 2ª, en la que día a día se va produciendo una casi mágica reescritura o reinterpretación del proceso secesionista catalán. En colaboración muy estrecha con la Guardia Civil, el tribunal está “descubriendo” que ha existido desde hace un par de años una confabulación política en Cataluña para llegar a la secesión a través de un proceso de excitación identitaria, acción gubernamental y pseudoreferendos. Y al descubrir esta actividad la está a la vez repintando o caracterizando como algo criminal, como incursa en los delitos de rebelión o sedición, una caracterización que ninguno de los que asistimos al proceso en su día (pues fue público y notorio) soñamos siquiera.

Así, el Tribunal está llevando a cabo una mutación radical de las reglas del juego constitucional español. Hasta ahora, el secesionismo pacífico era ilegal por cuanto buscaba conseguir un resultado anticonstitucional por medios distintos de los previstos en la Constitución, pero no era en sí mismo criminal. Por eso las instituciones, desde el gobierno al Constitucional, asistieron indefensas a su desarrollo, limitándose a formular quejas sobre concretos actos de desobediencia o malversación. Ahora avanza una verdad muy diversa: el proceso era en sí mismo criminal, porque secesionarse era lo mismo que rebelarse, intentar la declaración de independencia era lo mismo que alzarse violentamente.

Más importante, esta mutación radical de las reglas del juego, de acusado cariz defensivo de la estatalidad vigente, se realiza para ser aplicada no sólo a posteriori sino que es rabiosamente actual con respecto a la realidad política hodierna: el intento de continuar con el proceso está predefinida como actividad delictiva que —artículo 155 aparte— puede ser yugulada directamente por el juez instructor. El Estado cuenta ahora —le guste más o menos al gobierno— con un arma defensiva nueva de una eficacia masiva. En nada se parece ya la situación del Estado español de octubre 2017, titubeante ante lo escaso de su arsenal defensivo, con la de ese mismo Estado en 2018, encabezado por un adalid poderoso (recuerden, el poder de un juez instructor español es el mayor que existe en nuestra realidad). ¿Y dicen ustedes que estamos donde estábamos? ¡Quia!






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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jueves, 2 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] El doctor 155 y mister DUI





Hacerle caso al Gobierno cuando el Gobierno actúe como tú quieres, hacerle caso a la justicia cuando se ponga a tu servicio, esa es la idea de democracia de los independentistas catalanes, comenta en El País el periodista y escritor Manuel Jabois.

El jueves 26 de octubre, en Barcelona, Carles Puigdemont no abortó la declaración de independencia de Cataluña porque no le garantizaron, desde el Gobierno, que la justicia atendería sus demandas. Dos veces quiso anunciar elecciones y olvidar su promesa de acatar “el mandato del pueblo catalán”; dos veces dio marcha atrás al no tener lo que él llamó “garantías” y que eran exactamente eso: las garantías de que él no era un ciudadano con los mismos derechos y los mismos deberes que otro, sino alguien con privilegios gracias a una posición de fuerza obtenida fuera de la ley.

El martes 31 de octubre, en Bruselas, Carles Puigdemont dijo que no regresaría a España hasta que no obtuviese “garantías de un juicio justo”. Una semana después de negociar una justicia a la carta como elemento de chantaje al Estado, Puigdemont reclamó una justicia que no dependiese delictivamente del Gobierno español sino que fuese homologada por un Govern destituido, al que hay que consultar para que el juicio tenga las garantías que demanda su autoproclamado presidente en el exilio.

Hacerle caso al Gobierno cuando el Gobierno actúe como tú quieres, hacerle caso a la justicia cuando se ponga a tu servicio. La ley es la violencia; su incumplimiento es la paz. El Govern da ejemplo al mundo al privar de derechos a la mitad de sus ciudadanos imponiendo su mayoría por encima de la ley; el Estado ejerce “extrema agresividad”, “máxima beligerancia” y “violencia institucional” al restaurar la legalidad. El expresidente de la Generalitat es una víctima perseguida que busca auxilio en el extranjero; España tiene un problema de “déficit democrático” al empeñarse en hacer cumplir la Constitución que la ha convertido en democracia.

Desde hace siete años, cuando Mas advirtió de que el Parlament incumpliría la ley al iniciar un proceso constituyente, hasta ahora, cuando Puigdemont ha terminado su trabajo con el resultado esperado (unos señores fingiendo que trabajan en Barcelona y otros en Bruselas fingiendo que no les dejan trabajar), el soberanismo ha exigido siempre “garantías”. Garantías de que su situación era diferente, de que su voluntad sería respetada por encima de la voluntad de los demás, de que el Parlamento ha de plegarse a sus deseos, y ahora la justicia, y después cualquier cosa con tal de jugar sobre seguro, garantizándoles que nunca van a perder.

No basta con hacer lo que te da la gana: los demás tienen que reconocer que puedes hacerlo. Por tanto no se asume ni la responsabilidad de acabar con el adversario: se le pide al adversario que se ejecute a sí mismo. Una jugada maestra si hubiese un maestro detrás, y millones de tontos delante.



Celebrando la independencia


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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viernes, 21 de abril de 2017

[A vuelapluma] ¿Politizar la justicia? ¿Judicializar la política?






Aunque uno acaba por acostumbrarse a casi todo lo malo (a lo bueno, por desgracia, también), la verdad es que llevamos unas semanas de espanto con los asuntos de corrupción que sobrevuelan por las cloacas del partido gobernante. Y de los otros, claro, pero ahora, según parece le ha tocado el "Gordo" al PP... Y es que los jueces le han perdido el respeto, o el miedo, a los gobernantes, y claro, pasa lo que pasa. Pero la verdad, como casi siempre, suele estar en el justo medio.

Francesc Carreras es un profesor de Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma de Barcelona que escribe muy a menudo sobre asuntos de política nacional y de jueces. Normalmente, en el mismo paquete, y a veces de forma individualizada. Hace unos días lo hacía sobre la presunta politización de la Justicia y la judicialización de la política en nuestro país. Y ambas cosas son malas, porque es indudable que aunque sean mundos paralelos que se entrecrucen a veces, quizá más de lo debido, no deberían confundir sus respectivos ámbitos de actuación.

¿Qué es politizar la Justicia?, se preguntaba el profesor Carreras. Someter a juicio la actuación de los políticos cuando incumplen las normas es consustancial a un Estado de derecho, dice, pero los jueces deben utilizar los principios de racionalidad jurídica, con métodos interpretativos preestablecidos en la ley.

Se habla con mucha frecuencia, señala, de la judicialización de la política y de la politización de la Justicia, entendiendo por tales expresiones que la actuación de los jueces, o bien se interfiere en la actividad propia de los políticos, o bien la sustituye. ¿Puede ser ello posible en un Estado de derecho? Veamos. A veces se acusa de judicializar la política cuando se procesa a algún cargo público o a personas relacionadas con partidos políticos. En sí mismo, esto no es judicializar la política si el juez cumple con una función imprescindible en un Estado de derecho: controlar jurídicamente al poder.

Naturalmente, si los motivos del encausamiento no son éstos, si los órganos judiciales actúan por causas no justificadas en razones jurídicas sino sólo en razones políticas, señala, entonces podemos hablar de judicializar la política ya que el juez se extralimita en su función al invadir un campo en el que no es competente, vulnerando así el principio de división de poderes. El juez, en ese supuesto, debe hacer frente a su responsabilidad jurídica, sea penal, civil o disciplinaria, ya que al ser un poder independiente no es políticamente responsable ante ningún otro.

Por su parte, sigue diciendo, la politización de la Justicia significa que el juez, en las resoluciones que dicta en el ejercicio de su función (providencias, autos o sentencias), no basa sus argumentos en la racionalidad jurídica sino en la racionalidad política, ambas de muy distinta naturaleza y, por supuesto, legítimas, siempre que una (la jurídica) sea utilizada por los jueces al adoptar sus decisiones y otra (la política) los órganos políticos, el legislativo y el ejecutivo, para adoptar las suyas. Veamos la diferencia entre ambos tipos de racionalidad para comprender el significado de la politización de la Justicia.

El político, añade más adelante, es decir, el cargo público con responsabilidad política, toma decisiones para resolver los conflictos de todo tipo que se plantean en una sociedad y los argumentos (políticos) que emplea se justifican sobre todo por las finalidades que pretende. Actúa, como suele decirse, según criterios de oportunidad y conveniencia, netamente subjetivos, porque dependen de las tendencias ideológicas de quien las tome, de razones estratégicas y tácticas, de compromisos partidistas, programas electorales o programas de gobierno. Los argumentos para adoptar estas decisiones están basados, entre otros, en datos empíricos, en teorías económicas o políticas, en factores estructurales o coyunturales, tanto de carácter interno como internacional.

Si ponemos como ejemplo la tradicional, comenta, aunque hoy insuficiente, contraposición entre izquierda y derecha, un político de izquierdas, en principio, tenderá a favorecer en la misma medida la igualdad social y la libertad individual, mientras que uno de derechas dará preferencia a la libertad sobre la igualdad. Las decisiones políticas serán distintas porque los modelos que se defienden son distintos. En todo caso, para escoger entre las varias opciones políticas posibles, las leyes sólo serán el marco formal que no deberá rebasarse al tomar una decisión, pero no el contenido de la decisión misma. Este contenido deberá justificarse con argumentos de conveniencia u oportunidad.

El juez, por el contrario, sigue diciendo, argumenta desde un tipo de racionalidad distinta, desde la racionalidad jurídica, mucho más objetiva que la anterior. En efecto, el juez actúa en el curso de un proceso, dotado de las garantías constitucionales prescritas en el artículo 24 de la Constitución, y en sus resoluciones está absolutamente sometido a las leyes. En estas resoluciones, en especial en las sentencias, no se argumenta de acuerdo con los personales criterios de justicia del juez sino con aquello que la ley establece. En eso, precisamente, consiste la independencia judicial: el juez es independiente de todos los demás poderes pero está absolutamente sometido a la ley, no puede escapar a lo que prescribe la misma. Juzgar no es hacer justicia según la voluntad del juez sino de conformidad con la ley, aunque el juez, como es frecuente, esté en desacuerdo con ella.

Dictar una sentencia, señala, presupone en primer lugar precisar los hechos que son relevantes para resolver un caso; en segundo lugar, encontrar en el ordenamiento las normas aplicables; y, en tercer lugar, interpretar estas normas de acuerdo con unos métodos preestablecidos, en nuestro ordenamiento los enunciados en el artículo 3.1 del Código Civil, aunque no son los únicos.

Esta limitación de los métodos interpretativos es una garantía de la seguridad jurídica, afirma. El juez no puede utilizar cualquier método para interpretar el significado de una norma sino sólo aquellos aceptados por la comunidad jurídica. Además, son elementos importantes en la argumentación del juez al dictar, la jurisprudencia y el precedente judicial (que garantiza la igualdad de trato) y, en menor medida, la doctrina de los juristas. Así pues, la principal garantía de que el juez se atiene a la ley en sus resoluciones está en la motivación de las mismas, argumentada en los fundamentos jurídicos. Una sentencia será buena o mala, no porque el fallo se ajuste o no a nuestras convicciones sobre la justicia como valor, sino por los argumentos jurídicos —basados en hechos y en normas— que la motivan.

En definitiva, afirma, someter a juicio la actuación de los políticos cuando incumplen las normas, no sólo es democráticamente legítimo sino que es consustancial a un Estado de derecho: los poderes deben atenerse a las leyes y toda desviación debe ser controlada por los jueces. Ahora bien, si estos jueces, en la motivación de sus resoluciones, no utilizan los métodos objetivos de la racionalidad jurídica sino los subjetivos de la racionalidad política, entonces, y sólo entonces, podremos hablar de politización de la justicia. En este supuesto, se habrá vulnerado la separación de poderes y un poder, el judicial, que es democrático mientras cumpla con su función de aplicar leyes de acuerdo con lo antes dicho, habrá rebasado los límites de su función y, como no representa al pueblo, habrá invadido competencias propias de los poderes representativos, los propiamente políticos: el legislativo y el ejecutivo.

Politizar la Justicia, concluye diciendo, no significa que los políticos sean juzgados por incumplir las leyes sino que los jueces, en el ejercicio de su cargo, tomen decisiones que son propias de los políticos, de los representantes del pueblo, vulnerando así un principio clave del Estado de derecho, el de la independencia judicial, según el cual la función judicial consiste únicamente en aplicar la ley y sólo así puede justificarse que el poder de los jueces es democrático.




Ignacio González, imputado judicialmente


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viernes, 29 de abril de 2016

[A vuelapluma] Una nueva Justicia para la sociedad española



La Justicia vista por Forges


El presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo de Justicia, Carlos Lesmes, ha defendido este viernes durante su intervención ante la Comisión de Justicia del Congreso "que solo un nuevo modelo de organización permitirá que la Justicia sea más eficiente" y ha invitado a los grupos parlamentarios a abrir un debate que aborde las reformas estructurales pendientes. 

De auténtico cáncer de la democracia ha definido "Desde el trópico de Cáncer" desde sus primeras bocanadas a la Justicia, o para ser precisos, a la organización de justicia española. Si se permite opinar a un lego en la materia, que quizá precisamente por eso, por ser lego, ve el asunto sin excesivas anteojeras corporativas, me permito sugerir al presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo de Justicia y a los legisladores, sintetizadas, la adopción de algunas de las propuestas expresadas con anterioridad por quien esto suscribe:

1. Suprimir los juzgados de instrucción a todos los niveles. La instrucción de los procesos corresponde a los fiscales, no a los jueces. A los jueces les corresponde aplicar la ley y defender los derechos de las partes, de todas, no de una de ellas, por cualificada que esta sea.

2. Suprimir todos los tribunales colegiados, a todos los niveles y convertirlos en tribunales unipersonales. En primera instancia todos los procesos se dilucidan ante el juez ordinario unipersonal que corresponda. Esta medida se aplicaría igualmente a las Audiencias Provinciales, que desaparecerían, y a la Audiencia Nacional, que pasaría a estar conformada, como tribunal especializado, por tribunales unipersonales. 

3. Establecer en la ley las condiciones taxativas en que, en función del propio hecho o de la cuantía económica del mismo, una sentencia se puede recurrir ante la instancia judicial superior. Estas solo serían dos: el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Autónoma, y en su caso, el Tribunal Supremo de Justicia.

4. Establecer el juicio por jurado (puro, sin intervención del juez) de manera generalizada para todos los procesos penales y aquellos civiles que por su cuantía económica determine la ley.

5. El Tribunal Superior de Justicia de cada comunidad autónoma actuaría como última instancia judicial ante cuestiones de Derecho emanadas de su propio ordenamiento jurídico, sin posibilidad alguna de recurso posterior.

6. El Tribunal Supremo de Justicia solo vería los recursos de casación determinados por la ley,  de forma restrictiva, y aquellos otros que decida asumir como propios a efectos de unificación de criterios jurisprudenciales una vez agotadas todas las instancias judiciales previas. La decisión de admitir el recurso, a petición de las partes, correspondería a una sala especial del Supremo distinta de aquella que hubiera de resolverlo. 

7. Centralizar la administración de justicia y sus tribunales ordinarios en las capitales de provincia y en las aquellas ciudades que la ley determine.

8. Tanto los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas como el Tribunal Supremo de Justicia funcionarían mediante salas de tribunales colegiados de tres jueces.

9. En cualquier caso todos los procesos serían gratuitos para las partes, a salvo lo que determinen las sentencias sobre el pago de las costas cuando observen mala fe por parte de los litigantes.

Respecto a las otras cuestiones relevantes del asunto que plantea el presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo de Justicia, como las de elección, permanencia y formación de los jueces, no tengo criterio formado, así que, de momento, opto por el silencio.



Tribunal Superior de Justicia de Canarias, Las Palmas G.C.


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viernes, 24 de julio de 2015

[Política] Los jueces del Constitucional






Viñeta de Manuel Fontdevila




Los amables lectores que sigan este blog con asiduidad saben ya de mi escasa consideración por la justicia en general. No es nada personal... La cosa viene de antiguo, y tal y como funciona la justicia en España, ya he dicho en alguna ocasión que sería mucho más eficiente, rápido y económico sustituir todos los procedimientos judiciales por un cara-o-cruz, siempre que estuviese garantizada la imparcialidad del lanzador de la moneda al aire. 

Únicamente el Tribunal Constitucional (un órgano que nada tiene que ver con el sistema judicial), se escapaba a tan severo juicio por mi parte. Y ello, no solo porque dos de sus ilustres miembros hayan sido profesores míos: Francisco Tomás y Valiente y Elisa Pérez Vera, sino por una magnífica ejecutoria de procedimientos y sentencias interpretativas de la Constitución con los que se ganó un merecido prestigio. Hasta el momento en que los políticos, o lo que más de innoble tienen los políticos, metieron a saco sus manazas en él y lo ensuciaron de arriba a abajo.

Creo que fue Winston Churchill, pero no me hagan mucho caso, el que dijo que en política uno tiene (de menor a mayor grado de confrontación): rivales, adversarios, enemigos, y compañeros de partido... La amistad en política no solo es mala consejera, es, siempre, fuente de conflictos, una veces íntimos, otras internos y casi siempre, públicos. Y cuando esa amistad o afinidad política interfiere en los nombramientos judiciales..., "¡la jodimos, macarrón!", que decían en mi pueblo.

Hace un tiempo, el catedrático de Derecho Civil Pablo Salvador Coderch, publicó en El País un artículo titulado "Amigos, jueces y escorpiones", en el que contraponía el sistema de nombramiento de los jueces del Tribunal Supremo de los Estados Unidos al de nuestro Tribunal Constitucional, conformado por miembros designados por el Congreso de los Diputados, el Senado, el Gobierno y el Consejo General del Poder Judicial, que se renuevan periódicamente. En los Estados Unidos, el presidente propone al candidato a juez del Tribunal Supremo, que debe obtener la aprobación del Senado; su mandato es vitalicio, y colegiadamente con los restantes miembros del Tribunal, se convierte en máximo intérprete de la Constitución norteamericana, la más antigua del mundo. Este Tribunal es también el primer órgano judicial en la historia que asumió la decisión de someter las leyes a la Constitución y arrogarse la interpretación de la misma en exclusiva.

¿Es mejor el sistema norteamericano de jueces vitalicios que el español? Méritos y abusos se pueden dar en ambos, pero desde luego lo que no se puede tolerar por más tiempo es que los partidos políticos jueguen con sus nombramientos como críos chicos intercambiándose cromos con las fotos de sus candidatos, según su grado de amistad y de compromiso o afinidad política. No se lo merecen, ni ellos (los magistrados) ni nosotros.


Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt




Alegoría de la Justicia






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domingo, 8 de diciembre de 2013

¿Y la reforma de la justicia para cuándo?


A pesar de la quema que el gobierno del PP está haciendo en todas las instituciones del Estado: desmantelándolas, desvirtuándolas, incapacitándolas para ejercer correctamente su función al servicio de la sociedad (la última, la limpieza étnico-ideológica de la Agencia Estatal de Administración Tributaria), el cáncer que corroe de arriba a abajo la democracia española no es la institución monárquica, que la preside, y que cumple con absoluta normalidad, eficacia y discreción el papel que la Constitución le otorga; tampoco lo es su régimen autonómico, manifiestamente mejorable, pero que ha devuelto a los territorios y pueblos de España un protagonismo que nunca debieron perder; ni sus fuerzas armadas, que se han ganado con sus misiones de paz (y de guerra) bajo el amparo de las Naciones Unidas y demás organizaciones internacionales el respeto y la admiración de su pueblo; ni los partidos políticos, sindicatos y organizaciones empresariales, sin cuya existencia la situación estaría aún peor de lo que está; ni sus administraciones públicas, quizá sobredimensionadas, pero con un satisfactorio grado de eficiencia...

El cáncer terminal de la democracia española es la corrupción generalizada, amparada desde el poder, si no alentada por él, que no encuentra freno y contrapartida eficaz en un sistema judicial anquilosado, burocratizado, decimonónico, ineficaz, y por si le faltara algo, y como se acaba de ver con la elección a dos de su órgano jerárquico, partidista y corporativo, aunque esto último sea un mal endémico característico de los altos cuerpos funcionariales españoles, y los jueces lo son, con preeminencia. 

Desde luego no son ellos, los jueces, los únicos responsables de la situación, aunque casos como el del juez de Murcia que ponía a Dios (su Dios) por encima de las leyes que estaba obligado a cumplir y hacer cumplir; el del irresponsable juez de Sevilla cuyo desastre organizativo costó la vida de una niña; o las defectuosas sentencias que han motivado el varapalo del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre la "doctrina Parot", nos hagan dudar de la clase de elementos a los que el pueblo español confía la misión de ejercer el poder judicial del Estado.

¿Sería mucho pedir que gobierno y oposición se pusieran de una vez por todas de acuerdo en abordar la reforma en profundidad de la justicia española y no solo para repartirse su órgano de gobierno?

Lo que sigue son opiniones personales del que suscribe y, lógicamente, criticables, pero entiendo que en esa hipotética reforma hay algunas cuestiones que deberían de estar ya, a estas alturas, meridianamente claras para todos:

1.- La misión de los jueces no puede seguir siendo la de instruir procedimientos. Los jueces están para juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, para hacer que se cumpla la ley, y para proteger los derechos de las partes, incluyendo los de los acusados. Y los fiscales, a investigar, instruir y a poner ante los jueces, en nombre del pueblo, a los que infrinjan la ley.

2.- Todos los procesos de ámbito penal, y aquellos civiles en que por la relevancia o el cargo de los implicados o por la cuantía económica en litigio así lo determine la ley, deberían ser resueltos por el procedimiento del jurado, con la única obligación por parte de éste, de decidir, por su propio concurso, sobre la culpabilidad o inocencia del acusado.

3.- Todos los tribunales colegiados, en especial las Audiencias Provinciales, y los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas y el Tribunal Supremo deberían reconvertirse en tribunales unipersonales.

4.- Los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas deberían ser los órganos de casación y apelación en última instancia en cuanto se refiera al Derecho emanado de la propia Comunidad Autónoma. En cada uno de esos Tribunales existiría una sala, colegiada, encargada de dilucidar los recursos de revisión, contra sentencias de los órganos unipersonales del propio Tribunal Superior de Justicia, y de la unificación de doctrina sobre sentencias emanadas del Derecho propio de la Comunidad.

5.- Al Tribunal Supremo de Justicia le correspondería la misma función que a los TSJ de las Comunidades Autónomas, pero únicamente en lo que respecta al Derecho emanado de los órganos del Estado.

6.- La ley debería determinar taxativamente en que casos y bajo cuales circunstancias las sentencias de los órganos jurisdiccionales son recurribles ante los órganos jurisdiccionales superiores. 

¡Qué!, ¿nos ponemos a ello?... Sean felices, por favor. Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt



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martes, 22 de octubre de 2013

La "Doctrina Parot": Restableciendo el derecho desde Europa


Se veía venir y no ha habido lugar para sorpresa alguna posible: el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con sede en Estrasburgo, ha echado por tierra la denominada "Doctrina Parot", establecida por nuestro Tribunal Supremo y ratificada por el Constitucional, ordenando la puesta en libertad inmediata de la etarra Inés del Río, tras cumplir 26 años de cárcel de los 3800 a los que fue condenada en 1987.

Tampoco resulta sorprendente la reacción de las asociaciones de víctimas del terrorismo, explicables en su dolor e indignación, pero a las que hay que hacer ver, con todo el respeto debido, que su dolor e indignación, justificadas y explicables, no pueden hacer que el Estado vulnere sus propios principios jurídicos, basados en la supremacía de la ley sobre cualquier otra opción personal por legítima que esta sea. 

Lamentable la reacción inmediata de la FAES, la fundación presidida por el expresidente del gobierno José María Aznar, con una declaración en la que hace responsable de la sentencia a "una operación política protagonizada por Rodríguez Zapatero". Así, sin santigüarse, literalmente: Eso se llama respeto a la justicia y al tan cacareado Estado de Derecho.

Conforme con la decisión de la corte europea y en apoyo de la misma se pronuncia el Grupo de Estudios de Política Criminal, formado por más de 200 juristas españoles (jueces, magistrados, fiscales, catedráticos y profesores de derecho penal). Sensato y crítico con las decisiones de la justicia española que han llevado a esta resolución se mostraba el abogado José María Ruiz Soroa en su artículo de El País "La ley no tolera atajos", que lamenta el triste papel que en toda esta historia han jugado las sucesivas instancias judiciales de nuestro país, con notables excepciones, y la irresponsable actitud -mirando hacia otro lado y haciendo dejación de su responsabilidad- del parlamento y de los sucesivos gobiernos españoles, olvidando el principio jurídico básico de la civilización occidental que establece que no hay pena sin ley previa: "Nulla pena sine lege". Nos lo tenemos merecido.

Mi desprecio absoluto para Inés del Rio y para todos los criminales que van a verse favorecidos por este clamoroso y lamentable "patinazo" de nuestra penosa justicia, y mi agradecimiento al Tribunal Europeo de Derechos Humanos por restablecer frente a todos el imperio de la ley. Esa es también la opinión, llena de sensibilidad hacia las víctimas, de las escritoras Elvira Lindo en su "No hay otra" (El País), y de Patricia Hernández con su "Y cuando no gusta..., también" (El Plural), que comparto.

En este enlace pueden ver la lectura de la sentencia por el pleno del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Y en este otro acceder al texto de la misma en español.

Sean felices, por favor, aunque no está el horno para bollos, Y como decía Sócrates: "Ιωμεν", vámonos. Tamaragua, amigos. HArendt



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sábado, 20 de julio de 2013

Justicia: Cuestión de sexo. Reedición de la entrada de fecha 28/6/2008




http://paraisosperdidos.files.wordpress.com/2008/03/forges_mujer.jpg
Homenaje a la mujer (Forges)




Día ajetreado el de ayer viernes a efectos informativos: La victoria de la selección española de fútbol sobre Rusia y su pase a la final de la Eurocopa-2008; la imparable marcha ascendente de la inflación en España, y el resto del mundo; el salto al vacío del gobierno autónomo vasco convocando un referéndum que divide en dos mitades irreconciliables a su país; el nuevo concepto de "flexiseguridad" laboral impulsado por la Unión Europea. Demasiadas cosas, demasiado tentadoras, todas importantes e interesantes... Pero sin ánimo de resultar original me quedo, como tantas otras veces, con la "Cuarta" de El País, en la que los profesores de la Universidad Pompeu Fabra, Alfred Font (Director del Curso de Postgrado de Negociación Estratégica del Instituto de Educación Continua) y Carmen García Rivas (Directora del Curso de Postgrado de Liderazgo Femenino de la Escuela Superior de Comercio Internacional), analizan el papel y las estrategias de la mujer en su función social de profesionales en el mundo de hoy. El artículo se titula "María Emilia y el lobo", y toma como excurso el reciente incidente en que se ha visto envuelta la presidenta del Tribunal Constitucional, María Emilia Casas. Sean felices, si les dejan; yo lo intento sin excesivo éxito casi todos los días. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν".
Tamaragua, amigos. HArendt





(Atrevámonos a defender nuestros derechos)






"María Emilia y el lobo", por Alfred Font y Carmen García Rivas
El País, 27/6/2008

El percance de la presidenta del Tribunal Constitucional con una conversación grabada también puede leerse como un ejemplo de cómo la mujer ha sido educada para buscar la aceptación por encima de sus intereses. La calidad profesional y la integridad de María Emilia Casas, presidenta del Tribunal Constitucional, están fuera de duda para cuantos la conocen, empezando por sus no siempre fáciles compañeros de tribunal. Y, sin embargo, cuando una lejana relación le pide que se interese por el caso judicial de una desconocida -posible víctima de malos tratos-, en lugar de adoptar una actitud de cautela estratégica, decir, por ejemplo, "me encantaría poder ayudarla pero mi cargo no me lo permite" y facilitarle el teléfono de una abogada especializada, la señora Casas se siente obligada a estudiar el asunto, llamar personalmente por teléfono a la desconocida y mantener con ella una larga conversación en el curso de la cual acabará descubriendo que su interlocutora, entre otras inquietantes características, es sospechosa de haber inducido el asesinato de su marido. Como es natural, en ese momento se activan todas las alarmas que habían sido generosamente desconectadas, la señora Casas reintegra al instante su rol institucional y se retira como puede de la situación. Pero el mal estaba hecho. Meses después, con la interlocutora ya en prisión, la conversación, que fue grabada, sale a la luz.

Los estudiantes de estrategia saben que si uno empieza por colocarse mal, esto es, en la posición vulnerable de una estructura relacional, todo irá mal. El simple hecho de llamar uno por teléfono -a diferencia de ser llamado o de otro tipo de contacto- implica hacerse responsable de la conversación, conducirla y llenarla de contenido. No digamos ya si se trata de llamar a un desconocido. Uno tiene que explicar quién es y justificar la llamada, mientras que la otra parte, en su posición de solicitada, se limita a emitir desconfiados monosílabos. Además, si uno llama para cumplir un auto-impuesto deber compasivo y solidario tiene que hablar mucho -y por tanto exponerse mucho- para que el interlocutor se sienta bien atendido. Incluso la retirada es difícil cuando es uno el que ha llamado. Para cortar, para "quitármela de encima" como ha dicho la señora Casas y como sin duda es verdad, la presidenta del Tribunal Constitucional tuvo que decir algo que, visto luego por escrito y fuera de contexto, da, francamente, muy mala impresión: "Si recurres en amparo (esto es, al Tribunal Constitucional) vuelve a llamarme".

Como dicen los analistas norteamericanos de la teoría de juegos: ya que todos somos estrategas, más vale ser un buen estratega que uno malo. Estrategia es una palabra con mala prensa, porque suena a cálculo, a manipulación. Sin embargo, ser estratega consiste simplemente en tomar en cuenta por anticipado el conjunto de los incentivos que mueven a las personas en sus interacciones con nosotros. Prever y detectar a tiempo cómo se comportan, qué objetivos persiguen, cómo afectan sus movimientos a nuestras expectativas y cómo nos inducen a actuar en un sentido u otro. Nuestra vida personal, social y profesional es una sucesión de situaciones interactivas de este tipo. Reconocerlas y anticiparlas nos permite estar alerta, evitar entrar a ciegas en un terreno peligroso y también, sobre todo en ámbitos que involucran nuestra responsabilidad profesional, nos ayuda a diseñar preventivamente una estructura relacional que nos deje un margen amplio de seguridad.

Ser estratega no significa ser sistemáticamente desconfiado. Significa proceder objetivamente, con independencia de la confianza, para así poder discriminar a tiempo entre quienes merecen nuestra confianza y quienes deben ser mantenidos a distancia. Ser estratega no significa ser egoísta, porque si uno quiere ser altruista también necesita desplegar estrategias que eviten la explotación de la propia generosidad. Ser estratega no significa carecer de emociones; significa reconocerlas, gestionarlas y, singularmente, evitar la confusión de registros de comunicación. Ser estratega no significa mantenerse inaccesible, pero sí reservarse la facultad de graduar la proximidad, según las situaciones y las reglas del juego. En definitiva, ser estratega no es lo opuesto a ser decente, bueno o solidario. Es tan sólo lo opuesto a ser ingenuo.

Esa ingenuidad en la administración de las buenas intenciones aparece con frecuencia en el comportamiento de mujeres que ocupan cargos de alta responsabilidad. Son personas inteligentes, profesionalmente impecables, conocen las reglas del entorno y, sin embargo, como decía un grupo de ellas en un reciente seminario, "no saben detectar las amenazas". Actúan según expectativas ajenas, que racionalmente no comparten; de manera inconsciente, cumplen estereotipos sociales que las inducen a tener actitudes complacientes hacia cualquier persona, sin tener en cuenta las consecuencias.

Si uno cree que ha de orientar sus acciones a gustar, a complacer, a cuidar, será incapaz de autorizarse a actuar estratégicamente por temor a defraudar a quienes en realidad están esperando un comportamiento de sumisión. Y sobre esta base, ningún liderazgo es posible. Ya advertía Maquiavelo (El Príncipe, 1513) que "todo príncipe debe desear que le consideren piadoso y no cruel; sin embargo, tiene que procurar no usar mal la piedad".

A las mujeres se les suponen talentos emocionales refinados (acogida, escucha, compasión, etcétera) que, naturalmente, son un valor en sí mismos. Sin embargo, como cualquier otro talento, deben ubicarse en la estrategia personal y profesional de quien los posee. Para ello hay que transitar por un proceso de autorización interna que conduzca a una conclusión asertiva: se puede ser buena y estratégica. En ausencia de esa autorización, las mujeres, que desde niñas han recibido el mensaje de ser buenas, en su vida adulta siguen queriendo responder a lo que se espera de ellas. Esa voz interior, que permanece durante toda la vida, desactiva el natural instinto de autodefensa y les hace perder la capacidad de alerta ante situaciones de peligro real.

La sumisión, históricamente necesaria para conseguir la protección del varón, parece haber quedado escrita en la memoria genética de las mujeres y llevarlas a orientar su actividad a la búsqueda de los afectos, de la aceptación, por encima de sus intereses. Las mujeres que llegan a puestos de responsabilidad y de prestigio social se sienten a menudo impostoras, como si ocuparan un lugar que no les corresponde, porque pese a que han hecho un largo trayecto que las hace sobradamente merecedoras del cargo, su educación "en la bondad" las lleva a no querer destacar, a ser humildes y, sobre todo, "iguales" -tremenda palabra devastadora de la identidad-, y a una imprudente proximidad.

Una habilidad básica para ejercer la comunicación estratégica consiste en adecuar el registro al interlocutor, marcando la distancia emocional que nos coloque en situación de decidir lo que deseamos dar y obtener de la relación con el otro. Muchas mujeres suelen mostrar un único registro, la complicidad, especialmente si es otra mujer quien les plantea un problema para el que están sensibilizadas. Pero el registro amistoso es propio de la vida privada, no de la vida profesional, y aun en la vida privada debemos ser capaces de realizar esta adecuación porque también ahí se dan diferentes públicos que a su vez requieren diferentes registros, si no queremos llevarnos sorpresas desagradables.

El registro en la vida profesional viene marcado por factores variados, que además son fluidos y están en transformación, pero se apoya sobre todo en el reconocimiento compartido de las reglas de juego en cada caso. Los hombres parecen tenerlo bien asumido pero las mujeres que acceden a cargos directivos, formadas en la igualdad dentro del género, tienen quizás más dificultades para marcar las distancias, quién sabe si por temor a ser tildadas de arrogantes. La tendencia a la proximidad -en lugar de la ubicación preventiva a la distancia adecuada- no sólo las puede poner en situación de riesgo sino que genera confusión en sus interlocutores, desconcertados ante una cercanía que no esperaban merecer. La incapacidad para mantener la distancia estratégica supone también una devaluación de la propia actividad que puede ser percibida por el interlocutor como de escasa importancia.

Reconocer las reglas del juego que se está jugando, autorizarse internamente a ser y anticiparse estratégicamente a las situaciones amenazantes son tres pasos a seguir. De lo contrario, las mujeres profesionales continuarán sintiéndose intrusas en el mundo del éxito y expiando "la culpa" con movimientos de auto-sabotaje que arruinarán su esfuerzo y su talento.




María Emilia Casas con el rey





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