En el famoso libro del antropólogo Claude Levi-Strauss titulado "Mitológicas. Lo crudo y lo cocido" (Fondo de Cultura Económica, México, 1968), todo un clásico de la antropología y la etnografía, se analiza y desmenuza con absoluto rigor científico el mito de referencia de los "bororo", una tribu indígena del Brasil central, a la que el insigne investigador francés dedicó la mayor parte de su vida.
Con toda seguridad no es la pretensión del escritor Gustavo Martín Garzo la misma que la del profesor Levy-Strauss, aunque su artículo de hoy en El País, "Las enseñanzas de Sherezade", se inicie con una definición bastante académica del concepto de mito, sino que se centra en la contraposición paradójica entre el mundo del "mito" y el de las "historias inventadas" con la conclusión de que el mundo del mito -y con él, el de la "verdad" de "su historia"- da a los sueños la solidez de lo real, y a la realidad la intensidad de los sueños...
Disfrútenlo, que es un bello texto. Un mito es una historia, comienza diciendo Martín Garzo, que, afectando a toda una comunidad, es juzgada por sus miembros como verdadera. Según esto, frente a las historias inventadas, con las que los hombres entretienen su tiempo y avivan su fantasía, existirían las historias verdaderas, que nos hablarían de lo que íntimamente son.
Por ejemplo, las historias que se refieren al origen de las cosas son míticas. La historia del paraíso lo es para el universo cristiano y judío porque en ella se habla de la causa por la que empezó el exilio del hombre en la tierra. Y, en el mundo griego, la historia de Prometeo o la de Demeter y Proserpina son míticas, ya que en ellas se habla, respectivamente, del descubrimiento del fuego y de los ciclos productivos asociados a las estaciones.
Las historias míticas abarcan un espectro muy amplio y pueden referirse desde a grandes dramas del espíritu humano, como la expulsión o el éxodo, hasta a asuntos menores como la creación del vino o el origen de las flores. El narciso surge de la metamorfosis de un joven y bello pastor que se enamora de su reflejo en el agua; el heliotropo, que siempre mira al sol, es la forma que toma la ninfa Clitia al languidecer de amor; el laurel oculta el cuerpo tembloroso de Dafne; y los lirios son gotas de leche vertidas por la diosa Hera cuando alimentaba al pequeño Hércules.
Las historias verdaderas se oponen a las historias inventa-das en que, mientras que aquellas dicen la verdad de lo que somos, éstas no serían sino fórmulas complacientes que nos ayudarían en la tarea de hacer más gratas nuestras horas de soledad.
En nuestro universo cristiano, la conmemoración del nacimiento de Jesús es una historia verdadera, mientras que el cuento de La Bella Durmiente es una inventada. La primera afecta a toda la comunidad de creyentes; la segunda, pertenece a ese ámbito de la intimidad que es el espacio de la crianza de los niños. Pero no siempre es fácil distinguir unas de otras. Nada diferencia, por ejemplo, la historia de la Anunciación de las historias de Rapónchigo o de Blancanieves. Una muchacha que recibe la llegada de un ángel, y que concibe un niño llamado a ser el rey de los hombres, ¿no es el comienzo de un cuento de hadas?
Pero el niño posee un pensamiento mágico en que realidad y ficción se compenetran y fecundan y no tiene claro los límites que separan los dos mundos. Un niño pequeño cree con naturalidad pasmosa la historia de Noé, pero también la de San Jorge y el Dragón o la de Peter Pan, que es ese malicioso personaje que vive anclado en la infancia; por lo que esa distinción entre lo real y lo ficticio siempre le será extremadamente difícil de llevar a cabo, y sólo la intervención del adulto podrá ayudarle en esa tarea.
Al hombre arcaico le pasaba algo parecido. Pensemos, por ejemplo, en las historias de aparecidos. Nuestros antepasados tenían que enfrentarse al enigma de la muerte y aquellas historias de familiares que regresaban de sus tumbas a intervenir en el mundo de los vivos, lejos de ser un mero entretenimiento, tenían el carácter de historias verdaderas que estaban en la base de la constitución misma de lo real. Walter Benjamin dijo que nuestro mundo es rico en información pero pobre en historias memorables, queriendo advertir, según creo, del empobrecimiento que había supuesto para el mundo del relato la pérdida de su sustrato mítico.
Curiosamente, la falta de referencias a esas historias verdaderas que constituyen la base del mito ha provocado un empobrecimiento tanto de la realidad como de la ficción. De lo que es sin duda un ejemplo ese mundo tan comentado de las leyendas urbanas, que en el mejor de los casos apenas sirven para otra cosa que para hacernos más grata la sobremesa. La ficción entendida como mero entretenimiento, como mundo paralelo que nos permite sortear el aburrimiento y el cansancio de lo real, termina por convertirse en un juego banal que apenas es capaz de provocarnos algún que otro estremecimiento. O dicho de otra forma, las ficciones nos pertenecen; las historias verdaderas no. Aún más, son ellas las que nos dicen lo que somos y lo que cabe esperar de nosotros. Es la misma diferencia que existe entre el mundo del secreto y el del misterio. El mundo del secreto pertenece al ámbito de la ficción, el del misterio al de la verdad. Somos dueños de nuestros secretos, pero es el misterio el que nos posee.
Pero el mito y el misterio han desaparecido de nuestras vidas, y el hombre contemporáneo ha dejado de creer que existan historias verdaderas. ¿Quiere decir esto que su vida se ha hecho más real? Más bien sucede lo contrario. Es la paradoja de los mitos, que a su manera son dadores de realidad. En los evangelios se nos dice que uno de los discípulos descubre al Jesús resucitado por la forma en que éste parte el pan en la mesa. Los restaurantes actuales entregan cartas de panes a sus clientes, pero es difícil que el pan llegue a tener para ellos la materialidad que tenía para los creyentes que escuchaban aquel relato. Incluso unas simples lentejas nunca serán las mismas para quien, tras crecer bajo el influjo misterioso de la Biblia, haya escuchado la historia de la traición de Jacob a Esaú. Es la paradoja del mundo del mito, y de sus historias verdaderas, que dan a los sueños la solidez de lo real, y a la realidad la intensidad de los sueños.
El planteamiento de una obra como El Decamerón no es, en el fondo, distinto al de estos concursos en que un grupo de hombres y mujeres jóvenes se ven obligados a permanecer aislados frente a las cámaras de televisión. En El Decamerón era la peste la que les hacía huir, y entonces daban en contarse historias con las que trataban de distraerse de sus angustias, pero en las que también se preguntaban por el mundo del deseo, por el significado de la dicha y del dolor, y con las que trataban, en definitiva, de conjurar a la muerte. Lo que no sucede en absoluto en los programas aludidos, en los que asistimos a un cúmulo de despropósitos y tópicos que ratifican el radical descrédito de lo real que padece el mundo actual.
Sherezade visitaba al sultán cada noche y gracias al arte de sus relatos no sólo logró salvarse, sino salvar la vida de cuantas muchachas habrían tenido que sucederle en su lecho. El mundo del relato siempre ha ido unido a la pregunta por el poder de la muerte, y a la necesidad de encontrar una manera de burlarla. Y es cierto que el mundo de la ficción no pertenece exactamente al mundo del mito, pero aspira a reflejar una parte de su verdad. Y así el mito vuelve a nosotros y, al hacerlo, la realidad se abre y nos entrega sus frutos más sabrosos. Bien mirado, ¿no es ésa la aspiración del narrador? Un puente entre la verdad y el mundo real, eso son todas las historias que merecen la pena. Y sean felices, por favor. O al menos, por intentarlo, que no quede... HArendt
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