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jueves, 12 de diciembre de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Añorada Hannah. (Publicada el 13 de mayo de 2009)




Hannah Arendt (1906-1975)


Ayer comenzó el debate anual sobre el Estado de la Nación. Hace muchos años que no lo sigo en su integridad, aunque si veo los resúmenes y escucho y leo los comentarios que sobre él se formulan a "toro pasado" en prensa, radio o televisión. Sin excesivo interés, dicho sea de paso. No es un "debate" que me preocupe. En términos generales me parece una pantomima en la que nadie escucha al otro, la oposición proclama apocalipsis y catástrofes varias que no concreta, y el gobierno (cualquier gobierno, todos los gobiernos) aprovecha para "sacar conejos" de la chistera que dejen con el paso cambiado a sus adversarios políticos y arranquen ¡oohées! de amiración de sus partidarios. 

La pantomima, la mayoría de la ocasiones, ni siquiera alcanza la categoría de "representación" que, como yo explicaba a mis alumnos de los cursos de formación de representantes sindicales, resulta esencial en toda actividad pública. Parece que esta vez la "sacada de conejos" ha sido bastante más espectacular de lo esperado, el presidente del gobierno ha estado más en su lugar de lo habitual en él, y el líder de la oposición conservadora ha acreditado una vez más que podrá ganar unas elecciones (hasta un gilipollas de nacimiento como George Bush -hijo- las ganó dos veces) pero no convence ni a los suyos.

Como es muy probable que vuelva sobre el asunto en días posteriores, dejo por hoy el Debate sobre la Nación para comentar dos noticias que me han dejado un buen sabor de boca. La primera se refiere al gobernador del Banco de España, el señor Fernández Ordóñez, al que, estimo yo, con buen tino, el secretario general de la Unión General de Trabajadores de España, el señor Cándido Méndez, calificó días pasados de bocazas a cuenta de sus reiteradas declaraciones en favor del abaratamiento del despido, la congelación de las pensiones, el aumento de la jornada laboral y la disminución de los salarios de los trabajadores.

Pues bien, el parlamentario socialista europeo, don Josep Borrell, recordaba ayer que le gustaría oir alguna vez al gobernador de nuestro banco central su opinión sobre los sueldos de los presidentes de los grandes bancos nacionales españoles (que alcanzan de media los 6.000.000 de euros anuales, con primas en planes de pensiones que se incrementan también anualmente en 3.000.000 de euros por término medio), en lugar de clamar una y otra vez por el abaratamiento del despido, la rebaja de los salarios y la congelación de las pensiones de los trabajadores.

Otra noticia de hace unos días, aparte de la repentina admiración jaculatoria del señor presidente de los (grandes) empresarios españoles, cuyo nombre no recuerdo ni tengo el menor interés en recordar, sobre los fastuosos (a su juicio) órganos reproductivos de la presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid, doña Esperanza Aguirre, es la de que los sueldos medios de los directivos de las empresas españolas que cotizan en el IBEX alcanza los 900.000 euros anuales. No se si es mucho o poco. Desde luego, yo no estoy en contra de que esos directivos ganen mucho dinero, siempre que hagan crecer a sus empresas respectivas, generen riqueza productiva para el país y creen empleos estables y bien retribuidos. Pero que esos mismos señores limiten su receta para salir de las crisis a recibir sin control ni responsabilidad alguna por su parte dinero público (de todos) en cantidades ilimitadas, destruyan empleo, congelen o bajen los salarios de sus trabajadores, aumenten sus jornadas de trabajo, limiten sus derechos y recorten sus prestaciones sociales y sus pensiones, me parece, como mínimo un ejercicio de cinismo y de desvergüenza.

Termino con otro interesante artículo en el que Rafael Argullol, escritor y profesor de Estética en la Universidad Pompeu Fabra, de Barcelona, titulado "El gran saqueo", comenta el varapalo dado por el Parlamento europeo a España con motivo del Informe presentado al mismo por la diputada europea verde, Marguete Auken, sobre el "Impacto de la urbanización extensiva en España en los derechos individuales de los ciudadanos europeos, el medio ambiente y la aplicación del Derecho comunitario". No tienen desperdicio. Les invito a leerlos en los enlaces de más arriba.

No se si la "política" en España, entendida como la actividad que desarrollan los políticos en todos sus niveles (locales, regionales, estatales) es de mejor o peor calidad que la que se lleva a cabo en Alemania, Francia, Portugal, Gran Bretaña, o Andorra. Dos de mis mejores amigas y un sobrino se dedican a la política activa en cargos de diversa responsabilidad; son honestos, trabajadores incansables, desinteresados, con una excelente formación académica, y sinceramente, no entiendo muy bien que hacen en ella (en la política) aparte de tragarse cada día, con mejor o peor disposición, media docena de sapos crudos en esta república bananera en que hemos convertido a Canarias. Desde luego, pienso que no hemos llegado (aún, pero crucemos los dedos) a la situación de degradación de la Italia berlusconiana, pero en todo caso me parece que tanto la política canaria como la española están muy alejadas del nobilísimo papel que mi idolatrada Hannah Arendt reclamaba para ella (la política) como manifestación pública de confrontación de ideas en el ágora siempre abierta y al aire libre de una sociedad democrática. De ahí, mi añoranza de tu magisterio, querida Hannah. Sean felices. HArendt




El escritor Rafael Argullol



La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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viernes, 22 de noviembre de 2019

[A VUELAPLUMA] Una ayuda



Hannah Arendt, fotografía de 1949. Getty Images



A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellos tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy, un texto del escritor Félix de Azúa, en el que nos recomienda acudir a Hannah Arendt en busca de consejo cuando nos asalta el horror de ver a nuestros vecinos entregados a la destrucción, el odio y la idiotez. 

"Cuando nos domina el agobio de estar viviendo en una sociedad agresiva, codiciosa, desnortada y peligrosa -comienza diciendo Azúa-, conviene acudir a quienes en verdad vivieron situaciones difícilmente soportables. La primera mitad del siglo XX fue, en Europa, una monstruosa fábrica de cadáveres según las palabras de la gran Hannah Arendt. Los totalitarismos usaban a sus poblaciones como materia prima para la ampliación de cementerios. Y los habitantes de aquellos países se volvieron monstruos sanguinarios. Ella, judía alemana, sobrevivió porque pudo emigrar a EE UU y allí escribir una de las reflexiones más profundas sobre la naturaleza del mal. Aturdida y confusa al ir conociendo las carnicerías europeas, dedicó su vida a pensar en una política humana. Al principio, en los años cuarenta, los crímenes alemanes y rusos eran difíciles de creer así que tardó en admitir que los humanos pudieran caer en semejante degradación. Cuando nos asalta el horror de ver a nuestros vecinos entregados a la destrucción, el odio y la idiotez, es bueno acudir a aquella mujer sabia, generosa y lúcida en busca de consejo. Ella vivió lo peor. 

La obra de Arendt es tan extensa que no es fácil elegir uno u otro título, aunque mi favorito siga siendo el monumental trabajo sobre los totalitarismos, porque da información esencial sobre la perversidad de los nacionalismos. Por fortuna acaba de publicarse, bajo la muy docta dirección de Andreu Jaume, una antología, La pluralidad del mundo (Taurus), que resume la doctrina de Arendt y es una introducción eficaz a su pensamiento político. Aun cuando ella vivió el horror absoluto, hay mucho que aprender sobre nuestros mediocres malvados. Sobre todo, un principio de hierro: no hacer nada que nos asemeje a ellos".






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miércoles, 6 de febrero de 2019

[A VUELAPLUMA] El ritual de los buenos propósitos





En un buen número de países dominan los simuladores de lo popular que se presentan como políticos de un nuevo comienzo que, en realidad, quieren un retroceso a una situación de orden autoritario, escribe la periodista, escritora y filósofa alemana Carolin Emcke. 

Los buenos propósitos forman parte del ritual del Año Nuevo. Queremos mejorar alguna práctica licenciosa o alguna costumbre acomodada. Tomamos la determinación de dejar esto o hacer aquello. La mayoría de las veces, en la decisión ya tenemos en cuenta que no tardaremos en fracasar. Con ello, la idea del comienzo pierde vigor y queda reducida a una minucia privada y secreta sobre la que merece la pena preguntarse cuál es el significado profundo, cuál es la gracia inherente a la posibilidad de comenzar.

“Dado que todo ser humano, por el hecho de nacer, es un initium, un comienzo, un recién llegado, los seres humanos son capaces de emprender iniciativas”, señala la filósofa Hannah Arendt en La condición humana, a lo que añade la posibilidad de “convertirse en iniciadores y poner en marcha algo nuevo”. En este sentido, el comienzo no pertenece solamente a las fechas especiales o a los cambios de ciclo como el final del año, sino que puede manifestarse en cualquier actividad humana, en cualquier ocupación que se sustraiga al cálculo y a la previsibilidad. Sin embargo, emprender una iniciativa, empezar algo, significa también, como señala Arendt, “convertirse en principiante”. Quien empieza algo nuevo no puede confiarse a sí mismo, a su experiencia o a su situación anterior. Las personas que tienen que recuperarse de una enfermedad o de una pérdida, que cambian de trabajo o se han vuelto a enamorar, lo saben. Quien empieza de nuevo se adentra en lo desconocido e inestable, y no le queda otro remedio que pensar y actuar sin apoyos, lo cual asusta tanto como inspira.

Pero la posibilidad de poner rumbo hacia lo nuevo nos enfrenta también con la experiencia social y política del abandono de lo viejo. La capacidad de poner en marcha un proyecto, de iniciarlo, puede ser igualmente un acto colectivo. Aunque a menudo lo olvidemos, las festividades religiosas nos traen el recuerdo de antiguas tradiciones repletas de historias en las que el comienzo no solo se anuncia, sino que se lleva o se hace posible a un individuo o una comunidad. Frente a la idea de la optimización permanente de uno mismo, característica del espíritu de nuestra época, cuyo principal sentido es la adaptación forzosa a la competitividad, las antiguas historias nos remiten a la idea del comienzo disidente; nos hablan de la huida colectiva de la falta de libertad o de la búsqueda común de otro lugar, de otra forma de vida; relatan el valor de la multitud para resistir o la reflexión autocrítica del individuo.

Quizá la razón de que esas viejas historias sigan conmoviéndonos sea que alimentan permanentemente la esperanza de podernos liberar de lo que nos ha lastrado o limitado; de aquello que nos hace que seamos más pequeños, más pobres o más cobardes de lo que podríamos ser. Tal vez conserven también esa fuerza intacta porque nos dicen cómo dejar algo atrás, lo que un día fuimos o lo que nos ha deformado; cómo evitar vernos obligados a ser prisioneros de nuestra historia o nuestros orígenes; cómo ser capaces de rebelarnos contra una vida alienada, contra la privación de derechos. En eso reside la milagrosa promesa de estas historias de comienzo. Vivir con el mismo gozo que tantos personajes de ficción en la literatura, el teatro o el cine cuando se aventuran en lo abierto, aún incierto, y nos muestran la alternativa del valor o la libertad para ser.

Últimamente, en un buen número de países de todo el mundo dominan los personajes o los movimientos políticos que quieren limitar y reprimir esa posibilidad de comenzar. Ya sea Donald Trump en Estados Unidos o Jair Bolsonaro en Brasil, los simuladores de lo popular se presentan como políticos del nuevo comienzo. Sin embargo, el contenido de sus programas pone en evidencia lo contrario. Lo que quieren es restringir la diversidad social, que es justamente la manifestación de la posibilidad de toda persona, sea hombre o mujer, de desarrollarse sin cortapisas. No quieren saltos hacia mundos más libres, sino un retroceso ficticio a una situación de orden autoritario regido por la promesa no de igualdad, sino de jerarquización. Por eso escenifican su política de la regresión como si la demolición de los derechos humanos y civiles o la negación de la diversidad de la propia sociedad fuesen beneficiosas. Se declaran reformadores, y lo único que quieren decir es que van a ablandar las leyes y disposiciones que protegen a las minorías y los espacios de libertad. La brutalidad del lenguaje, la barbarie sin complejos con que Trump se refiere a los emigrantes de México, o Bolsonaro a los homosexuales, o ambos a las mujeres, son síntoma de una ideología inhumana cuyo objetivo es la represión.

En consecuencia, si queremos hacernos un propósito para el nuevo año, que sea el de volver a fortalecer la verdadera idea del comienzo en nuestras democracias; el de confiar en nuestra capacidad de alumbrar otras formas de convivencia más abiertas, y no más restrictivas; más libres, y no más jerárquicas; más democráticas, y no más autoritarias. Porque en eso consiste una democracia abierta y plural: en proteger los espacios y los derechos que permiten a las personas desarrollarse; en no rezagarlas o coartarlas por su origen o sus creencias; en permitirles que cambien, que sueñen con la felicidad individual o colectiva, y que esa felicidad pueda ser diferente de la de sus padres o sus vecinos.

Que las comunidades indígenas hayan sido marginadas y expoliadas durante siglos no significa que haya que seguir haciéndolo; que, históricamente, las mujeres hayan sido tratadas con condescendencia y reducidas a la condición de objeto, que su palabra valiese menos ante los tribunales, no es razón para perpetuar la tradición de violencia contra ellas. De la duración de una injusticia no se puede deducir su legitimidad. Que algo haya sido siempre así no significa que sea bueno.

Esta es la promesa del comienzo: la posibilidad de revisar nuestra herencia social o cultural; de seguir utilizando y transmitiendo lo bueno y de interrumpir y cambiar lo que nos ha perjudicado o limitado. Porque la democracia consiste en experimentar como sociedad; en preguntarnos si nuestras prácticas y nuestras costumbres son lo bastante buenas, si nos hacen más libres, si son justas, o si solo algunas son ventajosas, y otras, no. Una democracia es un orden dinámico porque aplica procedimientos que nos permiten aprender como individuos, pero también como sociedad. Es nuestra obligación no solo defender esta concepción del comienzo, sino ampliarla y profundizarla.



Dibujo de Eulogia Merle


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt






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sábado, 8 de diciembre de 2018

[A VUELAPLUMA] La misión de la escuela





Dice la pensadora Hannah Arendt en La crisis de la cultura (1958), que la principal responsabilidad de la escuela no es liberar a los hijos de la influencia de sus padres, sino introducirlos en el mundo real. Otra definición mucho más concreta de la escuela es la que defiende Michel Young en Bringing Knowledge Back (2008): la de enseñar lo que los niños pobres no pueden aprender en otros lugares: el conocimiento que los capacite para generalizar, formar conceptos y comprender cómo funciona el mundo (y quizás cambiarlo)

En el año 2011, escribía hace unas semanas Gregorio Luri Medrano, profesor de filosofía español, doctor en filosofía por la Universidad de Barcelona y licenciado en Ciencias de la Educación, en unas jornadas organizadas por el Colegio de Doctores y Licenciados de Cataluña en la Seu d'Urgell, Alejandro Tiana, actual secretario de Estado de Educación, nos dijo, para ponernos al día, que algunos profesores están representando a Hamlet y andan tan metidos en su papel que no se dan cuenta de que les han cambiado el decorado a sus espaldas y que ahora en lugar del castillo de Elsinor tienen un McDonalds. Estas dos imágenes son importantes porque nos indican un radical vaciado de algo que fue importante y su sustitución por otra cosa cuyo contenido no es fácil de definir. 

Este mismo año, Alessandro Baricco se preguntaba en la Leopolda de Florencia: "¿En qué nos hemos equivocado?" La voluntad de trabajar en defensa de los desfavorecidos es un espléndido punto de partida, pero los desfavorecidos no se defienden fomentando la mediocridad o el miedo al riesgo. "Lo mejor que se puede hacer por los débiles es concederles un sistema dinámico, no un sistema garantista. Un sistema garantista, paraliza un país, paraliza el crecimiento, paraliza el entusiasmo, la esperanza, las posibilidades de cambio. No permite la movilidad social, encadena la capacidad, es un sistema asfixiante". Tampoco, añadía Baricco, "hemos sabido pronunciar las palabras que se correspondían con el nombre de las cosas". La izquierda no ha sido capaz de pronunciar la palabra "meritocracia", pero no ha sabido hallar una palabra alternativa, "por lo que no hemos hecho aquello a lo que la palabra corresponde". 

Entre Tiana y Baricco parece moverse la voz del conocimiento en la socialdemocracia. Dejo de lado a quienes, situados más allá de McDonalds, postulan una pedagogía basada en una "epistemología de los conocimientos ausentes". No dudo que las diferentes propuestas están guiadas por las mejores intenciones. Lo mismo pienso cuando escucho a la ministra de Educación y Formación Profesional, Isabel Celaá, anunciar que se otorgará el título de Bachillerato a los que "tengan una asignatura no del todo satisfactoriamente aprobada", para hacer "un gran favor a los alumnos" y no rebajarles la autoestima. La ministra entiende que la medida se legitima por el hecho de que en la universidad "también se puede aprobar por compensación". Seguro que está pensando honestamente en lo mejor para los jóvenes y no meramente en maquillar el fracaso escolar de nuestro sistema educativo. Alejo pues de mí la tentación de verla como uno de esos profesores que, para no frustrar a sus alumnos, no se atreven decirles que se han equivocado. Sospecho que Tiana y Celaá están movimos por el deseo de contrarrestar el preocupante hecho de que el fracaso escolar crece a medida que el bienestar económico de las familias disminuye. Su ideal es la equidad. Y aquí es donde veo lo interesante, pues llevamos décadas preguntándonos si el fracaso escolar de los más pobres es "culpa" de los pobres (porque, por ejemplo, su lenguaje está muy alejado del académico) o de la escuela (que daría forma a sus contenidos académicos de forma arbitraria pero selectiva, para que sean más fácilmente accesibles a ricos que a los pobres). ¿Y si lo que la escuela define como "conocimiento" está sesgado ideológicamente? ¿Y si los pobres en lugar de tener capacidades inferiores a los ricos, tienen capacidades diferentes que la escuela es incapaz de reconocer y evaluar? 

Son cuestiones éstas a las que todo estudiante de magisterio se ha visto obligado a enfrentarse, estimulado por las mejores intenciones de sus profesores. La posibilidad de que la escuela esté actuando como una factoría de producción en serie de diferencias sociales y de que todo aprobado sea un robo al que suspende fue formulada de forma precisa en un libro de Pierre Bourdieu y Basil Bernstein titulado Knowledge and Control (1971), cuya introducción estaba escrita por un joven licenciado en Sociología llamado Michael Young. Pocos libros han tenido mayor influencia que éste en las facultades de Pedagogía y en la conformación de la imaginación pedagógica de la socialdemocracia moderna. The Wall, de Pink Floyd es su banda sonora. Han pasado los años. Han muerto Bernstein y Bourdieu. Y Young, que parecía destinado a ser su heredero, es profesor emérito del Instituto de Educación de la Universidad de Londres y ha cambiado radicalmente de parecer sobre el papel del conocimiento y la escuela. Hoy defiende que ni se debe trivializar el valor del conocimiento ni confundir conocimiento y experiencia; que los alumnos, especialmente los pobres, necesitan muchos conocimientos y que la mejor forma de adquirirlos es a través de las disciplinas tradicionales. Donde antes hablaba del "conocimiento de los poderosos" ahora habla del "conocimiento poderoso". Su libro Bringing Knowledge Back (2008) debería interesar a todos los que continúan leyendo Knowledge and Control en el reclinatorio. La obligación de la escuela, defiende Young, es enseñar lo que los niños pobres no pueden aprender en otros lugares: el conocimiento que los capacite para generalizar, formar conceptos y comprender cómo funciona el mundo (y quizás cambiarlo). La justicia social exige que los niños de bajos ingresos, yendo más allá de su experiencia particular de su mundo, tengan libre acceso al conocimiento. No podemos hacer a las nuevas generaciones ignorantes del enorme capital de saber acumulado que tienen a su disposición, ni educarlas como si no fueran responsables de su transmisión. 

Cuando le preguntan a Young qué le hizo cambiar de opinión, responde siempre lo mismo: "Convertirme en padre". A mi me pasó lo mismo. Young sigue militando en el Labour Party; como militó toda su vida Tony Judt, crítico de los progressive educationist y las comprehensive schools, porque, a su juicio, han sido insensibles a la diferencia existente entre la excelencia y la mediocridad y han confundido el igualitarismo cultural con un populismo antielitista. El lema que le permitió al heterodoxo Tony Blair ganar las elecciones fue education, education, education y sus objetivos, conseguir "altos estándares para todos" y hacer efectivo el ideal meritocrático. Añadamos a lista de críticos con la ortodoxia pedagógica de la socialdemocracia el nombre de Jaap Dronkers, uno de los sociólogos de la educación más relevantes de las últimas décadas, que dedicó su vida al estudio de las desigualdades sociales y ha sido un firme crítico de los "métodos suaves" en educación porque, a su juicio, en lugar de contribuir a mitigar las diferencias sociales, las ahondan. Así pues, cuando nos digan que determinada política educativa es de izquierda, preguntemos: ¿De qué izquierda?. También estoy convencido de que las mejores intenciones están detrás de las propuestas, cada vez más descaradas, de reducir drásticamente la autonomía de las familias a la hora de elegir escuela. Sin embargo, como ya viera Hannah Arendt en La crisis de la cultura (1958), la principal responsabilidad de la escuela no es liberar a los hijos de la influencia de sus padres, sino introducirlos en el mundo real. 

Los educadores, muy especialmente si son funcionarios, no tienen por misión hacer de la escuela el ariete de sus particulares y legítimos sueños políticos. Son los representantes de un mundo que evidentemente no han construido, con el que es muy probable que se encuentren insatisfechos y contra el que tienen derecho a protestar, pero fuera de la escuela, en su condición de ciudadanos. Ante las nuevas generaciones son educadores, es decir, embajadores de la realidad. Y si no quieren serlo, deberían cambiar de trabajo, añade Arendt. Leo a Arendt y pienso en una niña de primaria que le preguntaba confundida a su maestra: "¿Seño, tenemos que hacer hoy también lo que queramos?" Efectivamente, Elsinor se va desdibujando, y con él se va debilitando la voz del conocimiento. Estamos perdiendo así los caminos que podrían redimir a los pobres de su realidad, mientras cada vez se van haciendo más diáfanos los que conducen a un puesto de trabajo en un McDonalds.



Dibujo de Ajubel para El Mundo


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt





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miércoles, 6 de junio de 2018

[A VUELAPLUMA] El compromiso





Hace unos días mi mujer y yo vimos en casa la película "El espía", un film de Billy Ray estrenado en España en 2007 que relata la captura de un agente del FBI, Robert Philip Hanssen, que durante más de veinte años estuvo pasando información a la Unión Soviética, primero, y luego a Rusia, hasta que fue apresado en 2001 y condenado a cadena perpetua, que aún cumple. Hay una escena de la película en la que el joven agente que acabará por descubrirle habla con su padre, antiguo oficial de la marina de guerra, al que comenta las dudas que le atormentan a veces en su trabajo, lleno de trampas, traiciones y operaciones más o menos sucias. La lacónica respuesta del padre es toda una lección sobre el cumplimiento del deber por encima de cualquier otra consideración moral: "Sube al barco, haz tu trabajo y vuelve a casa"... Asocié la escena a lo que denunciaba Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. No me pregunten porqué, pero fue así. ¿Quizá por lo alegado por Eichmann, y tantos otros a lo largo de los tiempos, de que él "solo cumplía órdenes"?... Puede ser... Aunque en este caso, el significado de la frase pueda ser radicalmente distinto. Si leen esta entrada hasta el final quizá lo entiendan... O no... Y el perdido sea yo...

Rememoraba lo anterior leyendo la emotiva reseña del historiador Tomás Llorens en El País sobre la novela La peste, de Albert Camus, en la que analiza cuanto el libro contiene de exaltación de la idea de compromiso. Compromiso con la humanidad, pero sobre todo con uno mismo y con nuestra condición de hombre. Como a Llorens, de mi misma edad, la lectura de La peste de Camus me provocó una profunda impresión de la que ya dejé constancia en el blog en su día.

En el ecuador del franquismo, comienza diciendo Llorens, el compromiso político no era un dogma ideológico; era, simplemente, algo que corría prisa. Y una generación a la que luego se le negó el mérito se encargó de eso. Leí La peste, comenta, en el invierno de 1959-1960. Yo tenía 23 años y Camus me llegaba demasiado tarde y demasiado pronto. Demasiado tarde, porque, para entonces, yo ya había leído La náusea y los cuentos de El muro y estaba deslumbrado por Sartre. Demasiado pronto, porque mi experiencia vital era todavía demasiado corta para apreciar todo el valor literario de la novela.

La peste es, en efecto, una de las grandes novelas del siglo XX. Sobre todo, por la voz del narrador. Como en una tragedia de Esquilo, es esa voz coral, más que los episodios que se engastan en ella, la que mantiene la tensión de la narración. Distante, objetiva, rítmica, cuenta la aparición de la peste, su progreso lento e inexorable, las estadísticas crecientes de los muertos semanales, luego diarios, el pulso árido de la ciudad sin árboles, el devenir de sus callejas y bulevares minerales, cerradas sobre sí mismas, abandonadas a su propio delirio. Ese ritmo mantenido es inseparable de las ideas que lo habitan. El punto culminante de la narración es un episodio en el que se cuenta el contagio y la muerte de un niño. Apenas 24 horas. Página tras página, los síntomas desfilan con precisión clínica ante los ojos del lector, párrafo tras párrafo las expectativas de remisión se tensan para acabar, una y otra vez, frustradas, convertidas en nada. Pero es también a lo largo de esa agonía donde se revela con más claridad el combate de las ideas. El escándalo de la tortura de un inocente. La inexistencia, o, peor, la indiferencia, de Dios. El pulso ciego de la vida y de la muerte. La fragilidad, liviana y seca, de la solidaridad entre los hombres. 

Leí La peste a destiempo, pero muchos amigos la leyeron en el momento adecuado y, gracias a ellos, Camus tuvo una influencia decisiva en nuestra generación. El régimen franquista atravesaba lo que luego supimos que era su ecuador, y las ideas del escritor francés inspiraron los comienzos de nuestra revuelta. En primer lugar, naturalmente, por la metáfora transparente que hacía de la peste una figura del nazismo. Pero, también, por el escándalo de la injusticia social y de la corrupción larvada del régimen franquista. Por la irritación que nos producía, no solo la Iglesia católica, sino la religión en sí misma, con su carga de esperanza vana y de engaño. Y, más allá de la Iglesia y de la religión, todas las retóricas de la trascendencia en todas sus manifestaciones. No queríamos saber nada de ningún dogma ni de ningún más allá. (Tampoco —al menos algunos de nosotros— del más allá que preconizaban los comunistas).

La única opción posible era el aquí y el ahora, por muy carentes de sentido que se nos presentaran. En último término, como única posibilidad, estaba solo la ciencia. Rieux, el protagonista de La peste, es médico y lucha con la enfermedad sin otras armas que las del conocimiento científico. Es cierto que Camus —seguidor de Nietzsche, en definitiva, aunque lejano— es consciente de las limitaciones e insuficiencia de la ciencia —“su lucha es una derrota continuada”—; pero al mismo tiempo tiene claro que no hay otra cosa —“eso no es razón para dejar de luchar”—. La ciencia y la solidaridad. El compromiso con los compañeros de combate.

El compromiso social y político fue, como es sabido, la señal distintiva de nuestra generación. Y dejó su marca en la vida cultural española. Para bien y para mal. Para bien, porque fue un ethos intensamente compartido. Pocos períodos de la historia de la cultura española del siglo XX presentan un aspecto tan compacto y unitario como el decenio que transcurrió entre la segunda mitad de los años cincuenta y la segunda mitad de los años sesenta. Y esa compacidad se traduce, me atrevo a decirlo, en la fuerza y calidad de la mejor literatura y el mejor arte de esos años. Para mal, porque esa fuerza y calidad fueron negadas en la década siguiente. Contra el ethos del compromiso, se alzó la bandera de la autonomía del arte y la literatura. El final del franquismo y los primeros años de la Transición transcurrieron bajo el signo creciente de la pintura-pintura y de la literatura autorreferencial. Los años sesenta se etiquetaron y ridiculizaron ferozmente. Tanto que, aún hoy, siguen siendo mal entendidos. Los artistas, escritores, científicos e historiadores “comprometidos” del siglo XX se siguen caricaturizando como intelectuales anacrónicos, dogmáticos, proclives a sacrificar la calidad literaria, artística o científica de lo que hacían en aras de una miope instrumentalización política.

Releyendo La peste he reencontrado un pasaje que fue clave para nuestra generación. Uno de los personajes principales de la novela es Rambert, un joven periodista forastero que queda involuntariamente encerrado en la ciudad cuando se declara el estado de peste. Aunque es un hombre proclive al compromiso político, que ha luchado con las Brigadas Internacionales en la Guerra Civil española, Rambert considera ahora que el problema de la ciudad apestada no es el suyo y decide abandonarla para reunirse en Francia con la mujer que ama. Ante la imposibilidad de hacerlo legalmente, acaba optando por una evasión clandestina. Tras varias tentativas fracasadas, se le presenta finalmente la ocasión de hacerlo. Sin embargo, llegado el momento crítico, cancela el proyecto para ponerse al servicio de los equipos de ayuda médica que combaten la peste. Cuando lo comunica a su amigo Rieux, el médico encargado de la organización de esos equipos, Rambert espera una felicitación conmovida. Rieux, sin embargo, al principio calla y luego acaba diciendo que no le entiende. “Nada en este mundo vale tanto como para renunciar a lo que se ama”. Sin embargo, dice Rambert, el propio Rieux ha renunciado a reunirse con su joven mujer, enferma en un sanatorio fuera de la ciudad. ¿Por qué ha decidido quedarse a cuidar de los enfermos? “No lo sé. Creo que lo hago porque es lo que corre más prisa”. El conflicto entre el compromiso político y la plenitud existencial de quien se entrega a “lo que ama” —sea esto lo que sea: una mujer o la creación artística o literaria— no se resuelve en la teoría, sino en la acción y solo de modo provisional. En el ecuador del franquismo el compromiso político no era un dogma ideológico; era, simplemente, algo que corría prisa. Vista ahora, más de medio siglo después, difícilmente podría imaginarse una actitud más libre.




Albert Camus



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




Harendt






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Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)

viernes, 8 de diciembre de 2017

[De libros y lecturas] Hoy, con "Verdad y mentira en la política", de Hannah Arendt





De Hannah Arendt, de quien el pasado día 4 se cumplieron cuarenta y dos años de su muerte, dijo el filósofo Fernando Savater que la "debemos la reflexión filosófica sobre política más genuina de este siglo [...] genuina porque no aspira al final de la política, sino a su esclarecimiento y prolongación". 

En su recuerdo y homenaje subo al blog la reseña que de su libro Verdad y mentira en la política (Página indómita, Barcelona, 2017) realiza en el último numero de Revista de Libros Fernado Bayona, doctor en Filosofía y profesor en la Universidad de Zaragoza y en la Universidad Nacional de Educación a Distancia.

La novela 1984, comienza diciendo el profesor Bayona, se convirtió en un best seller casi setenta años después de su aparición, durante la última campaña presidencial en Estados Unidos, en la que una red social al servicio del candidato que finalmente resultaría vencedor logró que se tomaran como verdades innegables bulos sobre el lugar de nacimiento de Obama, sobre la salida del país de la empresa Ford, sobre el número de homicidios en Nueva York o sobre el cambio climático. La sociedad que describe George Orwell en esta obra vive regida por la figura vigilante del Gran Hermano desde una telepantalla omnisciente, tiene un Ministerio de la Verdad que decreta cuándo alguien incurre en el «crimen del pensamiento» y emplea la «neolengua» para ocultar y eliminar los significados no deseados de las palabras verdaderas. El éxito de la reedición de 1984 fue paralelo al de Donald Trump, quien nada más ser elegido presumió en rueda de prensa de ser el presidente que más votos electorales había conseguido desde Reagan y no se inmutó cuando se le recordó que tanto Bush como Obama lo habían superado, como es fácil de comprobar. Y, después de tomar posesión como presidente, negó que se hubiera reunido mucha menos gente para celebrarlo en la National Mall (la avenida que une el Congreso con la Casa Blanca) que en la de su predecesor, cuando las imágenes así lo mostraban de modo incontestable. Kellyanne Conway, asesora de la nueva Administración, llamó a esas mentiras «hechos alternativos». Esta estrategia comunicativa es un rasgo definitorio de la política actual, en la que cada vez resulta más difícil distinguir entre la información y las fake news o noticias falsas y falsificaciones, que son difundidas principalmente en las redes sociales con el fin deliberado de desinformar, desenfocar la atención, excitar las emociones y polarizar la sociedad.

El triunfo político de la posverdad ha motivado también la publicación conjunta en español de dos breves ensayos de la filósofa Hannah Arendt, con el título Verdad y mentira en la política. El primero, «Verdad y política» («Truth and Politics»), apareció primero en alemán en 1964 y la autora se propone como objetivo la cuestión de si es legítimo siempre decir la verdad. Como ella misma advierte, surgió por la campaña que sufrió a raíz de su libro Eichmann en Jerusalén, subtitulado Un informe sobre la banalidad del mal, en el que recogía y analizaba lo sucedido en el juicio a este criminal de guerra que ella cubrió como corresponsal de la revista The New Yorker. En concreto, fue inspirado por la enorme cantidad de mentiras utilizadas en la controversia suscitada por su libro, mentiras tanto sobre lo que ella había escrito como sobre los hechos de que había informado. Ella había querido comprender cómo había podido suceder realmente semejante monstruosidad y tuvo el talento de entender y el coraje de exponer lo que había comprendido. Pero las comunidades judías sólo esperaban de ella, por su propia condición de judía exiliada de la Alemania nazi en Estados Unidos, una total adhesión a la causa del sionismo y la acusaron de haberse inventado hechos y afirmaciones habidas en el juicio y fielmente recogidas en el Informe. En lugar de una sumisión incondicional a la identidad nacional judía, Hannah Arendt les ofrecía una respuesta racional y sincera, convencida de que la obligación moral del escritor es decir siempre la verdad y no ocultar la realidad bajo el manto de la identidad. Tres años más tarde hizo una versión diferente de este ensayo en inglés para ese mismo periódico, que se incluyó en 1968 en el libro Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política.

El segundo texto, «La mentira en política» se publicó por primera vez en 1971 en The New York Review of Books, con el título «Lying in Politics. Reflection on the Pentagon Papers» («Mentir en Política. Reflexión sobre los Pentagon Papers»), y se incluyó con ligeros cambios en el libro Crisis de la república. Los Pentagon Papers es el nombre con que se conocen los documentos secretos del Pentágono sobre la política norteamericana en Vietnam, que integran un estudio encargado en 1967 por el secretario de Defensa, Robert McNamara, titulado oficialmente United States. Vietnam Relations, 1945-1967. A Study Prepared by the Department of Defense. En 1971, The New York Times empezó a publicar estos documentos, que desvelan el proceso de toma de decisiones en la guerra de Vietnam, contra la que tantas y tan grandes protestas se organizaron, y el Gobierno de Nixon intentó vetarlo. Hannah Arendt escribió este ensayo en el intervalo que media entre el inicio de su divulgación y la sentencia por la que el Tribunal Supremo de Estados Unidos avaló, un año después, su constitucionalidad. El propósito es analizar concretamente los motivos del fracaso de la «teoría» construida en ese proceso político en particular. Y, al referirse a lo que estaba «en la cabeza» de quienes reunieron los Pentagon Papers, la autora precisa: «La famosa grieta de credibilidad, que nos ha acompañado durante seis largos años, se ha transformado de repente en un abismo. La ciénaga de declaraciones falsas de todo tipo, de engaños y de autoengaños, es capaz de tragar a cualquier lector deseoso de escudriñar este material que, desgraciadamente, deberá considerar como la infraestructura de casi una década de política exterior e interior de los Estados Unidos» (p. 86).

No hace falta recurrir a Maquiavelo para saber que la política es inseparable de la mentira. El derecho a mentir es defendido incluso por Kant en su opúsculo Sobre el derecho a mentir por razones filantrópicas y Hannah Arendt reconoce, desde el principio, que «la verdad y la política no se llevan demasiado bien» y que «la mentira siempre ha sido vista como una herramienta necesaria y justificable, no sólo del oficio del político o del demagogo, sino también del oficio del hombre de Estado» (p. 15). Y se pregunta: «¿Por qué esto es así? ¿Y qué significado tiene, por una parte, en cuanto a la naturaleza y la dignidad del ámbito político, y por otra en lo que se refiere a la naturaleza y la dignidad de la verdad y de la buena fe?»

Ambos ensayos parten de la distinción entre la verdad racional y la verdad factual, entre la verdad que, como la «doctrina matemática de las líneas y las figuras», no interfiere «en la ambición, el beneficio o la pasión del hombre» (Hobbes), y la verdad afirmada sobre hechos y acontecimientos que afectan a la conducta de los hombres y constituyen la textura misma de la política. Arendt termina el primer ensayo afirmando que «en términos conceptuales, es posible definir la verdad como aquello que no podemos cambiar; en términos metafóricos, es el suelo que pisamos y el cielo que se extiende sobre nuestras cabezas» (p. 80); de suerte que podemos descubrir la verdad, pero no podemos cambiarla, porque la verdad no puede ser de otra manera. Y, al comienzo del segundo ensayo, señala que la mentira, es decir, la falsedad deliberada, atañe a hechos contingentes, «a cuestiones que no poseen una verdad inherente a ellas mismas, que no necesitan ser como son», y que la mentira puede ser creída porque «las verdades factuales nunca son irresistiblemente ciertas» (p. 89).

Por tanto, la perspectiva de la verdad es exterior a la política, puesto que la política no se mueve en el ámbito de las verdades apodícticas, sino que se desarrolla en el espacio limitado de nuestros cuerpos y de los acontecimientos. Consiste precisamente en la capacidad de actuar, en la posibilidad y la decisión de cambiar los hechos. Somos libres de decir sí o no a las cosas tal como nos son dadas, podemos estar de acuerdo con ellas o cambiarlas, y en eso consiste la decisión y la acción, que es la materia prima de la política. Más aún, como reiterará dos años después en Diario filosófico (trad. de Raúl Gabás, Barcelona, Herder, 2006), «en la mentira está también la libertad», y «en el “cómo han sido realmente las cosas” se esconde un “no ha podido ser de otra manera”» (p. 599).

El conflicto de la verdad con la política viene de antiguo y es un conflicto complejo. Ya Platón termina la alegoría de la caverna diciendo que, si el filósofo intentara liberar a sus conciudadanos de la falsedad y la ilusión en que se encuentran, ellos «lo matarían [...] si estuviera a su alcance hacerlo». La tensión entre la verdad racional, permanente y segura, y las opiniones cambiantes y dudosas forma parte de la fragilidad humana y de la contingencia de los hechos. Es también la tensión entre la unidad de la razón humana y la multiplicidad de individuos, que indica el paso de la idea de hombre a los hombres en plural, el desplazamiento del poder único y absoluto a la libertad y al pluralismo. En contra de los sofistas, Sócrates rechazó dar ese paso y decidió apostar por la verdad y morir por ella.

Cuando nos enfrentamos a hechos y abordamos la verdad factual, nos encontramos, primero, con la contingencia, es decir, con que no hay ninguna razón absoluta para que los hechos sean lo que son, puesto que siempre podrían haber ocurrido de otra manera; y, segundo, con que los hechos precisan de testigos que los recuerden o avalen. La evidencia fáctica se establece mediante el testimonio de testigos presenciales, cuya fiabilidad es discutible; mediante registros y documentos que pueden haber sido manipulados o falsificados; y mediante la experiencia múltiple más o menos compartida. De ahí que las verdades factuales nunca sean irresistible o irrebatiblemente ciertas. En asuntos humanos, la verdad fáctica –la verdad histórica, la verdad sociológica, la verdad económica– es susceptible de interpretaciones y de opiniones diversas y cambiantes. Hablar de los hechos supone interpretarlos, no sólo porque no pueden ser percibidos al margen de las lentes personales y de las perspectivas interesadas con que los observamos, sino porque el lenguaje con que describimos los hechos nunca es totalmente aséptico. El debate sobre las decisiones de contenido social y normativo etiqueta los hechos, los clasifica, los tiñe de juicio valorativo. Y, así, podemos hablar de la «maternidad subrogada», o bien de «vientres de alquiler», para referirnos a la justicia o injusticia de regular el contrato de un embarazo; o podemos llamar «emprendedores autónomos» o «trabajadores precarios sin derechos» a quienes trabajan para las plataformas digitales de servicios como Uber; por no citar otras parejas de expresiones con mayor tradición, como «misión civilizadora» o «imperialismo», «seguridad nacional» o «terrorismo de Estado», «tortura» o «técnicas forzadas de interrogatorio».

Debido a ello, si para la democracia es importante distinguir los hechos y las opiniones, también lo es evitar sacralizar los hechos. Primero, porque siempre cabe un margen de error o de incertidumbre y porque los hechos pueden ser incompletos o provisionales. Pero, sobre todo, porque, si identificáramos el campo de la política con el de las verdades objetivas, el buen hacer político consistiría en el mejor saber científico y reduciríamos la acción política a la mera gestión técnica de los problemas y las situaciones por los expertos y los tecnócratas, sin oposición posible a su saber indiscutible. Y la hegemonía de la tecnocracia irrefutable, en la que el poder siempre tiene la razón, las cosas son como son y las veleidades ideológicas son tachadas despectivamente de populismo, es otra cara del totalitarismo. La política democrática no es ajena a la verdad factual, pero no se reduce a la aceptación de los hechos. Sin duda debe establecerse con rigor la verdad factual para que pueda debatirse acerca de lo deseable. Pero a la política le corresponde lo segundo, no lo primero. Se necesitan datos fiables para conocer y hacerse cargo de las dimensiones de cada problema, y para diseñar las alternativas disponibles con que afrontarlo; así que los datos han de ser objetivos y aceptados por todos como base que delimita el campo de las soluciones realmente viables, pero no ahorran el debate y la confrontación de intereses en la solución. Y no debemos obviar que a menudo los poderes económicos se esfuerzan en ocultar o desmentir los datos científicos contrarios a sus intereses, como ha sucedido durante décadas con los efectos perjudiciales del tabaco en la salud o con el negacionismo del cambio climático.

El marco de la actuación política es por definición conflictivo, plural, partidario de diferentes concepciones y propuestas de actuación social. Situarse en el terreno político es romper la soledad del filósofo, el aislamiento del investigador y del artista, la imparcialidad del historiador o del juez y la independencia que se le supone al periodista. Quien pone la verdad por encima de todo, caiga quien caiga (Fiat veritas, et pereat mundus), bien se instala fuera del campo político, bien acaba en el totalitarismo, porque la verdad no admite opiniones ni interpretaciones diversas: es, por definición, infalible, despótica, única. La pretensión de verdad conlleva un elemento de coacción, pues se sitúa por encima de la discusión, de la negociación o del acuerdo: excluye el debate que es el núcleo de la vida política y niega la riqueza de la representación política. A diferencia del pensamiento verdadero o científico, el pensamiento político es representativo de diversos puntos de vista interesados, y cuantos más puntos de vista se tengan en cuenta, mayor será la representatividad y mejores las decisiones que se tomen. La política no radica en descubrir e imponer verdades objetivas e indiscutibles, sino que consiste en construir normas e instituciones mediante el diálogo y la negociación entre sujetos humanos mediante procesos institucionalizados, y en lograr el apoyo social suficiente para decidir actuaciones a fin de modificar y cambiar lo que sea necesario cambiar de lo existente en pos de lo deseable.

Si el filósofo intenta que su verdad prevalezca sobre las opiniones de la mayoría, será derrotado y probablemente deducirá de su derrota que la verdad es impotente. Sin embargo, la prueba de que la verdad no es impotente es que la figura que quizá despierta más sospechas justificadas en el político profesional es el profesional de la verdad que es capaz de descubrir alguna feliz coincidencia entre la verdad y el interés. Por eso Hannah Arendt sostiene que es vital crear y fortalecer «sedes de la verdad» (pp. 74-76), ciertas instituciones públicas, como la Academia y la Justicia, en las que la verdad y la veracidad constituyen el criterio más elevado del discurso y del empeño, y que la política debe respetar. De las universidades han salido muchas verdades incómodas y de los tribunales de justicia muchos juicios imprevistos y molestos a los poderosos. Cuando el poder ocupa y manipula estos refugios de la verdad, aniquila la verdad y destruye la sociedad misma. El problema de la democracia en nuestros días es que esas instituciones han perdido el aura de autoridad de que gozaban cuando Arendt escribía y que al desprestigio de la universidad y de la justicia se añade la falta de credibilidad de la prensa.

Por otra parte, la mentira política tradicional, inseparable de la diplomacia y del arte de gobernar, solía estar relacionada con los secretos de Estado y con los intereses para la seguridad nacional. Lo novedoso de las mentiras políticas modernas es que se ocupan de hechos que todo el mundo conoce, para crear imágenes alternativas e imponer un «relato» sobre los mismos. La mentira organizada comporta siempre un elemento de violencia, porque tiende a destruir lo que se ha decidido negar: «la diferencia entre la mentira tradicional y la moderna equivale en la mayoría de los casos a la diferencia entre esconder y destruir» (p. 61). La manipulación masiva de los hechos para construir la opinión pública salta a la vista en las revisiones de la historia o en el trabajo de los publicistas y creadores de imagen para las campañas electorales. Lo «más inquietante» es que «si las «modernas mentiras políticas son tan grandes que exigen la reorganización de toda la estructura de los hechos –la construcción de otra realidad, por así decirlo, en la que dichas mentiras encajen sin dejar grietas, brechas ni fisuras, tal como los hechos encajaban en su contexto original–, ¿qué es lo que impide que esos nuevos relatos, imágenes y hechos que no han ocurrido se conviertan en sucedáneo apropiado de la realidad y de lo fáctico?» (p. 62). No estamos ante un simple embuste deliberado, sino ante un relato alternativo de lo real, ante la fuerza emocional e impositiva de un discurso retórico, repleto de palabras seductoras, persuasivas, que justifican situaciones de dominio, reparan lo que se siente roto o perdido, alimentan odios o simpatías, y, sobre todo, me dicen lo que yo necesito escuchar para sentirme mejor. No se trata de contar mentiras sin más, sino de recrear una realidad alternativa con su lógica expresiva para hacerla creer con total desprecio de los hechos, de las preguntas sensatas, de los argumentos racionales. La mentira sistemática se convierte en un relato autosuficiente. Se inventan no sólo hechos que nunca han sucedido, sino situaciones y marcos narrativos capaces de reforzar expectativas y creencias. Son afirmaciones que no se corresponden con la realidad, pero refuerzan las creencias de quienes las escuchan. Lo decisivo es que estos crean que son ciertas, porque desean creer que lo son, de modo que el relato imaginario acabe «produciendo» realmente esos hechos por la acción de los creyentes. Lo cual acaba siendo políticamente rentable para el embaucador. 

Hannah Arendt afirma que «en los Documentos del Pentágono nos encontramos con hombres que hicieron todo lo posible para conquistar la mente de las personas, esto es, para manipularlas» (p. 126). Lo conociera o no Arendt, el precedente más claro de su reflexión sobre la mentira en la política moderna es un librito escrito en 1943 por Alexandre Koyré, Reflexiones sobre la mentira (traducido también con el título La función política de la mentira moderna). Este filósofo ruso e historiador de la ciencia, también exiliado en Estados Unidos, insistía en que el «progreso técnico» en la comunicación de masas era la «innovación poderosa» de los regímenes totalitarios, y denunciaba que la usurpación de las nuevas tecnologías por sectarios sin escrúpulos, «puesta al servicio de la mentira», implicaba la destrucción del espacio público.

Hoy, la mitad de la política es «creación de imágenes y la otra mitad el arte de hacer creer a la gente dichas imágenes» (p. 93). En ese terreno movedizo se agita a discreción el embustero, hábil en modelar los hechos a fin de que concuerden con su deseo e interés y de que conecten mejor con las expectativas de su audiencia, simplificando, exagerando e inventando lo que convenga para ello. El embustero debe aparentar que está convencido de la verdad de su mentira para tener más credibilidad, y acaba engañándose, pues sólo el autoengaño permite dar una apariencia de fiabilidad. Después, el proceso es imparable y tanto el embaucador como los propios engañados se esfuerzan por mantener intacto el relato construido. Cuanto más éxito tiene el embustero, más probable es que caiga en su propia trampa, por lo que «el embustero autoengañado pierde todo contacto no sólo con la audiencia, sino con el mundo real» (p. 128). Para este problema no hay otro remedio que el choque con la realidad, la tenaz presencia de los hechos. Eso explica el fracaso de los Estados Unidos en Vietnam. La filósofa analiza cómo los papeles del Pentágono muestran que el objetivo de aquella guerra insensata, que tanto costó en vidas humanas y recursos materiales, no era ninguna ventaja territorial ni económica, sino que la única finalidad era crear un estado mental: «Los objetivos perseguidos por el Gobierno de Estados Unidos eran casi exclusivamente psicológicos» (p. 129).

Por esa razón los estrategas yanquis desatendían la información que les facilitaban los propios servicios de inteligencia, despreciaban los hechos y rechazaban cualquier limitación a su relato. Aquellos «profesionales de la resolución de problemas» tenían una «teoría» y negaban o ignoraban todos los datos que no encajaban en ella. Fabricaban una verdad que «era irrelevante para el problema que había que resolver» (p. 130). La «arrogancia del poder», la incapacidad para aprender de la experiencia y el rechazo de la realidad los llevó al fracaso. Cuando Hannah Arendt se pregunta cómo pudieron ejecutar de manera persistente esa política hasta su amargo y absurdo final, responde: «La eliminación de los hechos y la técnica de resolución de problemas fueron bienvenidas porque el desprecio a la realidad era inherente a dicha política y a los objetivos mismos» (p. 137). Aquellos estrategas no sentían ninguna necesidad de saber cómo era realmente Indochina, porque para ellos era sólo una ficha de dominó en manos de otros, de los verdaderos jugadores. Los bombardeos de Vietnam del Norte y la presencia de las tropas estadounidenses en aquella lejana península eran la «prueba» de que estaban dispuestos a «contener a China» y la demostración de que podían decirse a sí mismos: «Somos la mayor superpotencia». El objetivo último «no era el poder ni tampoco el beneficio. Ni siquiera [...] satisfacer intereses particulares y tangibles. El objetivo era la imagen de prestigio, presentarse como la mayor potencia del mundo», mejor aún, «comportarse como la mayor potencia mundial» (p. 104) en una empresa más imaginaria y quijotesca que ajustada a los riesgos y los costes reales. Porque, en la guerra de Vietnam, a la falsedad y confusión hay que añadir una sorprendente e ingenua ignorancia del verdadero contexto económico e histórico. La desastrosa derrota fue consecuencia «del desdén voluntario y deliberado, durante más de veinticinco años, por todos los hechos históricos, políticos y geográficos» (p. 123).

Los aspectos del proceder de aquellos políticos que Hannah Arendt selecciona en su análisis de los Documentos del Pentágono son el autoengaño, la creación de imágenes, la ideologización y la eliminación de los hechos. Pero afirma que no son los únicos que merecerían ser estudiados. La escritora, que estaba convencida de que la búsqueda y el establecimiento de la verdad corresponde más bien a la prensa, cree que «lo ocurrido difícilmente hubiera podido ocurrir en otro lugar» y extrae la lección de que la elaboración del informe y, por encima de todo, el hecho de que «el público haya tenido acceso a material que el Gobierno trató inútilmente de mantener oculto, constituye la mayor prueba de la integridad y del poder de la prensa» (p. 140). Ella misma se atribuyó en cierto modo la misión de periodista en el proceso Eichmann y no es casualidad que publicara estos dos textos como artículos en The New Yorker y en The New York Review of Books.

En suma, la filósofa que nos explicó mejor que nadie Los orígenes del totalitarismo y la lógica de la violencia (Sobre la violencia) y de las revoluciones (Sobre la revolución), también orientó temprana y lúcidamente nuestra atención sobre los conceptos de «verdad» y «mentira» en nuestra moderna realidad política tecnomediática. En buena medida por haber sido víctima de la propaganda nazi y, sobre todo, por haber experimentado ella misma, del modo más doloroso, la manipulación y hasta el rechazo de sus propios congéneres cuando escribió sobre el proceso a Adolf Eichmann.

Ha pasado medio siglo y Donald Trump ha sido elegido presidente de Estados Unidos con el voto popular de quienes buscan consuelo en un personaje que ha osado gritar lo que ellos balbuceaban en la barra del bar, que tuitea lo que ellos hace tiempo querían leer y que lanza baladronadas sin soporte factual, pero gratificantes de sus pulsiones más instintivas. Lo han votado sin importarles la verdad o mentira de sus acusaciones y de sus promesas, porque están hartos de los economistas que yerran incorregiblemente en sus previsiones y predican recetas que siempre favorecen a los privilegiados a costa de los trabajadores; porque ya no se creen las noticias transmitidas por los moderados medios de comunicación tradicionales; y porque desconfían de las instituciones tan políticamente correctas como ineficaces para las angustias cotidianas de sus vidas. Lo han votado porque, en la política de la posverdad, triunfa quien consigue que los activistas continúen repitiendo sus puntos de discusión, por más que los medios de comunicación o expertos independientes descubran que son falsos. Así hemos llegado a que el presidente de la primera potencia mundial, además de ser un embustero compulsivo, que divulga por Twitter atentados inexistentes en Suecia o acusa sin fundamento a Obama de haber ordenado intervenir su teléfono, niega rotundamente la veracidad de las noticias que le perjudican, hasta el punto de calificar como «noticias falsas» y «trato injusto» las informaciones irrefutables de que su hijo se reunió con una abogada rusa.

El presidente Trump ha llegado a decir que los medios de comunicación están «distorsionando la democracia» en Estados Unidos y que son «el enemigo del pueblo». Por ello, The New York Times, el mismo periódico que reveló los Documentos del Pentágono, se vio en la necesidad de lanzar, en febrero de 2017, una campaña frente a lo que considera un ataque sistemático del presidente a la libertad de expresión y al necesario respeto a la verdad como base de toda decisión política en democracia con este anuncio publicitario: «La verdad es difícil. Difícil de encontrar. Difícil de conocer. La verdad es más importante ahora que nunca».



Hannah Arendt (1906-1975)


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 4081
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)