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sábado, 26 de octubre de 2019

[A VUELAPLUMA] Halle: vergüenza y náusea


Dibujo de Eulogia Merle para El País


A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de las autoras, sobre todo autoras -algo que estoy seguro habrán advertidos los asiduos lectores de Desde el trópico de Cáncer- cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo. Ellas tienen, sin duda, mucho que decirnos. Les dejo con el A vuelapluma de hoy. 

"No hubo incredulidad ni indignación. Cuando llegó la primera noticia de que un hombre blanco había matado a una mujer delante de la sinagoga y a un hombre dentro de un local de kebab en la ciudad de Halle, mis reservas de incredulidad e indignación estaban ya vacías -escribe la filósofa alemana Carolin Emcke-. Lo único que quedaba era el doble dolor de la vergüenza y la náusea. Vergüenza porque, para mi generación, la reflexión crítica sobre la Shoah fue el principal punto de referencia de nuestra educación moral y política y había dado forma a nuestra ansia de una sociedad (y una Europa) democrática, antinacionalista, incluyente y antirracista. La realidad del antisemitismo descarado y brutal en este país me llena de vergüenza. No hemos sabido crear una sociedad en la que los judíos no tengan que vivir con miedo.

Y a esa vergüenza se une la náusea. La repugnancia ante la incredulidad con la que reaccionan muchos ante los ataques de Halle. Como si la muestra pública de sorpresa pudiera disimular el hecho de que todo el mundo habría podido verlo venir. Lo llaman “impensable” (el presidente Frank-Walter Steinmeier), como si fuera la primera vez que unos judíos sufren una agresión pública, como si no hubiera todo el tiempo ataques brutales contra refugiados o incendios provocados en sus centros de acogida. Lo llaman una “señal de alarma” (Annegret Kramp-Karrenbauer, la líder del partido cristiano conservador CDU), como si el criminal de Halle no hubiera conseguido disparar a un hombre y una mujer, como si lo único importante fuera que no logró entrar en la sinagoga, una “señal de alarma”, como si el pasado mes de junio no hubiera muerto asesinado su colega Walter Lübcke, un político conservador de Kassel que había sido blanco del odio de la derecha radical y murió por un disparo de un extremista de derechas, como si no hubiera sido la red terrorista de extrema derecha de la NSU (Clandestinidad Nacionalsocialista) la que mató a nueve inmigrantes y un policía entre los años 2000 y 2007.

Este simulacro de sorpresa es repugnante porque pretende hacer del ataque de Halle algo inesperado, una excepción. No ofrece protección a los judíos ni a ninguno más de los señalados como “otros”; únicamente protege el estado de negación de la realidad de que no solo existe un terrorismo violento de extrema derecha, sino también una ideología supremacista blanca, misógina, homófoba y antisemita. Existen redes de extrema derecha con “listas de enemigos” en las que figuran los nombres y direcciones de intelectuales y activistas de los derechos humanos, abogados que representan a refugiados, políticos locales, judíos, personas LGTBI; existen cacerías xenófobas como la del pasado agosto en Chemnitz, existen declaraciones revisionistas e islamófobas de miembros de AfD. ¿Y todos estos fenómenos son casos aislados?

Es como dibujar siguiendo los puntos: hemos trazado todas las líneas, podemos ver las grandes orejas y el tronco, las cuatro patas, pero, si alguien se atreve a decir que es un “elefante” —se atreve a llamar “redes” a las redes de extrema derecha o a decir que el racismo es “estructural”—, todos se muestran sorprendidos y escandalizados y dicen que es un “moralista” o un “elitista cosmopolita”. Como si el respeto a los judíos o a las mujeres fuera un accesorio de lujo, solo al alcance de los privilegiados. Como si la igualdad de derechos fuera una demanda absurda. Como si odiar a los musulmanes y a los LGTBI fuera más “natural” que no odiarlos. Ha habido un deseo público de mantener separados todos los síntomas de racismo estructural y de conexión entre la derecha radical, y eso ha creado un bucle en el que nos encontramos con criminales aislados y con unas autoridades y unos comentaristas que, ante cada caso, estudian la biografía, la familia, el proceso de radicalización, reconstruyen el atentado y despolitizan los actos y la forma de inspirarse unos a otros.

Pero el odio no sale de la nada: se fabrica. La dirección en la que se vierten el odio y la violencia, a quién apuntan, está manipulada. El supremacista blanco de Halle no salió a matar a “alguien” sin más. Quería asesinar a “antiblancos”, preferiblemente judíos, pero también pensó en atacar un centro cultural de izquierdas o una mezquita. Estaba lleno de odio a las “feministas” porque son “responsables de la baja tasa de natalidad” y, “por tanto”, de la “inmigración masiva”. Puede que actuara solo, pero estaba conectado mediante la cámara de su casco y dispuesto a comunicarse en directo con todos los demás supremacistas blancos y misóginos que están solteros a su pesar y cuyo mundo cultural es el de los memes en los tablones de imágenes.

En toda Europa, y también en Alemania, hemos podido ver en años recientes la (re)aparición de un discurso de la “pureza”, un relato revisionista que fantasea con un supuesto “antes”, un pasado inventado con otro orden: familias tradicionales, naciones homogéneas a salvo de cualquier cosa que se considere “de fuera”. Judíos, inmigrantes, feministas, trans,gente de otras razas, pasan a ser “otros”. La diferencia se vuelve peligrosa e infecciosa para el cuerpo político nacional.

Es evidente que siempre ha habido en esta sociedad cierto segmento con rencores antisemitas y racistas. Lo que ha cambiado en los últimos años no es la cantidad, sino la calidad del odio: la obscena alegría de romper los tabúes, la actitud exhibicionista de las declaraciones xenófobas y misóginas. Los mensajes de correo cargados de odio ya no son anónimos, sino a menudo firmados con nombre y domicilio. Parte del discurso político ha querido centrarse en el fanatismo y la violencia de los yihadistas radicales mientras ignoraba el fanatismo y la violencia cada vez mayores de la derecha radical. Se suponía que el racismo y el antisemitismo debían estar lejos, en la periferia, ser extraterritoriales. No en medio de nuestra sociedad y en nuestro Parlamento. Durante muchos años, la imagen del “cabeza rapada borracho y estúpido” dominó la percepción pública del entorno neorracista y antisemita. Ahora, se han unido elementos que antes estaban separados: un entorno de escritores de extrema derecha intelectuales y muy sofisticados, una red ultraviolenta de bandas criminales, alborotadores, terroristas y una representación política en los Parlamentos y, sobre todo, en programas de televisión —es el caso de AfD— forman hoy una amalgama aterradora de radicalismo de derechas. Son una minoría, pero reciben una atención y una representación desproporcionadas.

Por desgracia, el antisemitismo y la misoginia son más fáciles de reconocer cuando pueden atribuirse a los musulmanes. Sin embargo, también existe antisemitismo entre los inmigrantes de Oriente Próximo, existe machismo misógino entre los inmigrantes, y es necesario afrontarlo y combatirlos. Pero, mientras solo veamos y luchemos contra el antisemitismo que consideramos “importado”, mientras solo nos preocupe la violencia contra las mujeres cuando el autor es un refugiado o un musulmán, no comprenderemos el carácter universal de los derechos humanos.

Eso es lo que Halle podría y debería cambiar: no es posible seguir negando la violencia de los supremacistas blancos, ni fingir que solo puede haber antisemitismo en otros lugares. Ya no valen las sorpresas simuladas, ni seguir negando los vínculos de una internacional racista que inspira a personajes como Stephan B. Ni siquiera necesitan ya una estructura organizativa. Lo más importante es quizá que no puede seguir existiendo una jerarquía de víctimas, no se puede seguir diciendo que el dolor o el miedo de unos es más doloroso y más grave que el de otros. El de Halle fue un atentado terrorista cometido por un nihilista. Tal vez actuó solo, pero su odio lo crearon y cultivaron todos los que niegan la igualdad de derechos y protecciones para todos los seres humanos. Lo que hace falta es disentir y protestar contra todos aquellos que dictan qué sufrimiento es importante y el de quién no, qué piel, qué cuerpo, qué fe, qué deseo se pueden rechazar, a quién se puede humillar o herir y a quién no. Es una vergüenza que haya que volver a explicar todo esto".







La reproducción de artículos firmados en este blog no implica compartir su contenido. Sí, en todo caso, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 6 de febrero de 2019

[A VUELAPLUMA] El ritual de los buenos propósitos





En un buen número de países dominan los simuladores de lo popular que se presentan como políticos de un nuevo comienzo que, en realidad, quieren un retroceso a una situación de orden autoritario, escribe la periodista, escritora y filósofa alemana Carolin Emcke. 

Los buenos propósitos forman parte del ritual del Año Nuevo. Queremos mejorar alguna práctica licenciosa o alguna costumbre acomodada. Tomamos la determinación de dejar esto o hacer aquello. La mayoría de las veces, en la decisión ya tenemos en cuenta que no tardaremos en fracasar. Con ello, la idea del comienzo pierde vigor y queda reducida a una minucia privada y secreta sobre la que merece la pena preguntarse cuál es el significado profundo, cuál es la gracia inherente a la posibilidad de comenzar.

“Dado que todo ser humano, por el hecho de nacer, es un initium, un comienzo, un recién llegado, los seres humanos son capaces de emprender iniciativas”, señala la filósofa Hannah Arendt en La condición humana, a lo que añade la posibilidad de “convertirse en iniciadores y poner en marcha algo nuevo”. En este sentido, el comienzo no pertenece solamente a las fechas especiales o a los cambios de ciclo como el final del año, sino que puede manifestarse en cualquier actividad humana, en cualquier ocupación que se sustraiga al cálculo y a la previsibilidad. Sin embargo, emprender una iniciativa, empezar algo, significa también, como señala Arendt, “convertirse en principiante”. Quien empieza algo nuevo no puede confiarse a sí mismo, a su experiencia o a su situación anterior. Las personas que tienen que recuperarse de una enfermedad o de una pérdida, que cambian de trabajo o se han vuelto a enamorar, lo saben. Quien empieza de nuevo se adentra en lo desconocido e inestable, y no le queda otro remedio que pensar y actuar sin apoyos, lo cual asusta tanto como inspira.

Pero la posibilidad de poner rumbo hacia lo nuevo nos enfrenta también con la experiencia social y política del abandono de lo viejo. La capacidad de poner en marcha un proyecto, de iniciarlo, puede ser igualmente un acto colectivo. Aunque a menudo lo olvidemos, las festividades religiosas nos traen el recuerdo de antiguas tradiciones repletas de historias en las que el comienzo no solo se anuncia, sino que se lleva o se hace posible a un individuo o una comunidad. Frente a la idea de la optimización permanente de uno mismo, característica del espíritu de nuestra época, cuyo principal sentido es la adaptación forzosa a la competitividad, las antiguas historias nos remiten a la idea del comienzo disidente; nos hablan de la huida colectiva de la falta de libertad o de la búsqueda común de otro lugar, de otra forma de vida; relatan el valor de la multitud para resistir o la reflexión autocrítica del individuo.

Quizá la razón de que esas viejas historias sigan conmoviéndonos sea que alimentan permanentemente la esperanza de podernos liberar de lo que nos ha lastrado o limitado; de aquello que nos hace que seamos más pequeños, más pobres o más cobardes de lo que podríamos ser. Tal vez conserven también esa fuerza intacta porque nos dicen cómo dejar algo atrás, lo que un día fuimos o lo que nos ha deformado; cómo evitar vernos obligados a ser prisioneros de nuestra historia o nuestros orígenes; cómo ser capaces de rebelarnos contra una vida alienada, contra la privación de derechos. En eso reside la milagrosa promesa de estas historias de comienzo. Vivir con el mismo gozo que tantos personajes de ficción en la literatura, el teatro o el cine cuando se aventuran en lo abierto, aún incierto, y nos muestran la alternativa del valor o la libertad para ser.

Últimamente, en un buen número de países de todo el mundo dominan los personajes o los movimientos políticos que quieren limitar y reprimir esa posibilidad de comenzar. Ya sea Donald Trump en Estados Unidos o Jair Bolsonaro en Brasil, los simuladores de lo popular se presentan como políticos del nuevo comienzo. Sin embargo, el contenido de sus programas pone en evidencia lo contrario. Lo que quieren es restringir la diversidad social, que es justamente la manifestación de la posibilidad de toda persona, sea hombre o mujer, de desarrollarse sin cortapisas. No quieren saltos hacia mundos más libres, sino un retroceso ficticio a una situación de orden autoritario regido por la promesa no de igualdad, sino de jerarquización. Por eso escenifican su política de la regresión como si la demolición de los derechos humanos y civiles o la negación de la diversidad de la propia sociedad fuesen beneficiosas. Se declaran reformadores, y lo único que quieren decir es que van a ablandar las leyes y disposiciones que protegen a las minorías y los espacios de libertad. La brutalidad del lenguaje, la barbarie sin complejos con que Trump se refiere a los emigrantes de México, o Bolsonaro a los homosexuales, o ambos a las mujeres, son síntoma de una ideología inhumana cuyo objetivo es la represión.

En consecuencia, si queremos hacernos un propósito para el nuevo año, que sea el de volver a fortalecer la verdadera idea del comienzo en nuestras democracias; el de confiar en nuestra capacidad de alumbrar otras formas de convivencia más abiertas, y no más restrictivas; más libres, y no más jerárquicas; más democráticas, y no más autoritarias. Porque en eso consiste una democracia abierta y plural: en proteger los espacios y los derechos que permiten a las personas desarrollarse; en no rezagarlas o coartarlas por su origen o sus creencias; en permitirles que cambien, que sueñen con la felicidad individual o colectiva, y que esa felicidad pueda ser diferente de la de sus padres o sus vecinos.

Que las comunidades indígenas hayan sido marginadas y expoliadas durante siglos no significa que haya que seguir haciéndolo; que, históricamente, las mujeres hayan sido tratadas con condescendencia y reducidas a la condición de objeto, que su palabra valiese menos ante los tribunales, no es razón para perpetuar la tradición de violencia contra ellas. De la duración de una injusticia no se puede deducir su legitimidad. Que algo haya sido siempre así no significa que sea bueno.

Esta es la promesa del comienzo: la posibilidad de revisar nuestra herencia social o cultural; de seguir utilizando y transmitiendo lo bueno y de interrumpir y cambiar lo que nos ha perjudicado o limitado. Porque la democracia consiste en experimentar como sociedad; en preguntarnos si nuestras prácticas y nuestras costumbres son lo bastante buenas, si nos hacen más libres, si son justas, o si solo algunas son ventajosas, y otras, no. Una democracia es un orden dinámico porque aplica procedimientos que nos permiten aprender como individuos, pero también como sociedad. Es nuestra obligación no solo defender esta concepción del comienzo, sino ampliarla y profundizarla.



Dibujo de Eulogia Merle


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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