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lunes, 15 de abril de 2019

[LIBROS Y LECTURAS] Los intelectuales y la política





Lo del compromiso de los intelectuales con la política suele ser un tema recurrente en el blog, así que lo traigo una vez más aprovechando la reseña que en Revista de Libros, una de mis lecturas de referencia, hace Rafael Núñez Florencio, doctor en Historia y profesor de Filosofía, del libro Ideas comprometidas. Los intelectuales y la política (Madrid, Akal, 2018), editado por Maximiliano Fuentes y Ferrán Archilés. 

Aunque este sea un libro de historia, es poco menos que inevitable que la primera cuestión que se desliza en el prólogo sea la consabida y peliaguda controversia acerca del compromiso intelectual aquí y ahora, comienza diciendo Núñez Florencio. ¿Tiene sentido plantear el tema del compromiso en el tiempo que vivimos? ¿Tiene acaso futuro la noción de compromiso tal y como se entendió durante casi todo el siglo XX? De las dos preguntas, quizá sea la segunda la que permita una respuesta menos dudosa o problemática. Para ser rotundos y no andarnos con rodeos, la respuesta en cuestión tiene que ser obviamente negativa. Desde cualquier punto de vista que se mire, el propósito clásico del compromiso intelectual –al modo sartriano, para entendernos‒ ya no tiene cabida en la sociedad del siglo XXI. Más aún: si alguien se empeña en mantenerlo de modo más o menos quijotesco, sufrirá el baño de realidad de la pura irrelevancia y hasta el ridículo, lo cual es casi lo peor que puede pasarle a la conciencia vigilante. Como todo el mundo sabe, el comunicador, el periodista, el contertulio o, simplemente, el habitual de los mass media goza en la actualidad de más eco e influencia que el escritor al viejo estilo, el catedrático o el humanista (otro término poco menos que obsoleto como carta de presentación profesional).

En realidad, este asunto de la viabilidad del intelectual comprometido viene de bastante atrás. Ya desde las décadas finales del propio siglo XX –las dos últimas décadas como mínimo, si no antes (Sartre muere en 1980)‒, el papel del intelectual en una sociedad democrática moderna (otra cosa eran las dictaduras residuales, por lo menos en el ámbito occidental) se había devaluado hasta poco menos que lo puramente testimonial, o acaso ni eso. Para poner las cosas en su justo punto y empezar por el principio, lo primero que hay que hacer es rendirse a la evidencia reconociendo que esto del intelectual engagé es una invención francesa, que adquiere pleno sentido en el ámbito francés y que luego se extiende, debido al prestigio de la cultura francesa y de la propia Francia como nación, a una parte considerable del mundo occidental. No sería exagerado establecer la ecuación de que cuanto mayor era la influencia del hexágono, aunque fuera en latitudes remotas, como Latinoamérica o Indochina, mayores posibilidades había de que surgiera en el entramado social este sector de la inteligencia militante. El caso ruso en el siglo XIX, luego transformado en el XX en caso soviético, sería uno de los pocos que mostraría una especificidad no asimilable al modelo francés. En todos los demás casos, la referencia ineludible era aquella con que había empezado todo: el escritor, artista o pensador que ambicionaba ser conciencia vigilante de la sociedad. Que aspiraba a convertirse en un nuevo Zola que levantase su voz, valiente y airada, ante cualquier nuevo conato de autocracia, de otro affaire Dreyfus, para entendernos.

Significativamente, está ausente este modelo en Inglaterra y, en general, en aquellos países fuertemente influidos por la cultura anglosajona. A la vez, en el propio reducto francés, el vistoso marchamo del compromiso de los intelectuales sólo podía mantenerse –y a duras penas‒ en la medida en que perdurasen determinadas ficciones, empezando, naturalmente, por una concepción no poco arbitraria de lo que era «ser intelectual» y siguiendo, por supuesto, por una no menos discutible noción de compromiso. Por decirlo sin ambages, el ensueño de unos hombres y mujeres íntegros, au dessus de la mêlée, consiguió durar mientras pudo admitirse la ilusión de que existía o podía existir un «intelectual total» (que abarcara grosso modo el conjunto del saber, aun sin ser especialista en determinados campos), genuinamente consagrado a la consecución de una sociedad más justa, libre e igualitaria. Pero cuando se discutió la figura del «intelectual total» –el «intelectual específico» que planteaba Michel Foucault‒ y, sobre todo, y aún antes, cuando se rebatió el compromiso como militancia estricta, sujeta a los dictados de una determinada concepción política (marxista), todo se vino abajo. El caso Camus fue en el fondo otro affaire Dreyfus, sólo que al revés. Todo el prestigio acumulado iba a dilapidarse con un sectarismo difícilmente defendible a medio y largo plazo: el intelectual ya no era testigo incómodo e insobornable, sino mero «compañero de viaje».

Por todo ello, como es sobradamente conocido, no son pocos los analistas y estudiosos que han dado por muerto y enterrado, como categoría social, el compromiso de los intelectuales. En las páginas del libro que comento se trae a colación una cita de Antoine Prost que resume ese sentir: «El hombre comprometido fue una figura del siglo XX: desde hace un tiempo esta figura pertenece al pasado». ¡Y esto lo escribía en 1998, hace ya más de veinte años! La implosión del socialismo real, el descrédito del marxismo y, en fin, lo que ha dado en llamarse el ocaso de los «grandes relatos» han sido golpes decisivos en esta difuminación del agitador intelectual. Por si fuera poco, el perceptible declive de la cultura francesa en el mundo, agudizado en estos últimos decenios, coadyuva a esa impresión de telón definitivamente bajado, función terminada. ¿Qué dicen hoy a las nuevas generaciones los grandes nombres de la cultura francesa del siglo XX, filósofos, escritores, artistas, científicos? Aun así, una vez concedido que tanto los conceptos de «compromiso» como de «intelectuales» no pueden ya usarse como en el pasado, considero –como se argumenta en el prólogo de este volumen‒ que, aunque el intelectual antañón haya pasado a mejor vida, la función que desempeñaba persiste de alguna manera. Es posible seguir hablando de «intelectuales», aunque renovados o, como hoy suele decirse, reinventados, tanto en su background profesional como en sus objetivos específicos, y, naturalmente, y por encima de todo, adaptados a las nuevas necesidades y los nuevos medios. Es el intelectual mediático, versátil y omnipresente que encarnan «¡una vez más, los franceses!‒ Bernard-Henri Lévy o Alain Finkielkraut, pero que es un modelo exportable, como demuestran Mario Vargas Llosa, Fernando Savater, Noam Chomsky, David Grossman, Orhan Pamuk y tantos otros.

Permítanme que añada tres argumentos que justifican la idea de una cierta continuidad o prolongación, por más reinventadas que estas se muestren. En primer lugar, sobre las ruinas del intelectual militante, al modo en que lo concebían los partidos comunistas, se mantiene una innegable demanda social de analistas prestigiosos –«expertos», aunque hoy no se sepa muy bien qué quiere decir esto‒ y supuestamente desapasionados para enjuiciar determinados problemas o elucidar ciertas encrucijadas. Una función que pueden desempeñar distintos personajes, pero que, sin duda alguna, está en mejores condiciones de cumplir alguien que se haya labrado una aureola de renombre profesional y conciencia crítica, normalmente en el campo de las letras y las artes. Aquí se situarían el intelectual y el compromiso de nuevo cuño. En segundo lugar, y de manera complementaria, este nuevo intelectual entronca con el antiguo o tradicional en su dimensión cívica: adopta ese papel clásico de conciencia crítica, alza su voz en nombre de los agraviados, perseguidos u oprimidos. Aspira a mantenerse libre de las salpicaduras de la lucha política cotidiana, porque lo suyo es una petición desinteresada de cuentas desde un observatorio privilegiado, una incontestable atalaya cuya auctoritas no es tanto un asunto político propiamente dicho como una cuestión ética: la superioridad moral del denunciante.

Por último, la cuestión medular: ¿quién ha dicho que puede conjugarse en singular –antes y ahora‒ el compromiso de los intelectuales? Si intelectuales hay muchos y muy diversos, y nada asimilables unos a otros, las formas de compromiso también difieren según latitudes, culturas, momentos históricos y hasta países concretos. Si algo ponen de relieve en su conjunto las múltiples aportaciones que constituyen el volumen que nos ocupa, ese común denominador es, precisa y paradójicamente, la absoluta disparidad que presenta el compromiso. Heterogeneidad en lo tocante al aspecto ideológico, por supuesto, desde ‒por ejemplo‒ el maoísmo más cerril al liberalismo más templado, pero también multiplicidad en el aspecto esencial de las implicaciones personales. La conciencia del intelectual comprometido ha sido tan dúctil que lo mismo ha servido para vivir dulcemente a las faldas del poder –el caso de Gabriel García Márquez y tantos otros con Fidel Castro‒ como para arrostrar penalidades sin cuento, desde la cárcel hasta la muerte. Así ha sido desde el principio y, por tanto, no debe extrañarnos que el momento que vivimos presente, aunque con otros rasgos, esa misma confusión de perfiles, conductas e ideas.

La mayor parte de estos temas se tocan aquí brevemente, casi de soslayo, en una breve introducción –«El malestar en el compromiso»‒ que subraya, aunque no hacía falta, pues no podía ser de otro modo, que este libro colectivo, en el que han colaborado catorce especialistas de diversas universidades europeas y americanas, «no defiende una tesis única ni está construido sobre un paradigma teórico unitario». Basta ojear rápidamente el índice para vislumbrar que el peligro de una obra de estas características no es la uniformidad, sino su extremo opuesto, la absoluta dispersión en cuanto a los temas, enfoque y metodología. En este sentido, da la impresión de que los editores, vista la diversidad del material que tenían entre manos, han optado por la mera yuxtaposición de trabajos sin que se perciba –o, al menos, este reseñista detecte‒ un orden o un criterio en la relación de capítulos, ni desde el punto de vista cronológico, ni de acuerdo con otros parámetros, como la agrupación de estudios de figuras concretas o por ámbitos geográficos. Como las aportaciones, tomadas de una en una, rayan a un alto nivel y son de indudable calidad, puede recomendarse desde ya a los lectores interesados que se acerquen al libro de un modo selectivo, espigando aquellos capítulos que les resulten más atractivos o cercanos a su área de conocimiento.

No debería sorprender, en vista de lo apuntado más arriba, que haya en estas páginas un predominio relativo de estudios sobre diversas vertientes del caso francés (capítulos primero, octavo, noveno y decimocuarto). El primero (escrito por Gisèle Sapiro) y el último (cuyo autor es François Hourmant) tienen un carácter general, en tanto que los dos centrales (los de Jeanyves Guérin y Ferran Archilés) están dedicados a las dos figuras emblemáticas de la intelectualidad francesa comprometida del siglo XX, esto es, Albert Camus y Jean-Paul Sartre. Interesantes todos ellos, cabe destacar dos rasgos que de un modo u otro se repiten: en primer lugar, la ya comentada disparidad en el entendimiento del papel del intelectual, algo que está presente incluso en el propio título de uno de los trabajos, que aspira a establecer una suerte de tipología: «Modelos de implicación política de los intelectuales». El segundo rasgo es la reflexión sobre el papel de los intelectuales en esta época de descrédito de las grandes ideologías salvadoras. Una vez más, otro de los títulos nos pone en aviso: «Bajo la prueba del desencanto. La desaparición del intelectual de izquierdas y la recomposición del campo intelectual francés». A estas dos características podría añadirse una cosa más, producto de la reflexión que posibilita una cierta perspectiva histórica: cómo cambia la valoración del compromiso intelectual al compás de las vueltas de la historia. El modelo o incluso héroe de ayer es hoy el villano denostado por todos o casi todos (Sartre, el gran equivocado), mientras que el ‒en su momento‒ reputado traidor acapara ahora todos los parabienes (Camus, «un justo en la ciudad»).

Hay otros tres capítulos, estos sí ordenados consecutivamente, que giran en torno a la Primera Guerra Mundial. El primero (el capítulo segundo, escrito por Paula Bruno) se refiere a las «voces intelectuales entre la I Conferencia Panamericana y la Gran Guerra», es decir, trata en exclusiva del ámbito latinoamericano. Aparentemente, los otros dos análisis guardan más similitudes entre sí por centrarse en el espacio europeo, pero a la postre la impresión resulta engañosa, porque el de Maximiliano Fuentes aborda las actitudes intelectuales en general ante la guerra propiamente dicha, mientras que el de Patrizia Dogliani se refiere tan solo a los intelectuales socialistas y en un lapso posterior: la década de los veinte. Dogliani aborda además directamente una cuestión que no hemos mencionado hasta ahora, pero que constituye un tema recurrente en buena parte de los estudios: cómo se conjugan en cada circunstancia histórica concreta compromiso y patriotismo o, si se prefiere una formulación alternativa, cuál debe ser el ámbito privilegiado de transformación social cuando se acentúa la tensión entre los ideales internacionalistas, por una parte, y las necesidades nacionales, por otra. Esa es la línea medular que atraviesa la contribución de Enzo Traverso en un capítulo, el quinto («Intelectuales judíos y cosmopolitismo») que, aunque ciertamente notable, queda un poco descolgado del conjunto, como un islote sin comunicación con el resto. Otro tanto le pasa a la contribución de Albertina Vittoria, dedicada a estudiar la evolución de los intelectuales italianos en la órbita del Partido Comunista Italiano entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y el terremoto cultural de 1968.

Llegados a este punto, supondrán –con buen criterio‒ que he dejado para el final las reflexiones sobre el caso español y, probablemente, apostarán a que este queda mejor representado en el libro. Pues relativamente, ¡qué quieren que les diga! Por una parte, yendo a lo tangible, el lector encontrará tres capítulos sobre el compromiso intelectual en las coordenadas españolas, pero no es menos cierto, por otro lado, que son tan disímiles, en todos los sentidos, que difícilmente pueden servir para trazar no ya un panorama general, sino unas líneas comunes a los tres. Juzguen ustedes: el capítulo (el sexto) que firma Ismael Saz, el más generalista, examina el conjunto de las «trayectorias intelectuales» a lo largo de toda la primera mitad del siglo XX, es decir, grosso modo, el tránsito «del liberalismo al antiliberalismo». Se trata, como no podía ser menos, de una visión panorámica, pues incluye, en diversos epígrafes, el 98 y sus secuelas, la Gran Guerra, la República y el primer franquismo. El capítulo escrito por Ángel Duarte (el undécimo) representa todo lo contrario, el análisis de un caso individual y, además, completamente excéntrico incluso para los parámetros españoles: Duarte se ocupa de ese intelectual atípico por múltiples conceptos que fue Carlos Castilla del Pino, ajeno a la universidad, profesional de la sanidad y provinciano, tres rasgos que conformaron una influencia «desde la periferia», concepto que debe entenderse tanto en sentido literal como simbólico. El capítulo (decimosegundo) de Giaime Pala se ocupa del «compromiso político-cultural y antifranquismo» en un ámbito muy concreto –se circunscribe a Cataluña‒, examina sólo una ideología ‒la comunista‒, se limita básicamente a un partido ‒el Partido Socialista Unificado de Cataluña‒ y se mueve en un lapso relativamente corto, entre mediados de los años cincuenta y la Transición (1954-1977). Baste pues esa somera descripción para resaltar hasta qué punto se distancian entre sí las mencionadas contribuciones. Hay otros dos capítulos (el décimo y el decimotercero) que podrían sumarse a los tres anteriores para constituir un gran fresco iberoamericano: el de José Neves sobre el historiador y ensayista portugués António José Saraiva y el de Carlos Aguirre sobre los intelectuales izquierdistas latinoamericanos entre 1959 y 1990. Lo deslavazado de la obra se acentúa así más, si cabe, pues la representatividad de Neves en el contexto del país vecino es bastante discutible, mientras que, en el caso de Aguirre, todo gira en torno a la revolución cubana y sus réplicas regionales.

Así las cosas, poco más puede añadir el reseñista a la hora de establecer un balance. El libro deja una sensación agridulce: tomados de uno en uno, la mayoría de los capítulos se leen con interés sostenido, están bien escritos –aunque a veces algunos autores abusan de esa prosa farragosa que se prodiga en el ámbito universitario‒ y, sobre todo, acusan un alto nivel de elaboración conceptual y base bibliográfica. A la vez, es inevitable una cierta decepción en cuanto al conjunto resultante, como la que se produce ante un plato de ingredientes de alta calidad que no terminan de cuajar o integrarse en un todo armónico. De hecho, cuando uno termina de leer el libro comprende mucho mejor el título que han elegido los editores, ese tan impreciso y ambiguo Ideas comprometidas, o ese subtítulo genérico de Los intelectuales y la política, que, paradójicamente, a nada compromete. En efecto, a los organizadores del volumen les ha fallado en cierta medida el compromiso, es decir, una implicación decidida para confeccionar una obra que proporcionara una panorámica más coherente y homogénea sobre el papel de los intelectuales en el pasado siglo.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






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miércoles, 6 de junio de 2018

[A VUELAPLUMA] El compromiso





Hace unos días mi mujer y yo vimos en casa la película "El espía", un film de Billy Ray estrenado en España en 2007 que relata la captura de un agente del FBI, Robert Philip Hanssen, que durante más de veinte años estuvo pasando información a la Unión Soviética, primero, y luego a Rusia, hasta que fue apresado en 2001 y condenado a cadena perpetua, que aún cumple. Hay una escena de la película en la que el joven agente que acabará por descubrirle habla con su padre, antiguo oficial de la marina de guerra, al que comenta las dudas que le atormentan a veces en su trabajo, lleno de trampas, traiciones y operaciones más o menos sucias. La lacónica respuesta del padre es toda una lección sobre el cumplimiento del deber por encima de cualquier otra consideración moral: "Sube al barco, haz tu trabajo y vuelve a casa"... Asocié la escena a lo que denunciaba Hannah Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal. No me pregunten porqué, pero fue así. ¿Quizá por lo alegado por Eichmann, y tantos otros a lo largo de los tiempos, de que él "solo cumplía órdenes"?... Puede ser... Aunque en este caso, el significado de la frase pueda ser radicalmente distinto. Si leen esta entrada hasta el final quizá lo entiendan... O no... Y el perdido sea yo...

Rememoraba lo anterior leyendo la emotiva reseña del historiador Tomás Llorens en El País sobre la novela La peste, de Albert Camus, en la que analiza cuanto el libro contiene de exaltación de la idea de compromiso. Compromiso con la humanidad, pero sobre todo con uno mismo y con nuestra condición de hombre. Como a Llorens, de mi misma edad, la lectura de La peste de Camus me provocó una profunda impresión de la que ya dejé constancia en el blog en su día.

En el ecuador del franquismo, comienza diciendo Llorens, el compromiso político no era un dogma ideológico; era, simplemente, algo que corría prisa. Y una generación a la que luego se le negó el mérito se encargó de eso. Leí La peste, comenta, en el invierno de 1959-1960. Yo tenía 23 años y Camus me llegaba demasiado tarde y demasiado pronto. Demasiado tarde, porque, para entonces, yo ya había leído La náusea y los cuentos de El muro y estaba deslumbrado por Sartre. Demasiado pronto, porque mi experiencia vital era todavía demasiado corta para apreciar todo el valor literario de la novela.

La peste es, en efecto, una de las grandes novelas del siglo XX. Sobre todo, por la voz del narrador. Como en una tragedia de Esquilo, es esa voz coral, más que los episodios que se engastan en ella, la que mantiene la tensión de la narración. Distante, objetiva, rítmica, cuenta la aparición de la peste, su progreso lento e inexorable, las estadísticas crecientes de los muertos semanales, luego diarios, el pulso árido de la ciudad sin árboles, el devenir de sus callejas y bulevares minerales, cerradas sobre sí mismas, abandonadas a su propio delirio. Ese ritmo mantenido es inseparable de las ideas que lo habitan. El punto culminante de la narración es un episodio en el que se cuenta el contagio y la muerte de un niño. Apenas 24 horas. Página tras página, los síntomas desfilan con precisión clínica ante los ojos del lector, párrafo tras párrafo las expectativas de remisión se tensan para acabar, una y otra vez, frustradas, convertidas en nada. Pero es también a lo largo de esa agonía donde se revela con más claridad el combate de las ideas. El escándalo de la tortura de un inocente. La inexistencia, o, peor, la indiferencia, de Dios. El pulso ciego de la vida y de la muerte. La fragilidad, liviana y seca, de la solidaridad entre los hombres. 

Leí La peste a destiempo, pero muchos amigos la leyeron en el momento adecuado y, gracias a ellos, Camus tuvo una influencia decisiva en nuestra generación. El régimen franquista atravesaba lo que luego supimos que era su ecuador, y las ideas del escritor francés inspiraron los comienzos de nuestra revuelta. En primer lugar, naturalmente, por la metáfora transparente que hacía de la peste una figura del nazismo. Pero, también, por el escándalo de la injusticia social y de la corrupción larvada del régimen franquista. Por la irritación que nos producía, no solo la Iglesia católica, sino la religión en sí misma, con su carga de esperanza vana y de engaño. Y, más allá de la Iglesia y de la religión, todas las retóricas de la trascendencia en todas sus manifestaciones. No queríamos saber nada de ningún dogma ni de ningún más allá. (Tampoco —al menos algunos de nosotros— del más allá que preconizaban los comunistas).

La única opción posible era el aquí y el ahora, por muy carentes de sentido que se nos presentaran. En último término, como única posibilidad, estaba solo la ciencia. Rieux, el protagonista de La peste, es médico y lucha con la enfermedad sin otras armas que las del conocimiento científico. Es cierto que Camus —seguidor de Nietzsche, en definitiva, aunque lejano— es consciente de las limitaciones e insuficiencia de la ciencia —“su lucha es una derrota continuada”—; pero al mismo tiempo tiene claro que no hay otra cosa —“eso no es razón para dejar de luchar”—. La ciencia y la solidaridad. El compromiso con los compañeros de combate.

El compromiso social y político fue, como es sabido, la señal distintiva de nuestra generación. Y dejó su marca en la vida cultural española. Para bien y para mal. Para bien, porque fue un ethos intensamente compartido. Pocos períodos de la historia de la cultura española del siglo XX presentan un aspecto tan compacto y unitario como el decenio que transcurrió entre la segunda mitad de los años cincuenta y la segunda mitad de los años sesenta. Y esa compacidad se traduce, me atrevo a decirlo, en la fuerza y calidad de la mejor literatura y el mejor arte de esos años. Para mal, porque esa fuerza y calidad fueron negadas en la década siguiente. Contra el ethos del compromiso, se alzó la bandera de la autonomía del arte y la literatura. El final del franquismo y los primeros años de la Transición transcurrieron bajo el signo creciente de la pintura-pintura y de la literatura autorreferencial. Los años sesenta se etiquetaron y ridiculizaron ferozmente. Tanto que, aún hoy, siguen siendo mal entendidos. Los artistas, escritores, científicos e historiadores “comprometidos” del siglo XX se siguen caricaturizando como intelectuales anacrónicos, dogmáticos, proclives a sacrificar la calidad literaria, artística o científica de lo que hacían en aras de una miope instrumentalización política.

Releyendo La peste he reencontrado un pasaje que fue clave para nuestra generación. Uno de los personajes principales de la novela es Rambert, un joven periodista forastero que queda involuntariamente encerrado en la ciudad cuando se declara el estado de peste. Aunque es un hombre proclive al compromiso político, que ha luchado con las Brigadas Internacionales en la Guerra Civil española, Rambert considera ahora que el problema de la ciudad apestada no es el suyo y decide abandonarla para reunirse en Francia con la mujer que ama. Ante la imposibilidad de hacerlo legalmente, acaba optando por una evasión clandestina. Tras varias tentativas fracasadas, se le presenta finalmente la ocasión de hacerlo. Sin embargo, llegado el momento crítico, cancela el proyecto para ponerse al servicio de los equipos de ayuda médica que combaten la peste. Cuando lo comunica a su amigo Rieux, el médico encargado de la organización de esos equipos, Rambert espera una felicitación conmovida. Rieux, sin embargo, al principio calla y luego acaba diciendo que no le entiende. “Nada en este mundo vale tanto como para renunciar a lo que se ama”. Sin embargo, dice Rambert, el propio Rieux ha renunciado a reunirse con su joven mujer, enferma en un sanatorio fuera de la ciudad. ¿Por qué ha decidido quedarse a cuidar de los enfermos? “No lo sé. Creo que lo hago porque es lo que corre más prisa”. El conflicto entre el compromiso político y la plenitud existencial de quien se entrega a “lo que ama” —sea esto lo que sea: una mujer o la creación artística o literaria— no se resuelve en la teoría, sino en la acción y solo de modo provisional. En el ecuador del franquismo el compromiso político no era un dogma ideológico; era, simplemente, algo que corría prisa. Vista ahora, más de medio siglo después, difícilmente podría imaginarse una actitud más libre.




Albert Camus



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




Harendt






Entrada núm. 4468
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Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)