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viernes, 30 de junio de 2017

[A vuelapluma] Capitalismo garantizado





El capitalismo políticamente garantizado es aquel en que el Estado protege a algunas empresas, como autopistas, eléctricas o bancos, asumiendo sus riesgos, aprobando regulaciones que les benefician o ignorando abusos. Y las ‘puertas giratorias’ explican solo una parte de esta práctica, dice Carlos Sebastián, catedrático de Teoría Económica de la Universidad Complutense y autor del libro España estancada (Galaxia Gutenberg, 2016), en un artículo de hace unos meses en El País.

La afortunada expresión de Max Weber que encabeza estas líneas, dice Sebastián, —una alternativa a la de capitalismo clientelar— sería aplicable a buena parte del sistema económico español. En este marco institucional, el Estado, o quienes ejercen el poder político de hecho, protege a un determinado número de empresas utilizando distintas vías: asume el riesgo de las empresas, promulga regulaciones que les benefician, hace la vista gorda ante incumplimientos de normas o ante abusos, las favorecen en concursos y adjudicaciones, etcétera. Las consecuencias de estas prácticas sobre la eficiencia productiva, sobre la calidad del emprendimiento y sobre la distribución de la renta son bastante obvias.

Viene a cuenta esta reflexión, sigue diciendo, por la noticia de que el Estado debe compensar a Abertis porque el tráfico en la autopista AP-7 ha sido menor del previsto. Esta asunción del riesgo empresarial por parte del Estado es la consecuencia de un convenio que el Gobierno de Zapatero suscribió con Abertis en 2006, según el cual la empresa realizaba unas inversiones de mejora y el Estado le garantizaba por contrato un flujo de ingresos.

Este potente grupo de concesiones de autopistas se ha visto favorecido por la “garantía” del Estado —por utilizar el término weberiano— antes de su creación, añade. Su antecedente, Acesa —Abertis surgió por fusión de Acesa y Áurea—, incumplió los términos de las concesiones originales (no reinvirtiendo los excesos de beneficios obtenidos), desoyó los requerimientos del Ministerio de Fomento cuando Borrell era ministro (1993), pese a perder sucesivos recursos contra esa resolución, y en 1998 llegó a un acuerdo con el Gobierno de Aznar y con la Generalitat por el que se daban como buenos los incumplimientos anteriores y, como premio, veía extendido el periodo de concesión a cambio de unas muy reducidas rebajas tarifarias. Y en 2006, con otro Gobierno, firmó el citado convenio con el ministerio de Magdalena Álvarez que obliga al Estado a pagar a Abertis unos 1.500 millones de euros.

El convenio parece cerrado de forma tan conveniente para los intereses de Abertis que el Estado tendrá que pagar, así lo acaba de confirmar el Tribunal Superior de Justicia de Madrid, comenta. Uno no puede evitar recordar los casos Castor y Ferro, en los que empresas del grupo ACS vieron cómo el Estado ha asumido finalmente el riesgo de las inversiones privadas, gracias a sendos contratos técnicamente inmaculados. Resulta llamativo que el Consejo de Estado, una semana antes del decreto que sancionaba el convenio entre Abertis y el Ministerio de Fomento, advertía que este “incluía una peligrosa cláusula de compensación que implicaba la desaparición del riesgo para la empresa concesionaria que se apartaba del principio rector que regulaba las concesiones de autopistas desde 1972”. Advertencia que el Consejo de Ministros desoyó seis días después al aprobar el Decreto 454/2006.

Este caso tan evidente de “capitalismo políticamente garantizado”, señala, dista mucho de ser un hecho aislado. Durante varios años las compañías eléctricas se han beneficiado de que las autoridades hayan mirado hacia otro lado cuando estaban recibiendo una financiación superior a la que les correspondía por la regla implícita en los costes de transición a la competencia —no debían ser compensados cuando el precio era superior a los 36 euros el megawatio hora y lo fueron— y se han beneficiado igualmente de la falta de rigor en la gestión de las concesiones hidroeléctricas —tanto en la determinación del canon como en la (ausencia de) subasta pública cuando se terminaba el periodo de concesión—. También en los términos del decreto de 2015 que estableció el llamado impuesto al sol, que eliminaba la competencia de instalaciones fotovoltaicas y lo hacía especialmente en horas en las que el precio es mayor y el margen de las eléctricas es más elevado.

Y qué decir de los bancos, que, por ejemplo, se han beneficiado de una reforma de ida y vuelta en la libertad del cliente de cambiar de hipoteca, que fue facilitada en 1994, cuando querían entrar de lleno en el mercado hipotecario —dominado por las cajas— y se ha restringido notablemente en 2007, cuando los bancos estaban muy presentes en ese mercado crediticio; o que ven cómo la reclamación de un cliente ante el Banco de España carece de efecto aunque este haya dado la razón al particular, afirma más adelante.

Pero el capitalismo políticamente garantizado no se limita a la protección del Estado a las grandes empresas del Ibex —ni, por cierto, es la consecuencia de que no pocas de esas empresas tengan consejeros con pasado político—, señala. Empresas medianas, coticen o no en un mercado de acciones, reciben trato de favor en concursos, tramitación de permisos y normativas por parte de los distintos niveles de la Administración pública, rehén esta, en muchos casos, de las fuerzas políticas. Hay muchas anécdotas más o menos públicas, pero sería necesario un gran esfuerzo compilatorio para revelar con más nitidez esta realidad clientelar. Sus consecuencias sobre la competencia y sobre la eficiencia son enormes. Por ejemplo, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia estima que las malas prácticas en la contratación pública generan un sobrecoste del 25% (un 4,7% del PIB), pero el coste real puede ser mayor por sus efectos sobre la eficiencia productiva.

La existencia de las llamadas “puertas giratorias”, comenta, explica solamente una parte de esta práctica de garantía política a las empresas. Pequeña si limitamos la expresión a la existencia de consejeros de las empresas del Ibex con pasado político. Mayor si lo extendemos a la actividad profesional de los ex altos cargos que, como pone de manifiesto el reciente estudio de la Fundación Hay Derecho, está indebidamente supervisada por la Oficina de Conflictos de Intereses: el hecho de que antiguos altos cargos creen consultoras que asesoran a empresas grandes y medianas es más frecuente de lo que debiera. Otra puerta giratoria de menor intensidad, pero relevante, sería la de abogados del Estado que asesoran a grandes empresas en su relación con la Administración o en los conflictos con ella.

La financiación de los partidos políticos constituiría otro ingrediente de este puzle, concluye diciendo, pero no sé si el conjunto formado por las distintas “puertas giratorias” más las aportaciones a los partidos constituye la razón fundamental de la realidad institucional resumida por la expresión de Weber. Lo cual no quiere decir que no haya que poner coto a esas prácticas.


Dibujo de Eduardo Estrada para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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martes, 13 de junio de 2017

[A vuelapluma] Justicia: Cuando las cosas son lo que parecen





Ignacio González Vega, portavoz de la asociación Jueces para la democracia escribía hace unos días que se precisa un poder judicial fuerte que aleje a la Justicia de toda sospecha de parcialidad. O lo que es lo mismo, y tantas veces repetido: Que la mujer del César no solo tiene que ser honesta sino parecerlo. Y la justicia española, desgraciadamente, puede que lo sea pero desde luego no lo parece.

Recientemente, comienza diciendo, la Comisión Europea ha publicado su informe anual sobre el estado de la justicia en los países de la UE, figurando España como el séptimo Estado donde menos jueces hay por habitante y como el tercero donde un mayor porcentaje de personas percibe que la justicia no es independiente, tras Eslovaquia y Bulgaria. Hasta un 58% de la opinión pública española tiene una imagen “mala” o “muy mala”. Cabe destacar que, según el citado estudio, son las “interferencias y presiones del Gobierno y políticas” el primer motivo de la percepción de la falta de independencia aducido por la ciudadanía.

Las sorprendentes revelaciones conocidas en los últimos días a raíz de las investigaciones judiciales en curso sobre casos de corrupción política, añade después, ponen en evidencia que estamos ante algo más que una mera percepción. En las conversaciones interceptadas a algunos de los principales investigados se habla de “chivatazos” por parte incluso de una magistrada de la Audiencia Nacional alertando sobre las escuchas a que estaban siendo sometidos. También aluden a quitar a un juez que está en comisión de servicios en el juzgado central de instrucción encargado de la investigación del caso para colocar a su titular, que se encuentra destinado en el extranjero por obra y gracia del Ministerio de Justicia. Sin olvidar los nombramientos en piezas claves de la fiscalía, como es el caso de la jefatura de Anticorrupción, con gran protagonismo en la instrucción del asunto en que aquellos están envueltos.

Tampoco ayudan, sigue diciendo, a desmentir aquella percepción negativa de los ciudadanos la facundia del ministro de Justicia que denunciara en este mismo diario el recién fallecido periodista Joaquín Prieto, opinando cuanto le parece sobre la actuación profesional de juezas y fiscales, elogiando a unas y censurando a otras. Dejando bien a las claras su férrea concepción jerarquizada y dependiente del ministerio público. O la colonización de los partidos políticos en las instituciones de control, colocando al frente del Consejo General del Poder Judicial, órgano que tiene por misión fundamental defender la independencia de los jueces, a quien ha ostentado durante ocho años un alto cargo en los Gobiernos del Partido Popular. Por no citar la designación de sus miembros por cuotas entre los diferentes partidos políticos.

A lo anterior podemos añadir, comenta más adelante, que los españoles no somos indiferentes ante esa lacra que es la corrupción y que acapara las portadas de los principales diarios. En las encuestas que periódicamente realiza el Centro de Investigaciones Sociológicas, a la hora de identificar los tres principales problemas que existen en España, los ciudadanos señalamos de forma repetida e invariable en los últimos años primero el paro y en segundo lugar la corrupción y el fraude, por delante de los problemas de índole económica.

Siendo por ello algo tan sensible para los ciudadanos, añade, estos necesariamente han de tener confianza en el sistema judicial como medio de luchar contra la corrupción política. Con la separación de poderes, en un Estado de derecho, los tribunales de justicia independientes e imparciales son claves en el control de los abusos del poder. Y no debemos olvidar que el ministerio fiscal, dotado de autonomía, tiene como función establecida en la Constitución, entre otras, la de velar por la independencia de nuestros tribunales. O como dice Perfecto Andrés, “la independencia del juez empieza a jugarse en el estatuto y la praxis del ministerio fiscal”.

Sorprende, a pesar de todo, sigue diciendo, que una mayoría de españoles conceda un sustancial grado de credibilidad y competencia a sus jueces, a los que en grandes líneas perciben como preparados, independientes —aun cuando estén presionados de forma generalizada por el poder político, los grupos económicos y sociales y los medios de comunicación—, imparciales en su actuación y honestos —el fenómeno de la corrupción es menor, según la percepción ciudadana, en la justicia que en otros ámbitos—. Y de hecho, diariamente, somos muchos los jueces que investigamos y juzgamos casos de corrupción política.

Ante este panorama, concluye diciendo González Vega, es imprescindible alejar a la justicia de toda sospecha de parcialidad o manipulación, reclamando un poder judicial fuerte e independiente y una fiscalía dotada de una autonomía funcional y sin dependencias externas que les haga inmunes a las injerencias y presiones del Gobierno o de los partidos políticos. Para ello hacen falta algo más que explicaciones de los responsables ministeriales, del Consejo General del Poder Judicial y de la Fiscalía General del Estado.



Tribunal Supremo. Madrid



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miércoles, 26 de abril de 2017

[A vuelapluma] Corromper/Dimitir: en España, verbos impersonales e intransitivos





En gramática se denomina verbos intransitivos a aquellos que no exigen complemento, y verbos impersonales a aquellos que solo admiten su conjugación en la tercera personal del singular: él, ella... Seguro que van captando por donde van los tiros... Sí, por los verbos dimitir y corromper, que como ustedes saben no son impersonales ni intransitivos, pero que en España, a efectos teóricos y prácticos de su clase política,  sí lo son, tajantemente, sin la menor duda ni vacilación. 

Aquí no dimite ni Dios... Está pegado a la silla con poxipol... Son frases oídas una y otra vez que expresan con ironía la perspicacia de los españoles de a pie sobre la condición moral, mayoritaria, de su clase política. Pero aunque los individuos tengan responsabilidades morales exigibles, y de de vez en cuando, las asuman de grado o por fuerza, los partidos políticos no responden a ese criterio. Se escudan en el clásico "y tú, más" para eludir sus responsabilidades colectivas, y resulta claro que para combatir la corrupción es necesario que las organizaciones políticas tengan que rendir cuentas a controles externos ajenos a sus propias estructuras políticas. 

Peter Mair (1951-2011) famoso politólogo irlandés fallecido prematuramente, escribió al inicio de su libro Gobernando el vacío. La banalización de la democracia occidental (Alianza, Madrid, 2015), que la era de las democracias de partido había pasado, pero que las democracias modernas eran impensable sin la existencia de los partidos, motivo por lo cual, al fallar estos -que es el caso, y no solo en España y Europa, sino en todas las democracias liberales- las democracias fallaban por su base y se resentían todas las estructuras de las mismas. Y hace unos días el profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad Pública de Navarra, Jorge Urdánoz, publicaba un artículo sobre este mismo asunto titulado El silencio de los partidos, que comenzaba aludiendo a la querencia irrefrenable de nuestro ministro de Justicia, Rafael Catalá, por la conocida cantinela según la cual “la responsabilidad política por la corrupción se salda en las urnas”. Una tonadilla, continuaba diciendo, que atrapa a las mil maravillas nuestra tortuosa relación con la corrupción y que resulta, por lo demás, particularmente pegadiza: tampoco sus críticos parecen poder quitársela de la cabeza. Muchas muestras de indignación e innumerables aspavientos, sí… pero razones, entre pocas y ninguna.

El problema, añadía más adelante, radica en que seguimos atrapados en una dicotomía —la que distingue entre responsabilidad penal y responsabilidad política, sin admitir otro matiz— que, lejos de iluminarnos, lo que logra es ofuscarnos. En un universo conceptual en el que solo alumbran esos dos soles, la responsabilidad política únicamente puede enfocarse desde un prisma moral, deontológico. Los políticos dimitirían por principios, como movidos por el rechazo ético que en su interior provocarían ciertos proyectos de ley o ciertos comportamientos. El impulso volitivo sería por tanto interno, autónomo, personal. Se dimitiría por coherencia, por integridad, por vergüenza o por cualquier otra categoría eminentemente moral. Es un espejismo.

Esa concepción, dice en él, se forja en el siglo XIX, cuando los protagonistas de la política eran individuos, esto es, parlamentarios de carne y hueso. Pero hace ya mucho que la política no la protagonizan las personas —susceptibles de principios, de moral y de integridad—, sino los partidos. Y a los partidos el sol de la moral no parece iluminarles ni mucho ni poco. Ellos responden a otro tipo de luz.

Para percibir esa luz hemos de mirar fuera, señala. En inglés “responsabilidad” se dice de dos maneras: “Responsability” y “accountability”. El primer vocablo equivale a nuestra “responsabilidad moral”, y se aplica por tanto a los individuos. El segundo no tiene en castellano un equivalente exacto… ese es nuestro problema, y por eso solo nos es dado entender la responsabilidad política como responsabilidad personal. Nos falta un término para la accountability.

¿Y quién es esa señora?, se pregunta. Pues es ese tipo de responsabilidad que, siendo política, no es sin embargo personal. “Accountability” suele traducirse como “rendición de cuentas”, un rodeo terminológico a mi juicio poco eficaz porque rechaza la subjetivación: no podemos decir que los partidos son “rindables de cuentas” o algo así. O podemos, claro, pero el resultado es espantoso.

Yo propongo “controlabilidad”, dice. Al contrario que la responsabilidad moral —interna, autónoma, personal— la controlabilidad sería externa, heterónoma e institucional. Los individuos tienen responsabilidad moral, esto es, responden ante sus principios (por definición, internos). Los partidos no pueden responder ante algo así, por lo que responden ante controles (externos). No son responsables, son controlables. O, más bien, resultarán responsables solo en la medida en que se sometan a ciertos controles. Y tanto la responsabilidad moral de los políticos como la controlabilidad de los partidos son responsabilidad política.

Así que, continúa diciendo, en cierto sentido, la tonadilla del ministro no anda del todo desafinada. Todo lo que no es responsabilidad penal es responsabilidad política y esta “se salda en las urnas”. De acuerdo, pero… ¿en qué urnas? Porque a lo mejor no se trata de cambiar de canción, sino de añadir versos al estribillo.

El problema aquí, afirma, es que en España solo existe un tipo de control externo y político para los partidos: las elecciones. Constituyen la única ocasión en que los partidos se someten a una evaluación política independiente de ellos mismos. Se trata de una insuficiencia democrática en la que radica el origen de muchos de nuestros males.

¿Queremos luchar contra la corrupción?, nos pregunta. Hay muchos frentes, pero el primero es el político, porque sin él los demás no se activarán. Necesitamos que la política responda más y mejor a la voluntad de la gente, esto es, que la política sea más responsable. Así que necesitamos más “urnas”, en efecto: primarias, censos de militantes con derecho a voto, congresos partidistas bianuales y controlados por el poder judicial, etcétera. Nuestra Ley de Partidos es un chiste. No incluye ni un solo control democrático entre elección y elección. No hay urnas entre las urnas.

¿Por qué en otros países, dice más adelante, los políticos dimiten más a menudo? No es porque sus políticos atesoren una integridad moral superior, o algo así. Es porque su sistema político incorpora más controles, muchos más. Su musiquilla política incluye esos estribillos por ley. Y la melodía resultante es otra. Política, sí, pero otra.

El caso del alemán Von Guttemberg —que dimitió de la vicepresidencia del país al descubrirse que había copiado su tesis doctoral—, comenta, se cita con fruición y envidia entre nosotros. Lo que no se cita es que su mayor inquisidora fue la ministra de Educación de su propio Gobierno. ¿Se imaginan, en España, a un ministro criticando a otro abiertamente? Aquí y ahora es política ficción, pero esa es la música a la que nos acostumbraríamos si la corrupción no fuera, como es entre nosotros, tan solo un arma para atizar al partido rival sino, además, una lacra a denunciar también en el compañero de partido contra el que compito por un puesto en la organización.

En España, afirma, están cambiando muchas cosas. Una de las que debería cambiar en primer lugar es el abrumador silencio que reina en el interior de los partidos. Un silencio que, si se piensa bien, es antipolítica pura. Si en Alemania es normal que un ministro critique a otro por copiar en la universidad… ¿qué no hubieran oído en aquel país los electores de centroderecha decir a sus representantes si hubiera aparecido algo así como un Bárcenas teutón?

Mirémonos al espejo. concluye diciendo. Aquí, casi sin excepción, en cada caso de corrupción los representados no oyen a sus representantes, sino solo a los de la oposición. El “y tú más” debería empezar a tornarse en “qué vergüenza que envilezcas nuestros principios con tu actitud”. Introducir controles es el primer paso para que esa música comience a cambiar. Y así, quizás, podremos empezar a olvidar de una vez la vieja tonadilla que tanto encandila al ministro, a su partido y a ese ensordecedor silencio ante la corrupción de los suyos que los caracteriza.



Esperanza Aguirre, expresidenta de la C.A. de Madrid 



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  • viernes, 21 de abril de 2017

    [A vuelapluma] ¿Politizar la justicia? ¿Judicializar la política?






    Aunque uno acaba por acostumbrarse a casi todo lo malo (a lo bueno, por desgracia, también), la verdad es que llevamos unas semanas de espanto con los asuntos de corrupción que sobrevuelan por las cloacas del partido gobernante. Y de los otros, claro, pero ahora, según parece le ha tocado el "Gordo" al PP... Y es que los jueces le han perdido el respeto, o el miedo, a los gobernantes, y claro, pasa lo que pasa. Pero la verdad, como casi siempre, suele estar en el justo medio.

    Francesc Carreras es un profesor de Derecho Constitucional en la Universidad Autónoma de Barcelona que escribe muy a menudo sobre asuntos de política nacional y de jueces. Normalmente, en el mismo paquete, y a veces de forma individualizada. Hace unos días lo hacía sobre la presunta politización de la Justicia y la judicialización de la política en nuestro país. Y ambas cosas son malas, porque es indudable que aunque sean mundos paralelos que se entrecrucen a veces, quizá más de lo debido, no deberían confundir sus respectivos ámbitos de actuación.

    ¿Qué es politizar la Justicia?, se preguntaba el profesor Carreras. Someter a juicio la actuación de los políticos cuando incumplen las normas es consustancial a un Estado de derecho, dice, pero los jueces deben utilizar los principios de racionalidad jurídica, con métodos interpretativos preestablecidos en la ley.

    Se habla con mucha frecuencia, señala, de la judicialización de la política y de la politización de la Justicia, entendiendo por tales expresiones que la actuación de los jueces, o bien se interfiere en la actividad propia de los políticos, o bien la sustituye. ¿Puede ser ello posible en un Estado de derecho? Veamos. A veces se acusa de judicializar la política cuando se procesa a algún cargo público o a personas relacionadas con partidos políticos. En sí mismo, esto no es judicializar la política si el juez cumple con una función imprescindible en un Estado de derecho: controlar jurídicamente al poder.

    Naturalmente, si los motivos del encausamiento no son éstos, si los órganos judiciales actúan por causas no justificadas en razones jurídicas sino sólo en razones políticas, señala, entonces podemos hablar de judicializar la política ya que el juez se extralimita en su función al invadir un campo en el que no es competente, vulnerando así el principio de división de poderes. El juez, en ese supuesto, debe hacer frente a su responsabilidad jurídica, sea penal, civil o disciplinaria, ya que al ser un poder independiente no es políticamente responsable ante ningún otro.

    Por su parte, sigue diciendo, la politización de la Justicia significa que el juez, en las resoluciones que dicta en el ejercicio de su función (providencias, autos o sentencias), no basa sus argumentos en la racionalidad jurídica sino en la racionalidad política, ambas de muy distinta naturaleza y, por supuesto, legítimas, siempre que una (la jurídica) sea utilizada por los jueces al adoptar sus decisiones y otra (la política) los órganos políticos, el legislativo y el ejecutivo, para adoptar las suyas. Veamos la diferencia entre ambos tipos de racionalidad para comprender el significado de la politización de la Justicia.

    El político, añade más adelante, es decir, el cargo público con responsabilidad política, toma decisiones para resolver los conflictos de todo tipo que se plantean en una sociedad y los argumentos (políticos) que emplea se justifican sobre todo por las finalidades que pretende. Actúa, como suele decirse, según criterios de oportunidad y conveniencia, netamente subjetivos, porque dependen de las tendencias ideológicas de quien las tome, de razones estratégicas y tácticas, de compromisos partidistas, programas electorales o programas de gobierno. Los argumentos para adoptar estas decisiones están basados, entre otros, en datos empíricos, en teorías económicas o políticas, en factores estructurales o coyunturales, tanto de carácter interno como internacional.

    Si ponemos como ejemplo la tradicional, comenta, aunque hoy insuficiente, contraposición entre izquierda y derecha, un político de izquierdas, en principio, tenderá a favorecer en la misma medida la igualdad social y la libertad individual, mientras que uno de derechas dará preferencia a la libertad sobre la igualdad. Las decisiones políticas serán distintas porque los modelos que se defienden son distintos. En todo caso, para escoger entre las varias opciones políticas posibles, las leyes sólo serán el marco formal que no deberá rebasarse al tomar una decisión, pero no el contenido de la decisión misma. Este contenido deberá justificarse con argumentos de conveniencia u oportunidad.

    El juez, por el contrario, sigue diciendo, argumenta desde un tipo de racionalidad distinta, desde la racionalidad jurídica, mucho más objetiva que la anterior. En efecto, el juez actúa en el curso de un proceso, dotado de las garantías constitucionales prescritas en el artículo 24 de la Constitución, y en sus resoluciones está absolutamente sometido a las leyes. En estas resoluciones, en especial en las sentencias, no se argumenta de acuerdo con los personales criterios de justicia del juez sino con aquello que la ley establece. En eso, precisamente, consiste la independencia judicial: el juez es independiente de todos los demás poderes pero está absolutamente sometido a la ley, no puede escapar a lo que prescribe la misma. Juzgar no es hacer justicia según la voluntad del juez sino de conformidad con la ley, aunque el juez, como es frecuente, esté en desacuerdo con ella.

    Dictar una sentencia, señala, presupone en primer lugar precisar los hechos que son relevantes para resolver un caso; en segundo lugar, encontrar en el ordenamiento las normas aplicables; y, en tercer lugar, interpretar estas normas de acuerdo con unos métodos preestablecidos, en nuestro ordenamiento los enunciados en el artículo 3.1 del Código Civil, aunque no son los únicos.

    Esta limitación de los métodos interpretativos es una garantía de la seguridad jurídica, afirma. El juez no puede utilizar cualquier método para interpretar el significado de una norma sino sólo aquellos aceptados por la comunidad jurídica. Además, son elementos importantes en la argumentación del juez al dictar, la jurisprudencia y el precedente judicial (que garantiza la igualdad de trato) y, en menor medida, la doctrina de los juristas. Así pues, la principal garantía de que el juez se atiene a la ley en sus resoluciones está en la motivación de las mismas, argumentada en los fundamentos jurídicos. Una sentencia será buena o mala, no porque el fallo se ajuste o no a nuestras convicciones sobre la justicia como valor, sino por los argumentos jurídicos —basados en hechos y en normas— que la motivan.

    En definitiva, afirma, someter a juicio la actuación de los políticos cuando incumplen las normas, no sólo es democráticamente legítimo sino que es consustancial a un Estado de derecho: los poderes deben atenerse a las leyes y toda desviación debe ser controlada por los jueces. Ahora bien, si estos jueces, en la motivación de sus resoluciones, no utilizan los métodos objetivos de la racionalidad jurídica sino los subjetivos de la racionalidad política, entonces, y sólo entonces, podremos hablar de politización de la justicia. En este supuesto, se habrá vulnerado la separación de poderes y un poder, el judicial, que es democrático mientras cumpla con su función de aplicar leyes de acuerdo con lo antes dicho, habrá rebasado los límites de su función y, como no representa al pueblo, habrá invadido competencias propias de los poderes representativos, los propiamente políticos: el legislativo y el ejecutivo.

    Politizar la Justicia, concluye diciendo, no significa que los políticos sean juzgados por incumplir las leyes sino que los jueces, en el ejercicio de su cargo, tomen decisiones que son propias de los políticos, de los representantes del pueblo, vulnerando así un principio clave del Estado de derecho, el de la independencia judicial, según el cual la función judicial consiste únicamente en aplicar la ley y sólo así puede justificarse que el poder de los jueces es democrático.




    Ignacio González, imputado judicialmente


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    domingo, 28 de agosto de 2016

    [Pensamiento] Sobre la corrupción en España



    La Acrópolis ateniense


    Embarcados en la nave de la dialéctica hegeliana, en una espiral que nos permite recuperar, desde otro nivel de desarrollo, abismos pasados y sueños inalcanzados, España, cada cierto tiempo, recupera su estado depresivo y torna a verse llena de miseria y necesitada de redención y profundo cambio. Numerosos textos han tratado desde la historiografía estos movimientos cíclicos, sobre todo los que comienzan con la invasión francesa. Yendo al presente, la crisis económica que nos azota desde 2008 ha sido el reactivo que ha vuelto a generar la reflexión lúcida –a veces– y pesimista –casi siempre– sobre la situación real del país y sus posibilidades de alcanzar el bienestar y prestigio de los países líderes en nuestro entorno. Recuperando el espíritu regeneracionista, algunos autores han emulado a Joaquín Costa o a Lucas Mallada y han escrito textos de notorio pesimismo y ácida crítica hacia un marco social e institucional que entendían funesto para el desarrollo del país. Así, hemos podido leer El dilema de España. Ser más productivos para vivir mejor, de Luis Garicano; Qué hacer con España. Del capitalismo castizo a la refundación de un país, de César Molinas; La urna rota. La crisis política e institucional del modelo español, del colectivo Politikon; o España estancada. Por qué somos poco eficientes, de Carlos Sebastián, entre otros muchos. De estos textos hemos podido aprender que el origen esencial del «mal» de España no está en los genes, ni en factores culturales atávicos, sino en el erróneo diseño de una gran parte de nuestras instituciones políticas, económicas y sociales. El neoinstitucionalismo económico ha sido, sobre todo, el referente teórico que ha dado fundamento a estas críticas.

    Las palabras anteriores es evidente que no son mías. Me falta capacitación técnica para opinar con conocimiento de causa sobre asuntos que se me escapan en su complejidad. Pero somos un país de opinadores, con o sin causa... ¡Es indudable! Basta con detenerse y ojear con cierto detenimiento los comentarios que suscita cualquier noticia o artículo de opinión en los medios de prensa y no digamos en Facebook, Twitter y otras redes sociales.

    En alguna que otra ocasión, no muchas, he escrito en el blog sobre la corrupción. Recuerdo una entrada de marzo de 2014 sobre ello. A mí personalmente, decía, me asustan los que se manifiestan día sí, día también, como partidarios de la tolerancia cero, así, sin matices. En democracia la tolerancia debería ser una virtud intrínseca. Y los perseguidos, más bien los intolerantes. ¿Cúal debería ser entonces la altura del listón en cuanto al grado de tolerancia, y sobre qué cuestiones? Lo ignoro.  

    Soy de los que piensan que una democracia asentada puede permitirse un cierto grado de corrupción individual, no social ni política, sin que las instituciones se resquebrajen o resientan. Entiéndanme, por favor: no estoy en favor de la corrupción ni de los corruptos. Digo, simplemente, que la corrupción es algo consustancial a la democracia porque hay libertad, y donde la hay, siempre habrá políticos, funcionarios, administradores, financieros, empresarios, trabajadores, vividores y sinvergüenzas que se aprovechen de ello. Lo que hay que hacer es descubrirlos, destituirlos, despedirlos o meterlos en la cárcel. Y punto.

    A mi, personalmente, me asusta mucho más el que la sociedad y la ciudadanía se tomen esa corrupción, por ejemplo, la de sus políticos, dirigentes y administradores públicos como algo no sólo normal sino divertido, excusable e incluso elogioso. En la Unión Europea los ministros dimiten por falsear su currículum académico; un presidente de la República Federal Alemana por hacer un favor. En España, la palabra dimisión no tiene conjugación; "dimitir" es verbo intransitivo. Hace unos años el gobernador del Estado norteamericano de Illinois, acusado de vender un asiento en el Senado al mejor postor, fue destituido de su cargo sin contemplaciones, por su propio partido y su parlamento. El presidente Clinton se salvó por un voto de la destitución... ¿Por follarse a una becaria empleada de la Casa Blanca? No, eso no es delictivo; se le procesó por mentir a quienes investigaban el caso.

    ¿Y aquí? Políticos corruptos, incursos en causas judiciales, se amparan en la presunción de inocencia (aplicada a "los suyos", nunca a "los otros"), para seguir en el cargo, sin entender que la presunción de inocencia delictiva no tiene nada que ver con su posición política. Me resisto a aceptar las imágenes de partidarios, amigos y vecinos, jaleando como "hooligans" a políticos acusados de corrupción. O reelegidos una y otra vez, a pesar de estar incursos en procedimientos criminales. Esa sí es la corrupción que me asusta: la del cuerpo social y político, la de los ciudadanos indiferentes, la de los estómagos agradecidos. La otra, la verdad, es que no me preocupa en exceso. Y si la Justicia, fuera justicia, es decir rápida y eficaz, me preocuparía menos aún.

    Manuel Villoria, profesor de Ciencia Política y de la Administración en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid, es el autor de las palabras que sirven de excusa a esta entrada de hoy y corresponden al inicio de un incisivo y extenso artículo que examina en profundidad el tema de la corrupción en España publicado en el número del pasado mes de julio de Revista de Libros. Intentaré resumirlo, pero en cualquier caso creo preferible que vayan de entrada al enlace de más arriba, donde podrán leerlo completo y examinar con detalle las tablas de datos y encuestas que se citan en el mismo.

    El estudio de estas instituciones en profundidad y de cómo generan en nuestro país incentivos y desincentivos productores de equilibrios ineficientes se ha convertido en una auténtica veta para la producción científica en las ciencias sociales y jurídicas, dice en él. La aprobación durante la legislatura 2011-2015 de numerosas normas que trataban de reducir la corrupción y promover la integridad de nuestras Administraciones ha generado, por ejemplo, un conjunto de textos que nos permiten entrar en los vericuetos de la vieja y la nueva normativa y sus posibilidades y errores. 

    Para muchos de esos autores, añade el profesor Villoria, la crisis económica ha sido un test de estrés sobre nuestro sistema político que ha permitido ver más claramente sus debilidades, generándose una cierta repolitización y una movilización importante contra las medidas gubernamentales surgidas de resultas de la crisis, que sólo pueden entenderse si incorporamos como variable clave la continua presencia de escándalos de corrupción en la prensa española desde comienzos de los años noventa, escándalos que empiezan a generar verdadera indignación cuando a ellos se une, a partir del otoño de 2008, el dato de que más del 50% de los españoles creen que la economía va mal o muy mal. De hecho, dice, a partir de los últimos meses de 2012 y los primeros de 2013 la corrupción se consolida como el segundo problema dentro del ranking de preocupación pública, y ahí sigue. El porcentaje de quienes señalan la corrupción como uno de los tres principales problemas del país pasa de niveles del 10% al 40%. Todo ello unido a un incremento de la percepción de los políticos como otro de los problemas más importantes del país. Pero, entonces, se pregunta, más allá de las narraciones y los marcos explicativos, ¿España es un país altamente corrupto? Y, si fuera así, ¿la explicación de ello sería cultural?

    Para comenzar, continúa diciendo, en relación con los datos de corrupción es importante dejar claro que las dificultades para obtener datos objetivos fiables es enorme. La medición del fenómeno puede hacerse, añade, a partir de las denuncias de corrupción y las investigaciones abiertas por el ministerio público o los jueces de instrucción; o a través de proxies, como el precio de los contratos sobre una serie de bienes homogéneos. Un país, dice, puede tener datos muy bajos de corrupción perseguida y, sin embargo, tener una corrupción altísima; basta simplemente con que exista un sistema de detección defectuoso, una policía corrupta y un modelo judicial altamente ineficaz y, entonces, los delitos de corrupción perseguidos pueden ser bajísimos y la impunidad, enorme. Por su parte, las proxies a veces miden corrupción y, a veces, simplemente, ineficiencia. Para el caso de España, continúa, los datos objetivos tienen un problema añadido, cual es el de la inexistencia de bases de datos oficiales sobre las causas, juicios orales, imputados, acusados y sentenciados por corrupción. 

    En segundo lugar, añade, la corrupción puede intentar medirse a través de encuestas de percepción a inversores nacionales y extranjeros, a expertos o a la ciudadanía en general. En estas encuestas hay un problema inicial, y es que normalmente no definen la corrupción, dejando a cada uno de los encuestados la configuración personal del concepto. Y además, los datos no miden la corrupción en sí, sino que miden simplemente opiniones sobre su extensión en un país determinado y, además, aunque respondan expertos y empresarios, las opiniones sobre la extensión de la corrupción pueden reflejar también estados de opinión, mediáticamente influidos, del país correspondiente, pues diversos estudios demuestran que la percepción general de la corrupción está fuertemente influida por los escándalos y la cobertura mediática del tema, de forma que el nivel real de corrupción puede no cambiar, pero, al hacerse más visible, las percepciones sí cambian, y unapolítica agresiva de lucha contra la corrupción genera, ineludiblemente, escándalos que, a su vez, incrementan la percepción de corrupción. 

    Tal vez estas ideas, continúa diciendo, ayuden a entender mejor la situación actual de España en el Índice de Percepción de Corrupción de Transparencia Internacional. Este índice es posiblemente el instrumento más utilizado mundialmente para medir la percepción de la corrupción por países. Los datos de percepción medidos por este índice (IPC) para España han ido empeorando en los últimos diez años, y especialmente en 2009 y 2013, tras un proceso de mejora que comenzó en 1997 y alcanzó sus mejores resultados en 2002 y 2004. En cualquier caso, en 2015 España ha vuelto a perder puntos y se sitúa ahora con 58/100 en lugares alejados de los países más honestos de Europa, y ha sido la peor desde que tenemos más de cuatro estudios o encuestas en los que basar los resultados.

    Otro aspecto de notable dificultad, añade más adelante, es el de identificar las causas de la corrupción. La causalidad en ciencias sociales, dice, es siempre problemática, pero en el estudio de la corrupción esta dificultad se extrema. Con datos de los años ochenta y noventa del siglo pasado, había ya autores que definían con bastante precisión las causas fundamentales de la corrupción en España y las principales áreas de riesgo de entonces y de ahora: la consolidación de unas elites partidistas profesionalizadas que han buscado la captura de clientes, de instituciones de control y de fondos públicos con una voracidad desmedida. Pero también es cierto que, tras este conjunto de fenómenos, existe un magma cultural que lo ha facilitado: una sociedad en la que el nivel de desarrollo moral mayoritario parece más cercano a lo que se ha categorizado como nivel tres que al nivel cuatro, más propio de democracias avanzadas. En este nivel tres, las personas son capaces de sacrificar sus intereses y respetar reglas, pero sólo aquellas que surgen de las obligaciones familiares o de amistad. Sin embargo, en el nivel cuatro las personas sacrifican sus intereses particulares por el cumplimiento de las leyes estatales y el buen funcionamiento de la sociedad. En suma, en España estaríamos peligrosamente cercanos a una cultura particularista, en la que las personas no son tratadas igual bajo la ley, sino que acceden a servicios públicos y a privilegios en función de sus relaciones familiares, políticas o de amistad. 

    Esta suma de factores podría ayudarnos a entender en gran medida que, de todos los países de la Unión Europea, España sea el que, en los últimos tres años, haya sufrido los mayores cambios en la percepción de la corrupción y en la consideración de la corrupción como uno de los problemas más importantes del país. De acuerdo con el último estudio disponible llevado a cabo en febrero-marzo de 2013, un 95% de los españoles creía que la corrupción estaba muy (65%) o bastante (30%) extendida en el país; más aún, el 77% de los españoles creían que la corrupción forma parte de la cultura de los negocios en el país (media europea del 67%), el 84% que el soborno y las conexiones son la forma más sencilla de obtener servicios públicos (la media europea es del 73%) y el 67% que la única forma de tener éxito en los negocios son las conexiones políticas (media europea del 59%). Estos datos nos llevarían a pensar que España tiene niveles de corrupción sistémicos –aquellos propios de países en los que toda la sociedad está embarcada en actos corruptos de forma persistente– y, sin embargo, los datos sobre pagos de sobornos son bastante bajos, muy similares a los de países como Alemania o Finlandia. 

    Pero la ciudadanía, continúa diciendo el profesor Villoria, incorpora dentro del concepto de corrupción algo más que los sobornos: de hecho, los encuestados tienden a considerar como corrupción la inequitativa distribución de los servicios públicos, de lo que podemos concluir que la muy alta percepción de la corrupción en España no tiene que ver con experiencias personales de sobornos, sino con una concepción de la corrupción mucho más amplia. Corrupción es abuso de poder para beneficio privado, directo o indirecto.

    El clientelismo, continúa, es otra modalidad de corrupción altamente peligrosa. En esencia, consiste en un intercambio discrecional y particularista de favores, en el cual los responsables políticos deciden la concesión privilegiada e, incluso, ilegal de derechos y prestaciones a cambio de apoyo electoral o económico a quienes forman parte de sus redes. El clientelismo puede ser electoral, corporativo y de partido. En el clientelismo electoral, el cliente es un votante, el cual da su voto a aquel partido que por promesas hechas personalmente por el candidato o sus representantes le garantiza mayores favores y beneficios materiales exclusivos. Lo que se intercambia son necesariamente votos por favores (algo que en el escándalo de los ERE en Andalucía parece producirse de alguna manera). El rasgo típico del vínculo político clientelar frente al vínculo político programático es que, en el segundo, el partido votado no se compromete con sus votantes a proporcionarles favores y privilegios, sino a aplicar unas políticas determinadas de forma objetiva y universal. Una modalidad cada vez más importante de clientelismo electoral es la de nivel institucional. Son los supuestos en que un político con un cargo importante a nivel central, sobre todo, o regional favorece con sus decisiones a un área geográfica concreta, que es aquella donde él fundamenta su carrera política y tiene sus redes de apoyo. Por ejemplo, el uso del AVE como mecanismo de clientelismo electoral parece, en ciertos casos, evidente. Las actualmente en entredicho diputaciones provinciales son ejemplos de numerosos casos de clientelismo de este tipo, en especial apoyando económicamente de forma privilegiada a municipios cercanos a la mayoría en el gobierno. En el clientelismo de base corporativa, el cliente es una persona jurídica o un individuo en nombre de tal persona que aporta dinero y/o apoyos materiales –su voto no es aquí lo esencial, aunque también cuente– al patrón político a cambio de que bien se le adjudiquen contratos, subvenciones o concesiones públicas de forma fraudulenta, bien se le faciliten trámites y se le entregue información privilegiada, bien se le exima de pagos, contribuciones, requisitos contractuales o impuestos. Bajo esta definición parece obvio que encajarían algunos de los más graves casos de corrupción hoy conocidos: Gürtel, Púnica o los diferentes sumarios valencianos. Finalmente, en el clientelismo de partido el cliente es un miembro del partido que da su voto o, mejor aún, que pone su red de clientes internos al servicio de una determinada facción, candidatura o corriente del partido, a cambio, sobre todo, de obtener un puesto de responsabilidad en el partido, en el gobierno o en las listas de candidatos del partido a las distintas elecciones. En este caso, se apoya a aquella corriente o candidato que da más a cambio del voto. 

    El despilfarro y el abuso de los privilegios públicos sería otra forma de corrupción, dice más adelante. Cuando un alto cargo carga al presupuesto público comidas en restaurantes de lujo, regalos de joyas a las esposas de otros altos cargos o utiliza el coche oficial para actividades particulares, estaá abusando de su poder para beneficio privado. Más aún, cuando un político relevante decide realizar una obra fastuosa sin preocuparse de su necesidad, de su mantenimiento posterior o de la eficiencia de ese gasto, está valiéndose de su poder para reforzar sus opciones electorales con grave daño para el interés público. Normalmente, ello se conecta además con donaciones de las empresas adjudicatarias al partido del político y, en ocasiones, con la recepción personal de algún soborno. 

    Finalmente, dice, es preciso insistir en que fijarse solamente en la corrupción perseguible penalmente brinda una imagen distorsionada del problema. En los países más desarrollados económicamente, la corrupción más preocupante es la denominada corrupción legal: aquella consistente en la captura de ciertas políticas públicas o, al menos, de decisiones fundamentales en el marco de dichas políticas por poderosos grupos de interés. La captura puede realizarse a través del estratégico aterrizaje en puestos importantes del Gobierno, en órganos regulatorios o en comités asesores clave; también mediante el reclutamiento de políticos bien relacionados y poderosos para su incorporación a consejos de administración bien remunerados; o mediante la presión mediática, dado el control de grandes grupos multimedia. Más aún, la captura opera en cascada: si se consigue la captura en la Unión Europea, luego ya las capturas nacionales son más sencillas, y así sucesivamente. A veces, esta captura se solidifica con la financiación de los partidos cártel, de manera que conecta con el clientelismo corporativo. En estos casos, las leyes ya surgen sesgadas a favor de estos grupos, rompiendo muy a menudo el principio de igualdad política y la equidad en la toma de decisiones.

    En suma, en época de vacas flacas, la inmensa mayoría de la ciudadanía ha percibido un empeoramiento de sus condiciones de vida y ha considerado que la corrupción, en sus múltiples variantes, ha sido la principal responsable de llegar a este estado y de –una vez en él– fomentar respuestas inequitativas e insolidarias desde los poderes públicos. Así, desde hace ya más de tres años, como se ha apuntado, es el segundo problema más importante para los españoles. Todo ello, unido a la constante presencia en los medios de escándalos de corrupción, está teniendo un impacto terrible sobre el grado de satisfacción con el funcionamiento de la democracia y la confianza en las instituciones representativas.

    Los demás países del Sur de Europa, concluye el profesor Villoria, también han sufrido la crisis y tienen niveles de corrupción comparativamente altos en relación con los países escandinavos o centrales de Europa, pero la reacción española frente a la corrupción, en este contexto de crisis, ha sido especialmente dura. La eterna herida de España –la corrupción– ha empezado a supurar de nuevo y nos ha generado este desasosiego. Desde el testamento de Isabel la Católica a la crítica regeneracionista, pasando por la picaresca, la corrupción ha estado siempre presente en nuestra historia como un relato explicativo de nuestras miserias y, por ello, como una losa que nos impedía despegar. Cuando creíamos que embocábamos el camino de la plena equiparación a las democracias más desarrolladas, la crisis económica nos ha descubierto, de nuevo, esta enfermedad histórica. El rechazo y la indignación frente al fenómeno (no por conocido menos repugnante) han sido intensos. Todo ello ha sucedido en el marco de una sociedad con valores democráticos ya bastante asentados y plenamente integrada en Europa, con la juventud mejor formada de nuestra historia y con instituciones judiciales muy mejorables, pero que funcionan. Por ello, esta vez la reacción ha sido también más propositiva y exigente, se han empezado a depurar algunas culpas y los programas de los partidos están llenos de medidas regeneradoras. En suma, podríamos preguntarnos si no existen ahora mejores bases en las que asentar la esperanza de que la eterna herida empiece a sanarse a través de las reformas institucionales adecuadas. Incluso podríamos preguntarnos si no estamos mejorando nuestra cultura de la legalidad y el desarrollo moral colectivo. La historia nos contestará. Mientras tanto, sigamos trabajando para conseguirlo.


    Viñeta de Forges



    Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





    HArendt




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    La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

    viernes, 8 de mayo de 2015

    Un poco de humor para iniciar este viernes, 8 de mayo de 2015




    Paisajes de Gran Canaria I



    Buenos días. Iniciar la jornada con un poco de buen humor, aunque dure justo hasta terminar el desayuno, no parece mala idea para afrontar el día con una cierta posición estratégica de ventaja. Hoy viernes, 8 de mayo, ya en su horario habitual, con las viñetas de Morgan en Canarias7, Padylla en La Provincia, y Forges, Peridis y El Roto en El País. Ahorro cualquier comentario sobre las mismas. Tres de ellas van sobre la campaña electoral que se ha iniciado hoy  a las 00:00 horas, y las otras dos sobre corrupciones varias. Es decir, el pan-nuestro-de-cada-día. Encierran en su sencillez expositiva agridulces mensajes y verdades como puños que nos ayudan a reflexionar. Benditos sean quienes nos hacen sonreir a pesar de todo.

    Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt






























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