El capitalismo políticamente garantizado es aquel en que el Estado protege a algunas empresas, como autopistas, eléctricas o bancos, asumiendo sus riesgos, aprobando regulaciones que les benefician o ignorando abusos. Y las ‘puertas giratorias’ explican solo una parte de esta práctica, dice Carlos Sebastián, catedrático de Teoría Económica de la Universidad Complutense y autor del libro España estancada (Galaxia Gutenberg, 2016), en un artículo de hace unos meses en El País.
La afortunada expresión de Max Weber que encabeza estas líneas, dice Sebastián, —una alternativa a la de capitalismo clientelar— sería aplicable a buena parte del sistema económico español. En este marco institucional, el Estado, o quienes ejercen el poder político de hecho, protege a un determinado número de empresas utilizando distintas vías: asume el riesgo de las empresas, promulga regulaciones que les benefician, hace la vista gorda ante incumplimientos de normas o ante abusos, las favorecen en concursos y adjudicaciones, etcétera. Las consecuencias de estas prácticas sobre la eficiencia productiva, sobre la calidad del emprendimiento y sobre la distribución de la renta son bastante obvias.
Viene a cuenta esta reflexión, sigue diciendo, por la noticia de que el Estado debe compensar a Abertis porque el tráfico en la autopista AP-7 ha sido menor del previsto. Esta asunción del riesgo empresarial por parte del Estado es la consecuencia de un convenio que el Gobierno de Zapatero suscribió con Abertis en 2006, según el cual la empresa realizaba unas inversiones de mejora y el Estado le garantizaba por contrato un flujo de ingresos.
Este potente grupo de concesiones de autopistas se ha visto favorecido por la “garantía” del Estado —por utilizar el término weberiano— antes de su creación, añade. Su antecedente, Acesa —Abertis surgió por fusión de Acesa y Áurea—, incumplió los términos de las concesiones originales (no reinvirtiendo los excesos de beneficios obtenidos), desoyó los requerimientos del Ministerio de Fomento cuando Borrell era ministro (1993), pese a perder sucesivos recursos contra esa resolución, y en 1998 llegó a un acuerdo con el Gobierno de Aznar y con la Generalitat por el que se daban como buenos los incumplimientos anteriores y, como premio, veía extendido el periodo de concesión a cambio de unas muy reducidas rebajas tarifarias. Y en 2006, con otro Gobierno, firmó el citado convenio con el ministerio de Magdalena Álvarez que obliga al Estado a pagar a Abertis unos 1.500 millones de euros.
El convenio parece cerrado de forma tan conveniente para los intereses de Abertis que el Estado tendrá que pagar, así lo acaba de confirmar el Tribunal Superior de Justicia de Madrid, comenta. Uno no puede evitar recordar los casos Castor y Ferro, en los que empresas del grupo ACS vieron cómo el Estado ha asumido finalmente el riesgo de las inversiones privadas, gracias a sendos contratos técnicamente inmaculados. Resulta llamativo que el Consejo de Estado, una semana antes del decreto que sancionaba el convenio entre Abertis y el Ministerio de Fomento, advertía que este “incluía una peligrosa cláusula de compensación que implicaba la desaparición del riesgo para la empresa concesionaria que se apartaba del principio rector que regulaba las concesiones de autopistas desde 1972”. Advertencia que el Consejo de Ministros desoyó seis días después al aprobar el Decreto 454/2006.
Este caso tan evidente de “capitalismo políticamente garantizado”, señala, dista mucho de ser un hecho aislado. Durante varios años las compañías eléctricas se han beneficiado de que las autoridades hayan mirado hacia otro lado cuando estaban recibiendo una financiación superior a la que les correspondía por la regla implícita en los costes de transición a la competencia —no debían ser compensados cuando el precio era superior a los 36 euros el megawatio hora y lo fueron— y se han beneficiado igualmente de la falta de rigor en la gestión de las concesiones hidroeléctricas —tanto en la determinación del canon como en la (ausencia de) subasta pública cuando se terminaba el periodo de concesión—. También en los términos del decreto de 2015 que estableció el llamado impuesto al sol, que eliminaba la competencia de instalaciones fotovoltaicas y lo hacía especialmente en horas en las que el precio es mayor y el margen de las eléctricas es más elevado.
Y qué decir de los bancos, que, por ejemplo, se han beneficiado de una reforma de ida y vuelta en la libertad del cliente de cambiar de hipoteca, que fue facilitada en 1994, cuando querían entrar de lleno en el mercado hipotecario —dominado por las cajas— y se ha restringido notablemente en 2007, cuando los bancos estaban muy presentes en ese mercado crediticio; o que ven cómo la reclamación de un cliente ante el Banco de España carece de efecto aunque este haya dado la razón al particular, afirma más adelante.
Pero el capitalismo políticamente garantizado no se limita a la protección del Estado a las grandes empresas del Ibex —ni, por cierto, es la consecuencia de que no pocas de esas empresas tengan consejeros con pasado político—, señala. Empresas medianas, coticen o no en un mercado de acciones, reciben trato de favor en concursos, tramitación de permisos y normativas por parte de los distintos niveles de la Administración pública, rehén esta, en muchos casos, de las fuerzas políticas. Hay muchas anécdotas más o menos públicas, pero sería necesario un gran esfuerzo compilatorio para revelar con más nitidez esta realidad clientelar. Sus consecuencias sobre la competencia y sobre la eficiencia son enormes. Por ejemplo, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia estima que las malas prácticas en la contratación pública generan un sobrecoste del 25% (un 4,7% del PIB), pero el coste real puede ser mayor por sus efectos sobre la eficiencia productiva.
La existencia de las llamadas “puertas giratorias”, comenta, explica solamente una parte de esta práctica de garantía política a las empresas. Pequeña si limitamos la expresión a la existencia de consejeros de las empresas del Ibex con pasado político. Mayor si lo extendemos a la actividad profesional de los ex altos cargos que, como pone de manifiesto el reciente estudio de la Fundación Hay Derecho, está indebidamente supervisada por la Oficina de Conflictos de Intereses: el hecho de que antiguos altos cargos creen consultoras que asesoran a empresas grandes y medianas es más frecuente de lo que debiera. Otra puerta giratoria de menor intensidad, pero relevante, sería la de abogados del Estado que asesoran a grandes empresas en su relación con la Administración o en los conflictos con ella.
La financiación de los partidos políticos constituiría otro ingrediente de este puzle, concluye diciendo, pero no sé si el conjunto formado por las distintas “puertas giratorias” más las aportaciones a los partidos constituye la razón fundamental de la realidad institucional resumida por la expresión de Weber. Lo cual no quiere decir que no haya que poner coto a esas prácticas.