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miércoles, 16 de septiembre de 2015

[Política] Sobre la reforma de la Constitución. Tres opiniones distintas





Viñeta de Forges


Esta entrada es continuación premeditada y alevosa de la del pasado día 9, titulada "Sobre la reforma de la Constitución. Cuestiones previas". Y si aquella se centraba sobre todo en las cuestiones previas de procedimiento que deberían abordarse a la hora de plantear cualquier posible (y deseable y necesaria) reforma de la Constitución de 1978, esta de hoy se centra ya en cuestiones más concretas. Por ejemplo las que han planteado en estos días tres personalidades del mundo académico, político y profesional: Joseba Arregi (1946), ensayista y exconsejero del gobierno vasco; José María Ruiz Soroa (1947), abogado y exprofesor universitario; y Gabriel Tortella (1936), economista e historiador.

El artículo de Joseba Arregi se titula, también, "Cuestiones previas". Fue publicado en el diario El Mundo el pasado día 1 y comienza diciendo que desde el momento en el que el PP parece haber asumido la necesidad y la posibilidad de la reforma de la Constitución -aunque últimas voces parecen restringir dicha posibilidad-, todo apunta a que en la próxima legislatura los partidos políticos presentes en la cámara de los diputados van a tratar de buscar los acuerdos necesarios para iniciar el proceso de alguna reforma constitucional. Pero la imperiosa necesidad de reforma, que para muchos es evidente, viene acompañada de la distancia insuperable que parece existir entre las distintas propuestas de reforma que se manejan en los distintos partidos. Y pudiera ser que el fruto de tanto debate al final no sea otro que el de una nueva frustración colectiva, algo que debiera evitarse a toda costa.

Para ello no estará de menos analizar y tratar de aclarar, sigue diciendo, algunas cuestiones previas. La primera, rememorar en qué consiste la constitución de una comunidad política o nación política, que para él es transformar lo que es una realidad histórica contingente y particular, por medio del sometimiento al imperio del derecho, en una comunidad política, superadora de contingencias e identidades culturales particulares, y por ello tendencialmente universal. 

La segunda de las cuestiones previas para que cualquier proceso de reforma de la Constitución pueda tener visos de éxito, añade, es reconocer que todos los que participan en el acuerdo básico constituyente son acreedores a la misma legitimidad democrática. No tiene sentido proceder, dice, a una reforma de la Constitución, a consolidar la nación política ya constituida, si uno de los partidos básicos del sistema desconfía radicalmente de la fidelidad constitucional del otro partido básico, y si éste cae permanentemente en la tentación de negar legitimidad democrática al primero.

La tercera cuestión previa consiste en deslindar lo que debe entrar en el proceso de reforma y lo que no, y tener muy claro lo que implica que una determinada cuestión entre o no entre en la reforma: lo que el Estado nunca puede hacer, y lo que el Estado no puede dejar de hacer.

El segundo artículo al que hago referencia, el de José María Ruiz Soroa, se publicó el pasado 14 de agosto en el diario El País bajo el título de "Iguales y diferentes", y se inicia con una rotunda declaración de principios cuando dice que conviene no perder de vista que el reto del presente no es tanto el admitir que España es plurinacional como el tomar conciencia, con todas las consecuencias, de que igual o más plurinacionales son las naciones que reclaman su reconocimiento. Se ha instalado en el discurso público acerca de la reforma constitucional del sistema territorial, dice, una especie de falsa alternativa, la que pretende contraponer la exigencia de igualdad ciudadana con la constatación bastante obvia de que las partes que componen eso que llamamos España son diferentes entre sí, en algún caso muy diferentes, tanto en lo histórico como en lo político, en lo cultural como en lo institucional. Por eso, el dogma políticamente correcto de los reformistas es el de que igualdad sí… pero respetando la diferencia. Esa pretendida dicotomía entre igualdad y diferencia, añade, es en términos directos y claros, un error conceptual craso, ya que el antónimo de la igualdad no es la diferencia, sino la desigualdad. Y el contrario de la diferencia no es la igualdad sino la homogeneidad. Por lo que contraponer igualdad y diferencia como si fueran vasos comunicantes, de manera que a más de una menos de la otra, es un dislate.

Igualdad y diferencia, continúa diciendo, son conceptos que pertenecen a lenguajes diversos. El de diferencia es un término descriptivo, que hace referencia a una realidad empírica: las personas, y las regiones también, son muy diversas entre sí en muchos de sus rasgos vitales. En cambio, la igualdad que proclaman las leyes pertenece al lenguaje normativo: no pretende describir un hecho, sino prescribir un concreto tipo de trato. Cuando la ley dice que todos los ciudadanos somos iguales no pretende describir una realidad, ni pretende convertirnos de facto en seres homogéneos idénticos unos a otros, sino que enuncia un valor: a pesar de que somos de hecho diferentes, debemos ser tratados todos por igual, con arreglo a una norma universal que abstrae cualquier diferencia contingente. La garantía de la diferencia como hecho se encuentra, añade, en la igualdad como derecho: podemos ser empíricamente diferentes, ajustar nuestra vida a los valores y pautas culturales que deseemos, precisamente porque todos somos tratados por igual en lo público, sin tomar esas diferencias como criterios normativos que exigieran un trato desigual por el mero hecho de existir. Es de observar, dice, que la diferencia que se proclama hace siempre referencia a lo colectivo, mientras que la igualdad lo hace a lo individual: la diferencia la poseen los pueblos y las tierras mientras que la igualdad es una exigencia (sobre todo y ante todo) de ciudadanía. Mientras las personas no se vean discriminadas en su estatus ciudadano básico, ningún reparo puede ponerse a cuanta diferencia quiera encontrarse en los marcos colectivos en que habitan.

Las regiones, comunidades, Estados o naciones componentes de España —aplique el lector el nombre a su gusto— dice, pueden ser todo lo diferentes que la historia o la voluntad de sus habitantes les hayan hecho, pueden tener un idioma vernáculo y un Derecho Privado o Público propio, una institucionalidad tradicional u otra: esto es un hecho que no se puede sino respetar. Pero todos sus habitantes deben ser tratados con el criterio de la igualdad en sus derechos como ciudadanos: ninguna persona puede ostentar más o mejores derechos que otra por el solo hecho de ser vecino de uno u otro lugar. Puede ser diferente pero no puede ser privilegiado. 

Es irónico, concluye su artículo, que quienes más invocan la diferencia o diversidad como título para desconocer la igualdad ciudadana son precisamente quienes más porfiadamente se hacen los ciegos ante la diversidad interna de su propia nación, o emprenden costosas políticas de construcción nacional para acabar con ella y lograr una sociedad culturalmente homogénea. Por eso, planteado correctamente, el reto del presente no es tanto el admitir que España es plurinacional como el tomar conciencia, con todas las consecuencias, de que igual o más plurinacionales y diversas son las naciones que reclaman su reconocimiento, por lo que no puede entregarse a las élites locales la competencia exclusiva y excluyente para reconstruirlas como si fueran densas y homogéneas bolas de billar. Ninguna sociedad moderna lo es ni puede ya llegar a serlo.

El tercer artículo al que hago referencia, el de Gabriel Tortella, apareció publicado en el diario El Mundo de hoy miércoles con el título "Dos referéndum para Cataluña". Muy crítico con el gobierno de la Generalidad de Cataluña, el ilustre profesor catalán señala que resulta obvio que muchos catalanes consideran la Constitución como algo que no va con ellos, porque realmente, no va con ellos. Es cierto, añade, que la Constitución española, como la de cualquier otro país, menos la inglesa -que, por no estar escrita, es como de chicle-, no prevé la autodeterminación de sus regiones o provincias. No obstante, dice, la situación política de Cataluña ha alcanzado tales niveles de conflictividad que la simple remisión a los preceptos constitucionales no parece convincente a una parte sustancial de la población catalana. Hay una razón muy clara, continúa diciendo, para que esto sea así, y se trata de algo que es responsabilidad de los gobiernos españoles, de Felipe González en adelante. Esta razón es que, desde que Jordi Pujol alcanzó el poder y, especialmente, desde que el caso 'Banca Catalana' se cerró en falso, por medio de una demostración de demagogia multitudinaria y victimismo rampante a finales de mayo de 1984, los gobiernos españoles firmaron un pacto tácito con el entonces 'molt honorable' por el cual ellos no interferirían en la política interior de la Generalitat mientras esta no se manifestara abiertamente separatista. Tal falta de interferencia implicaba el renunciar a hacer cumplir la Constitución y muchos otros aspectos de la legislación española, incluidas las resoluciones judiciales, incluso, en algunos casos, las del Tribunal Constitucional.

En virtud de todo esto, sigue diciendo, a uno le parece cuando menos comprensible que muchos catalanes, aunque sus padres la hubieran votado masivamente, consideren la Constitución española como algo que no va con ellos; realmente, no va con ellos, y los gobiernos españoles así parecen haberlo aceptado. Venirles ahora a los catalanes con que la Constitución no permite un referéndum de autodeterminación les puede parecer un pretexto arbitrario y otra muestra de opresión. "¿Si no se cumple el artículo 3, por qué ha de cumplirse el 2?", pueden preguntarse con cierta razón. De este atolladero no se sale con más pasividad. El nacionalismo se retroalimenta y a ello contribuyen las concesiones, el apaciguamiento y el 'dolce far niente'. 

Ha llegado la hora de la verdad, la hora de que los separatistas catalanes afronten las consecuencias reales de sus exigencias. Si quieren referéndum, que lo tengan, concluye, pero en condiciones previamente pactadas con el Estado: la pregunta tiene que ser clara, y la mayoría por la independencia tiene que ser también clara: un 60% del censo electoral y un 75% de los votantes. Y el referéndum debe ir precedido de un año, al menos, en que los unionistas tengan armas informativas con las que hacer frente al bombardeo propagandístico al que los separatistas, con el apoyo de la Generalitat, han sometido a la población durante años y años. Ahora bien, sigue diciendo, como esto no está previsto en la Constitución, se necesita un referéndum previo, de acuerdo con el Art. 92, en que el pueblo español se pronuncie sobre la admisibilidad de un referéndum catalán con estas características. Y, en el caso muy probable de victoria del 'no', el Gobierno español debería comenzar a exigir el cumplimiento de la legalidad española en Cataluña, pero el gobierno español debiera poner todos los medios legales a su alcance a favor del sí, y en cualquier caso, cumplir su juramento de velar, en todo momento por la aplicación de toda la ley en toda España, porque esa es la esencia de la democracia y el buen gobierno.

Nada que objetar por mi parte a lo expuesto por tan ilustres opinantes. En todo caso, recomendarles la lectura íntegra de los textos citados en los enlaces de más arriba. 

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 




Viñeta de Peridis



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miércoles, 9 de septiembre de 2015

[Política] Sobre la reforma de la Constitución. Cuestiones previas








Antes de entrar en materia conviene asumir como premisa previa que la estupidez, en política, suele ser consecuencia de la ignorancia preñada de soberbia. En las discusiones acerca de la necesaria reforma de la Constitución de 1978, que nadie en su sano juicio pone en duda salvo el gobierno del PP, hay estupidez, ignorancia y soberbia a raudales.

Vayamos por partes. El artículo 167 de la Constitución establece que para una reforma parcial y limitada de la misma, por ejemplo, como las llevadas a cabo para aprobar las dos únicas modificaciones que esta ha tenido desde su promulgación, es necesario el voto favorable del 60% de cada Cámara, es decir, del Congreso y del Senado. 

Si el Senado no aprobase la reforma remitida por el Congreso, o la modificara, se constituiría una comisión paritaria de congresistas y senadores que elaborarían un texto consensuado común que volvería a someterse a votación, en las mismas condiciones, tanto en el Congreso como en el Senado. 

Si tampoco ese texto obtuviese el acuerdo del 60% del Senado, pero sí hubiese obtenido el voto favorable de la mayoría absoluta del mismo, el Congreso podrá votarlo de nuevo y aprobarlo si obtiene al menos el voto favorable del 67% de la Cámara.

Ni que decir tiene que si al inicio de todo el proceso la propuesta de reforma no hubiera obtenido en el Congreso el voto favorable del 60% de los diputados, no hay reforma y el texto queda desechado.

Esas son las condiciones para una reforma parcial. Si lo que se pretende es una reforma total de la Constitución, es decir, elaborar una Constitución de nueva planta, o una parcial que afecte al Título Preliminar de la misma; a la Sección Primera (De los derechos fundamentales y libertades públicas) del Capítulo II del Título I; o al Título II (De la Corona), la cuestión se agrava. 

El artículo 168 de la Constitución establece que, en ese caso, la decisión de proceder a esa reforma total o agravada de la Constitución deberá ser aprobada (y que quede claro que hablamos solo de la decisión de proceder a esa reforma, no de aprobarla) por los dos tercios (el 67%) de cada Cámara (Congreso y Senado), momento tras el cual las Cortes Generales serán disueltas y se procederá a convocar elecciones generales a Cortes.

Las nuevas Cortes Generales que salgan de esas elecciones deberán, a continuación, y por ese orden:

1. Aprobar por mayoría del 67% de cada Cámara la necesidad de reforma total o parcial de la Constitución.

2. Elaborar y aprobar la reforma parcial o la nueva Constitución por la misma mayoría del 67% tanto en el Congreso como en el Senado.

3. Someter el texto aprobado a referéndum nacional.

Ante lo expuesto, me parece que conviene pararse un momento ante tanta palabrería insustancial como la que se oye o se lee y recapitular sobre el asunto en cuestión.

A mí, que no soy constitucionalista, pero sí amante de la teoría política y del derecho constitucional, se me plantean algunas cuestiones que me parecen de interés.

La primera, es que hay que ponerse de acuerdo previamente en si queremos una reforma de la Constitución parcial, una reforma profunda de la misma, o una nueva Constitución. La segunda, es que hay que ponerse de acuerdo en qué se quiere reformar y para qué. La tercera, es que hay que ponerse de acuerdo en cuándo iniciamos esa reforma. Y la cuarta, saber con quienes contamos para promoverla.

Lo que sigue a continuación son solo opiniones personales mías al respecto, y en todo caso, un mero esbozo. Pienso que hay que ir a una reforma agravada de la Constitución (la que se recoge en el artículo 168 de la misma) que aborde como mínimo una reforma en profundidad del sistema electoral; incluya nuevos artículos (o perfeccione los existentes) sobre derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos; modifique la estructura territorial del Estado (Título VIII de la Constitución) y establezca con claridad las competencias de este y de las comunidades autónomas; modifique el título dedicado a la Justicia y al Tribunal Constitucional; establezca un Senado que, de verdad, represente a las Comunidades y Ciudades Autónomas; y cree y establezca nuevos mecanismos de control, absolutamente necesarios, del gobierno por parte de las Cortes Generales; y por último, que regule las competencias del Rey como Jefe del Estado y establezca la modificación del orden sucesorio actual. Seguro que hay más, pero estas son las que me parecen prioritarias.

Eso en cuanto a las dos primeras cuestiones. En cuanto a la tercera, es decir, el cuándo proceder a esa reforma constitucional, está claro que hay que esperar a la constitución de las nuevas Cortes Generales que salgan de las elecciones previstas para diciembre de este año. A partir de ahí, se podrían ir planteando reformas parciales de la Constitución que no exigieran el procedimiento agravado del artículo 168. Y para las que sí lo exigieran, plantearse el estudio de esas reformas a un plazo mínimo de dos o tres años que permitieran buscar un acuerdo o consenso suficiente entre las fuerzas políticas presentes en el parlamento para poder proceder a votar su necesidad a mediados de 2018, disolver las Cortes y convocar elecciones anticipadas que ratificaran la decisión de reforma y la llevara a cabo. Y en cuanto a la cuarta cuestión, resulta imposible saber a ciencia cierta que configuración parlamentaria van a arrojar las próximas Cortes, pero en todo caso parece claro que ni izquierda, ni centro ni derecha cuentan, ni van a contar, con escaños suficientes para llevar a cabo reforma alguna por sí solos. El acuerdo previo, al menos en lo fundamental, resulta absolutamente necesario; de ahí lo de tomarse las cosas con cierta calma y no pifiarla de nuevo por las prisas.

Así pues, señoras y señores diputados; señoras y señores senadores; señoras y señores de la oposición; señoras y señores del gobierno; profesores; académicos; intelectuales; escritores; artistas; empresarios y trabajadores de todas clases; señoras y señores; españolas y españoles; ciudadanas y ciudadanos..., ¿por qué no nos ponemos ya a trabajar en ello? 

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 





Viñeta de Forges





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jueves, 30 de julio de 2015

[A vuelapluma] La Constitución: Una reforma necesaria



Viñeta de Forges



No hace falta haber leído a Heráclito (535-484 a.C.) para darse cuenta de que todo fluye, que nunca podemos bañarnos dos veces en el mismo río, y que todo lo existente está en un proceso de cambio incesante de nacimiento y destrucción al que nada escapa. Incluso las constituciones. Hasta la española de 1978. La constitución vigente, que ha prestado grandes servicios, ya no es suficiente para garantizar nuestros derechos. Estamos obligados a fijar nuevas reglas que limiten el poder, también el financiero, y devuelvan la eficiencia a nuestros dirigentes. Lo dice, entre otros muchos, el profesor Antonio Rovira, catedrático de Derecho Constitucional y director del Máster en Gobernanza y Derechos Humanos (Cátedra J. Polanco/Fundación Santillana), de la Universidad Autónoma de Madrid, en un artículo que ayer publicaba el diario El País, bajo el título de "Cambio y Constitución". Una reforma en la que todas las fuerzas políticas, las de siempre y las emergentes, parecen estar de acuerdo, al menos en su oportunidad y necesidad, que no en su alcance. Todas, menos el gobierno nacional y el partido que lo sustenta. 

Dice el profesor Rovira que la necesidad lo determina todo. Que somos la única especie que para poder vivir tiene forzosamente que decidir, elegir y competir. Y esta necesidad se ha convertido en nuestra categoría diferenciadora y nos ha forzado a organizarnos y a fabricar el Derecho, un conjunto de palabras, de reglas que inventamos para poder defendernos, para poder mantenernos. Que la verdad en Derecho, dice, es verdad porque nos interesa, y que por eso no hay ningún Estado sin Derecho aunque solo el Estado de Derecho, la democracia, viene regulada y sometida a una norma superior que nos dice quién puede ejercer el poder y en qué condiciones, cómo se hacen las leyes y cuáles son nuestros poderes. Así, continúa diciendo, la Constitución es un producto nuestro, demasiado nuestro: parcial, imperfecto, caprichoso y siempre interesado, que debe cambiar porque sus palabras también envejecen y se desgastan como cualquier otra materia. Lo mismo que pensaba Heráclito hace veinticinco siglos.

La Constitución es como el agua o el oxígeno, una herramienta, añade, no un fin; un instrumento que no tiene nada de trascendente. Un pacto, un contrato social que institucionaliza un determinado orden que será justo si sirve para realizar los derechos. Por eso la Constitución o la ley a toda costa no tiene sentido, porque lo primero debe ser la persona, todo lo demás son medios e instrumentos.

Por eso, continúa diciendo, hace apenas una generación los ciudadanos nos tomamos muy en serio y consensuamos la mejor, la más eficiente Constitución de nuestra historia. Pero todo lo que tiene un principio tiene un final. Por ejemplo, dice, la forma de elección de nuestros representantes, necesaria y adecuada para consolidar la democracia tras décadas de dictadura, ya no nos representa ni nos sirve, y las dotadas y caras instituciones de garantía han dejado de ser comisiones de control para convertirse en instrumentos de los partidos y del Gobierno al que deberían vigilar, pues están a sus órdenes, pendientes de sus intereses e instrucciones.

El "príncipe" de cada partido, añade, designa a los diputados y senadores que nombran directa o indirectamente a los miembros del Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial, al Defensor del Pueblo…,  y a gran parte de la Administración central, autonómica y local, y también a los consejeros de empresas públicas, del Banco de España… Esto ocurre hoy, cuando es más necesario que nunca poner freno al caciquismo y clientelismo de la función pública, entre otras cosas porque oculta y facilita la corrupción. Por eso, el cambio también implica sacar a los amigos y familiares de los cargos públicos y eliminar los privilegios de aquellos partidos políticos que han recibido dinero de forma ilimitada de cajas y bancos que salvamos de la quiebra con nuestros impuestos. 

Por supuesto que sabemos, añade, que la Constitución por sí sola no puede cambiar la realidad, que no resuelve los problemas, pero qué duda cabe de que sí nos dice quién puede y debe hacerlo. Hay que fijar nuevas reglas que limiten el poder, también financiero, y devuelvan la eficiencia a nuestros dirigentes y la confianza en nuestros representantes. Necesitamos como el agua un cambio constitucional creíble y que esté por encima de “todos”. Los cambios, concluye, casi nunca son voluntarios; los cambios suelen ser inevitables y necesarios y siempre los impulsan los que no están bien, los que más los necesitan. Y hay que abordarlos, sin los tradicionales extremismos, que son la mejor forma de eludir los compromisos. Tan peligroso es no afrontar la situación como afrontarla desde la perspectiva apocalíptica del que se consuela divulgando sus frustraciones diciendo que no merece la pena hacer nada, que no hay remedio, que no hay solución, porque sí las hay, aunque parciales y temporales… Todo se construye a trozos. Y porque como decía Heráclito, no hay nada inmutable y todo cambia...

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt




Constitución Española




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viernes, 5 de junio de 2015

[Política] Sobre la reforma de la Constitución. Un debate político y jurídico




Congreso de los Diputados (Madrid)



El pasado 27 de enero de 2015, en CaixaForum Madrid, se celebró una Jornada de debate organizada por Revista de Libros en la que destacados intelectuales españoles trataron de responder a una serie de cuestiones relacionadas con la situación actual del Estado español: Crisis de la democracia representativa, desafección ciudadana hacia la política, deterioro institucional, etc., así como con una eventual futura reforma de la organización territorial del mismo (el Estado autonómico en su vertiente competencial, financiera e institucional). En esta compleja hora de España en la que predomina el ruido a veces ensordecedor de los opinadores de todo, se echa en ocasiones en falta el parecer bien fundado y la argumentación sosegada.  

Es en ese contexto en el que se ha de entender esa jornada de debate en la que participaron Manuel Aragón, exmagistrado del Tribunal Constitucional y catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Madrid; Roberto Blanco Valdés, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Santiago de Compostela; Francesc de Carreras Serra, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona; Ángel de la Fuente Moreno, director de la Fundación de Estudios de Economía Aplicada; Juan José López Burniol, ensayista y notario; Santiago Muñoz Machado, catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense de Madrid; Félix Ovejero Lucas, profesor de Filosofía Política de la Universidad de Barcelona; Álvaro Rodríguez Bereijo, expresidente del Tribunal Constitucional y catedrático de Derecho Financiero y Tributario de la Universidad Autónoma de Madrid; y Francisco Rubio Llorente, exvicepresidente del Tribunal Constitucional, expresidente del Consejo de Estado y catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid. 

En el enlace de más arriba pueden acceder ustedes a los vídeos que registraron íntegramente todas las intervenciones habidas y un resumen de texto con lo más interesante de cada una de ellas. 

Para este blog y para su autor, es un enorme placer reproducir este debate tan necesario y tan importante en unos momentos en que, como se dice al comienzo de esta reseña los gritos, pitidos y sandeces que algunos emiten en ejercicio de lo que entienden como libertad de expresión, no dejan oír las palabras de quienes de verdad tienen algo que decir.

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt





Palacio del Senado (Madrid)





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sábado, 23 de mayo de 2015

Treinta y siete años no son nada..., para una Constitución






El próximo 29 de diciembre se cumplen treinta y siete años de la promulgación de la Constitución española. Y dentro de unas semanas, el 4 de julio, hará treinta y siete años también que el Congreso de los Diputados iniciaba el debate del dictamen elaborado por la Comisión Constitucional sobre el proyecto de texto constitucional durante los meses de mayo y junio anteriores. A algunos les parecerá historia pasada, pero la realidad es que, como dice el tango, treinta años no son nada... Son fechas propicias para el recuerdo y la rememoración. 

De ahí que, cuando se aproximaba el trigésimo aniversario de la efémeride que estoy recordando se multiplicaran artículos y libros que con mayor o menor fortuna recrearon e intentaron explicar acontecimientos y situaciones que tuvieron que ver con aquel momento histórico. 

Uno de ellos fue el del papel jugado en la transición del régimen franquista a la democracia por algunos de los que, desde dentro de ese mismo régimen, se manifestaron por eso que se llamó en su día "reformismo".

El catedrático de Historia Social y Pensamiento Político de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, el profesor Santos Juliá, comentó por aquel entonces en un interesante artículo publicado en Revista de Libros, titulado "Lo que a los reformistas debe la democracia española", lo relatado al respecto en varios libros publicados en aquellas fechas por Gabriel Elorriaga ("El camino de la concordia. De la cárcel al Parlamento", Debate, Barcelona), Pablo Hispán ("La política en el régimen de Franco entre 1957 y 1969. Proyectos, conflictos y luchas por el poder". Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid), Carme Molineros y Pere Ysàs ("La anatomía del franquismo. De la supervivencia a la agonía, 1945-1977". Crítica, Barcelona), Cristina Palomares ("Sobrevivir después de Franco. Evolución y éxito del reformismo, 1964-1977". Alianza, Madrid), y Salvador Sánchez Terán ("La Transición. Síntesis y claves". Planeta, Barcelona).

Con muy buen acierto a mi modesto juicio, el profesor Santos Juliá criticaba algunos de los planteamientos expuestos en los libros citados argumentando que el género memorial no era, precisamente, el más idóneo para justificar algunas actuaciones, y que frente a la reinvención del pasado estaba la incontrovertible realidad de los documentos. Sigue mereciendo la pena leerlo.

Y a unas horas de la cita de los españoles con las urnas, me parece oportuno reiterar mi modesta opinión de que la mejor manera de defender la Constitución de todos es reformarla en lo que sea menester. Es lo que demandan los tiempos y los ciudadanos. 

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt




No se puede mostrar la imagen “http://www.protocolo.com/web_files/noticias/boletin/221105/6dic78.jpg” porque contiene errores.
El rey promulga la Constitución








Cronología de la Constitución de 1978

* 1975, 20 de noviembre. Muerte del general Franco
* 1975, 22 de noviembre. Don Juan Carlos es proclamado Rey de España.
* 1976, 18 de noviembre. Las Cortes aprueban la Ley para la Reforma Política
* 1977, 15 de marzo. Aprobación del Decreto-ley Electoral
* 1977, 15 de junio. Realización de las primeras elecciones generales desde la II   República
* 1977, 1de agosto. Se constituye la ponencia de la Comisión Constitucional
* 1978, 5 de enero. Publicación del Anteproyecto de la Constitución
* 1978, 10 de abril. La Ponencia Constitucional firma y hace entrega del proyecto de Constitución
* 1978, 5 de mayo. Se inician los debates públicos de la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados
* 1978, 4 de julio. Comienzan en el Congreso de los Diputados las sesiones plenarias para el proyecto constitucional
* 1978, 18 de agosto. Comienza el debate del proyecto constitucional en la Comisión Constitucional del Senado
* 1978, 25 de septiembre. Comienza el debate constitucional en el Pleno del Senado.
* 1978, 11 de octubre. Se constituye la Comisión Mixta Congreso-Senado para el examen del Proyecto de Texto Constitucional
* 1978, 31 de octubre. La Comisión Mixta Congreso-Senado aprueba el Proyecto de Texto Constitucional
* 1978, 17 de noviembre. Las Cortes Generales, en sesión conjunta, aprueban el proyecto de Constitución
* 1978, 6 de diciembre. Aprobada la Constitución en referéndum
* 1978, 29 de diciembre. Promulgación y publicación de la Constitución en el BOE.

Fuente: Jorge de Esteban: "Las Constituciones de España". Madrid : Boletin Oficial del Estado, 1998 / Luis Sánchez Agesta: "Historia del constitucionalismo español : (1808-1936)". 4ª ed. rev. y ampl. Madrid : Centro de Estudios Constitucionales, 1984.










Entrada núm. 2275
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sábado, 6 de diciembre de 2014

¡Viva la Constitución!










Es evidente que los aniversarios me ponen sentimental. Lo prueba el hecho incontrovertible de recientes entradas del blog, como las dedicadas a Hannah Arendt o el presidente Kennedy, por citar solo dos ejemplos. Hoy se cumplen treinta y seis años de la aprobación de la Constitución de 1978 en referéndum y no podía dejar pasar la ocasión para ajustar algunas cuentas al respecto: sobre sus evidentes virtudes; sus también evidentes, con el paso del tiempo, defectos; la necesidad, también evidente, de reformas puntuales pero ineludibles; las falacias y mentiras que encierran muchas críticas a la misma; y por último un poco de información documental, por deformación académica. Y es que la lealtad debida a la Constitución, no puede cegar nuestro entendimiento: ha llegado la hora de reformarla.

En cuanto a las virtudes de la Constitución de 1978 seré brevísimo: ha garantizado a los españoles la época más esplendorosa de su historia en cuanto a progreso social y libertades civiles y políticas; no solo la más espléndida, también la más duradera.

En cuanto a sus defectos, que el paso de los años ha dejado al descubierto, están clarísimos: un sistema electoral y partidista que no responde a las necesidades de los ciudadanos, cada vez más alejados de la política y más cabreados con sus representantes y con las propias instituciones políticas; una administración de justicia que no funciona; un régimen autonómico que hace aguas por todas partes ante el "salto hacia la nada" de los nacionalismos y el inmovilismo suicida del gobierno de la nación; un senado que no sirve absolutamente para nada ni cumple su función de representación territorial; y una corrupción galopante a todos los niveles producto del maridaje incestuoso del poder económico-financiero con el poder político. Sí, me doy cuenta de que lo dicho son manchurrones de brocha gorda, pero es que ni yo soy pintor ni esto es un tratado académico.

Soluciones posibles, también a brochazo grueso, una reforma parcial pero profunda de la Constitución, desde luego, ya, bastante más profunda que la perfilada por el dictamen del Consejo de Estado, ¡en 2006!, ahora, ya, absolutamente superada.

Es imprescindible una reforma radical del funcionamiento de los partidos, que obligue a estos, constitucionalmente, a financiarse de manera absolutamente transparente y con publicidad de sus cuentas; a dotarse de órganos de control independientes de sus ejecutivas; a celebrar elecciones primarias obligatorias para la elección de todos sus cargos internos así como de sus candidatos a los órganos representativos, a todos los niveles; y a celebrar congresos a fecha fija, donde la dirección responda de sus actividades ante los respectivos afiliados.

Es imprescindible una reforma del sistema electoral general, en la que el principio rector sea la ineludible e indelegable responsabilidad de los elegidos ante sus electores. Y para ello, sería necesario relegar el sistema electoral proporcional al olvido y establecer un sistema electoral mayoritario simple a dos vueltas, en distritos electorales uninominales. Y eso a todos los niveles: municipal, autonómico y nacional.

Es imprescindible una reforma de la administración de justicia en la que los jueces se encarguen única y exclusivamente de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, dejando la instrucción de los procedimientos a los fiscales, absolutamente independientes, en su función, de los órganos políticos. Y por supuesto, con el establecimiento del "jurado puro" (sin intervención de los jueces) como único órgano competente para determinar la culpabilidad o inocencia de los imputados en procesos penales, por corrupción, y en aquellos civiles que por su naturaleza así determinen las leyes. 

Pero también una reforma en profundidad del titulo VIII de la Constitución, en clave federal, que establezca y determine taxativamente cuales son las competencias indelegables de carácter estatal, y deje todas las demás a lo que decidan los respectivos Estatutos de Autonomía, así como los mecanismos de financiación, colaboración y cooperación de las Comunidades autónomas con el Estado, y que garantice la igualdad civil y política y los derechos reconocidos por la Constitución a todos los españoles en todo el territorio nacional y la supremacia de las leyes estales sobre cualquier ley autonómica, y de la Constitución sobre cualquier ley.

El Senado, como cámara de representación territorial, debería estar conformado por los gobiernos de las respectivas entidades autónomas, con un número ponderado de votos para cada una de ellas en función de su población, de manera similar a como se organiza y funciona el Consejo de Ministros de la Unión Europea, y sus competencias y facultades legislativas y de cualquier otro tipo determinadas explícitamente en la Constitución.

Sobre el Tribunal Constitucional entiendo que debería limitar su función a la estricta defensa de la Constitución frente a cualquier ley o acto de gobierno contraria a la misma, y a la defensa de los derechos fundamentales establecidos en ella, una vez agotadas todas las vías procesales ordinarias. En cuanto al nombramiento de sus miembros bien podría ser por designación real (a propuesta del Gobierno, lógicamente), con la aprobación cualificada del Senado, entre juristas de reconocido prestigio, con mandato vitalicio, o hasta su renuncia voluntaria o impedimento físico apreciado por el propio Tribunal Constitucional y aceptado por el Senado.

Sobre la erradicación de la corrupción política de la vida pública está todo por hacer. Y no creo que haya recetas mágicas para solucionarla: ¿Transparencia y publicidad obligada constitucional y legalmente en todos los actos y contratos de las administraciones públicas y en su funcionamiento interno? Bien, ¿y cómo se hace eso?

Un poco de historia sobre la Constitución de 1978 y su proceso de la elaboración tampoco está de más. Y para eso, nada mejor que recurrir a los documentos. Por ejemplo, el diario El País mantiene permanentemente actualizado un "dossier" especial sobre la Constitución que pueden ver en este enlace con noticias, artículos de opinión, entrevistas y reportajes que ponen al día el estado de la cuestión.

Desde estos otros enlaces pueden acceder a los respectivos diarios de sesiones del Congreso de los Diputados, y del Senado, de 31 de octubre de 1978, que aprobó el proyecto de Constitución, y de la sesión conjunta de ambas cámaras, de 27 de diciembre de 1978, en la que el rey sanciona solemnemente el proyecto de Constitución; y al número del Boletín Oficial del Estado, de 29 de diciembre de 1978, en el que se publica el texto de la Constitución. 

Y desde estos dos últimos enlaces pueden acceder al texto comentado, artículo por artículo, de la Constitución de 1978 y a los textos, íntegros, de todas las Constituciones, anteriores a la actual, que han estado vigentes en España, desde la 1812 a la de 1931.

Termino aludiendo de pasada a algunas de las falacias que en contra de la Constitución de 1978 se vienen repitiendo machaconamente. Algunas de una simpleza tal que caen por su propio peso. 

Primera: la Constitución fue elaborada a espaldas del pueblo español por loa continuadores del régimen franquista. Vamos con unos datos elementales: la constitución es elaborada y aprobada después de amplísimos debates por unas cámaras legislativas producto de las primeras elecciones libres celebradas en España desde 1936, tres años después de muerto el general Franco, en las que participan todos los partidos políticos libremente. Sometida a referéndum nacional obtiene 17.873.301 votos favorables (el 87,87% de los votantes, que equivalen al 67,71% del censo electoral), 1.400.505 votos en contra (el 7,89% de los votantes, que equivalen al 5,25% del censo electoral), 632.902 votos en blanco, 133.786 votos nulos. Los hechos son los hechos, como decía el camarada Lenin. 

Segunda falacia: la mayoría de los españoles que votaron la Constitución de 1978 ya no viven, y los que no pudieron votar entonces tienen derecho a votar ahora una nueva Constitución. ¿Por qué?, me pregunto yo en mi ignorancia. La Constitución de Estados Unidos es de 1789, la de Suiza de 1848, la de Nueva Zelanda de 1853, la de Canadá de 1867, y la del Reino Unido (que no tiene ni siquiera constitución) tiene su origen en una disposición real de 1215. De los veintiocho Estados de la Unión Europea catorce de ellos tienen Constituciones anteriores a 1978, una de ellas del siglo XIX (Luxemburgo). ¿Ustedes perciben especialmente cabreados a los ciudadanos vivos de esos países por no haber votado sus Constituciones vigentes? ¿Sí?... Pues yo no, la verdad, pero no vamos a discutir por eso. 

Tercera falacia: la forma monárquica del Estado ha sido impuesta, otra vez, a espaldas de los españoles. Vale. Conviene recordar que los partidos de izquierda y algunos nacionalistas propusieron en el debate parlamentario de la Constitución la forma republicana de gobierno. Perdieron la votación. Y el resultado del referéndum fue el qué fue, así que guste o no la forma monárquica de la jefatura del Estado en España es legítima, legal y constitucional y está aprobada por el pueblo español. ¿Eso convierte en ilegítima la propuesta de un Estado republicano? En absoluto: los partidos que defiendan la misma que lo propongan en sus programas electorales, obtengan representación parlamentaria suficiente para aprobarlo en las Cortes Generales y someterlo a referéndum. Y Dios (y los españoles) dirán lo que estimen oportuno, pero dejen de dar la tabarra con el tema, por favor, que resulta cansino... Porque así, y no de otra manera, es como funciona la democracia.

Cuarta falacia (adjunta a la tercera): la forma monárquica de gobierno convierte a los ciudadanos en súbditos. Bien, ¿ustedes se atreverían a decirles eso a británicos, daneses, suecos, noruegos, holandeses, belgas, luxemburgueses, canadienses, australianos, neozelandeses?... ¿Sí?, pues tienen ustedes más valor que "El Guerra" (nota: famoso torero español del primer tercio del siglo XX) y se arriesgan a que en esos países les corran a gorrazos. Pero en fin, allá cada cual...

Les dejo. En este video pueden ver y escuchar interpretada por el grupo musical Jarcha, la canción icono de aquellos no tan lejanos añs finales de los 70: "Libertad sin ira". Un lema que no nos vendría mal recuperar, sobre todo lo de "sin ira"... Y feliz día de la Constitución.

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt










Entrada núm. 2203
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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)

miércoles, 2 de julio de 2008

*Treinta años no son nada..., para una Constitución







El próximo 29 de diciembre se cumplen treinta años de la promulgación de la Constitución española. Y pasado mañana, 4 de julio, hace treinta años que el Congreso de los Diputados iniciaba el debate del dictamen elaborado por la Comisión Constitucional sobre el proyecto de texto constitucional durante los meses de mayo y junio anteriores. A algunos les parecerá historia pasada, pero la realidad es que, como dice el tango, treinta años no son nada... Son fechas propicias para el recuerdo y la rememoración. De ahí que se multipliquen artículos y libros que con mayor o menor fortuna recrean e intentan explicar acontecimientos y situaciones que tienen que ver con ese momento histórico. Uno de ellos es el papel jugado en la transición del régimen franquista a la democracia por algunos de los que, desde dentro de ese mismo régimen, se manifestaron por eso que se llamó en su día "reformismo".

El catedrático de Historia Social y Pensamiento Político de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, el profesor Santos Juliá, comenta en un interesante artículo que se publica en el último número de Revista de Libros correspondiente al bimestre julio-agosto, titulado "Lo que a los reformistas debe la democracia española" (y que reproduzco más adelante) lo relatado al respecto en varios libros de reciente publicación de Gabriel Elorriaga ("El camino de la concordia. De la cárcel al Parlamento", Debate, Barcelona), Pablo Hispán ("La política en el régimen de Franco entre 1957 y 1969. Proyectos, conflictos y luchas por el poder". Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid), Carme Molineros y Pere Ysàs ("La anatomía del franquismo. De la supervivencia a la agonía, 1945-1977". Crítica, Barcelona), Cristina Palomares ("Sobrevivir después de Franco. Evolución y éxito del reformismo, 1964-1977". Alianza, Madrid), y Salvador Sánchez Terán ("La Transición. Síntesis y claves". Planeta, Barcelona).

Con muy buen acierto a mi modesto juicio, el profesor Santos Juliá crítica algunas de las afirmaciones expuestas en los libros citados, argumenta que el "género memorial" no es precisamente el más idóneo para "justificar" algunas actuaciones, y que frente a la reinvención del pasado está la incontrovertible realidad de los documentos... Merece la pena leerlo. HArendt



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El rey promulga la Constitución de 1978


"Lo que a los reformistas debe la democracia española", por Santos Juliá

Al comentar las «Cenas de los Nueve», iniciadas en 1957 por un gupo de monárquicos de diversa procedencia, Cristina Palomares recoge en Sobrevivir después de Franco el testimonio de uno de los asistentes, Alfonso Osorio, según el cual «la causa común» de todos los reunidos, con la única excepción de Jesús Fueyo, era la evolución del régimen hacia un sistema democrático. Naturalmente, la autora de un libro en el que Manuel Fraga aparece calificado en múltiples ocasiones como progresista, muestra en esta ocasión su escepticismo: es difícil de creer –escribe– que un grupo conservador como aquel propugnase un sistema democrático a finales de los años cincuenta.

¿Difícil? Bueno, es una manera amable de decirlo, sobre todo si se tiene en cuenta que en aquellas cenas compartían mantel Federico Silva, Florentino Pérez Embid y Gonzalo Fernández de la Mora, tres personajes del régimen que nunca destacaron por su apego a la democracia. Pero que fuera Alfonso Osorio el origen de la confidencia muestra bien la propensión de la memoria a reinventar el pasado. De los participantes en esas cenas ninguno había dejado en 1957 el más mínimo resquicio para creer que su causa era la democracia. Más aún, todos pensaban que en España un sistema democrático al estilo occidental significaría un desvío suicida de su verdadera esencia. España estaba destinada a consolidar un sistema propio de gobierno que no tenía más relación con el sistema democrático que la representación orgánica: bastantes desgracias había ocasionado el liberalismo y la democracia a la nación española para intentarlo de nuevo.

¿Cuándo comenzaron a cambiar las cosas? ¿Cuándo puede hablarse de un reformismo que implicara, si no un cambio de régimen, al menos algunos cambios en el régimen que posibilitaran su apertura? La respuesta dependerá de las fuentes que se utilicen. Si se trata de memorias y recuerdos personales, lo más habitual es encontrar lo que nos cuenta Gabriel Elorriaga en El camino de la concordia cuando traza una línea recta entre los días de la rebelión universitaria de 1956 y la transición que se pondrá en marcha veinte años después. Conocido por formar parte de la primera lista de detenidos que la Dirección General de Seguridad tuvo la delicadeza de publicar anteponiendo el tratamiento de «don» a sus nombres y apellidos, Elorriaga recuerda que todo lo ocurrido entre 1956 y 1976 –nombramiento de Manuel Fraga como delegado nacional de la Familia, batalla entre el Movimiento Nacional y los tecnócratas del Opus Dei, interminable debate en torno a las asociaciones, creación de Reforma Democrática y su casi inmediata incorporación a Alianza Popular– fueron fases de un proceso que, como el río va a la mar, vino a desembocar en la Constitución de 1978.

Y es que el género memoria tiende a establecer, por la necesidad de reconstruir una continuidad psicológica que sirva como fundamento a la identidad personal, un hilo rojo entre lo que se fue ayer y lo que se es hoy, proyectando anacrónicamente lo que se ha llegado a ser en el presente sobre lo que se fue en el pasado. Si se lee lo que por entonces escribían, demócratas, dentro del régimen, no los había en 1956: los que se acercaban a la democracia, como Dionisio Ridruejo, sólo comenzaron a romper vínculos en torno a esa fecha y enseguida pasaron a la oposición. Ni siquiera Ruiz-Giménez, que perdió el ministerio por los mismos días en que Elorriaga conoció la cárcel, trabajaba entonces por la democracia. No hay más que ver la correspondencia que mantuvo con su amigo Alfredo Sánchez Bella –consultada por Pablo Hispán– para tomar la medida de los proyectos acariciados por el ya ex ministro cuando se acercó a José Solís con el propósito de hacer frente desde las instituciones del Movimiento al imparable avance de los tecnócratas.

No fiarse de la memoria y hurgar en la correspondencia: ésta es la principal aportación de Hispán Iglesias de Ussel al conocimiento de la política en el interior del régimen desde la llegada de distinguidos socios del Opus Dei al Gobierno en la crisis de 1957 hasta la formación del llamado Gobierno monocolor en la de 1969. Para saber qué fueron, qué defendieron, con quiénes y para qué se aliaron, las cartas constituyen una fuente incomparablemente superior a las memorias, tan edulcoradas por lo general, tan autocondescendientes. Y a la vista de lo investigado en los archivos personales de destacadas figuras políticas del régimen, depositados hoy en la Universidad de Navarra, Hispán tiene toda la razón cuando califica de luchas por el poder los diferentes proyectos de reforma que surgieron entre la clase política del franquismo a partir de la remodelación del Gobierno de 1962. Luchas por el poder cuyo objetivo no era en absoluto echar los fundamentos para una ordenada transición a la democracia, sino garantizar la continuidad del mismo régimen.

No es muy afortunada, sin embargo, su sugerencia de calificar de tradicionalistas los dos principales proyectos entonces enfrentados, el defendido por el grupo Fraga-Solís-Castiella para reforzar el Movimiento Nacional y el elaborado por Carrero Blanco-López Rodó para culminar la institucionalización del régimen con la Ley Orgánica del Estado. Pero definirlo con un nombre u otro, aunque no carezca en sí mismo de importancia, es un elemento algo marginal al extraordinario interés de la documentación manejada. Serían más o menos aperturistas, querrían llevar más o menos lejos las reformas, se agruparían en clubes o asociaciones, se mostrarían más o menos liberales en políticas económicas, cenarían con unos o con otros, pero el caso es que todos estaban convencidos de que el sistema, convenientemente reformado o abierto, estaba llamado a perdurar. Por eso, no tiene mucho fundamento afirmar que la reforma, «en los últimos tiempos del régimen» –como escribe Sánchez Terán en La Transición. Síntesis y claves– pretendía la evolución desde el mismo régimen para llegar a una «nueva y verdadera situación democrática».

Tal vez nada exprese mejor los límites o, más exactamente, los propósitos de ese reformismo dentro del sistema que la trayectoria política de Manuel Fraga, que ocupa un lugar central en los recuerdos de Elorriaga y a quien Palomares dedica la parte del león de un libro necesitado de revisión en algunos datos y conceptos. Si Ruiz-Giménez fue aperturista en los cincuenta, Fraga lo será en los sesenta. Pero aperturista, ¿de qué? Pues del traje del Movimiento Nacional, que con el tiempo había encogido y se había quedado estrecho para quienes tanto gustaban de vestirlo en las ceremonias oficiales. En aquel entonces, ser aperturista equivalía a dejar correr un aire muy dosificado por las habitaciones de un caserón que olía a humedad. Abrir algunas ventanas, cambiar el mobiliario, ensanchar la base, reforzar los cimientos. Y para eso, si no se quería emprender el camino a la democracia, como Ridruejo en los cincuenta, como Ruiz-Giménez metido ya en los sesenta, los reformistas no veían más que un camino: el que pasaba por las asociaciones.

Así comenzó la más larga, enconada y, en sus tramos finales, patética lucha en las entrañas del régimen para dilucidar si el Movimiento Nacional podía abrirse con la legalización de asociaciones de... Primer combate: no pudieron ponerse de acuerdo en torno al arduo problema metafísico sobre la naturaleza de las asociaciones de las que cada cual hablaba, y así lo dejaron, sin calificar, o dándole nombres risibles: asociaciones para la ordenada concurrencia de pareceres; otros, en lugar de concurrencia, decían contraste, pero el resultado era idéntico. En ese fantástico combate, en el ir y venir de la concurrencia al contraste, perdió la facción Movimiento frente a la facción Opus-Tecnocracia. Un triunfo pírrico, pues los vencedores gastaron en la batalla todas las defensas para una guerra que se anunciaba larga. El desconcierto y la confusión que se instalaron en el régimen con el Gobierno de 1969 obligaron al almirante Carrero a proceder a una nueva remodelación en junio de 1973 para reequilibrar la balanza. Y vuelta a empezar: otra vez las asociaciones, segundo asalto. Cuando por fin terminó la lucha, ya con Arias de presidente tras el asesinato de Carrero, todos quedaron exhaustos, y las asociaciones, inservibles. Nadie las quería, ni los del Opus, ni los católicos oficiales, ni siquiera los del Movimiento. Un fiasco que ponía de manifiesto no ya el agotamiento de una fórmula que nunca fue practicable, sino del mismo régimen.

Para seguir esa marcha hacia la nada no hay más elocuente documentación que las actas de los debates mantenidos en los plenos del Consejo Nacional del Movimiento, rescatadas para la historia por Carme Molinero y Pere Ysàs en su Anatomía del franquismo. Como la correspondencia archivada en Navarra es imprescindible para entender las luchas de los sesenta, estas actas, conservadas en el Archivo General de la Administración, son documentos de excepcional importancia para seguir paso a paso la agonía del régimen. Tal vez nunca se haya gastado tanta palabra y tan inútilmente como la que dilapidaron los consejeros nacionales del Movimiento en su intento de encontrar una salida al régimen frente a la subversión, que por todas las esquinas veían acechante. Además de plúmbeo, lo que transcriben los autores es desolador. ¡Qué gente tan obcecada! ¡Lo que les costó entender que el armatoste al que se aferraban desesperadamente estaba condenado al naufragio y el hundimiento! Una y otra vez dando la vuelta sobre lo mismo, cegando a conciencia cualquier salida que no fuera la represión de la ululante subversión.

¿Y Fraga? ¿Qué fue del príncipe de los reformistas mientras giraba la noria del Movimiento? Derrotado sin paliativos en 1969, bebió durante un tiempo los aires y esponjó el espíritu con las lluvias de Londres mientras elaboraba un plan diseñado para responder al enigma que, por derecho, había planteado Santiago Carrillo: Después de Franco, qué. Situándose en el centro de un espacio político en el que faltaba la izquierda, Fraga se tomó por un Cánovas redivivo: después de Franco, había que mantener firmemente las riendas del poder mientras se ampliaba el campo de la participación política a aquellos que el poder, fortalecido, decidiera. Autoritarismo seguido de turno pacífico, con exclusión de la tríada formada por terroristas, separatistas y comunistas: éste era el plan de alguien que se creyó ungido por el destino para ser algún día presidente del Gobierno. Y como instrumento, y puesto que las asociaciones por fin aprobadas en diciembre de 1974 no servían, inventó una especie de partido vergonzante, un partido que no dice su nombre, aunque pretenda cumplir su función: primero GODSA y luego Reforma Democrática.

Casi montándose sobre esta primera opción, aparece en todos los relatos un político autoubicado en el centro, pero dispuesto a sumergir su partido recién nacido en una coalición de grupos y asociaciones lideradas por viejas glorias de la derecha más inmovilista. ¿Fue la creación de Alianza Popular en octubre de 1976 un «radical giro político», como sostiene Palomares? ¿Fue, más que una derechización, «una necesidad estratégica», como pretende Elorriaga? Podría ser cualquiera de esas dos cosas o ninguna: depende de cómo se mire. Unos meses antes, la reforma Fraga había encallado en las aguas que bajaban algo embravecidas de las Cortes. De resultas, el Rey prescindió de una sola tacada del aperturismo y del reformismo o, dicho de otro modo, del Estatuto de Asociaciones y del plan de reformas de las Leyes Fundamentales; en resumen, y por personalizar, prescindió a la vez de Arias y de Fraga y, en passant, de Areilza, y de lo que representaron como encarnación, en sucesivos momentos, de la apertura y de la reforma del régimen.

Nadie, ni los mismos afectados, pudo sospechar lo que vendría a continuación: un Gobierno presidido por el secretario general del Movimiento, Adolfo Suárez, no especialmente acreditado como reformista, con una fórmula nueva que consistía, por una parte, en la convocatoria de elecciones generales por sufragio universal de un Congreso y un Senado que serían los encargados de proceder a la consabida «reforma constitucional», y, por otra, en el desmantelamiento de las instituciones del régimen, empezando por la Organización Sindical, cuyos funcionarios fueron reabsorbidos a principios de octubre de 1976 en una llamada Administración Institucional de Servicios Socioprofesionales. Si reformismo significaba, como así era desde que tal concepto salió a la superficie, abrir el sistema reformando sus Leyes Fundamentales, lo que el nuevo Gobierno traía en sus albardas no era exactamente un reformismo: era desmantelar el Movimiento con toda su parafernalia mientras se preparaba una convocatoria de elecciones generales. Con esa iniciativa, el dilema ruptura-reforma dejaba, como apunta oportunamente Sánchez Terán, de ser capital.

La respuesta de Fraga a la iniciativa del Gobierno fue inmediata: reforzar su posición en las agonizantes instituciones del régimen para que el control de la nueva fórmula no se le escapara del todo de las manos. Apeado del poder ejecutivo, y sin moverse de donde estaba, Fraga apareció encabezando a los mismos que antes había combatido por inmovilistas. Y eso fue así porque el campo político se amplió a medida que la reforma de las Leyes Fundamentales se desvanecía en el horizonte. Pero en esa ampliación del campo no tuvo nada que ver ni el último pleno del Consejo Nacional, por más que Sánchez Terán le rinda un sentido homenaje, ni el voto favorable de las Cortes al proyecto de ley presentado por Suárez. El campo se amplió porque las huelgas, las manifestaciones por la libertad, la amnistía y los estatutos de autonomía, las movilizaciones de miles de trabajadores, de asociaciones de vecinos, de colegios profesionales, de funcionarios y de artistas empujaron decisivamente en esa dirección. La salida de la clandestinidad, antes de la conquista de la legalidad, de sindicatos y partidos desbordó, como puede comprobarse en las actas de los plenos del Consejo Nacional, las últimas trincheras en las que era fuerte la derecha inmovilista. Y así, con la izquierda en movimiento, a la derecha de Fraga, y sin haberse movido él del centro, sólo se abría un abismo. Por eso se convirtió en flamante secretario general de una coalición de partidos en la que se refugiaron Fernández de la Mora, Thomas de Carranza o López Rodó, por una u otra razón adversarios suyos cuando él se definía como aperturista a la búsqueda del centro.

Por los días en que Fraga encontraba nuevo acomodo en la Alianza Popular de los «Siete Magníficos», el Consejo Nacional aprobaba el preceptivo informe sobre el proyecto de ley para la reforma política presentado por el Gobierno. En la jerga particular que revela la investigación de Molinero e Ysàs –democracia como método, no como fin; inserción del proyecto dentro del desarrollo político iniciado el 18 de julio–, los consejeros no podían ya aspirar a otra cosa que a poner puertas al campo: el Gobierno no hizo caso al informe y los licenció prometiéndoles un hueco en las nuevas instituciones. Y por lo que a las Cortes se refería, con un despliegue de promesas y advertencias, Suárez y los suyos se aseguraron el voto mayoritario de los procuradores, entre los que no faltaron voces proféticas de inminentes catástrofes. José María Fernández de la Vega, citado también por Molinero e Ysàs, fue de lo más apocalíptico: «¿Qué tormenta ideológica, qué revolución solapada o qué golpe de Estado se ha producido para que, un año después de que las instituciones políticas españolas entronizaran la continuidad, estemos asistiendo ahora a sus funerales con el corpore insepulto del Régimen entre los cirios de este proyecto de ley?». Ni el más ardiente libreto de una ópera escrita en una borrascosa noche de invierno habría producido semejante escena: en el centro del hemiciclo, el catafalco del régimen entre los cirios de la reforma.

¿Triunfo entonces del reformismo, como asegura en español el subtítulo del libro de Palomares, que en el original inglés define el proceso como lento camino hacia a las urnas? Hay motivos para dudarlo. El reformismo a lo Fraga había naufragado cuando los procuradores en Cortes cortaron en seco la reforma del Código penal que habría permitido la legalización de los partidos políticos. Meses después, triunfaba el proyecto de Suárez para la reforma política, que atribuía la iniciativa de «reforma constitucional» al Gobierno con otras Cortes, elegidas por sufragio universal. El Tribunal de Orden Público fue disuelto, el Movimiento Nacional y las Cortes orgánicas desaparecieron y las elecciones se celebraron, pero de la «reforma constitucional» que el Gobierno y las nuevas Cortes debían acometer nunca más se supo. La última trinchera del reformismo quedó desarbolada cuando las Cortes elegidas en junio de 1977, en el ejercicio de su soberanía, decidieron encerrar las Leyes Fundamentales bajo siete llaves e iniciar un proceso constituyente que el Gobierno, por carecer de mayoría absoluta o porque entendió los signos de los tiempos, o por ambas cosas, no pudo o no quiso bloquear. Hoy, todos los que en su día fueron aperturistas o reformistas nos certifican que ésa era precisamente su meta desde los años sesenta y hasta desde los cincuenta. Pero lo que en realidad les debe la democracia no es que hayan trabajado por ella desde su juventud, sino que, en la hora de su madurez, empujaran al régimen exactamente hasta el punto en que se hizo evidente para todo el mundo que aquello que pretendían reformar era, por su propia naturaleza, irreformable. (Revista de Libros, núm. 139-140, julio-agosto de 2008)




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Madrid, 6 de diciembre de 1978. Los reyes, votando en el Referéndum





Cronología de la Constitución de 1978


* 1975, 20 de noviembre. Muerte del general Franco
* 1975, 22 de novimebre. Don Juan Carlos es proclamado Rey de España.
* 1976, 18 de noviembre. Las Cortes aprueban la Ley para la Reforma Política
* 1977, 15 de marzo. Aprobación del Decreto-ley Electoral
* 1977, 15 de junio. Realización de las primeras elecciones generales desde la II República
* 1977, 1de agosto. Se constituye la ponencia de la Comisión Constitucional
* 1978, 5 de enero. Publicación del Anteproyecto de la Constitución
* 1978, 10 de abril. La Ponencia Constitucional firma y hace entrega del proyecto de Constitución
* 1978, 5 de mayo. Se inician los debates públicos de la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados
* 1978, 4 de julio. Comienzan en el Congreso de los Diputados las sesiones plenarias para el proyecto constitucional
* 1978, 18 de agosto. Comienza el debate del proyecto constitucional en la Comisión Constitucional del Senado
* 1978, 25 de septiembre. Comienza el debate constitucional en el Pleno del Senado.
* 1978, 11 de octubre. Se constituye la Comisión Mixta Congreso-Senado para el examen del Texto Constitucional
* 1978, 31 de octubre. Las Cortes aprueban el Texto Constitucional
* 1978, 17 de noviembre. Las Cortes aprueban el proyecto de Constitución
* 1978, 6 de diciembre. Aprobada la Constitución en referéndum
* 1978, 29 de diciembre. Promulgación y publicación de la Constitución española.

Fuente: Jorge de Esteban: "Las Constituciones de España". Madrid : Boletin Oficial del Estado, 1998 / Luis Sánchez Agesta: "Historia del constitucionalismo español : (1808-1936)". 4ª ed. rev. y ampl. Madrid : Centro de Estudios Constitucionales, 1984.