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jueves, 29 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Desconectar



Dibujo de Diego Mir para El País


Con la llegada del teléfono inteligente, escribe la ensayista Olivia Muñoz-Rojas, no basta con alejarse del lugar en el que uno lidia físicamente con sus preocupaciones para lograr que la mente se aparte de ellas. 

¿Desde cuándo utilizamos la palabra desconectar para referirnos al acto de abandonar momentáneamente nuestra rutina doméstica y laboral?, se pregunta Muñoz-Rojas. La RAE no reconoce este significado coloquial de la palabra; quizá porque se desprende ya de su segunda acepción: “interrumpir la conexión entre dos o más cosas”. En este caso, entre nuestra mente y nuestros problemas y preocupaciones cotidianas. En su tercera acepción, desconectar equivale a “interrumpir el enlace… entre aparatos y personas para que cese el flujo entre ellos”. Esto sucede cuando apagamos nuestro ordenador o nuestro móvil. Aunque, cuando lo hacemos, también desconectamos, en ese otro sentido figurado, nuestra mente de estas potenciales fuentes de inquietud. El solapamiento de ambos sentidos, literal y figurado, es quizá la razón por la que, en la actualidad, se ha impuesto el uso de desconectar como sinónimo de descansar, reposar, darse una pausa.

Durante la mayor parte de la historia de la humanidad, la posibilidad para el grueso de la población de desconectar fue muy reducida. En casi todas las culturas, los días de asueto estaban destinados a atender obligaciones religiosas. Los meses de interrupción entre ciclos escolares que disfrutan los estudiantes estaban motivados, originalmente, por la necesidad de que ayudaran en la cosecha. No es hasta bien entrado el siglo XX cuando se institucionalizan las vacaciones. Según algunas fuentes, los primeros días pagados de descanso los negocian los sindicatos alemanes en 1905, extendiéndose este logro social en las décadas siguientes a otros países europeos, incluido el nuestro a principios de los años 1930. Las vacaciones de verano se convierten así en el periodo de desconexión por excelencia en nuestro continente: millones de personas cambian su escenario de vida habitual por otro, generalmente, más propicio al bienestar físico y la evasión de la mente. Pero con la llegada de las tecnologías de la información y la comunicación y, más concretamente, el teléfono inteligente, no basta con cambiar de escenario, con alejarse del lugar en el que uno lidia físicamente con sus preocupaciones para lograr que la mente se aparte de ellas. Hoy es necesario, además, desconectar literalmente de esos aparatos que llevamos con nosotros a todas partes y que, si bien nos conectan con el mundo y son fundamentales para organizar nuestro ocio, también nos llenan de desasosiego. Pero, me interpela un amigo, ¿qué hacen aquellos a quienes les produce vértigo perder ese refugio virtual de un entorno inmediato que, incluso en vacaciones y lejos de casa, les resulta opresivo?







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viernes, 9 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] El valioso invento que nadie echaba en falta





Hace ocho años aún estaba despegando el teléfono inteligente, hoy llevamos Internet a todos lados y muchos de nosotros no renunciaríamos a Internet ni por más dinero del que tendremos en toda la vida, escribe el periodista y subdirector de El País, Bernardo Marín.

En julio de 2011, comienza diciendo Marín, la fundación estadounidense The Fund for American Studies publicó un vídeo sobre las bondades del capitalismo en el que se hacía una pregunta a varios jóvenes: ¿serías capaz de no volver a usar Internet a cambio de un millón de dólares? La mayoría de los sondeados contestaba que no, y multiplicaba por diez o por mil la cantidad por la que estarían dispuestos a dejar de navegar y abandonar para siempre todas las aplicaciones inventadas y por inventar. Y eso que hace ocho años aún estaba despegando el teléfono inteligente, con el que llevamos Internet a todos lados mientras nos creamos la necesidad de estar siempre conectados.

El dilema, que ha vuelto a proponer en las últimas semanas un artículo del blog Microsiervos, tiene su miga. ¿Por cuánto dinero sería el lector capaz de semejante renuncia? Seguro que alguno lo haría por mucho menos de ese millón, pero es probable que otros, en especial aquellos que no conocen otro mundo que el digital, encontraran la cantidad irrisoria. Dejar de lado Internet supondría privarse del mayor sistema de acceso a la información, a la comunicación, al negocio y a la diversión inventado. Y llevar una vida a contracorriente: despedirse de WhatsApp y de las redes sociales, no poder consultar una duda en Google ni ver una película en Netflix, volver físicamente a la agencia de viajes para comprar un billete de avión y al buzón para mandar fotos en un sobre. Y renunciar a muchísimos empleos que requieren conexión.

Resulta interesante reflexionar sobre lo mucho que valoramos algo que en principio nos cuesta tan poco. Pero es aún más asombroso pensar que hace 30 años, el tiempo de una sola generación, nadie echaba en falta Internet, cuya existencia permanente y ubicua damos por hecho ahora con tanta certeza, que nos alarmamos cuando perdemos la conexión o no encontramos wifi. Quizás por esto, las películas y novelas de ciencia ficción anteriores a la revolución tecnológica, donde se vaticinaban otros prodigios como el teletransporte o la invisibilidad, resultan, con perspectiva actual, tan miopes a la hora de pronosticar un invento que ahora parece obvio. Y al que muchos no renunciaríamos ni por una fortuna.





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miércoles, 7 de agosto de 2019

[A VUELAPLUMA] Romper el hechizo



Un carbonero común. Fotografía de Uly Martin


Hay que romper el hechico. Toda tentativa de ilustración es, en último término, una suerte de desencantamiento. Pero el mundo es hoy más ancho y rico, comenta el escritor Jorge Freire.

Ya nada es lo que era, comienza diciendo Freire: ni el ciclismo, ni nuestro barrio, ni la democracia siquiera. Los tomates han perdido el sabor, el cine abusa de los remakes y los domingos ya no son los de nuestra infancia… ¡Ni siquiera el kilo es ya un cilindro de platino iridiado! A uno se le ensombrece el ánimo oyendo estas jeremiadas, variaciones del adagio manriqueño que rezaba que todo tiempo pasado fue mejor. Sigue cundiendo la nostalgia una vez que los científicos han puesto rostro a un agujero negro, algo que solo parecía posible en la ciencia ficción, y han enviado una sonda más allá de Neptuno, hasta un asteroide apodado Ultima Thule que rebasa con mucho lo que los romanos imaginaron al acuñar dicho término. ¿Por qué nos dejamos llevar por la melancolía?

No es una actitud nueva. La retórica del “desencantamiento del mundo”, por decirlo con Weber, hunde sus raíces en una larga tradición intelectual, surgida al rescoldo de la Revolución Industrial y afianzada sobre el viejo pesimismo político. Keats lamentaba en su poema Lamia que se hubiera destejido el arcoíris, como si, al enunciar la teoría corpuscular de la luz, Newton hubiera robado el enigma a un fenómeno que era mejor no comprender del todo. No han sido pocos los autores que, desde entonces, han tratado de convencernos de que el precio del progreso es la pérdida del sentido. Argumentan que la misma técnica que nos ha permitido medir y pesar el mundo es la misma que nos distancia de él, convirtiéndolo en una suerte de mariposa clavada en el alfiler, fácilmente analizable pero carente de vida.

Lo cierto es que toda tentativa de ilustración es, en último término, una suerte de desencantamiento. Abierta la tramoya de par en par, contemplamos las bielas y los pistones que accionan el decorado, y en ese momento el misterio se desvanece. Quienes protestan contra esto no tratan de recuperar la inocencia, una empresa cuanto menos ímproba, sino que más bien ejercen su derecho al pataleo. Ocioso es tratar de recomponer el hechizo una vez que se ha roto. Sería, en expresión de Wittgenstein, como intentar reparar una tela de araña con los dedos.

Tampoco el mercado laboral es ya lo que era. Sostienen los expertos que, de cara a la Cuarta Revolución Industrial, nuestras sociedades van a requerir de propuestas creativas que garanticen la protección de los más desamparados. Como ha escrito Lucía Velasco, no basta con oponerse a la tecnología, como al calor del maquinismo hicieron los luditas y los conmilitones del “capitán” Swing, rompiendo telares mecánicos y trilladoras agrarias. Dormirse en los laureles del pesimismo, la más irresponsable de todas las actitudes, sería a este respecto como ponerse a quemar almiares mientras el tren de la historia nos pasa por encima.

Mantenernos despiertos es un imperativo moral. En un artículo de 1945, Josep Pla escribió acerca de la perplejidad que le causaba la contemplación de gorriones en su Palafrugell natal: a su juicio, estos realizaban una serie de expediciones que parecían contravenir su naturaleza sedentaria. Ocho décadas después, no es poco lo que hemos descubierto acerca de las migraciones de las aves estacionarias, que ocupan una extensión mucho mayor de lo que intuíamos.

Entretanto, ¿se ha roto definitivamente el hechizo? Quizá, pero hoy el mundo es más ancho y más rico. Sirvan de ejemplo los pájaros de Pla, considerados entonces autómatas sin raciocinio, cuya función consistía en regalarnos el oído con “esa música numerosa como el espacio pero aledaña al día”, en expresión de Emily Dickinson. Hoy sabemos que el exiguo tamaño de su cerebro se debe a motivos de aerodinámica, y que la evolución les ha permitido prescindir del neocórtex igual que prescindieron de la vejiga. ¿Cómo explicar, si no, que el propio carbonero, con su cerebro de medio gramo, sea capaz de recordar los miles de apostaderos en que esconde las semillas? Hasta hemos conseguido averiguar el funcionamiento del vuelo en bandada, un bellísimo misterio que, a pesar de los denodados esfuerzos de un sinnúmero de ornitólogos, permanecía sin esclarecer.

Al arrimo de la ilustración y la ciencia, el mundo se recompone a la luz de nuestra mirada, como si de un caleidoscopio se tratase. Desaparecen los arcanos indescifrables, pero no los motivos para el asombro: basta con observar un nido de golondrinas, oculto bajo un alféizar o sobre un aparato de aire acondicionado, y pensar que sus inquilinos lo han localizado después de un viaje de 3.000 kilómetros. Sostiene Menno Schilthuizen en Darwin viene a la ciudad (Turner), que para apreciar la evolución de las aves urbanas basta con fijarse en el pájaro carbonero de Barcelona: resulta que la estrechez de su corbata, una mancha de color negro relacionada su virilidad, no es un asunto meramente ornamental, sino que denota que la ciudad es refugio para los machos menos agresivos y más débiles. ¿Quién lo hubiera imaginado? Nos rodea un mundo fascinante que exige una mirada atenta.





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lunes, 29 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Un Aleph propio por compañía





El teléfono móvil instaura una burbuja alrededor de cada persona, es un permiso de silencio, una marca del espacio privado, un Aleph propio que nos acompaña, escribe la filósofa Amelia Valcárcel. 

Jorge Luis Borges publicó en 1949 un corto libro de cuentos que tituló El Aleph, comienza diciendo Valcárcel. Tuvo más de una razón, aunque quedaran ocultas en que el primero de ellos se llama así. Es un relato escrito en los tempranos cuarenta. De todo lo que atisba me quedo con esto: Uno de los personajes ha descubierto en la escalera del sótano de su casa algo brillante y asombroso, de colores además: un Aleph. “Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos”. En él están todas las imágenes: “En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí”. Desde su publicación esta maravilla dio para muchas ensoñaciones. Lo que no era de suponer es que casi cada habitante del planeta acabara teniendo uno.

En los noventa el teléfono móvil era un instrumento grande como un zapato, con una hora de autonomía, que servía para cruzar las palabras imprescindibles. Diez años después comenzó a disminuir hasta alcanzar el enanismo de caber, doblado, en la palma de la mano. La pantallita verde fosforito brillaba al desdoblarlo. Pero en ese preciso momento el aparato se puso a producir fotografías. Al principio pocas. Luego almacenó mensajes y comenzó a crecer. En 10 años más ya casi poseía el tamaño original, hacía fotografías y vídeos, nos enseñaba las calles, nos despertaba, compraba y pagaba, hablaba; había sustituido al reloj y estaba constantemente encendido; multiplicaba también los enchufes que pudieran alimentarlo. Y ofrecía, por añadidura, una telaraña vastísima de conversaciones. Lo que Teilhard de Chardin había intuido sólo con la radio como ejemplo principal, se hacía verdad. La Tierra está embolada en una cáscara fluida de lenguaje en todos sus sonidos que la recorre entera. Si imaginamos cada mensaje como un finísimo hilo, el planeta es un capullo de seda enorme. Ahora es ­real y verdaderamente una noosfera.

Cuando entramos en cualquier lugar donde hay 12 personas, tengamos por seguro que más de la mitad estarán vigilando o engordando esa red con los hilos de sus conversaciones. Llevando de aquí para allá imágenes y palabras. Escrutando una cajita casi plana donde cabe todo cuanto existe. Cada una con su propio Aleph. Sin embargo, en el Aleph borgeano no era obligado buscarse el camino: él se revelaba intenso, infinito y quieto al que lo contemplaba, sin tener que manipularlo, siguiendo quizás la senda de todos los deseos. En este nuestro cada cual tiene que buscarse la vida. Y se sabe que la Red está presidida por el efecto Mateo, que reza, “al que tiene se le dará”. Y a quien no tiene, incluso lo poco que tenga le será levantado. Recordemos lo que se llamaron “las infinitas posibilidades de avance educativo” que la radio proporcionaba. ¿Acaso sirvieron de algo las insuperables lecciones de Toynbee transmitidas por la BBC? Las tomo como ejemplo porque pocos textos más sabios produjo el siglo XX. ¿Quedó algún resto de ellas en los habitantes de las islas? Todo el esfuerzo laborista en llenar las conciencias más bien recuerda a las danaides, condenadas a echar agua nueva, eternamente, en cántaros agujereados. Dar y perder. O bien, efecto Mateo.

La gente encuentra lo que busca; ese es precisamente el problema. Ese Aleph, verdadero y no soñado, el que llevamos en el bolsillo, es más útil a quien más sabe. Da al que ya tiene. No lo hace por especial sevicia, sino que ese es su andar. Intuimos que las técnicas aparecen cuando se necesitan. La informática, justamente, sirve al desarrollo del Estado y su administración. Cuando fue preciso refinarla, porque el Estado se cargó de datos y deberes, ella creció. Digamos que empezó bien. Pero ¿a qué sirve este su despliegue en forma de Aleph? ¿A la conversación planetaria?, ¿a la universal comunidad de diálogo, necesaria para abordar los desafíos monumentales que tenemos? ¿O solamente produce cacofonía? Es difícil saberlo. De momento instaura una burbuja alrededor de cada persona, sentada cada una junto a otra a la que no habla, pendiente de lo que la cajita enseña. Es un permiso de silencio. Como una marca del espacio privado de cada quien. Un principio externo de individuación.



Fotografía de Bernard Annebicque para El País




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lunes, 22 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] La edad de la inconsistencia





La credulidad amenaza a las democracias, escribe el historiador José Andrés Rojo. Y llevamos una larga temporada sin que pase nada. Esa, por lo menos, es la impresión que se tiene cuando se hacen las cuentas y se mira el panorama con un poco de distancia, comienza diciedo. Hagan la prueba: desenchúfense una semana y verán cómo al regreso las cosas no han avanzado un milímetro. Habrá habido, eso sí, lo hay, un notable barullo, pero se empieza ya a hablar de nuevas elecciones. La misma cantinela que se escuchó hace no mucho y que pone los pelos de punta, una señal de una irremediable impotencia para hacer política que produce melancolía.

En La actualidad innombrable, el escritor, pensador y editor italiano Roberto Calasso habla de “delirio de omnipotencia” como una derivada de esa disponibilidad informática que tan bien define nuestro tiempo. Con un móvil en la mano nada parece resistírsele a nadie, y eso termina generando una sensación de extremo poderío: todo está bajo control, se puede encontrar una solución a cualquier problema. Basta conectarse y acceder a la información que resulte necesaria. Y, además, a toda pastilla. “Multiplicándose sin tregua y en todas las direcciones, las esquirlas informáticas se revelan al final autosuficientes. Capaces de difundirse sin recurrir a nada exterior. No tienen necesidad de ser pensadas”, comenta Calasso poco después. Y añade: “La información no tiende solo a sustituir a la conciencia sino al pensamiento en general, aliviándolo del peso de tener que elaborar y gobernar permanentemente”.

Así están las cosas. Unos políticos impotentes para armar un proyecto duradero, y la gente encantada con un móvil porque puede hacer de todo. ¿No son dos caras de la misma moneda? Las nuevas tecnologías han proporcionado al ciudadano corriente una notable variedad de herramientas que, por así decirlo, lo arman hasta los dientes. Ya no necesita de ninguna mediación y puede desenvolverse en las situaciones más extravagantes. Calasso, sin embargo, no termina de celebrar la buena nueva porque considera que, en estas condiciones, “cada sujeto se vuelve un férreo e irrelevante soldadito de silicio en un ejército del que todos ignoran dónde se encuentra —si es que existe— el estado mayor”. Y observa, de paso, que “la red ha obligado a todos a cargar con un enorme saber que no sabe, como si cada uno estuviese envuelto en un zumbido perpetuo e instructivo en cualquier dirección”.

Soldaditos de silicio que operan envueltos en un delirio de omnipotencia, sin tener ni la más remota idea del sentido ni del proyecto ni de las tácticas y las estrategias en las que se enmarca cada una de sus acciones. No hay estado mayor, igual ni siquiera pertenecen a un ejército y, a pesar de todo, deambulan con la soberbia de estar al tanto del plan cuando lo más seguro es que no exista ningún plan. Calasso se refiere a esta época como la edad de la inconsistencia. En su ensayo explora qué ha significado el triunfo de la secularización, y los peligros que entraña, y se acerca a la sociedad contemporánea a través de las dos figuras que sintetizan sus aspiraciones, la del turista y la del terrorista. Más que proponer un diagnóstico, levanta un mapa de inquietudes.

Y comenta que no ha parado de crecer otro fenómeno: la credulidad. Las sociedades abiertas y democráticas están atravesando un momento delicado, y la tentación es buscar las amenazas que la debilitan afuera cuando quizá estén en realidad adentro. Igual el mayor peligro es esa inconsistencia, esa especie de irritante blandura, y esa santa credulidad en que la salida esté en convocar alegremente nuevas elecciones. Y que no pase nada.



Foto de Juan Barbosa para El País



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domingo, 23 de junio de 2019

[ESPECIAL DOMINGO] Inteligencia artificial





¿La inteligencia artificial supone progreso o retroceso?, se pregunta en El País la profesora Carissa Véliz, investigadora en el Uehiro Centre for Practical Ethics y el Wellcome Centre for Ethics and Humanities de la Universidad de Oxford. No avanzaremos si el futuro digital perpetúa los errores del pasado, dice. Si por cada euro que se invierte en nuevos algoritmos se invirtiera otro en regulación, habría más razones para ser optimistas sobre el porvenir.

Uno de los mayores riesgos de la inteligencia artificial, comienza diciendo Véliz, es que perpetúe los errores y prejuicios del pasado, camuflándolos bajo un barniz de objetividad. Los sistemas de inteligencia artificial se entrenan a partir de datos que reflejan las decisiones que hemos tomado en el pasado. Cuando la inteligencia artificial de reclutamiento de Amazon discriminó a las mujeres, no fue porque los hombres fueran mejores candidatos para los trabajos disponibles. A través de una base de datos que contenía un historial de contratación, Amazon le enseñó a su sistema que la empresa ha preferido contratar a hombres durante los últimos 10 años. En otras palabras, el algoritmo perpetuó un prejuicio sexista que estaba grabado en los datos del pasado.

PredPol, el sistema de inteligencia artificial utilizado por la policía en Estados Unidos, tiene problemas similares. En vez de predecir crímenes, que es lo que se supone que tendría que hacer, reproduce hábitos policiacos. Ahí donde patrulla la policía, encuentran crímenes que dan a procesar al algoritmo, que a su vez recomienda que se continúe patrullando las mismas zonas. Las áreas en donde hay mayor presencia policial, y en consecuencia más arrestos, son zonas pobladas por minorías. El resultado es que estas minorías están siendo indirectamente discriminadas.

Una de las grandes falacias asociadas al optimismo sobre el big data es creer que cuantos más datos tengamos, mejor. Habría que revisitar las palabras del poeta T. S. Eliot, que escribió: “¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido con el conocimiento? ¿Dónde está el conocimiento que hemos perdido con la información?”. Recolectar más datos no garantiza que sean precisos, ni que estén actualizados y sean relevantes para cumplir nuestros objetivos, ni mucho menos que seamos capaces de poner esos datos al servicio de la justicia, la democracia, la igualdad y el bienestar.

Se dice que el big data va a revolucionar la ciencia. De momento, la inteligencia artificial manifiesta más estupidez que inteligencia. Entre otras muchas limitaciones, la inteligencia artificial solo es capaz de rastrear correlaciones, lo que no necesariamente nos lleva a entender mejor las relaciones de causa y efecto que gobiernan la realidad. El que los algoritmos detecten correlaciones es otro elemento que los hace resistentes a reconocer o impulsar cambios. Dos elementos que han estado correlacionados en el pasado (por ejemplo, ser mujer y tener un trabajo mal pagado) no tienen por qué estar correlacionados en el futuro, pero si nuestros algoritmos nos llevan a actuar como si las correlaciones fueran una verdad objetiva e inmutable, es más probable que la inteligencia artificial no genere predicciones neutrales, sino profecías autocumplidas.

También se cree que el big data tiene el potencial de eliminar los sesgos en las decisiones humanas; de momento, como hemos visto, parece que está incrementando los sesgos y solidificando el statu quo.

Un factor que posibilita los cambios sociales es la capacidad humana de olvidar aquello que nos ata al pasado. En su magnífico libro Delete, Viktor Mayer-Schönberger argumenta que tener una memoria perfecta, ya sea como individuos o como sociedad, puede ser un obstáculo para cambiar a mejor. Nuestra memoria biológica es un sistema fantástico de filtración y organización de la información: recordamos lo importante, olvidamos lo insignificante, reconstruimos el pasado constantemente a la luz del presente, y le damos diferentes valores a diferentes memorias. La memoria digital lo recuerda todo sin reinterpretarlo ni valorarlo; es la antítesis de nuestra memoria biológica, forjada a través de milenios de evolución. Las consecuencias de no poder olvidar pueden ser desastrosas.

Si no somos capaces de olvidar los errores que alguien ha cometido (y todos cometemos errores), o por lo menos de tenerlos menos presentes, es difícil que podamos darle una segunda oportunidad. Es verdad que no hay que olvidar las lecciones del pasado, pero aprender de la historia no es lo mismo que mantener un registro de cada infracción que cada persona comete. Lo segundo lleva a tener una sociedad implacable, rígida, que eterniza las injusticias del pasado. Por eso el derecho al olvido es tan importante, y un acierto del Reglamento General de Protección de Datos (RGPD).

Otro factor necesario para posibilitar cambios es la capacidad humana de tener consciencia social. Los seres humanos somos seres sintientes y agentes morales. Como seres sintientes, sabemos lo que es el sufrimiento y el bienestar en nuestra piel, y somos capaces de sentir empatía con otros que sufren. Como agentes morales, entendemos las consecuencias que nuestras acciones pueden tener en otros. Comprendemos que en ocasiones hay que hacer una excepción a la regla —cuando la regla no abarca todos los casos posibles o cuando una persona merece una segunda oportunidad—. Somos capaces de reflexionar sobre nuestros valores y actuar en consecuencia.

Los algoritmos no son ni seres sintientes ni agentes morales. Son incapaces de sentir dolor, placer, remordimiento o empatía. Son incapaces de entender las consecuencias de sus acciones —solo los seres que pueden experimentar dolor y placer pueden entender lo que significa infligir dolor o causar placer. Los algoritmos no tienen valores ni son capaces de hacer una excepción a la regla. No toman en cuenta que en muchas ocasiones las transgresiones humanas son producto de la injusticia (la falta de oportunidades que lleva al crimen, por ejemplo). No pueden reflexionar sobre el tipo de vida que quieren llevar, o el tipo de sociedad en la que quieren vivir, y actuar en consecuencia. Un coche autónomo no puede decidir andar menos kilómetros para no contaminar. Un robot de guerra no puede convertirse en pacifista después de reflexionar sobre las consecuencias de los conflictos armados. Los algoritmos no pueden tener consciencia social.

Es una trampa creer que la tecnología puede resolver por sí misma problemas que son fundamentalmente éticos y políticos. El reto más importante que tenemos por delante es uno de gobernanza. Si por cada euro que se invierte en inteligencia artificial se invirtiera otro euro en regulación y gobernanza, tendríamos más razones para ser optimistas sobre el futuro digital. Ahora mismo, los incentivos premian el uso de la inteligencia artificial para tomar decisiones. Si las instituciones usan algoritmos para tomar decisiones, se ahorran dinero al tener que pagar menos sueldos, pueden defender sus decisiones como si fueran objetivas, y si algo sale mal, pueden culpar al algoritmo. Cuando quienes más arriesgan (los ciudadanos a merced de los algoritmos) son diferentes que quienes más se benefician de ese riesgo (las empresas, los Gobiernos), se crean asimetrías de poder. El papel de los reguladores es asegurarse de que los incentivos de las instituciones estén alineados con los intereses de la población. Si la inteligencia artificial daña a los ciudadanos, tiene que haber consecuencias proporcionales para las personas responsables de ese algoritmo.

A pesar de su complejidad, los algoritmos no son más que herramientas, y los agentes morales somos totalmente responsables de las herramientas que creamos y utilizamos. Si dejamos que los algoritmos decidan basándose en datos del pasado, seremos responsables de repetir nuestros errores, de frenar el progreso social a tal punto que empecemos a retroceder.



Dibujo de Eulogia Merle para El País



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lunes, 10 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Las máquinas que nos vigilan





Uno de los indicios claros de que algo inquietante está ocurriendo se produce cuando las distopías comienzan a llegar al mundo real y las máquinas que nos vigilan comienzan a ser de uso general, escribe en El País el periodista Guillermo Altares.

Desde las novelas de Philip K. Dick, comienza diciendo Altares, hasta la serie Black Mirror, la ciencia ficción ha especulado sobre los límites de la tecnología y el momento en que deja de ser una ayuda para convertirse en un problema. Uno de los indicios claros de que algo inquietante está ocurriendo se produce cuando las distopías comienzan a llegar al mundo real. Y ese es el problema que plantean ahora mismo los sistemas de reconocimiento facial, una revolución tecnológica que amenaza la privacidad de todos los ciudadanos en los espacios públicos.

Un hombre fue multado recientemente en Londres por cubrirse ante una cámara para evitar el reconocimiento facial, un incidente que fue filmado por la BBC. El Parlamento Europeo ha aprobado la creación de una base de datos con los rostros de los 500 millones de habitantes de la UE, mientras que la Estación Sur de autobuses de Madrid, por la que pasan 20 millones de personas, cuenta con un sistema de este tipo. China es el país donde el reconocimiento facial está más desarrollado (hay una cámara por cada siete habitantes) y se utiliza para el control de la población en una situación que se parece cada vez más al Gran Hermano de George Orwell.

Primero se multiplicaron las cámaras en los espacios públicos y luego se introdujeron sistemas cada vez más sofisticados para poner un nombre a cada uno de esos rostros de la multitud. Esta tecnología no es solo capaz de reconocer a una persona de cerca —como ocurre para desbloquear algunos móviles, en tiendas o en cajeros automáticos—, sino que también puede localizar a alguien y conocer sus movimientos y los lugares que visita.

La reciente prohibición de estos sistemas por parte de la ciudad de San Francisco, donde están basadas muchas de las multinacionales tecnológicas, ha lanzado la voz de alarma sobre las derivadas indeseadas de estos sistemas que, si bien es cierto que pueden ser un instrumento muy útil contra el crimen, también tienen la capacidad de laminar la privacidad. Este paso de San Francisco se produjo mientras algunos inversores de Amazon trataban de que la multinacional frenase la distribución de su sistema Rekognition, uno de los más eficaces del mercado, pero fracasaron. El debate sigue, pero el ojo del Gran Hermano se hace más grande y más preciso.



Pruebas de reconocimiento facial en Shenzhen, China



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miércoles, 30 de enero de 2019

[A VUELAPLUMA] Un Internet emocional






España, un país en el que la interacción real entre personas forma parte de su cultura, debería impulsar un uso más emocional de la Red frente al modelo anglosajón puramente informacional, escribían hace unos días en un  artículo de prensa José Balsa Barreiro, investigador postdoctoral del MIT; Manuel Cebrián, también investigador del MIT, Andrés Ortega, director del Observatorio de las Ideas e investigador asociado del Real Instituto Elcano español.

En una de las secuencias más memorables de El indomable Will Hunting (Gus Van Sant, 1997), comienzan diciendo, el psicólogo Sean Maguire (interpretado por Robin Williams) mantiene una conversación distendida en la orilla de un lago con Will Hunting (interpretado por Matt Damon), un incomprendido genio matemático del MIT (Massachusetts Institute of Technology) con escasa inteligencia emocional, al menos hasta ese momento de la película. En su intento por hacerle recapacitar y ganarse su confianza, el psicólogo alude a la Capilla Sixtina en los siguientes términos: “Si te pregunto algo sobre arte, me responderás con datos de todos los libros que se han escrito” —hoy diríamos con Wikipedia— añadiendo, a continuación, “... pero tú no puedes decirme cómo huele la Capilla Sixtina”. Lo que el psicólogo pretende hacer ver a Will es que, a pesar de ser extremadamente inteligente en cuanto a lo mucho que sabe, su conocimiento carece totalmente de emoción. Es más, Will ni siquiera es consciente de su falta de inteligencia emocional. Y es entonces cuando cabe preguntarse: ¿por y para qué debería Will visitar la Capilla Sixtina si ya sabe todo sobre ella?

Por mucho que las tecnologías avancen y podamos llegar a recrear virtualmente la Capilla Sixtina, lo cierto es que nunca podremos reproducir artificialmente el factor fundamental que supone la experiencia y la emoción real de vivir una realidad en un determinado ambiente. Esta realidad puede ser la propia Capilla Sixtina o cualquier otra dentro de un determinado marco espacio-temporal.

Cada cultura procesa la información de una forma propia y única, que la diferencia en mayor o menor medida de otras. También en cómo la información se expresa hacia afuera, por medio de las emociones. Pensemos así, a modo de ejemplo, cómo la acción de sonreír tiene un significado completamente diferente en España y en Rusia. En esta última, el acto de sonreír públicamente debe tener un motivo justificado y la sonrisa ser expresada dentro de un contexto adecuado ya que, en caso contrario, puede ser considerada un acto vulgar, descortés y/o poco sincero.

Tradicionalmente, el choque entre civilizaciones y culturas ha tenido lugar sobre un territorio, siendo entendido este como un espacio físico, sobre el que los distintos Gobiernos toman acciones y/o decisiones geopolíticas que, en última instancia, pueden llevar a enfrentamientos cuerpo a cuerpo en forma de guerras. Pero, en los últimos años, este choque de civilizaciones y culturas se ha extendido a un nuevo escenario más sutil, más allá del estrictamente físico: el llamado escenario virtual. Es precisamente en este contexto en el que Internet se ha convertido en el gran campo de batalla, que desequilibra el presente choque cultural hacia aquellas cosmovisiones basadas únicamente en la pura transmisión de información y en las que apenas existe emoción real.

Internet ha cambiado la forma en que vivimos, sentimos y nos relacionamos. Así, la generación millennial no puede ser entendida sin la Red. Simon Sinek apunta alguno de los principales rasgos que mejor definen a los millennials destacando, entre otros, su baja autoestima, su impaciencia, su falta de habilidades sociales básicas y su indefensión ante situaciones de estrés, entre otros. Internet (y, por extensión, las redes sociales) ayudan a entender el porqué. La primera generación criada en plena era digital esconde su falta de interacciones sociales en amistades virtuales, su frustración temporal en “me gusta” y su realidad detrás de filtros. Sin embargo, sus amistades virtuales suelen carecer de lealtad y compromiso, los “me gusta” recibidos no dejan de ser una gratificación superficial e inmediata, mientras que los filtros empleados tienden a esconder una realidad menos idílica que la mostrada.

En el espacio físico, se pueden seguir diferentes caminos para ir desde un origen (A) a un destino (B). Sin embargo, Internet propone el fin del destino físico, la indefinición de caminos establecidos y la máxima de obtener una recompensa (y satisfacción) inmediata. Así, aunque teóricamente existen infinitas posibilidades para ir de A a B, Internet solo repara en cómo llegar a B de forma instantánea. De esta forma, se contrapone una nueva percepción de libertad para las nuevas generaciones que se enfoca más en el deseo de llegar a una meta (búsqueda en Internet) que, en el placer por recorrer un camino, tal y como se percibía cuando en generaciones precedentes el coche representaba el símbolo máximo de libertad.

A lo sumo, las emociones se limitan en la Red a una simple descripción informacional de las mismas, a la que podemos referirnos como emoción informacional. Esta se basa en una descripción de emociones y no es más que un simple sucedáneo de las emociones reales, las cuales requieren de una relación más cercana entre emisor y receptor, tal como sucede cuando nos comunicamos cara a cara en un ambiente real. Así, aunque ya existan distintas herramientas web como Skype para la comunicación directa, lo cierto es que todavía hay ciertos aspectos que no pueden ser transmitidos (o claramente apreciados) como cierto lenguaje corporal, algunos gestos expresivos e, incluso, el sufrimiento de la incomodidad del momento.

Sin embargo, también es cierto que Internet está generando una cultura del escándalo a través de la transmisión de información, lo que podemos llamar escándalo informacional. Este fenómeno se produce ante la necesidad continuada por generar en las redes noticias de alcance que puedan acaparar la atención del usuario. Esta tendencia continuada y constante por y para llamar la atención (que se ha convertido en un activo) lleva irremediablemente a una insensibilización social provocada por una manipulación deliberada de los medios debido a la constante saturación de noticias y a una profanación de las emociones.

Por lo tanto, Internet, tal y como está concebido actualmente, es una herramienta de comunicación que prima la transmisión de emoción informacional sobre la real. De esta forma perjudica a aquellas sociedades en las que la emoción real juega un papel más importante. Así ocurre, por ejemplo, en España, un modelo de sociedad en el que la interacción cara a cara y la vida en la calle juegan un papel fundamental. La vida es demasiado divertida para contarla en la Red. De hecho, Internet puede ser entendido, en cierta forma, como una herramienta de dominación (e incluso de agresión) cultural por parte de las sociedades anglosajonas hacia el resto del mundo, generando un consiguiente efecto de rechazo y rebelión.

Es en esta batalla virtual en la que las sociedades basadas en la emoción real deben proponer sus propias formas de construir y/o consumir Internet o, por el contrario, parte de sus valores identitarios y culturales propios pueden acabar siendo asimilados por parte de los propios de las sociedades dominantes. Y es justo en este momento en el que debemos empezar a pensar en cómo debería ser implementado en España ese Internet más emocional, cuyos principios deben basarse y desarrollarse acorde a los valores propios de nuestro modelo de sociedad.


Dibujo de Enrique Flores



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)