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martes, 9 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] Solo unos pocos amigos





El misterio de la amistad no es muy diferente al del amor: nunca sabremos por qué pero lo reconocemos fácilmente cuando pasa, comenta el periodista Guillermo Altares. 

El escritor húngaro Frigyes Karinthy, comienza diciendo Altares, fue el creador de la teoría de los seis grados de separación, que sostiene que todas las personas del planeta están interconectadas como máximo en seis saltos. Como mucho, seis personas separan a todos los habitantes de la tierra, desde el más humilde campesino del rincón más apartado del mundo, el valle afgano del Wakhan por ejemplo, hasta Mick Jagger. Me pregunto si alguien ha elaborado una teoría similar con la gente que conocemos a lo largo de la vida, si alguna vez un sociológico ha tratado de medir todas las personas que cualquiera se cruza durante su existencia.

Resulta difícil generalizar porque un tendero de una zona muy turística conocerá cada día a personas diferentes y un farmacéutico de un pueblo pequeño tiene muchas más posibilidades de encontrarse siempre con los mismos rostros (o parecidos). Y, aunque la literatura lo ha ha intentado desde hace siglos, también resulta imposible teorizar científicamente sobre por qué, de todas esas personas que nos cruzamos a lo largo de la vida, nos hacemos amigos de unos pocos.

El misterio de la amistad no es muy diferente al del amor: nunca sabremos por qué, pero lo reconocemos fácilmente cuando pasa. No es solamente una cuestión de afinidades o de cercanía o de gustos compartidos, es algo diferente que tiene que ver con la complicidad y, tal vez, con un cierto egoísmo bien entendido: tendemos a hacernos amigos de aquellas personas que enriquecen nuestra vida. No se trata de un intercambio; sino de algo que se produce sin que ninguno de los dos sepa muy bien lo que está pasando. Existen amigos con los que compartes secretos y amigos con los que compartes ideas, amigos generosos y amigos un poco pesados, amigos que dejas de ver y amigos que te preguntas por qué sigues viendo. Y solo unos pocos amigos que te transforman la existencia.

Cuando se van, cuando cruzan la laguna, nuestra vida pasa a ser muy diferente: la cambiaron cuando llegaron a ella y la seguirán cambiando incluso cuando ya no están. Esos son los amigos que nunca olvidaremos y a los que nunca dijimos lo suficiente hasta qué punto les debemos una vida mejor. Aunque entre amigos no hace falta que se digan las cosas para que se entiendan.



Fotograma de la escena final de 'Casablanca'



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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jueves, 27 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Plantar un árbol aunque se acabe el mundo





Las instituciones tienen la obligación de proporcionar una vida digna a los que quieren seguir, pero también un final a los que quieren irse, escribe en El País Guillermo Altares, redactor jefe de la revista Babelia.

El gran autor de ciencia ficción Ray Bradbury, comienza diciendo Altares, escribió un cuento de apenas cuatro páginas titulado La última noche del mundo, que forma parte del volumen El hombre ilustrado. En él relata la historia de una pareja que espera con tranquilidad el fin de la vida en el planeta. Cuando están acostados esperando que todo acabe, ella se levanta y vuelve unos instantes después. “Me había olvidado de cerrar los grifos”, explica. “Había algo tan cómico que el hombre tuvo que reírse. La mujer también se rió. Al final dejaron de reírse y se tendieron inmóviles en el fresco lecho nocturno, tomados de la mano y con las cabezas juntas. ‘Buenas noches’, dijo el hombre. ‘Buenas noches’, dijo la mujer”.

Así acaba un texto considerado por muchos como uno de los grandes relatos de la literatura estadounidense —en su libro de juventud que se acaba de reeditar, Ray Bradbury. Un humanista del futuro (Hatari Books), el cineasta José Luis Garci lo califica como el mejor del autor—. Es difícil que no venga a la mente después de leer la impresionante entrevista que Luz Sánchez-Mellado le hizo en EL PAÍS este domingo a Francisco Luzón, de 71 años, un exdirectivo del Banco Santander que sufre ELA, una enfermedad neuromuscular incurable, que le incapacita en un 100%. Luzón vive gracias a la ayuda de aparatos y, recalca, el cariño de su familia.

Cuando Sánchez-Mellado le pregunta sobre su elección de decidir vivir incluso en esas condiciones y sobre si alguna vez piensa en no despertar, Luzón responde: “Siempre quiero despertar mañana. Plantaría un árbol aunque el mundo se acabara mañana”. Como en el cuento de Bradbury, sus palabras simbolizan la fuerza de la vida cotidiana, la victoria de la esperanza sobre la realidad, el extraño optimismo que nos lleva a vivir sabiendo que, tarde o temprano, todo se acabará. Los estoicos, la escuela de pensamiento que nació en la Grecia del helenismo, teorizaron sobre esto y sobre el deber de todo ser humano de tener control último sobre su vida (y, por lo tanto, sobre su muerte) como garantía absoluta de su libertad. Las instituciones tienen la obligación de proporcionar una vida digna a los que quieren seguir, pero también un final a los que quieren irse. Y eso incluye un marco legal para ellos y los que les ayuden.



Francisco Luzón (Foto de Carlos Rosillo para El País)


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt


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lunes, 10 de junio de 2019

[A VUELAPLUMA] Las máquinas que nos vigilan





Uno de los indicios claros de que algo inquietante está ocurriendo se produce cuando las distopías comienzan a llegar al mundo real y las máquinas que nos vigilan comienzan a ser de uso general, escribe en El País el periodista Guillermo Altares.

Desde las novelas de Philip K. Dick, comienza diciendo Altares, hasta la serie Black Mirror, la ciencia ficción ha especulado sobre los límites de la tecnología y el momento en que deja de ser una ayuda para convertirse en un problema. Uno de los indicios claros de que algo inquietante está ocurriendo se produce cuando las distopías comienzan a llegar al mundo real. Y ese es el problema que plantean ahora mismo los sistemas de reconocimiento facial, una revolución tecnológica que amenaza la privacidad de todos los ciudadanos en los espacios públicos.

Un hombre fue multado recientemente en Londres por cubrirse ante una cámara para evitar el reconocimiento facial, un incidente que fue filmado por la BBC. El Parlamento Europeo ha aprobado la creación de una base de datos con los rostros de los 500 millones de habitantes de la UE, mientras que la Estación Sur de autobuses de Madrid, por la que pasan 20 millones de personas, cuenta con un sistema de este tipo. China es el país donde el reconocimiento facial está más desarrollado (hay una cámara por cada siete habitantes) y se utiliza para el control de la población en una situación que se parece cada vez más al Gran Hermano de George Orwell.

Primero se multiplicaron las cámaras en los espacios públicos y luego se introdujeron sistemas cada vez más sofisticados para poner un nombre a cada uno de esos rostros de la multitud. Esta tecnología no es solo capaz de reconocer a una persona de cerca —como ocurre para desbloquear algunos móviles, en tiendas o en cajeros automáticos—, sino que también puede localizar a alguien y conocer sus movimientos y los lugares que visita.

La reciente prohibición de estos sistemas por parte de la ciudad de San Francisco, donde están basadas muchas de las multinacionales tecnológicas, ha lanzado la voz de alarma sobre las derivadas indeseadas de estos sistemas que, si bien es cierto que pueden ser un instrumento muy útil contra el crimen, también tienen la capacidad de laminar la privacidad. Este paso de San Francisco se produjo mientras algunos inversores de Amazon trataban de que la multinacional frenase la distribución de su sistema Rekognition, uno de los más eficaces del mercado, pero fracasaron. El debate sigue, pero el ojo del Gran Hermano se hace más grande y más preciso.



Pruebas de reconocimiento facial en Shenzhen, China



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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