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domingo, 3 de marzo de 2019

[ESPECIAL DOMINICAL] Nosotros somos los patriotas



Dibujo de Enrique Flores


Cataluña es mestiza y reivindicamos también la España mestiza; estamos hartos de exaltaciones como las de la plaza de Colón. No queremos más redentores ni destructores de la patria o “salteadores de la nación”, escribe el profesor español Víctor Lapuente, catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad de Gotemburgo, Suecia.

Los que no acudimos a la concentración de Colón queremos manifestarnos. Hablo en mi nombre, pero creo que comparto la opinión de cientos de miles de catalanes, y de otros muchos españoles, que no nos sentimos identificados ni con la deriva soberanista ni con el nacionalismo de golpes en el pecho que vimos el domingo en Madrid. Se nos acusa de permanecer silenciosos, pero nos sentimos silenciados. Si vives en Sevilla, Burgos o la Huesca de mi infancia, sacar la rojigualda al balcón no tiene costes. Si eres un empresario de Vic, un funcionario de Barcelona o un empleado de Tarragona, te juegas el negocio, las posibilidades de promoción o la estima de tus colegas y amigos. Unas perspectivas de vida amenazadas por la posibilidad, pequeña y lejana en el tiempo, de secesión de Cataluña, y por la probabilidad, grande y cercana, de conflicto social en esta hermosa tierra.

Nuestra voz no está representada por ningún partido político. Y está manipulada por casi todos. No, no somos equidistantes entre los dos nacionalismos. Somos españoles, porque lo dicen el DNI y todos los ordenamientos jurídicos, nacionales e internacionales, habidos y por haber. Y nos sentimos españoles, porque compartimos lazos afectivos y de sangre con el resto de españoles. Y no es porque los apellidos más frecuentes en Cataluña sean todos de origen español —a diferencia de lo que ocurre en Noruega, cuya independencia de Suecia es un ejemplo para los independentistas catalanes, y donde los apellidos eran y son… noruegos—, sino porque compartimos la misma cotidianidad y maneras de vivir. Nos compungimos con las mismas tragedias, como el accidente de Utrera, y nos elevamos con las mismas heroicidades, como tener el sistema de donación de órganos más alabado del mundo. O el gol de Iniesta, que culés y periquitos celebramos con idéntica pasión.

También en Cataluña vemos Dónde estabas..., el programa de La Sexta. No vemos Où étiez-vous... en la televisión francesa o Where were you... en la inglesa. Nuestro marco de referencia es España. Cada jueves noche, españoles de dentro y fuera de Cataluña compartimos la melancolía de los veranos en los que bailábamos las mismas canciones, el orgullo de los avances en el reconocimiento de las minorías sexuales o la vergüenza por el tratamiento mediático del crimen de Alcàsser. Y recordamos, con estupefacción, cómo, desde la llegada de la democracia, hemos pasado de la retaguardia a la vanguardia del mundo avanzado en casi cualquier indicador de calidad de vida.

Pero también nos sentimos catalanes. De una Cataluña que es parte de España. Una parte mestiza, no pura. Los catalanes queremos que niños y niñas aprendan catalán, la historia de España y la propia de Cataluña, que conozcan las canciones de Serrat, pero también las de Llach. Muchos vivimos en Barcelona, una de las urbes más cosmopolitas, y uno de los destinos turísticos más deseados, del planeta. Pero disfrutamos también de la Cataluña rural, ascendemos sus montañas mágicas y honramos sus tradiciones, de los castellers al derecho matrimonial catalán, nos casemos en Montserrat o en un juzgado de El Prat. Cataluña es mestiza. Y, defendiendo ese mestizaje, reivindicamos también la España mestiza.

No somos equidistantes. Somos patriotas. Y ser patriota no es una aséptica adhesión a la Constitución, sino una emoción. Pero una emoción que busca la unión, no la confrontación. Y, en estos momentos, en el debate público español tenemos demasiados salvadores de la patria y pocos patriotas. Si algo aprendimos en el siglo XX es que los salvadores de la patria son quienes destruyen las patrias. No queremos más redentores ni tampoco destructores de la patria o “salteadores de la nación”, como llamó Alfonso Guerra a los independentistas. Estamos empachados de ambos.

Estamos hartos de que los independentistas hayan utilizado el procés para poner bajo la alfombra los problemas reales de los catalanes, de una sanidad pública que exige reformas inaplazables a una política de movilidad urbana que, de momento, ha dejado la ciudad organizadora del Mobile World Congress sin Uber ni Cabify. Un ejemplo palmario de negligencia es la escasa discusión sobre el modelo educativo, más allá, claro está, de los aspavientos de unos y otros sobre el “adoctrinamiento” o la “nostra llengua”.

En estos momentos se está produciendo un debate académico interesante sobre los efectos de la inmersión lingüística sobre lo que de verdad importa a los padres y madres catalanas: ¿cuánto aprenden sus hijos? Y lo que debería importar a políticos y analistas: ¿tenemos un sistema educativo que garantiza la igualdad de oportunidades de todos los niños, o beneficia a quienes tienen más recursos o hablan un determinado idioma en casa? Empieza a haber estudios empíricos, unos mostrando los efectos negativos, y otros los positivos, de la inmersión lingüística. Son estos datos, y la necesidad de elaborar más, y más rigurosos, estudios, lo que debería hacer pivotar la discusión política.

Y estamos hartos de exaltaciones nacionalistas como las de la plaza de Colón. Quienes, en Girona, Barcelona, Lleida o Tarragona, padecemos el desgobierno en Cataluña, quienes somos acusados de traidores y botiflers, quienes vivimos en una burbuja donde tienes que vigilar tus palabras en cada conversación, trivial o profesional, quienes sufrimos en nuestras carnes lo que otros observan desde fuera con la comodidad de los espectadores de un evento deportivo (y la irresponsabilidad de los hooligans), sabemos que manifestaciones como la del domingo, que inevitablemente desatan las pasiones más rancias, son el mejor combustible para el independentismo.

La evidencia está ahí. Cuando el PP recogía firmas contra el Estatut hubo desaprensivos que, a preguntas de periodistas, contestaban algo del tipo “estoy aquí para firmar contra los catalanes”. Y estas expresiones fueron, y siguen siendo, instrumentalizadas por los independentistas: “¿Veis? No nos quieren en España. Tenemos que irnos”. La base del argumentario independentista reposa, en el fondo, sobre la premisa de que los españoles son catalanófobos.

La intención de quienes convocaron la manifestación, y de muchos de los que, con buen espíritu, acudieron a la llamada, no era desatar la catalanofobia. Pero en política no cuentan las intenciones, sino los resultados, que serán los mismos que los de la infausta recogida de firmas contra el Estatut: azuzar el fuego independentista.

Espero que cuando en 2039 veamos ¿Dónde estabas en 2019? nos avergoncemos de la locura nacionalista de unos y otros. Los patriotas debemos rebelarnos.




El profesor Víctor Lapuente Giné



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 




HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

sábado, 12 de agosto de 2017

[A vuelapluma] Habitaciones vacías





Un prototipo del hombre ilustrado, cultivado, refinado, puede ser, por ejemplo, George Steiner (1929) dice el escritor y periodista Ignacio Vidal-Folch en un reciente artículo. Una eminencia en la crítica de la literatura. Que padece la tendencia, muy común entre los hombres provectos (y que a los jóvenes suele parecerles bastante irritante), a considerar que todo lo que vale la pena en el mundo ya ha desaparecido o está en trance de desaparecer...Además de su viva inteligencia y sus conocimientos enciclopédicos, otro aspecto que hace fascinante el trato con Steiner es su sostenida costumbre del autoanálisis y la tendencia a decir lo que piensa aunque no siempre le haga quedar bien. 

Profesor, crítico y teórico de la literatura y de la cultura, escritor políglota, trilingüe perfecto en alemán, francés e inglés, profesor emérito del Churchill College de la Universidad de Cambridge y del St Anne's College de la Universidad de Oxford, y autor de un hermosísimo libro que les recomiendo encarecidamente: Errata. Examen de una vida (Siruela, Madrid, 2009), se define como una persona extraterritorial. Su ámbito de interés principal es la literatura comparada. Su obra como crítico tiende a la exploración, con reconocida brillantez, de temas culturales y filosóficos de interés permanente, contrastando con las corrientes más actuales por las que ha transitado buena parte de la crítica literaria contemporánea. Su obra ensayística​ ha ejercido una importante influencia en el discurso intelectual público de los últimos cincuenta años.

En Un largo sábado, continúa diciendo Vidal-Folch, libro de entrevistas que se publicó el año pasado y al que me referí en esta revista en julio de 2016, dice algunas verdades inesperadas sobre el efecto de las humanidades (o sea, el conjunto de disciplinas relacionadas con la cultura humana) en el comportamiento práctico: «¿Es posible -y formulo esta pregunta después de 60 años de magisterio y de amor por las letras- que tal vez las humanidades puedan volverle a uno inhumano? ¿Que lejos de hacernos mejores, lejos de aguzar nuestra sensibilidad moral, la atenúen? Nos alejan de la vida, nos dan tal intensidad con la ficción que a su lado la realidad pierde color». Bien, es una sospecha terrible: te conmueve la lenta muerte de madame Bovary mientras va padeciendo los dolores del envenenamiento por arsénico, a lo largo de páginas y páginas de melodiosas frases de Flaubert; pero los naufragios diarios -¡tan prosaicos!- de las pateras en el Mediterráneo te dejan frío; piensas un momento «qué putada» y cambias de canal.

He citado una frase de Un largo sábado pero ahora al leer otra larga entrevista que le han hecho a Steiner en Expresso, que es la revista de información general más leída e influyente de Portugal, constato que al cabo de un año el viejo profesor sigue dándole vueltas a este interrogante moral: la posibilidad de que la cultura, que nos permite ponernos en la piel del otro -y concretamente ése es el supuesto efecto de la literatura, a la que él ha dedicado su vida: sacar al lector de su aislamiento e ignorancia del otro, sacarle de su innato narcisismo, proyectar su imaginación hacia los personajes de manera que comprenda mejor sus motivos y los reconozca como a hermanos- en realidad tenga el efecto contrario y nos insensibilice.

Ahí Steiner, de 88 años, comenta su costumbre de dedicar dos horas cada mañana a leer en las diferentes lenguas que domina, para que no se le oxiden, para no olvidarlas. Y a renglón seguido, se refiere a la llegada a Europa de cientos de miles de refugiados, a los que en los próximos años es inevitable que seguirán millones; y define ese proceso como una «invasión»; y esa invasión incruenta, que llevará consigo sus valores, creencias, costumbres y religiones, inevitablemente desfigurará el rostro de Europa... Luego habla de Shakespeare y de Dante... y luego vuelve a tocar el tema de este artículo: la incapacidad del hombre medianamente culto -y si usted está leyendo este artículo, sin duda lo es- para llevar al terreno de la práctica los buenos sentimientos solidarios que su educación humanista le ha inoculado: «Vivo solo con mi mujer en esa casa, que es bastante grande», dice Steiner. «Pienso que podríamos alojar a algún refugiado, cederle algunas habitaciones, hay espacio de sobra. Pero... no lo hacemos». Sí, por más que te sepas de memoria a Cervantes y a Shakespeare, ceder esas habitaciones... es harina de otro costal.


Dibujo de Josetxu L. Piñeiro para El Mundo



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



Harendt






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martes, 29 de diciembre de 2015

[A vuelapluma] Cosas que uno siente por Navidad



Belén navideño tradicional


Si hay algo que me pone de los nervios es la ignorancia pedante trufada de fanatismo. Reconozco que hay mucho gilipollas suelto (lo digo sin ánimo injurioso alguno, sino en el coloquial sentido que da al adjetivo la Real Academia Española) que piensa que los no creyentes en dioses trinos y unos somos seres arreligiosos, carentes de espiritualidad y personas de moral relajada, por no decir amorales absolutos... La verdad es que me da igual lo que piensen los susodichos, pero se equivocan.

Por citar un ejemplo de espiritualidad profunda entre los no creyentes, mencionaría a Simone Weil, la joven filósofa francesa, muerta en 1943 a los 34 años de edad. Quizá la pensadora europea que mejor ha sabido entender la esencia del cristianismo en el siglo XX; un cristianismo que no necesita la existencia de un Dios para convertirse en el centro de la existencia humana, y cuyas raíces se hunden en los mitos más antiguos de la humanidad y del pensamiento filósofico y teológico de la antigua Grecia. O si prefieren otro, quizá más accesible, el del también francés Albert Camus y su humanismo cristiano sin Dios.

A mi el mito cristiano de la Navidad me parece bellísimo, y lo sigo celebrando cada año con mi familia, con mis hijas y mis nietos, y perdónenme la irreverencia si alguien se siente ofendido, con mis gatos, que también son animalitos de Dios. Y todo ello, con independencia de que el mito no se sostenga en realidad alguna, y que tenga precedentes claros en otros mitos mucho más antiguos como los de Isis, en el antiguo Egipto, o el del dios Mitra (también nacido en una cueva, de madre virgen, un 25 de diciembre, y adorado por magos y pastores que le traen regalos un 6 de enero). Líquido, blanco y en botella... Vale: pues sí, leche.

Los mitos son una forma de pensar el mundo. Lo dijo el antropólogo francés, (¡vaya por Dios, hoy va todo de franceses!) Claude Lévi-Strauss en un erudito y bellísimo libro del que ya he hablado en ocasiones anteriores en el blog: Mitológicas. Lo crudo y lo cocido, mitos que construyen una explicación total del mundo en toda su riqueza, y en los que toda realidad -física, biológica y espiritual- está determinada por ellos y en ellos.

El escritor castellano-leonés Gustavo Martín Garzo publicaba hace unos años en El País por estas mismas fechas un entrañable artículo titulado El buey y los ángeles, rememorando las navidades de su infancia. Como a él, a mí también me resulta imposible desprenderme de esas figuras maltrechas por los años, los hijos, los nietos y los gatos, que configuran nuestro Belén en el mejor rincón de nuestro hogar; celebración anual de la Navidad, tan Navidad como la de los creyentes, y con la misma fe y esperanza en un mundo, aquí, ahora y en el futuro, mucho mejor que el que nosotros heredamos de nuestros padres. Y todo sin dejar de reconocer que no es más que un mito, pero un mito central, junto a la herencia cultural greco-latina, para poder comprender lo que es y significa Occidente y su forma de pensar. 

Y no sé si fiel a una tradición que desconozco o simple fruto del azar, me encuentro de nuevo hace unos días, en el mismo periódico, otro hermoso artículo de Gustavo Martín Garzo titulado El papagayo verde, que habla de compasión, silencios, bondad con los desconocidos, y el peso del mundo y la realidad, quizá influido una vez más por los sentimientos a que nos hace proclives la Navidad. Lo hace tomando como excusa el proceso de redacción de la novela Un corazón simple, de Gustave Flaubert. Una novela corta, nos cuenta Martín Garzo, para escribir la cual Flaubert necesitó cinco meses intensivos de trabajo. "¿No le parece que nuestros amigos se preocupan poco de la Belleza. Y sin embargo es en el mundo lo único importante?", le cuenta Flaubert por carta a su amigo Turguéniev sobre sus dificultades para terminarla. Y es que, como bien dice Martín Garzo en su artículo citado "el arte no habla de lo que tenemos sino de lo que nos falta, ofreciéndonos una segunda vida". 

Un corazón simple, nos cuenta Martín Garzo, habla de ese mundo de la pequeña burguesía rural que Flaubert conocía como la palma de su mano y que ya había retratado magistralmente en Madame Bovary. Su protagonista, sigue contándonos, es Félicité, una abnegada mujer que vive a la sombra de su señora, cuidando a sus hijos y ocupándose de las tareas de la casa. Flaubert se detiene con puntilloso realismo en los pormenores de esa vida insignificante y nos habla de sus pesares y pequeñas alegrías, y de los seres que van pasando por su vida: un novio poco delicado, los hijos de su ama, un sobrino, un anciano al que cuida en su enfermedad. Unos mueren, otros se van de su lado o sencillamente la olvidan, y Félicité se queda sola. Casi es una anciana cuando una familia de indianos se muda a la casa vecina. Ella vive pendiente de sus conversaciones animadas, de su afición a la música, de sus vestidos alegres. Tienen un loro, que se llama Loulou. Lo han traído de sus lejanas tierras y a Félicité le fascinan sus colores tan vivos, su voracidad, sus gritos desdeñosos, su mirada desafiante. Pero los indianos no se adaptan bien ni a los inviernos ni al rigor de las costumbres de la comarca, y deciden regresar a sus tierras. Y como el loro es un estorbo para ese viaje se lo regalan a Félicité. Su vida cambia desde entonces, ya que el loro se transforma en su única compañía. A tal punto se obsesiona con él que, cuando muere, Félicité manda disecarle y le construye en su propio cuarto un pequeño altar que se convierte en el centro más secreto de sus fantasías.

Y para colmar el vaso de las cosas que uno siente por Navidad, hoy mismo, una buena amiga a la que no veo hace muchos años pero con la que guardo una entrañable complicidad epistolar, me pregunta con íntimo desasosiego como es posible celebrar en paz con uno mismo estas fiestas entrañables cuando miles de seres humanos, refugiados de las crisis humanitarias que asolan Oriente Medio y África del Norte, caminan sin rumbo ni futuro por estas cristianas tierras de Europa, que les rechaza y les teme a la vez. "Es necesario algo más que buenos pensamientos por esta gente...", me dice al final de su carta. Y no sé qué contestarle, porque no tengo respuesta alguna.

Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. Y ¡Feliz Año Nuevo! HArendt



Isla de Lesbos, Grecia (U.E.), Diciembre de 2015



Entrada núm. 2555
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"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire) 

viernes, 4 de septiembre de 2015

[Humor & Digresión] La crisis de los refugiados. La solidaridad en la UE, cuestionada



Gallego y Rey



No creo que nadie en su sano juicio se cuestione la gravedad de la crisis humanitaria que la llegada a las fronteras de la UE de miles de refugiados que huyen de las guerras en Oriente Medio y el norte de África supone para la UE. 

Crisis que está dejando bastante meridianamente claro que la solidaridad no es el fuerte de los Estados europeos. Curiosamente son los "malos" de la película (Alemania), quienes más pruebas de solidaridad con estos refugiados están dando. Grecia e Italia, los países receptores, están dando la cara. Pero este no es un problema de Italia ni de Grecia. Es un problema de Europa y es Europa en su conjunto, la que tiene que resolverlo. 

No insisto en lo que el profesor Torreblanca planteaba hace unos días y que yo reproducía en mi entrada de ayer. Hoy quiero limitarme a traer hasta el blog algunas viñetas de la prensa española de estos días sobre este tremendo drama. Quizá ellos, con su simplicidad expresiva, aciertan a exponer la situación con mayor crudeza y realismo que cualquier discurso.

Las viñetas que expongo son de Forges y El Roto (El País), Morgan (Canarias 7), Gallego y Rey, Idígoras y Pachi, y Ricardo (El Mundo).

Esta entrada ha sido seleccionada para participar en el concurso de "Post Solidarios" de la Fundación Mutua Madrileña.

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



***


VIÑETAS


Forges


El Roto


El Roto


Morgan


Idígoras y Pachi


Idígoras y Pachi


Idígoras y Pachi


Ricardo


Ricardo


Ricardo




Entrada núm. 2434
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)