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miércoles, 27 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] La baraja y el juego en democracia





En democracia las cartas se barajan y reparten a menudo, pero las reglas no son modificables a gusto de parte, sino de "todos" los participantes, comenta el prestigioso abogado y ensayista José María Ruiz Soroa, uno de mis más citados articulistas en Desde el trópico de Cáncer.

En un reciente trabajo, comienza diciendo en el artículo que hoy reseño, defiende Íñigo Errejón la idea de que en épocas de dislocación y crisis, rectius aquí y ahora, es imprescindible un momento de refundación en el que el we the people comparezca de nuevo y se vuelvan a barajar las cartas. Un excedente popular no satisfecho con la institucionalidad democrática existente reclama —escribe— una nueva definición del interés general y una nueva arquitectura institucional acorde.

Decía Ortega que las metáforas son los andadores del pensamiento y en este caso la metáfora del nuevo reparto de las cartas parece sin duda adecuada para llevar al intelecto a la necesidad de un momento fundacional. Pero también, y esperamos mostrarlo en este breve texto, la propia metáfora elegida muestra las limitaciones y errores de ese discurso.

Porque, contado muy directamente, volver a barajar y a repartir las cartas parece llevar consigo un nuevo comienzo (y así lo cree Íñigo Errejón); pero si se piensa un ratito más es fácil advertir que hay algo que permanece inmutable según ella: el juego mismo. Cuando se reparte de nuevo es porque se va a recomenzar la jugada, pero dentro del juego que se estaba jugando. Otra cosa sería romper la baraja y darle una patada a la mesa y al tapete, pero esa es una metáfora distinta, la metáfora revolucionaria pura. Y nuestro autor elige muy bien las metáforas, es parte de su oficio como intelectual y como político hacerlo bien.

El juego permanece. Y como desarrolló con agudeza Stephen Holmes, sucede que en los juegos las reglas de su práctica son constitutivas del juego mismo. Es decir, que si bien hay muchas actividades humanas en las que las reglas que las regulan son limitaciones y constricciones a la libertad impuestas desde fuera y pueden suprimirse, en el caso del juego (como en el del lenguaje) las reglas son constitutivas de la actividad misma, ésta no puede existir sin aquellas. Las reglas de un juego no son limitativas sino creadoras, son capacitantes porque gracias a ellas podemos jugar.

Pues bien, la democracia puede ser vista como un juego (así la veía otro liberal —¿conservador?— como Norberto Bobbio), un procedimiento que para poder existir requiere unas reglas básicas (él enumeró seis) de las que los derechos humanos son las reglas preliminares. Esas reglas no pueden cambiarse si lo que queremos es jugar a la democracia. Si las cambiamos, jugaremos a una política distinta, no a una política democrática. Es así de sencillo y así de complicado al tiempo. Porque las reglas de la democracia, esto es cierto también, se cumplen muy insuficientemente en nuestros regímenes.

En el juego de la democracia las cartas se barajan y reparten de continuo (por eso está Errejón donde está y no donde estaba), pero las reglas no son modificables: no cabe una cosa tal como “refundar la democracia”, ni “establecer una nueva arquitectura institucional”, ni cabe “un pueblo, gente o país” que como Hércules asuma un buen día el papel de reconstruir el sistema político completo de arriba abajo. Ni caben ahora, ni cupieron en el pasado: los liberales un poco realistas sabemos muy bien que en el origen de nuestras democracias no existió un we the people real. Sabemos que la del contrato social no es una realidad, sino una metáfora, otra más, un como si kantiano. Entonces hubo confusión y un proceso histórico (lento y sangriento) de prueba y error, de élites y masas populares, de ensayos y retrocesos.

La referencia al pueblo en nuestras constituciones no apunta a un sujeto real sino que es una cláusula de cierre del sistema que indica su legitimación por el interés del conjunto, nada más. Eso que llamó Bodino soberanía nunca ha existido ni existirá como poder perpetuo y absoluto (de nuevo metáforas, en este caso teológicas). Ni del pueblo ni de nadie. Sólo a los derechos humanos puede aplicárseles una idea parecida a la de soberanía.

Y este es el problema de creer y postular momentos fundacionales, sujetos trascendentes, o reglas nuevas para un juego hace tiempo inventado. Que contradicen el propio juego, además de constituir ese tipo de política de los chamanes que tanto ha obstaculizado a los reformistas en toda época. Reformistas como Errejón mismo pronto descubrirá que es, concluye diciendo.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos.  HArendt




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miércoles, 5 de julio de 2017

[A vuelapluma] Profetas regresivos





Sánchez e Iglesias suponen una enmienda regresiva al proceso que se inició hace cuarenta años y que, tras un largo proceso de experiencia, decisión y reflexión, ha permitido perfilar cuáles son los problemas del sistema autonómico. Lo dice en un reciente artículo en El País el prestigioso abogado y ensayista José María Ruiz Soroa, autor del libro El esencialismo democrático (Madrid, Trotta, 2010), unos de los textos más clarificadores e interesantes que he leído recientemente sobre el concepto de democracia.

La coincidencia del desafío secesionista del nacionalismo catalán con la consolidación de nuevos líderes en la izquierda española ha propiciado el pronunciamiento de estos sobre las líneas que debería adoptar la ordenación de España como país, comienza diciendo. Cabe ya alguna apreciación sobre sus propuestas. Y aunque resulte sorprendente, puesto que ambos líderes se presentan como emblemas de la novedad, nos hallamos ante un caso duplicado de lo que Américo Castro calificó como mesianismo regresivo.

¿Regresión en qué? Pues en ese proceso que se inició hace 40 años y que, conflicto tras conflicto, tropezón tras tropezón, ha permitido tanto a la política práctica como a la doctrina académica perfilar los problemas de concepción y funcionamiento del Estado autonómico, de manera que hoy exista una posición común sobre cuáles son y cómo se deben abordar (y cómo no se debe hacer). Pues bien, Sánchez e Iglesias suponen una enmienda regresiva a la totalidad de este fondo común compartido de experiencia, decisión y reflexión a que el sistema había llegado. Y que no era tanto un fondo de substancias como de métodos.

Primera regresión, señala: en los ejes conceptuales del debate sobre el Estado autonómico y su mejora. En lugar de hablar de cuestiones concretas, mesurables, divisibles y negociables (competencias, financiación, órganos, relaciones interinstitucionales), se traen al escenario unos conceptos sociológicos vagos y esencialmente controvertidos, tales como nación, nación de naciones, plurinacionalidad, poder o cosoberanía (las palabras grandes y mágicas) y se intenta encontrar soluciones en su adecuada pronunciación, conjugación o invocación. Típica política de los chamanes, al tiempo que un adanismo que desprecia la historia y la experiencia. Porque no se trata tanto de discutir la corrección de las formulaciones librescas en torno a la idea de nación (a mí me encanta Capmany en el XVIII con su nación de naciones), sino de saber prevenidamente que ese es un camino estéril e improductivo en el campo normativo. La nación no es una realidad ontológica a la que quepa aplicar el criterio de verdadero/falso, sino un hecho social creado por y sostenido en una creencia compartida. Discutir de naciones es tratar con emociones, con creencias, con sentimientos, con historia: bonito para debatir pero altamente confuso como método para ordenar la realidad.

Admitan que España es plurinacional, cerriles derechistas conservadores, decía el mesías Iglesias en el Congreso, comenta. Y casi igual Sánchez en el suyo, aunque introduciendo la diferencia imposible entre las naciones políticas y las culturales. Admitido eso, la convivencia feliz de tinerfeños, ibicenses y demás mediopensionistas ibéricos estará garantizada. Uno diría que eso es algo que ya está reconocido en la Constitución, garantizado incluso. Y desarrollado en las leyes. Algo que la derecha se ha tragado hace mucho. No se ve cómo el proclamarlo enfáticamente una y otra vez mejoraría la gestión de los asuntos conflictivos. Entre otras cosas, porque el verdadero escollo reside en el hecho de que los nacionalistas periféricos se niegan a admitir que España sea una nación (plurinacional o no), pues para ellos es solo un Estado (algo que, por otro lado, es la tesis clásica de la izquierda española, véase Suresnes, a la que vuelven hoy nuestros profetas). De donde nace la ausencia de lealtad federal al conjunto, por un lado, y su empeño en construir desde el poder unas sociedades rígidamente mononacionales ayunas de pluralidad. Impartirles desde Madrid la buena nueva de que por fin son naciones (¡cómo si ellos no lo supiesen!) no cambia el problema básico que aqueja al sistema federal, la ausencia de Bundestreue [lealtad a la federación] y el que no se admita que Cataluña y País Vasco son igual de plurinacionales que España (más, dice Joseba Arregi).

Segunda vía de regresión, continúa diciendo: la cuestión territorial como casus belli contra los conservadores. Si las cosas van mal, si Cataluña se quiere ir, la culpa es de los separadores españoles, no de los separatistas catalanes. Y los separadores españoles son las derechas, para las que no pasa el tiempo: eran centralistas antes de Franco, con Franco y después de Franco. Con este simple pero eficaz planteamiento —Iglesias lo repitió hasta la náusea— matan varios pájaros de un tiro: excluimos a las derechas del juego político (la secular querencia española por la exclusión del adversario) y solucionamos el problema territorial.

Tercera grave regresión, añade: mientras invocamos entelequias metafísicas no hablamos de lo relevante. Parafraseando a Otto Bauer, hablan de la identidad pero en el fondo discuten de la propiedad. De cuánto rinde al bolsillo ser nación. Pero, claro, así enfocada sería una discusión incómoda. Ejemplo impar de camuflaje: el de Iglesias con su nuevo conejo ideológico, la fraternidad entre los españoles como valor fundacional del Estado. Tapar con poesía lírica las carencias lógicas de lo que se propone. Los valores clásicos de la igualdad y la solidaridad, gracias a siglos de experiencia y discurso, se habían concretado bastante: igualdad en esto, no en aquello, solidaridad pero hasta aquí, etcétera. La solidaridad es medible y divisible: basta definir el nivel de servicios públicos bienestaristas a que todos los españoles tienen igual derecho y aquellos en que las naciones pueden tenerlos mejores por razón de su mayor riqueza y su historia privilegiada. Vamos, concretar en euros per cápita lo que vale la nación foral, o la nación centralista, o la nación de naciones. Pues se acabó, adiós a los conceptos mesurables: Monedero definía: “Socialismo es amor”, Iglesias dice “España es fraternidad”. Mesiánico.

Regresión también en la calidad de la legislación, insiste: el maestro Manuel Aragón recordaba al hablar del tratamiento constitucional de las diversas lenguas españolas que el plano del derecho es el de la normatividad, no el de la descripción de lo que existe, es normal, propio o impropio de una sociedad concreta. Para eso están la sociología o la lingüística, el derecho está solo para establecer derechos y obligaciones respecto a la lengua, o respecto a las autoridades territoriales. Llenar la Constitución de definiciones es puro escolasticismo, aquel sistema medieval que creía que la ciencia consistía en definir bien al ente.

Por eso, precisamente por eso, es vacuo y regresivo el volver a invocar las grandes palabras, comenta. Porque no conduce a nada decir que Ruritania es una nación si no se precisa qué consecuencia tiene tal cosa. Salvo la de que, como decía Esquilo, las grandes palabras traen los grandes problemas. En cambio, decir en la ley que todos los ruritanos tienen igual derecho a la medicina, la enseñanza o la asistencia hasta el nivel x, es claro, sencillo, discutible y negociable. Como una Ley de la Claridad para evitar los choques de trenes. No sería poesía ni profecía. Ni populista. Pero sí mejor camino para reordenar la realidad. Y de eso se trataba, ¿no?, concluye diciendo.



Dibujo de Eduardo Estrada para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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lunes, 15 de mayo de 2017

[Pensamiento] Contra las elecciones en democracia. ¿Mejor por sorteo?



La Acrópolis ateniense


En épocas de confusión y malestar, dice José María Ruiz Soroa, brotan los arbitristas, esos seres que tienen, o creen que tienen, la capacidad de identificar con precisión la causa de los males de la sociedad y, además, la de encontrar y señalar su solución. Que casi siempre suele ser sencilla, directa y fácil. Si sus descubrimientos son presentados como algo novedoso y sus propuestas son rompedoras, el éxito de audiencia está asegurado, aunque la contribución que finalmente hacen al conocimiento humano sea nula. 

José María Ruiz Soroa es un prestigioso abogado y ensayista político autor de libros como Seis tesis sobre el derecho a decidir. Panfleto político; Tres ensayos liberales. Foralidad, lengua y autodeterminación; y El esencialismo democrático (Madrid, Trotta, 2010), uno de los libros más interesantes que he leído en mucho tiempo. En el último número de Revista de Libros publica una excelente reseña crítica del libro Contra las elecciones. Cómo salvar la democracia, de David Van Reybrouck (Taurus, Barcelona, 2017), del que ya escribí en una entrada del blog el pasado mes de marzo comentando un artículo al respecto del profesor Arias Maldonado. 

De arbitrista (persona que en los siglos XVI y XVII elevaba memoriales al rey o a las Cortes con propuestas de todo género para resolver problemas de la Hacienda y del Estado, enmarcadas frecuentemente dentro de planes o proyectos con rasgos extravagantes o utópicos) califica Ruiz Soroa a Van Reybrouck. Es lo que sucede, señala, con esta breve incursión de David Van Reybrouck en la filosofía y ciencia políticas, materias en las que se desconoce su previa maestría o dedicación (su editor nos informa de que «estudió Arqueología y Filosofía», aunque su doctorado en Leiden parece más bien referirse a la Etnografía). Es poco más que una ocurrencia poco fundamentada y menos desarrollada, aunque, eso sí, diseñada con habilidad para provocar la atención de los medios: ¡anda, fíjate, aquí hay uno que dice que hay que suprimir las elecciones y nombrar a los gobernantes por sorteo!

Contado en pocas palabras, sigue diciendo, una vez referidos y descritos como mortales los síntomas que aquejan a la democracia en la actualidad, el libro pasa a diagnosticar con asombrosa precisión la causa de sus males: que sería la del empeño secular en utilizar las elecciones como método para reclutar a los gobernantes. Lo que lleva por sí mismo a la solución: basta con cambiar de sistema de selección y recurrir al de sorteo. Además, se nos explica, lo raro y asombroso es que no hayamos caído en la cuenta, en los últimos doscientos años transcurridos desde la implantación de los Estados liberales, de que las elecciones eran poco más que un timo diseñado por las elites oligárquicas burguesas y propietarias a finales del siglo XVIII para mantenerse en el poder, y que lo que correspondía, como desde antiguo enseñó la práctica de la verdadera democracia, la de Atenas, era valerse del sorteo para seleccionar a los gobernantes. Pues sólo el sorteo es verdaderamente democrático, desde el momento que es el único método que garantiza a todos los ciudadanos exactamente las mismas oportunidades para ocupar un cargo. La humanidad, nos dice nuestro filósofo, «lleva casi tres mil años experimentando con la democracia y apenas doscientos sirviéndose de las elecciones de forma exclusiva para ello». Una desproporción que hablaría por sí misma, por mucho que lo de los «tres mil años de experimentación con la democracia» suene un tanto asombroso para quien conozca algo la historia. Igual de asombroso que resulta el hecho de que se presente la democracia ateniense como modelo de éxito para corregir la actual, olvidando que fue una experiencia efímera, turbulenta y fracasada.

Según nos informa el autor, añade Ruiz Soroa, a David Van Reybrouck se le apareció la verdad allá por 2012 en un pueblecito pirenaico vasco, y lo hizo bajo la forma de un ejemplar de El contrato social de Rousseau (ya saben, el de que los ingleses creen que son libres porque votan un día cada varios años), seguido poco después, cómo no, por el libro apasionante de Bernard Manin sobre Los principios del gobierno representativo (Madrid, Alianza, 1998), un texto que a todos los interesados en la ciencia política nos ha impresionado en su momento por su rigor analítico y su capacidad de sugerencia. Allí encontró Van Reybrouck las referencias convencionales a la práctica del sorteo en Atenas, Florencia y Venecia, y allí encontró el sentimiento de relativa sorpresa ante la circunstancia de que los padres fundadores de la república estadounidense o los animadores intelectuales de la Revolución Francesa no hubieran, aparentemente, ni siquiera considerado la posibilidad del sorteo como método para encontrar a los gobernantes representativos de las nuevas repúblicas liberales que estaban fundando. El humilde sorteo se le transmutaba así en un «tesoro escondido», en una «tradición oculta», de la que podía echarse mano como del bálsamo milagroso.

Confirmado pronto que el comportamiento de los padres de las revoluciones burguesas no era sino un caso en que «se había engatusado al pueblo con bonitas palabras»”, sigue diciendo, vendiéndole como democracia lo que no era sino «aristocracia, oligarquía, feudalismo o colonización» del común por las elites, pasa nuestro autor a arreglar el entuerto histórico aprovechando la crisis actual: volvamos al sorteo como método de seleccionar a las asambleas deliberativas gobernantes, bien que con cierto gradualismo, no de golpe y porrazo. Sorteo y deliberación: la receta infalible para salvar a la democracia actual de la enfermedad degenerativa que le provocan las elecciones. Y poco más en el terreno de las ideas, los razonamientos y las propuestas.

Una salvedad ya de entrada, comenta: la experimentación actual (en Canadá, Estados Unidos, Irlanda y otros países) con una variada fenomenología de foros o asambleas (más o menos institucionalizadas) de estudio y deliberación de temas conflictivos concretos, sean compuestas de manera aleatoria más o menos pura, sea de manera electiva, como formas auxiliares y complementarias a un gobierno democrático, merece todo mi respeto y atención, porque no pueden sino enriquecer la opinión pública informada en cuyo ámbito deben tomarse las decisiones democráticas. El texto reseñado contiene una buena descripción e información acerca de estos experimentos. Pero de ahí a sostener que el gobierno mismo debería sea seleccionado mediante sorteo por la sencilla razón de que la elección es un mecanismo antidemocrático y anticuado que debe ya erradicarse, hay un abismo. Conceptual y práctico. Van Reybrouck cruza este abismo en su argumentación, por mucho que a la hora de hacer propuestas concretas muestre una curiosa moderación y limite sus innovaciones a unas asambleas legislativas complementarias de las actuales. Pero en esta limitación hay una notable incongruencia con los presupuestos de los que parte, como intentaremos mostrar en esta reseña.

La democracia como sistema de gobierno, dice más adelante, a pesar de su aparente éxito en el tiempo y espacio, estaría hoy sujeta a una doble crisis: la crisis de legitimación, desde el momento en que los gobernados cada vez contemplan con más desconfianza y lejanía a los gobiernos, cada vez se sienten menos representados por las instituciones, cada vez son más volubles y menos fieles a los partidos políticos. Y, además, una crisis de eficacia: cada vez les es más difícil a las elecciones producir gobiernos estables, y a éstos tomar decisiones válidas en el largo plazo para afrontar los problemas que aquejan a las sociedades. Hay un «síndrome de fatiga democrática».

Nuestro autor, continúa diciendo, rechaza tanto las soluciones populistas (la culpa es de la casta) como las tecnocráticas (la culpa es de los ignorantes). Las primeras, porque son peligrosas para las minorías; las segundas lo son para las mayorías, según lo expone. Tampoco considera que la solución pueda encontrarse en una vuelta a la democracia directa, en la que el pueblo se gobierna a sí mismo sin intermediación. Pero hay solución, y es sencilla: se encuentra en cambiar el método de selección de los gobernantes y abandonar de una vez por todas el método de las elecciones periódicas libres. Puesto que serían precisamente éstas, las elecciones periódicas que se celebran para nombrar a los representantes, las culpables de la fatiga democrática: «la histeria colectiva propiciada por los medios de comunicación comerciales, las redes sociales y los partidos políticos ha convertido en permanente la campaña electoral, con graves consecuencias para la democracia: la eficiencia se resiente debido al cálculo electoral y la legitimidad queda sometida al ansia constante de destacar. El sistema electoral hace que el largo plazo y el interés general cedan ante el corto plazo y los intereses de partido» (p. 67). Sucinta y escasa argumentación para unas conclusiones tan terminantes como las de que si «en un principio, las elecciones se idearon para hacer posible la democracia, en las circunstancias actuales parecen ser un obstáculo para ella. Las elecciones se han convertido en algo enfermizo [...]. La democracia se encuentra en una situación delicada, la más delicada desde la Segunda Guerra Mundial. Si no vamos con cuidado, pronto nos veremos inmersos en una dictadura de las elecciones [sic] [...]. En nuestros tiempos las elecciones son algo primitivo y una democracia que se reduzca sólo a ellas está condenada a extinguirse [...]. Las elecciones son el combustible fósil de la política [...] en su momento proporcionaron un impulso fabuloso a la democracia, pero ahora todo indica que están ocasionando problemas colosales [...] la obcecación por mantener las elecciones a toda costa ha socavado la democracia» (p. 70). Estaríamos enfermos de «fundamentalismo electoral», es decir, que «vemos las elecciones como un fin en sí mismo, como un principio sagrado de valor intrínseco e inalienable» (p. 52).

El tesoro escondido, para nuestro autor, dice más adelante, yace en la política ateniense del siglo V a. C. Allí se valieron sobre todo del sorteo como método de selección de los componentes de las instituciones colectivas, tanto legislativas como judiciales. Sólo para los cargos ejecutivos que exigían cierta competencia se practicaba el sistema de la elección. La autoridad de Aristóteles confirma que la razón era muy sencilla: el sorteo es el método que mejor se adecúa a la democracia, porque es el único que garantiza a todos exactamente las mismas oportunidades para gobernar. La elección, en cambio, es propia de un régimen aristocrático, porque inevitablemente responde a la distinción del candidato. Y, sobre todo, desde un punto de vista funcional, el hecho de que existieran muy numerosas y nutridas instituciones legislativas y judiciales, unido a una duración breve del desempeño del cargo, hacía que prácticamente con seguridad un ciudadano ateniense pudiera en su vida adulta experimentar tanto ser gobernado como gobernar. Es decir, se conseguía lo que para Van Reybrouck es la esencia de la democracia: abolir la distinción entre gobernantes y gobernados, entre superiores e inferiores. Según él, la democracia no admite la distancia vertical (p. 118) y Atenas consiguió un sistema para eliminarla.

El método del sorteo, señala, se conservó en la Edad Media y Moderna europeas en las comunas italianas de Florencia y Venecia y en los municipios de Aragón. Siempre según nuestro autor, la elección quedó reservada a un solo caso: el del papa en la Iglesia católica. Sorprendente afirmación histórica ésta para quien sepa algo del parlamentarismo medieval, pero que le sirve para poner de relieve con más fuerza impresionista la sorpresa ante el hecho de que los padres fundadores estadounidenses (Alexander Hamilton, James Madison, Thomas Jefferson) o los revolucionarios franceses (Emmanuel-Joseph Sieyès), a la hora de constitucionalizar sus repúblicas modernas, ni siquiera pensasen en el sorteo como método de selección de los parlamentos y gobiernos, sino que acudiesen en exclusiva al método de las elecciones. A pesar de que Montesquieu y Rousseau habían recordado que era el sorteo el método democrático por excelencia.

Y es verdad, dice: los padres fundadores de las nuevas repúblicas nunca ocultaron que, para ellos, las elecciones eran un medio para interponer un filtro de reflexión y sabiduría reposadas entre el pueblo anónimo y el gobierno. Es decir, eran muy conscientes de que las elecciones crearían una cierta «aristocracia» poseedora de la virtud y sabiduría que no estaba al alcance de todos. Estas son «habas contadas» que, sin embargo, Van Reybrouck parece querer descubrir ahora como si fuera una conspiración histórica: la de las burguesías de propietarios para arrebatar al pueblo su autogobierno.

Si hubiera leído más a fondo a Bernard Manin, comenta Ruiz Soroa, nuestro arbitrista hubiera descubierto que, junto a este interés burgués disfrazado de bonhomía, lo que realmente provocó que nadie se plantease siquiera recurrir al sorteo, en lugar de la elección de los representantes, fue sencillamente que la atmósfera cultural de la época no era ya la de la polis griega. El individualismo dominante interpretaba la obligación política de las personas como un acto de consentimiento: el ser humano estaba obligado con el gobierno porque lo había consentido, y lo propio del consentimiento era precisamente la elección activa, no el sorteo pasivo. Lo relevante de la libertad para el hombre occidental moderno era la capacidad individual de consentir, de elegir, no la igualdad de oportunidades para ser electo. La elección tenía forma de derecho; el sorteo, de pasividad. Por eso, como dice Manin, las elecciones pueden verse a la vez, y según como se las mire, como método perfectamente democrático (la igual voz de todos) y como método aristocrático (se elige a quien se distingue por algo).

Por otro lado, dice, Van Reybrouck salta por encima de un hecho bastante obvio que ha sido siempre señalado por la politología: entre la democracia de Atenas y la democracia moderna existe una homonimia, pero no una homología: las llamamos igual, pero no son la misma cosa. La polis era una comunidad, no un Estado; era, «sólo sociedad» o «todo sociedad», mientras que en los regímenes actuales hay sociedad y hay Estado. La polis era pequeña de tamaño y de relativa simplicidad, lo que permitía (en teoría) que todos fueran sucesivamente gobernantes y gobernados: el autogobierno era una posibilidad físicamente real. Pero en los regímenes políticos estatales modernos, el autogobierno del pueblo es ya imposible como expediente real. La complejidad y la división de funciones, además del tamaño, lo han hecho imposible. El autogobierno del que hablamos los modernos es el gobierno por unos pocos que mantienen un lazo de control y dependencia con los muchos, pero nunca volverá a ser el gobierno «por el pueblo» que se turna en las instituciones.

En cualquier caso, añade, para Van Reybrouck las elecciones están condenadas desde su mismo inicio, por mucho que durante dos siglos hayan servido relativamente para consolidar la democracia moderna: «en realidad, nunca fueron un instrumento democrático [...] son una copa de veneno, un proceso que se ha revelado claramente como antidemocrático».

En el momento en que nuestro autor pasa del terreno de la descripción y argumentación al de la prescripción, dice más tarde, se vuelve mucho más inconcreto y escurridizo. Si se tomara en serio su propia argumentación, lo que no hace, debería seguirla hasta sus últimas consecuencias lógicas: es decir, debería proponer la supresión del sistema de elección para seleccionar a los representantes políticos (y los judiciales y administrativos: no nos olvidemos de que todos son gobernantes) y su sustitución por el sorteo aleatorio de tales cargos, con la consiguiente desaparición de los partidos políticos, que pasarían a carecer de función alguna. Los parlamentos, congresos y senados se nutrirían de ciudadanos corrientes que deliberarían durante unos años con sosiego y tranquilidad acerca del interés general y que, sin duda, lo encontrarían. Y luego vendrían otros ciudadanos, por riguroso sorteo.

Deliberar, dice: ésta es la segunda parte de la receta de Van Reybrouck, el de la generalización de la democracia deliberativa habermasiana, en la cual unas asambleas de ciudadanos imparciales y que dejan de lado sus prejuicios e intereses (y sus emociones), abriendo sus mentes a la fuerza del mejor argumento, llegan necesariamente a soluciones de mayor valor moral y epistémico que el de esos compromisos inestables que alcanzan los actuales parlamentos de políticos sujetos a las constricciones del crudo interés y que emplean la defectuosa técnica de la negociación. La deliberación transforma a sus participantes, refinándolos como seres humanos y ciudadanos (valor moral) y, además, tiene mucha mayor capacidad epistémica para dar con las soluciones correctas a los problemas planteados. Si, además, la asamblea deliberativa está compuesta por una muestra aleatoria pura de la sociedad, obtenida a través del sorteo, es como si fuera la misma sociedad entera la que se autogobierna deliberando: se diría que estamos cerca del paraíso de la racionalidad perfecta. Si se llegara a ese nivel, la misma política dejaría de ser necesaria, pues la verdad consensual se impondría por sí misma.

Van Reybrouck, sigue diciendo, se limita a apuntar estas ideas someramente, pero, en lugar de desarrollarlas (y ahí el asunto se hubiera puesto interesante), se limita a repasar la información disponible sobre los muy numerosos y diversos experimentos realizados en el mundo con «asambleas, jurados, paneles, públicos» de tipo deliberativo y composición frecuentemente aleatoria para tratar casi siempre de temas aislados y concretos, sin pretensión alguna de sustituir a los gobiernos de los electos ni a los parlamentos representativos. Es decir, experiencias para complementar a la democracia electoral que practicamos desde hace siglos suplementando la información disponible sobre cuestiones conflictivas. Interesante, sí, pero esto no era lo prometido.

Como mucho, añade, nuestro autor se atreve a apuntarse a algún proyecto para crear una «tercera cámara» en la Unión Europea, la cámara de los sorteados, que actuaría al lado de las cámaras de los electos. Pero se limita a mencionar y revisar los proyectos en marcha, sin analizar mínimamente las consecuencias reales previsibles que tendría la sustitución progresiva de las cámaras legislativas electas por cámaras legislativas compuestas por sorteo.

En la cobardía de Van Reybrouck, critica, hay una llamativa inconsecuencia y una consiguiente carencia: la de una –aunque fuera mínima– reflexión o previsión de cómo sería un mundo democrático en el que las elecciones se sustituyeran por el sorteo. No basta con decir que «algo hay que hacer», o que «no podemos seguir como hasta ahora: también hay que pensar cómo funcionaría la política si su diagnóstico fuera correcto y sus deseos se cumpliesen. Y, ya que el autor no lo ha hecho, nos subrogaremos en el cumplimiento de esa inexcusable tarea.

Las elecciones no cumplen en democracia el papel que les asigna Van Reybrouck con escasa reflexión, afirma: no son el método de selección de los gobernantes, sino el método de expulsión de los gobiernos. Su valor funcional esencial es el de permitir echar a un gobierno cuando la opinión de la mayoría no lo consiente. De esa función expulsiva, que es anticipada e interiorizada constantemente por los representantes, es de donde nace la sujeción de los gobiernos a la opinión pública, por pobre y limitada que ésta sea. Los gobernantes hacen caso al pueblo porque tienen el sano temor de que les eche. Y en torno a ese hecho básico es donde se monta todo el juego de la democracia, entre intereses en conflicto, entre partidos a la greña, entre relatos ideológicos en competencia. Esta es la cacofonía democrática, que nunca sonará como una armonía, porque está siempre en crisis. La democracia es el reino de la incertidumbre, no de la seguridad ni de la verdad. Y las elecciones son el mecanismo político más igualitario que tenemos y que podemos tener, como dijo Adam Przeworski.

Pensemos con Van Reybrouck, dice, pero más allá de Van Reybrouck: suprimamos las elecciones, hagamos gobiernos por sorteo. El juego de la democracia habrá terminado, porque habrá desaparecido la incertidumbre y el conflicto. Unos gobernantes desinteresados e imparciales determinarán en cada caso, con la ayuda de los expertos en deliberar, cuál es el bien común o el interés general de cada ocasión contingente. Nadie podrá oponerse a sus conclusiones consensuadas salvo por mala voluntad, puesto que la deliberación imparcial garantiza el consenso moral y la verdad coyuntural. Los gobiernos serán lo más parecido que quepa imaginar a una comisión de sabios o a un jurado judicial: sus conclusiones serán consensuales e inatacables. La política habrá conseguido producir verdad (epistemé) y no mera opinión (doxa), como sucede ahora. Y en el camino habrá convertido en santos a los participantes. El platonismo al poder, aunque no sea monológico.

Derribar el gobierno, señala: ¿por qué? ¿Para qué? ¿Cómo? No tendría sentido oponerse a una asamblea de ciudadanos gobernantes sorteados que son sustituidos cada cuatro años por otros igualmente sorteados. Aun suponiendo que quedara resquicio para algún conflicto de interés o de opinión en este mundo perfecto, no habría cauce alguno para su resolución, salvo el de someterlo a la asamblea gobernante para ser deliberado.

Claro, dice Ruiz Soroa, que la inmensa mayoría de los ciudadanos no serían gobernantes, porque por muy amplias que fueran las instituciones a rellenar por sorteo, no habría sitio en ellas para todos. Van Reybrouck se encontraría (¡incómoda realidad!) con que seguiría habiendo unos pocos gobernando y unos muchos obedeciendo. La mayoría no conocería nunca en su vida las mieles de la deliberación, porque nunca saldría su número en el sorteo. Podría dedicarse a seguir por televisión o las redes la deliberación de los pocos que sí salieron (esperando que así se le contagiase la educación moral que la deliberación otorga, aunque ver deliberar sobre el tamaño de los alevines susceptibles de captura en el Cantábrico sea aburrido), o directamente a otra cosa más excitante, porque al fin y al cabo el gobierno le garantiza que el interés general se cumple a rajatabla. En realidad, la política como tal se habría terminado para siempre: en un mundo de personas tan racionales y razonables, no sería necesaria para nada ni la política ni el gobierno.

En un libro reciente, concluye diciendo, Democrazia sfigurata. Il popolo fra opinione e verità, (Università Bocconi, Bolonia, 2014), la profesora Nadia Urbinati recordaba que la democracia no es el mundo de la verdad ni de la demostración racional, sino el ámbito de la opinión y de la oratoria. De la verosimilitud. Por eso, el más importante de los derechos en democracia es el derecho de la sociedad a tomar decisiones equivocadas. Pero, eso sí, siempre revisables. Y para ello tienen que existir elecciones periódicas derogatorias. Así de sencillo.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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sábado, 6 de febrero de 2016

[Política] La frustración democrática. ¿Por qué se produce?



José María Ruiz Soroa


El pasado viernes acabé de leer Estado de crisis (Paidós, Barcelona, 2016), el libro de Zygmunt Bauman y Carlo Bordoni del que he venido escribiendo en estos últimos días. La conclusión que yo saco es desoladora: la crisis que nos asola ha venido para quedarse y no se vislumbra solución alguna en el horizonte. Y la razón es que, al contrario de otras ocasiones, esta crisis no es económica ni meramente financiera, es ante todo una crisis política causada por lo que parece el divorcio definitivo, al menos en Occidente, entre Poder y Política, pues el "Poder" (la facultad de hacer) y la "Política" (el decidir que hacer), ya no está en las mismas manos. Y el Poder parece haberse impuesto definitivamente a la Política.

Una perspectiva no muy disimilar es la que plantea el abogado y ensayista José María Ruiz Soroa, autor de libros como Seis tesis sobre el derecho a decidir. Panfleto político (Vitoria, Ciudadanía y Libertad, 2007), Tres ensayos liberales. Foralidad, lengua y autodeterminación (San Sebastián, Hiria Liburuak, 2008) y El esencialismo democrático (Madrid, Trotta, 2010). Este último, a título de anécdota, lo tengo pendiente de lectura desde hace algún tiempo.

Lo hace en un extenso artículo publicado en el último número de Revista de Libros titulado Por qué nos frustra la democracia, en el que reseña el también reciente libro La política en tiempos de indignación (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2015), de Daniel Innerarity (1959), filósofo, ensayista, catedrático de filosofía política y social en la Universidad del País Vasco y director de su Instituto de Gobernanza Democrática y de la "Maison des Sciences de l'Homme" de París. Libro, que por cierto, ya he solicitado a mi siempre inapreciable Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas, y que añado a mi lista de lecturas inmediatas. He intentado resumir, con seguridad sin excesivo acierto, el artículo de José María Ruiz Soroa, así que en la medida de lo posible, les animo a su lectura completa en el enlace de más arriba.

Escribe Giovanni Sartori en su Teoría de la democracia que es mucho más fácil saber lo que una democracia debería ser que entender lo que puede ser. Y que intentar este concreto entendimiento –el de las posibilidades y límites de la política democrática– es precisamente lo que caracteriza el tipo de reflexión denominada realismo político, por oposición al idealismo o el siempre cómodo normativismo. Pues bien, -dice José María Ruíz Soroa- la teoría política de Daniel Innerarity es, en principio, la de un realista que intenta comprender y contar cuáles son los límites inexorables de la política en la sociedad compleja actual, por mucho que esos límites acaben generando en sus participantes, y también en su intérprete, una cierta decepción: «Conviene que nos vayamos haciendo a esa idea (escribe ya desde hace años y repite ahora): la política es fundamentalmente un aprendizaje de la decepción». Y este de la decepción no es un síntoma de algún defecto o carencia de la política democrática, sino precisamente el más claro signo de una buena práctica democrática. Una conclusión realista, y también altamente provocadora en tiempos de indignación.

El esquema básico de comprensión y análisis de la política de Niklas Luhmann, a juicio de Soroa, ha influido sobremanera en Daniel Innerarity. Para él, la política es una actividad limitada y característica, y nunca podrá ser la directora jerárquica de la sociedad o una especie de instancia de provisión de sentido para los ciudadanos. Y lo que sucede, justamente en la sociedad del Estado de bienestar, es que ni la política como actividad organizada, ni los ciudadanos como participantes en ella, aceptan restringir sus capacidades y ámbitos de competencia (la política) o sus demandas y expectativas (los ciudadanos) a lo que es factible obtener de la política, a lo que ésta puede dar, que es poco más que una gestión ordenada de los conflictos derivados de la pluralidad y el disenso sociales para encauzarlos con vistas a su resolución o transformación en otros, y no para agravarlos más. La política sigue presentándose ante la sociedad como la instancia con competencia universal, y el Estado, que es su paladín heroico, como el rector con responsabilidad total. Lo que garantiza de antemano su fracaso. Y precisamente por eso, -añade- cuanto más se resista la política a aceptar su limitación, a admitir que carece de esa pretenciosa competencia universal que proclama enfáticamente para procesar y resolver todo tipo de problemas, peor funcionará y dará lugar a más desafección, decepción, indignación, crítica moralista y, en definitiva, a más inestabilidad.

En esta situación, cabe adoptar dos tipos de reflexión o teoría política: una «expansiva» y otra «restrictiva»: la primera asigna a la política un papel rector en la sociedad, a ella le correspondería velar por la institucionalización de la vida social ajustada a la dignidad humana y, a la vez, determinar lo que esto significa y cómo se alcanza: sería la última instancia de la sociedad, la que dice que «debemos ayudar, intervenir, redirigir incluso si no sabemos si es posible y cómo puede alcanzarse un resultado efectivo». La restrictiva comienza examinando los medios político-administrativos de resolución de problemas de que dispone y vacila antes de afrontar aquellos que no pueden ser resueltos de manera segura o probable. En ella, «en lugar de la buena voluntad jugaría la dura pedagogía de la causalidad».

La concepción de la política como una actividad específica y limitada -continúa diciendo- suele considerarse el rasgo distintivo clave del conservadurismo político. Ser conservador en política (que no conlleva serlo también en las demás actividades intelectuales) no es poseer un determinado tipo de concepción del mundo, de la humanidad o de la historia, o un temperamento peculiar, ni tiene que ver con la religión o la moral, sino que es «creer que la gobernación es una actividad específica y limitada […] la de administrar las reglas vigentes en cada sociedad; una actividad nada gloriosa ni épica». «Nada heroica». 

Lo que Innerarity expone una y otra vez a lo largo de su libro -añade Soroa- es que el tipo de política extensiva (mala política) que todavía hoy se practica en nuestras sociedades democráticas genera constantemente la sobrecarga y el cortocircuito del sistema (del Estado) a causa de la actuación de la pareja «expectativas desmesuradas en la política/fracaso que se traduce en desafección, desilusión, indignación, rechazo, etc.» Ni los ciudadanos ni los partidos aceptan las limitaciones obvias de la política, máxime en tiempos de globalización y crisis, inflan sus expectativas en esos torneos de promesas que son las elecciones, y son llevados inevitablemente a la desilusión. Hay desilusión porque había demasiada ilusión no justificada, no por ningún fallo endógeno del sistema político. Y esto sucederá inevitablemente mientras sigamos depositando en la política una expectativa desmesurada.

En cualquier caso, el reto político del presente es aceptar la limitación de la política como actividad sometida a la contingencia y a la incertidumbre, pero, al tiempo, no abandonarse por ello a una visión catastrofista o melancólica; que la política sea limitada no implica que deba ser débil. Una cosa es sacar la política de muchos lugares sociales a los que nunca debió llegar y donde sólo genera ineficacias, y otra distinta es reforzarla en aquellos en que de verdad puede producir un resultado estimable: en la reflexión que identifica los conflictos sociales provocados por el pluralismo y el disenso y en la génesis de «compromisos» que permitan ir asimilándolos. 

Esta disfunción consustancial a la mala política (la que tenemos) pretende ser resuelta o superada por diversas vías: el populismo actualmente en boga es uno de los pretendientes y a su análisis y crítica dedica Innerarity la parte más novedosa del libro: la que se refiere a la «indignación» y sus derivados. Volveremos sobre ella. Antes, sin embargo, conviene referirse a otras tentaciones más sólidas propuestas para superar la mala política.

La primera es la tentación del experto, el siempre presente deseo de sustituir el predominio que se considera irreflexivo y caótico de la opinión por el seguro y garantizado mando de la verdad segura y demostrable. La democracia reposa en esencia en las elecciones periódicas de los representantes que van a tomar las decisiones, elección llevada a cabo en un ambiente que puede calificarse como cualquier cosa menos como un marco inteligente. No garantiza en absoluto la selección de los sabios ni los expertos, sino de políticos que, por serlo, son aficionados y generalistas. Más aún, la lógica funcional de la elección termina por hacer que el tipo estándar de político obedezca a criterios de elegibilidad, no de capacidad gubernativa: se descubre así (pero se descubre tarde) que las capacidades necesarias para ser electo no guardan relación con las capacidades precisas para ser gobernante.

Pues bien, para mejorar los resultados de un sistema tan poco serio (que diría Schumpeter), la tentación es la de introducir sustanciales dosis de conocimiento experto en el proceso, lo que puede llevarse a cabo por diversos métodos que buscan su racionalización sustancial de acuerdo con estándares objetivos y externos a la deliberación popular. Es la tendencia tecnocrática, muy de actualidad como una de las propuestas de la llamada epistocracia.

Pero para apaciguar los fervores tecnocráticos -añade- bastan dos reflexiones de entre las varias que Innerarity señala: primero, que la política se enfrenta a aquellos conflictos para los que no existe solución evidente o experta. Al ámbito de lo público es adonde se han relegado precisamente los conflictos de carácter irresoluble, justamente porque eran irresolubles desde la ciencia o desde la economía. 

Y en este punto nos topamos con un principio característico de la democracia: que la democracia no busca la verdad ni el acierto de sus decisiones, o por lo menos no son éstos sus objetivos directos. Lo que busca es que sean los ciudadanos quienes tomen las decisiones, aunque sea indirectamente, y así éstas aparezcan legitimadas ante su sentir. Lo cual garantiza, precisamente, que las decisiones sean en muchos casos equivocadas, por lo menos a corto plazo. La democracia garantiza, antes que nada, el derecho del ciudadano a equivocarse. Quizá la democracia acierta al final, pero lo hace por vías tortuosas y decepcionantes. 

El prestigio que han adquirido en nuestras sociedades desengañadas los procesos judiciales como métodos de resolución de conflictos deriva de esta dificultad de la democracia con el acierto decisional. En efecto, en el proceso judicial se obtiene una solución final, y además con visos de estar motivada en la reflexión pausada y pautada de unos expertos, es decir, lo más parecido que cabe a una verdad. En cambio, en la política no hay sino algarabía y opinión, y las decisiones son siempre revisables y criticables. No es extraño que una de las tentaciones del demócrata cansado sea la de utilizar el modelo del proceso judicial como ideal regulativo del proceso político, aplicándolo incluso en muchos casos (el tribunal constitucional como instancia para aportar acierto democrático). O proponer para la política el ideal deliberativo de Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas inspirado en una asamblea de sabios que discute razonablemente sobre la solución más verdadera.

La contrapolítica -añade más adelante- es otra de las escapatorias de una sociedad desconfiada ante una política cada vez más decepcionante: es decir, la de adoptar una posición externa y observadora del proceso político para, desde esa exterioridad, influir en él. ¿Cómo? Mediante el poder negativo de impedir, por ejemplo, unos poderes tan importantes como los de elegir y promover, que son los que aparentemente configuran la democracia, y que son efectivamente ejercidos por la opinión pública en forma de veto incluso preventivo a determinadas decisiones políticas posibles, una anticipación del juicio electoral futuro a la cual los políticos son especialmente sensibles.

La contrapolítica de este poder de impedir, o la del poder de denunciar, no es, en principio, sino parte integrante de la democracia misma y, por ello, estimable mientras no se convierta en la antipolítica característica del populismo o la tecnocracia. Pero contribuye a oscurecer el proceso democrático y a hacerlo más insoportable aun para el ciudadano que pone sus expectativas muy altas. Cortoplacismo, teatralización, personalización, emotivismo excesivo, moralismo sin freno: todo ello son notas de la mala política producida por la conjunción de unos políticos que están siempre en campaña electoral teatralizando un sobreactuado antagonismo sobre un excelso interés general, por una parte, y una sociedad que utiliza contra ellos medios basados en la desconfianza sistemática, por otra (con el apoyo inestimable de los medios, cuya lógica propia es altamente disfuncional para la buena democracia). No es posible que si la política, como aseguramos, lo está haciendo tan mal, los medios de comunicación y sus consumidores lo estén haciendo todo bien». Y es que hacer lo que sistemáticamente hacen los medios, es decir, «suponer que la calle es necesariamente mejor que las instituciones […] es mucho suponer».

Una de cuyas manifestaciones más ostensibles de la mala democracia -dice- es la de que, cada vez más, habitamos en un momento eterno de campaña electoral, o vivimos la política como si fuera una continua elección entre candidatos. De manera que cada vez es menor el espacio funcional y temporal que queda para la tarea de gobierno. Parece que en el diseño teórico de la democracia el gobierno sería la fase normal de la política, y las elecciones deberían ser sus momentos especiales. Pero si lo que es episódico y momentáneo se convierte en la fase más importante de la política (en su «día de la marmota»), a la cual están dedicados devotamente todos los esfuerzos de los actores y bajo cuya sombra siempre anticipada por los medios se emprenden todas las actuaciones políticas, terminamos por quedarnos sin gobierno. O, como mínimo, nos quedamos con unos gobernantes que exclaman desesperados que «sabemos lo que hay que hacer, pero no sabemos cómo hacer para que nos reelijan después», que viene a ser lo mismo. Al final, someter incluso la gobernación a la lógica funcional de la elección garantiza la casi imposibilidad de tomar decisiones estables a medio y largo plazo, o, de otra forma, provoca la pérdida de estabilidad y gobernabilidad de los sistemas democráticos.

En este punto, -añade Soroa- el profesor Innerarity apunta que está produciéndose, de hecho, un proceso de externalización de las decisiones de gobierno hacia lugares menos sometidos a la atención pública y a la volubilidad electoral, no tanto por intenciones perversas como por la pura lógica funcional que busca remedio a la dificultad creciente de gobernar. Por ejemplo, de los Estados nacionales a la Unión Europea: «Las instituciones europeas fueron creadas en parte para gestionar un tipo de decisiones a largo plazo o impopulares que eran intratables por procedimientos democráticos nacionales debido, precisamente, a su alta exposición a la volubilidad de la opinión». Y es que la proximidad, la participación, el control, son términos democráticamente prestigiosos pero son factores que pueden actuar en contra de la capacidad de producir gobierno de la propia democracia. La nueva etapa sería la del gobierno de la sociedad por expertos no electos, aunque practicada en interés benevolente de los pueblos y con un control evaluativo técnico por resultados.

Denuncia Innerarity -añade a continuación- que la antipolítica crea una extraña boda de tecnócratas y radicales. Los primeros predican un mundo sin política porque, según ellos, podría ser dirigido espontáneamente por el mercado o por la economía. Los segundos, que son los que ahora nos interesan, porque han proliferado al calor de la crisis económica, de la austeridad y de la globalización, reaccionan de manera negativa hacia la política democrática proponiendo un mundo en el que todo sería sociedad y nada alteridad, y donde no serían necesarias las intermediaciones políticas (ni de los partidos, ni de la casta política, ni de las instituciones), porque la sociedad sería transparente a sí misma.

La afirmación populista parece, en principio, fuertemente política o politizada, pero al final de su argumento termina también con la misma existencia de la política. O, por lo menos, por lo que entendemos por política democrática. Es algo inevitable cuando ya de entrada se define una sociedad como un todo sin divisiones ni conflictos internos (el único conflicto es con un «otro» exterior a la sociedad misma), guiada por un movimiento que gestiona un principio puramente expresivo (el principio del placer) en lugar de un principio transformador (el de realidad), como hace la política. Hay algo de vuelta a la comunidad íntima y pequeña, muy humana y próxima, en estos movimientos populares surgidos al calor de la indignación contra la política tal como es. Pero la nostalgia por la comunidad (sea la del grupo, la etnia, la asamblea o el barrio) esconde siempre un imposible intento de desartificializar un mundo complejo, de polarizar los conflictos resumiéndolos en uno solo, de simplificar hasta la náusea opciones complicadas, de sustituir la reflexión por momentos de gran densidad emocional. Porque en este tipo de movimientos no existe un proyecto alternativo al de la democracia, sino sólo una necesidad de canalizar y expresar un descontento difuso: no son «subversiones desestabilizadoras» sino simples «insurrecciones expresivas» que, en último término, ponen en la antipolítica, o en la alterpolítica, las mismas expectativas desmesuradas que antes otros pusieron en la política.

Innerarity reivindica, con sólidos argumentos y brillante exposición, la necesidad de la intermediación política para que pueda de verdad realizarse, siquiera figurada e incompleta, eso que se denomina voluntad popular. Sólo la democracia representativa es capaz de representar a una sociedad pluralista. Y, -añade provocativo- por otro lado, la tan loada cercanía o proximidad entre representantes y representados conduce normalmente a la teatralización y la personalización de la política, así como a la pérdida de una lejanía entre representantes y ciudadanía que es necesaria para el desarrollo del buen juicio político y de su gestión.

En cuanto la los partidos políticos, y por muy severamente afectados que estén por una cierta esclerotización de sus comportamientos, siguen siendo necesarios como aglutinantes de unas propuestas ideológicas que permitan orientarse cognitivamente al público democrático. Las ideologías son al final atajos cognitivos que «permiten aflojar la contradicción entre la obligación de opinar a que se somete al ciudadano y la incapacidad de opinar que le aqueja, inmerso como está en el aluvión de datos que recibe de un mundo cada vez más complejo». Y los partidos son los gestores de los paquetes ideológicos. Pensar que pueden ser sustituidos por movimientos sociales altamente emocionales no es serio: «Apelar al pueblo, como a todo lo que es evidente, sirve casi siempre para bloquear la discusión», no para hacerla avanzar. En conclusión, que «la indignación, el compromiso genérico, el altermundialismo utópico o el insurreccionalismo expresivo no deben ser entendidos como la antesala de cambios radicales, sino como el síntoma de que todo esto ya no es posible fuera de la mediocre normalidad democrática y del modesto reformismo».

¿Y qué queda del eje de identificación «izquierda/derecha»?, se pregunta Soroa. Pues parece que se mantiene, pero muy distinto. Queda el eje, pero hay que trazarlo de otra forma o sobre otras coordenadas: y el esfuerzo de resituación recae sobre todo, según Innerarity, sobre la izquierda que es la que más acomodos tiene que hacer si quiere ser efectiva para transformar algo. En primer lugar, debe abandonar la concepción heroica de la política como actividad total y aceptar una limitada de más corto alcance. Y, en segundo, debe cambiar el eje de confrontación con la derecha conservadora, que no puede ser ya el de «Estado/mercado», o el de «intervención/desregulación», o el de «soberanía/globalización». La izquierda debe abandonar su rechazo moral al mercado, al que percibe como si fuera sólo un promotor de la desigualdad o una realidad antisocial. Igualmente debería dejar de percibir la globalización como un agente de desorden y, en su lugar, debería ser consciente de las posibilidades que encierra. El mercado, según Innerarity, es el mecanismo que puede utilizarse para conseguir el bien común y emprender la lucha contra las desigualdades, siempre que el Estado consiga realizar el ideal de mercado libre de interferencias y posiciones de dominio que estuvo en la base clásica de la idea liberal: «Es habitual considerar que la dominación económica se debe a una excesiva libertad de mercado, cuando ocurre más bien lo contrario: la prepotencia económica es causada por la falta de libertad económica». Más mercado, pero mejor mercado; menos Estado, pero mejor Estado. Una tercera vía «socioliberal» que no está suficientemente concretada por su autor -añade-como para discutir sus condiciones reales de posibilidad. 

Pero Soroa achaca al profesor Innerarity en la reseña de su libro algunas inconcreciones llamativas. Por ejemplo, que no aporte la más mínima indicación de qué tipo de cambios institucionales o modificación de reglas podría acercarnos a conseguir un objetivo definido en términos de regeneración democrática; que antes valorara la indiferencia política como actitud subjetiva del ciudadano moderno como algo perfectamente congruente (incluso conveniente para una política tranquila y estable), mientras que ahora parece recaer en el sobado tópico del "idiotes" pericleo como ser humano incompleto; o que considerase el disenso como una situación natural y propia de una sociedad democrática, que ahora esté a favor de una superior valoración del compromiso como método de avance del proceso político.

Pero la más importante, y que se refiere el propio esquema básico subyacente al análisis de la realidad democrática que efectúa Innerarity, es la falta de explicación de una aparente paradoja: en concreto, el hecho de que, si bien, por un lado, tenemos que nunca en la historia ha habido para la ciudadanía tantas posibilidades de acceder, vigilar y desafiar a la autoridad como ahora, porque nunca ha existido tal nivel de conocimiento y competencia individual y social sobre lo político y su funcionamiento, sucede, por otro, que nunca se ha sentido la gente tan frustrada en relación con su capacidad de hacer que la política sea algo diferente. O expuesto de otra forma, -dice- que el mayor conocimiento de que la política es una actividad en sí misma limitada no ha hecho que desciendan para nada las expectativas sociales en torno a su posible rendimiento, de lo que se sigue un creciente nivel de frustración y descontento. Esta es una aparente contradicción que merecería ser tratada y, en su caso, explicada; de lo contrario, el análisis mismo parece quedar un tanto cojo: ¿por qué el ser humano contemporáneo sigue frustrándose una y otra vez al comprobar los límites contingentes de la política cuando ya debiera saber por experiencia y educación que están ahí inevitablemente? Pero una cosa es -concluye diciendo- es describir una disfunción y otra es enderezarla. ¿Estarán las democracias condenadas a vivir en la frustración? ¿O llegarán a autodestruirse de pura frustración?




Daniel Innerarity


Disfruten de su lectura. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos míos. HArendt





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miércoles, 16 de septiembre de 2015

[Política] Sobre la reforma de la Constitución. Tres opiniones distintas





Viñeta de Forges


Esta entrada es continuación premeditada y alevosa de la del pasado día 9, titulada "Sobre la reforma de la Constitución. Cuestiones previas". Y si aquella se centraba sobre todo en las cuestiones previas de procedimiento que deberían abordarse a la hora de plantear cualquier posible (y deseable y necesaria) reforma de la Constitución de 1978, esta de hoy se centra ya en cuestiones más concretas. Por ejemplo las que han planteado en estos días tres personalidades del mundo académico, político y profesional: Joseba Arregi (1946), ensayista y exconsejero del gobierno vasco; José María Ruiz Soroa (1947), abogado y exprofesor universitario; y Gabriel Tortella (1936), economista e historiador.

El artículo de Joseba Arregi se titula, también, "Cuestiones previas". Fue publicado en el diario El Mundo el pasado día 1 y comienza diciendo que desde el momento en el que el PP parece haber asumido la necesidad y la posibilidad de la reforma de la Constitución -aunque últimas voces parecen restringir dicha posibilidad-, todo apunta a que en la próxima legislatura los partidos políticos presentes en la cámara de los diputados van a tratar de buscar los acuerdos necesarios para iniciar el proceso de alguna reforma constitucional. Pero la imperiosa necesidad de reforma, que para muchos es evidente, viene acompañada de la distancia insuperable que parece existir entre las distintas propuestas de reforma que se manejan en los distintos partidos. Y pudiera ser que el fruto de tanto debate al final no sea otro que el de una nueva frustración colectiva, algo que debiera evitarse a toda costa.

Para ello no estará de menos analizar y tratar de aclarar, sigue diciendo, algunas cuestiones previas. La primera, rememorar en qué consiste la constitución de una comunidad política o nación política, que para él es transformar lo que es una realidad histórica contingente y particular, por medio del sometimiento al imperio del derecho, en una comunidad política, superadora de contingencias e identidades culturales particulares, y por ello tendencialmente universal. 

La segunda de las cuestiones previas para que cualquier proceso de reforma de la Constitución pueda tener visos de éxito, añade, es reconocer que todos los que participan en el acuerdo básico constituyente son acreedores a la misma legitimidad democrática. No tiene sentido proceder, dice, a una reforma de la Constitución, a consolidar la nación política ya constituida, si uno de los partidos básicos del sistema desconfía radicalmente de la fidelidad constitucional del otro partido básico, y si éste cae permanentemente en la tentación de negar legitimidad democrática al primero.

La tercera cuestión previa consiste en deslindar lo que debe entrar en el proceso de reforma y lo que no, y tener muy claro lo que implica que una determinada cuestión entre o no entre en la reforma: lo que el Estado nunca puede hacer, y lo que el Estado no puede dejar de hacer.

El segundo artículo al que hago referencia, el de José María Ruiz Soroa, se publicó el pasado 14 de agosto en el diario El País bajo el título de "Iguales y diferentes", y se inicia con una rotunda declaración de principios cuando dice que conviene no perder de vista que el reto del presente no es tanto el admitir que España es plurinacional como el tomar conciencia, con todas las consecuencias, de que igual o más plurinacionales son las naciones que reclaman su reconocimiento. Se ha instalado en el discurso público acerca de la reforma constitucional del sistema territorial, dice, una especie de falsa alternativa, la que pretende contraponer la exigencia de igualdad ciudadana con la constatación bastante obvia de que las partes que componen eso que llamamos España son diferentes entre sí, en algún caso muy diferentes, tanto en lo histórico como en lo político, en lo cultural como en lo institucional. Por eso, el dogma políticamente correcto de los reformistas es el de que igualdad sí… pero respetando la diferencia. Esa pretendida dicotomía entre igualdad y diferencia, añade, es en términos directos y claros, un error conceptual craso, ya que el antónimo de la igualdad no es la diferencia, sino la desigualdad. Y el contrario de la diferencia no es la igualdad sino la homogeneidad. Por lo que contraponer igualdad y diferencia como si fueran vasos comunicantes, de manera que a más de una menos de la otra, es un dislate.

Igualdad y diferencia, continúa diciendo, son conceptos que pertenecen a lenguajes diversos. El de diferencia es un término descriptivo, que hace referencia a una realidad empírica: las personas, y las regiones también, son muy diversas entre sí en muchos de sus rasgos vitales. En cambio, la igualdad que proclaman las leyes pertenece al lenguaje normativo: no pretende describir un hecho, sino prescribir un concreto tipo de trato. Cuando la ley dice que todos los ciudadanos somos iguales no pretende describir una realidad, ni pretende convertirnos de facto en seres homogéneos idénticos unos a otros, sino que enuncia un valor: a pesar de que somos de hecho diferentes, debemos ser tratados todos por igual, con arreglo a una norma universal que abstrae cualquier diferencia contingente. La garantía de la diferencia como hecho se encuentra, añade, en la igualdad como derecho: podemos ser empíricamente diferentes, ajustar nuestra vida a los valores y pautas culturales que deseemos, precisamente porque todos somos tratados por igual en lo público, sin tomar esas diferencias como criterios normativos que exigieran un trato desigual por el mero hecho de existir. Es de observar, dice, que la diferencia que se proclama hace siempre referencia a lo colectivo, mientras que la igualdad lo hace a lo individual: la diferencia la poseen los pueblos y las tierras mientras que la igualdad es una exigencia (sobre todo y ante todo) de ciudadanía. Mientras las personas no se vean discriminadas en su estatus ciudadano básico, ningún reparo puede ponerse a cuanta diferencia quiera encontrarse en los marcos colectivos en que habitan.

Las regiones, comunidades, Estados o naciones componentes de España —aplique el lector el nombre a su gusto— dice, pueden ser todo lo diferentes que la historia o la voluntad de sus habitantes les hayan hecho, pueden tener un idioma vernáculo y un Derecho Privado o Público propio, una institucionalidad tradicional u otra: esto es un hecho que no se puede sino respetar. Pero todos sus habitantes deben ser tratados con el criterio de la igualdad en sus derechos como ciudadanos: ninguna persona puede ostentar más o mejores derechos que otra por el solo hecho de ser vecino de uno u otro lugar. Puede ser diferente pero no puede ser privilegiado. 

Es irónico, concluye su artículo, que quienes más invocan la diferencia o diversidad como título para desconocer la igualdad ciudadana son precisamente quienes más porfiadamente se hacen los ciegos ante la diversidad interna de su propia nación, o emprenden costosas políticas de construcción nacional para acabar con ella y lograr una sociedad culturalmente homogénea. Por eso, planteado correctamente, el reto del presente no es tanto el admitir que España es plurinacional como el tomar conciencia, con todas las consecuencias, de que igual o más plurinacionales y diversas son las naciones que reclaman su reconocimiento, por lo que no puede entregarse a las élites locales la competencia exclusiva y excluyente para reconstruirlas como si fueran densas y homogéneas bolas de billar. Ninguna sociedad moderna lo es ni puede ya llegar a serlo.

El tercer artículo al que hago referencia, el de Gabriel Tortella, apareció publicado en el diario El Mundo de hoy miércoles con el título "Dos referéndum para Cataluña". Muy crítico con el gobierno de la Generalidad de Cataluña, el ilustre profesor catalán señala que resulta obvio que muchos catalanes consideran la Constitución como algo que no va con ellos, porque realmente, no va con ellos. Es cierto, añade, que la Constitución española, como la de cualquier otro país, menos la inglesa -que, por no estar escrita, es como de chicle-, no prevé la autodeterminación de sus regiones o provincias. No obstante, dice, la situación política de Cataluña ha alcanzado tales niveles de conflictividad que la simple remisión a los preceptos constitucionales no parece convincente a una parte sustancial de la población catalana. Hay una razón muy clara, continúa diciendo, para que esto sea así, y se trata de algo que es responsabilidad de los gobiernos españoles, de Felipe González en adelante. Esta razón es que, desde que Jordi Pujol alcanzó el poder y, especialmente, desde que el caso 'Banca Catalana' se cerró en falso, por medio de una demostración de demagogia multitudinaria y victimismo rampante a finales de mayo de 1984, los gobiernos españoles firmaron un pacto tácito con el entonces 'molt honorable' por el cual ellos no interferirían en la política interior de la Generalitat mientras esta no se manifestara abiertamente separatista. Tal falta de interferencia implicaba el renunciar a hacer cumplir la Constitución y muchos otros aspectos de la legislación española, incluidas las resoluciones judiciales, incluso, en algunos casos, las del Tribunal Constitucional.

En virtud de todo esto, sigue diciendo, a uno le parece cuando menos comprensible que muchos catalanes, aunque sus padres la hubieran votado masivamente, consideren la Constitución española como algo que no va con ellos; realmente, no va con ellos, y los gobiernos españoles así parecen haberlo aceptado. Venirles ahora a los catalanes con que la Constitución no permite un referéndum de autodeterminación les puede parecer un pretexto arbitrario y otra muestra de opresión. "¿Si no se cumple el artículo 3, por qué ha de cumplirse el 2?", pueden preguntarse con cierta razón. De este atolladero no se sale con más pasividad. El nacionalismo se retroalimenta y a ello contribuyen las concesiones, el apaciguamiento y el 'dolce far niente'. 

Ha llegado la hora de la verdad, la hora de que los separatistas catalanes afronten las consecuencias reales de sus exigencias. Si quieren referéndum, que lo tengan, concluye, pero en condiciones previamente pactadas con el Estado: la pregunta tiene que ser clara, y la mayoría por la independencia tiene que ser también clara: un 60% del censo electoral y un 75% de los votantes. Y el referéndum debe ir precedido de un año, al menos, en que los unionistas tengan armas informativas con las que hacer frente al bombardeo propagandístico al que los separatistas, con el apoyo de la Generalitat, han sometido a la población durante años y años. Ahora bien, sigue diciendo, como esto no está previsto en la Constitución, se necesita un referéndum previo, de acuerdo con el Art. 92, en que el pueblo español se pronuncie sobre la admisibilidad de un referéndum catalán con estas características. Y, en el caso muy probable de victoria del 'no', el Gobierno español debería comenzar a exigir el cumplimiento de la legalidad española en Cataluña, pero el gobierno español debiera poner todos los medios legales a su alcance a favor del sí, y en cualquier caso, cumplir su juramento de velar, en todo momento por la aplicación de toda la ley en toda España, porque esa es la esencia de la democracia y el buen gobierno.

Nada que objetar por mi parte a lo expuesto por tan ilustres opinantes. En todo caso, recomendarles la lectura íntegra de los textos citados en los enlaces de más arriba. 

Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 




Viñeta de Peridis



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