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domingo, 11 de febrero de 2018

[A VUELAPLUMA] Intelectuales cebolletas





El intelectual vendría a ser quien esclarece, porque trae a la conciencia de la mayoría de personas aquello que, sin saberlo a ciencia cierta, pensaban. Su compromiso es únicamente con sus ideas: decir lo que piensa y no otra cosa, comenta en El País el profesor Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona y portavoz del PSOE en la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados.

El término intelectual, comienza diciendo, apenas conserva unas pocas briznas de su antiguo prestigio, de cuando dicha figura venía a constituir una modalidad secularizada del sacerdote y se le atribuía una enorme autoridad para emitir juicios de valor sobre cuanto pudiera ocurrir en la esfera pública y buena parte de la privada. Hoy en día para conseguir el mismo efecto sobre la ciudadanía hace falta reunir un número muy elevado de profesionales de la cultura, como si la cosa ya fuera al peso, y para alcanzar la repercusión que obtenía alguno de aquellos intelectuales de antes con sus argumentos no hubiera otra que recoger una abundante cantidad de firmas.

Esta patente devaluación de la figura a menudo se interpreta en una clave equivocada. Como si lo que ya no existieran fueran intelectuales de una superioridad intelectual y moral tan notable como la que supuestamente poseían los del pasado. Cuando tal vez la clave debería ser la contraria, y habría que empezar afirmando que el secreto de la autoridad que se les atribuía nunca residió en esa presunta jerarquía sino casi en su opuesto. De ahí que quizá la definición más adecuada del intelectual se podría resumir en unas pocas palabras, sin duda para muchos exageradamente modestas: intelectual es aquel que tiene algo que decir.

De aceptar la definición de urgencia, lo que caracterizaría a la mejor versión de esta figura no sería su superioridad, su excepcionalidad o ninguna otra forma de supremacía sino, más bien al contrario, su completa, absoluta y perfecta normalidad. Esto es, el hecho de que fuera capaz de plantear y argumentar unas ideas susceptibles de ser entendidas y aceptadas por el máximo de gente o, si se prefiere, de decir unas palabras en las que cualquiera se pudiera reconocer. El intelectual vendría a ser quien esclarece porque trae a la conciencia de la mayoría de personas aquello que, sin saberlo a ciencia cierta, pensaban. La tarea que tendría encomendada sería entonces la de acompañar a sus interlocutores en el camino de la autoclarificación, tarea que finalizaría en el momento en que estos consiguieran acceder a su particular ¡eureka!

Recuerdo una entrevista con Fernando Fernán Gómez que leí hace unos años. En ella reconstruía su trayectoria, centrándose especialmente en su faceta como director de cine, e iba pasando revista a las películas de las que había quedado más satisfecho a nivel personal, a las que habían tenido mejor crítica, sin olvidar aquellas que habían resultado un auténtico fiasco en taquilla. En un momento dado de la entrevista, al ser preguntado precisamente por la película de la que había quedado menos contento, hizo referencia a una, cuyo título no consigo recordar, pero respecto de la que sí recuerdo bien las razones de su descontento.

Había sido, comentaba, una película de autoencargo. Esto es, alcanzada una cierta altura de su carrera, Fernán Gómez llegó al convencimiento de que había adquirido el suficiente dominio del oficio y de los gustos del público como para llevar a cabo un producto con unas características tales que tuviera el éxito asegurado. Filmó esa película y el resultado fue un desastre. Entonces descubrió que lo que debía hacer no era, artificiosamente, ponerse en la piel de otros y realizar algo a la medida de lo que les atribuía, sino permanecer lo más fielmente en su propia piel y dirigir las películas que a él le gustaran, confiando en que gustaran también a mucha gente.

Así fue como consiguió grandes creaciones. No había más secreto: ser lo más veraz posible y, desde esa sencilla afirmación de sí mismo, conectar con los espectadores. Materializaba con este nada pretencioso comportamiento lo que antes señalábamos, esto es, asumía que sus gustos no eran excepcionales sino perfectamente comunes y que lo que a él le emocionaba podía emocionar a cualquiera. Lo más íntimo es lo más universal, escribió el poeta hace muchas décadas, y de nuevo este sencillo criterio resultaba ser el camino más directo para acceder al alma del mayor número de personas.

Es desde semejante perspectiva desde la que (re)cobra su sentido la vieja expresión “compromiso del intelectual”, así como la afirmación según la cual el compromiso del intelectual es únicamente con sus ideas. En efecto, esta figura, definida por su sencillez, también viene obligada por un compromiso a su vez sencillo: decir lo que piensa, y no otra cosa. No, por ejemplo, lo que sus lectores estén esperando que diga, lo que él crea que es más conveniente para sus intereses, lo que entienda que puede agradar al editor del medio para el que trabaja o cualquier otra consideración ajena al pensamiento mismo. Rechazar estas tentaciones tiene sus riesgos, claro está. El específico fracaso que aguarda a quien mantiene en la plaza pública lo que de veras piensa en su fuero interno es quedar descalificado por otros, verse refutado por los acontecimientos o ser incapaz de dar cuenta de aquello que pretende explicar.

Intentaré ilustrar en primera persona lo que estoy pretendiendo sostener. En los últimos tiempos, a menudo he tenido la impresión de que los comportamientos y las palabras de algunos de los nuevos protagonistas que irrumpían en la vida pública de este país, anunciando una regeneración radical, no me venían de nuevas. Al contrario, me provocaban la poderosa sensación de que la película que protagonizaban, supuestamente recién estrenada, yo ya la había visto. De inmediato, lo confieso, me asaltaba el temor a estar incurriendo en el imperdonable pecado de cebolletismo (por el legendario abuelo Cebolleta de los tebeos de mi infancia, que todo cuanto ocurría lo relacionaba con algún episodio de su lejana juventud), esto es, la resistencia a aceptar los cambios y novedades que acompañan al devenir de la historia. Pero, inevitablemente, me preguntaba a continuación: ¿hay otra opción que señalar lo que uno cree estar viendo?, ¿acaso resulta aceptable ocultar lo que se piensa por el miedo a según qué tipo de críticas, o a las críticas de según quién?

Para mi tranquilidad y alivio, el tiempo se encargó de demostrar que, en efecto, estábamos ante un mero remake de una vieja película. Un remake que, lejos de hacernos olvidar la versión original, conseguía que la añoráramos intensamente. Pero, de cualquier forma, más allá de que en unas ocasiones el tiempo nos pueda dar la razón y en otras quitárnosla, no hay para ese particular profesional del espíritu que es el intelectual más alternativa que la de correr el riesgo de decir lo que piensa, sea esto lo que sea. Por más que a continuación twiter, facebook y similares puedan rugir o incluso arder en llamas.



Dibujo de Raquel Marín para El País

Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt







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lunes, 8 de enero de 2018

[A vuelapluma] Como cornadas entre bueyes





La comunidad intelectual siempre fue terreno de enfrentamientos, pero hoy se producen sin buenas maneras, con insidias y encarnizamientos. En los nuevos soportes informativos no hay ley, salvo la de la selva. Son como cornadas entre bueyes, escribe en El País el profesor de la Universidad de Barcelona Félix Ovejero Lucas.

La comunidad artística no es la comunión de los santos, comienza diciendo. Ni la artística ni, en general, la “intelectual”. Lo constaté hace unos años, mientras preparaba un libro sobre el compromiso intelectual y, en el camino, exploré el peculiar ecosistema del arte. No recordaba mayores grados de inquina gremial desde la cenas entre familias en El Padrino. No me sorprendió. Se correspondía con mi conjetura: la ausencia de criterios compartidos de calidad, aceptados y reconocidos por todos (esos que, mal que bien, operan en la mejor ciencia) propiciaría --además de la fragilidad psicológica de los artistas, quienes, carentes de tribunales fiables con los que tasar sus quehaceres, acababan por entregarse a su ego o a su corte para afirmarse en el oficio-- la mala baba y el cainismo entre colegas, con particular dedicación a quienes ocupan posiciones que otros creen merecer. Cuando no hay manera inequívoca de saber quién es el mejor, la canonjía del cabildo solo se explica por sus malas artes, rumia avinagrado el cagatintas. Y se encona.

Los testimonios abundan y, como subproducto, han generado una jugosa literatura, cuyos mejores pasajes se han decantado en diccionarios de insultos. Entre nosotros Cansinos Assens noveló esas disputas por el escalafón en El movimiento V.P.: “(L)o que sí nos parece indispensable es publicar en la Prensa la noticia de nuestro rejuvenecimiento. La noticia de que somos los únicos poetas verdaderamente jóvenes y nuevos, de que ninguno nos aventaja en modernidad y de que nuestra poesía es el verdadero específico de nuestros tiempos. Eso es; publicaremos un manifiesto y lo firmaremos todos. Y al punto que lo lean, todos los poetas viejos morirán del susto de saber que son viejos…”.

El año pasado asistimos a una actualización del fatigado conflicto con renovado léxico: cipotudos, pollaviejas, machirulos. Las nuevas injurias destacaban no solo por su ordinariez sino, sobre todo, por su condición paradójica. Doble: casi siempre, eran facturadas por personas apenas más jóvenes que los destinatarios, de quienes no se conocía otra obra que algunas líneas más hilvanadas en las redes sociales, e invocaban una corrección política que, en la práctica, quedaba traicionados por el uso de descalificaciones (por edad o sexo) a las que, curiosamente, no se aplicaba tan atosigante filtro.

Si la cosa no pasara de insípidos pellizcos de monja no merecería atención. Otra novedad cansinamente vieja. Pero junto a maduritos genios ágrafos, suscribieron las descalificaciones jóvenes con talento que, en las difíciles circunstancias del ecosistema cultural, han mostrado independencia de criterio y solvencia informativa. Con una peculiaridad: asoman menos en los medios impresos clásicos que en los digitales. Escribían desde el corazón de la tormenta. Involuntariamente, eran víctimas y protagonistas de importantes cambios asociados a los nuevos soportes de la información. Cambios que, por cierto, confirman la insuperable tesis marxiana: el desarrollo de las fuerzas productivas siempre acaba por dinamitar las relaciones de producción.

Tales cambios están en el origen de importantes mutaciones en los entresijos de ciertos oficios, equívocamente calificados como “intelectuales”, que explicarían el encanallamiento. Aunque su examen afinado desborda el artículo de opinión, sin disparatar, cabe levantar algunas conjeturas. En particular, deberíamos atender a tres tensiones clásicas y a una novedad que las ha agudizado.

La primera tensión, intergeneracional, recreada en la novela de Cansinos Assens, es el inexorable conflicto por el escalafón: “la rara unanimidad en el rencor de los que, cogidos de las manos, juraron destruir las lises con los pies”. Las revueltas de coroneles explican no pocas “renovaciones artísticas”, una vía como otra cualquiera de impostar el gesto para una autopromoción colectiva en la que siempre conviene disponer de un clásico muerto para arrojarlo a los vivos con mando en plaza. El “¡Viva Don Luis!” de los del 27 era una manera esquinada de decir “¡A la mierda los viejos!”.

La segunda, intrageneracional, invita a militar en cofradías y a levantar doctrina para dignificar las refriegas. Los integrantes cabildean y se arraciman en torno a administradores de grupo con aldabas: premios literarios, cursos de verano, suplementos culturales, revistas, dirección de sellos literarios o —ya en la fantasía— de colecciones de autores españoles en editoriales internacionales consagradas, como Gallimard, por un suponer. Cada uno juramentado con los suyos y a la greña con los otros. Para ejemplo, las vanguardias de hace un siglo: dadá contra los cubistas, los surrealistas contra dadá, los surrealistas y los creacionistas contra todos. Y, cuando llega la bronca, prietas las filas sin dejar prisioneros. Como, por seguir con los mismos, cuando, tras acusar Huidobro a Neruda de plagio por el Poema 13 de sus Veinte poemas de amor, Lorca tocó a rebato con un manifiesto en contra de Huidobro y a quienes se resistieron a firmarlo, como Juan Ramón Jiménez, los tamborileros de Neruda les hicieron la vida imposible.

La tercera tensión, filial, se produciría entre el maestro o mentor y unos discípulos que se disputan la condición de legatarios, incluso con los deudos. Como en el poema de José Agustín Goytisolo: “Se aferró a su cadáver/todavía caliente. Dijo:/No le toquéis ya más/que así era el muerto:/ me pertenece; es mío”. Una tensión que no es solo una, pues los perdedores sin reliquias no dudarán en transitar de la devoción a la ingratitud, y, a la menor ocasión, se vengarán de los favores recibidos aplicando el lema: “lo que yo pude haber sido, si no me hubieran torcido las malas influencias”. Matan al padre y, de paso, ultiman a los hermanos. Tampoco aquí nos defraudan los del 27 y sus autoproclamados herederos.

El cuadro anterior, aunque incompleto (para otras pistas: Nuria Peist, El éxito en el arte moderno), enmarca las trazas generales de bastantes disputas “intelectuales”, sobre todo una vez que la desaparición de tradición conllevó la eliminación de los patrones sedimentados de tasación. Batalla siempre habrá, pues, como argumentaron Philip Pettit y Geoffrey Brennan, el prestigio, bien limitado que provoca deferencias y honores, se configura como un mercado, con su oferta y su demanda. Por definición, no todos pueden ser el primero.

Con todo, en ese mundo, el de ayer, todavía había lugar para las buenas maneras. Ahora, las cosas son diferentes. Con el cambio en los soportes informativos ha mudado el tamaño y la naturaleza del pastel, las retribuciones. Hay menos que repartir y no hay reglas. Si ya no había gremios ni aprendices, ahora ni siquiera hay ley, salvo la de la selva. No cabe esperar a que corra el escalafón. Se imponen las insidias, el encarnizamiento y la aspereza en el trato. No hay lugar para hippies bonobos, que además han resultado un cuento, solo para pendencieros chimpancés. Que nadie se despiste.


  

Dibujo de Eduardo Estrada para El País


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viernes, 22 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Qué bien estamos en nuestro pequeño jardín dogmático





Lucía Méndez Prada (1960) es una periodista y analista política española, redactora-jefe de Opinión del diario El Mundo, escribía hace unos días sobre la propensión de algunos grandes intelectuales europeos a dejarse fascinar por las ideologías totalitarias de su época. 

Mark Lilla, comienza diciendo, profesor de Humanidades de la Universidad de Columbia, es uno de los ensayistas políticos de moda en esta parte del mundo. Dos días antes de los atentados del 11-S, publicó Pensadores temerarios, un libro sobre algunos grandes intelectuales europeos fascinados de algún modo por las ideologías totalitarias del momento. Entre ellos, Martin Heidegger, Carl Schmitt o Michel Foucault. La obra ha sido reeditada en España por Debate con un epílogo del autor en el que hace un diagnóstico pesimista sobre el "superficial y desorientado" pensamiento político en Occidente. Lilla, que no esconde sus simpatías por el liberalismo, es crítico, sin embargo, con quienes se aferran "al dogma" de los "principios liberales y no avanzan más allá", porque "carecen de conciencia de las debilidades de la democracia y de cómo pueden producir hostilidad y resentimiento".

Lilla censura la nueva hybris de los pensadores actuales, distinta de la que padecían Heidegger o Schmitt, que consiste en obviar «a la gente que vive fuera del jardín encantado» donde cada intelectual reflexiona en torno a sí mismo."

Todos notamos -dice- que se están produciendo cambios. Pero carecemos de los conceptos e incluso el vocabulario adecuado para describir el mundo. De manera todavía más preocupante, carecemos de conciencia de que carecemos de ellos. Una nube de testaruda ignorancia parece haberse instalado sobre nuestra vida intelectual".

Desde este modesto lugar, contemplo a mi alrededor el mismo fenómeno que describe Mark Lilla. Percibo "una nube de testaruda ignorancia", de "dogmas" y de "prejuicios" que simplifican la realidad en el debate público y en las tribunas mediáticas. En la política y en el periodismo. Cada uno en su jardín dedicado a regar tranquilamente sus pensamientos, sin asomarse más allá de la valla para saber que existen otras realidades. Y que es necesario mezclarse con ellas para tener conciencia de cómo y por qué nuestro paisaje idílico de progreso y democracia se está nublando de miedo, ira, desigualdad, ansiedad y resentimiento. Igual es muy simple concluir que la gente se ha vuelto loca.

Lilla cuenta que cuando explica sus alumnos jóvenes la historia de las ideas se siente como "un poeta ciego que canta una Atlántida perdida". ¡Cómo le entendemos!, concluye diciendo Lucía Méndez. Tiene razón, qué bien se vive dentro de nuestro pequeño jardín dogmático...



Dibujo de Ajubel para El Mundo



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lunes, 26 de septiembre de 2016

[Pensamiento] Los intelectuales descarriados



La acrópolis ateniense, cuna de Occidente

Del libro La desfachatez intelectual. Escritores e intelectuales ante la política (Los Libros de la Catarata Madrid, 2016), de Ignacio Sánchez-Cuenca, se ha hablado y escrito profusamente en lo que va de año en prensa y sobre todo en las redes sociales en las que he participado modestamente, en mi caso, bastante críticamente con el libro y no tanto con su autor. Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid, hace una crítica de ambos, de libro y de autor, en un enjundioso artículo del último número de Revista de Libros que no me resisto a subir hasta el blog.

Desde que los intelectuales hicieron su aparición en el mundo moderno, comienza diciendo, han abundado las críticas a su protagonismo en la vida pública desempeñando funciones y asumiendo una representación que, según sus detractores, nadie les había otorgado. La mayor parte de esas críticas procede de autores conservadores que han denunciado la propensión de los intelectuales a militar en la izquierda, cuando no en la extrema izquierda, y a ejercer su función crítica a partir de un doble rasero que a menudo comportaba una doble moral, bien patente en su disposición a justificar las atrocidades de los suyos. Ejemplo de esta literatura de denuncia sería el libro de Raymond Aron El opio de los intelectuales (1955), sobre su adicción al marxismo durante la Guerra Fría, y, más recientemente, Intellectuals (1988), del escritor británico Paul Johnson. Pero tampoco han faltado quienes, desde la izquierda, hayan criticado algunos rasgos característicos del gremio, como su falta de sentido de la realidad y su oportunismo. Julien Benda les dedicó su célebre La trahison des clercs (1927), dirigido en particular contra Charles Maurras y Maurice Barrès, y, en nuestro país, Indalecio Prieto llegó a lamentar el trato de favor que les dispensó la Segunda República, repartiendo prebendas entre ellos y metiéndolos con calzador en las candidaturas electorales de la izquierda. «¡Cómo se lo pagaron!», exclamará al recordar que algunos estuvieron en el origen de Falange y otros acabaron apoyando la sublevación militar.

Todo empezó a finales del siglo XIX, continúa diciendo, cuando surgió en Francia y España, con una sorprendente sincronización, el nuevo sustantivo intelectual, que Miguel de Unamuno utilizó, acaso por primera vez en español, en una carta a Cánovas del Castillo fechada en noviembre de 1896 a propósito de los llamados procesos de Montjuïc, que concluyeron con varias penas de muerte a presuntos terroristas. En Francia, el sustantivo adquirió carta de naturaleza tras la intervención de Émile Zola con su célebre J’accuse, publicado en enero de 1898, en la polémica por el affaire Dreyfus, que plantea similitudes de fondo y forma con los procesos de Montjuïc en España. El llamativo paralelismo en la aparición del término a uno y otro lado de los Pirineos sugiere la existencia de un sustrato histórico común, propicio al protagonismo de los intelectuales, generalmente a través de la prensa, como contrapeso a los poderes públicos. El fenómeno podría hacerse extensivo al resto de la Europa mediterránea y a la Rusia zarista, donde, a mediados del siglo XIX, surgió la voz intelligentsia para definir, en palabras de Isaiah Berlin, una suerte de «sacerdocio secular» imbuido de una idea de redención colectiva que con el tiempo definiría el papel del intelectual en el siglo XX, no en vano calificado como «el siglo de los intelectuales».

«No sé nada de eso. Yo no soy un intelectual, soy un escritor», contestó Graham Greene al requerirle un periodista su opinión sobre Alexis de Tocqueville. La respuesta del novelista británico, añade, es un caso de modestia poco frecuente entre los de su profesión y un recordatorio de la diferencia que, pese a todo, subsiste entre el escritor y el intelectual, sobre todo en el mundo anglosajón. El libro que acaba de publicar Ignacio Sánchez-Cuenca mantiene, como se aprecia en el subtítulo, la distinción entre estas dos figuras y carga las tintas principalmente contra los escritores, carentes en la mayoría de los casos de preparación para opinar sobre los grandes temas de la actualidad, pero provistos de poderosas tribunas mediáticas que les permiten comunicar sus ocurrencias a una ciudadanía indefensa. No son verdaderos intelectuales, nos dice el autor, sino meros literatos que actúan y opinan con la arrogancia propia del «macho discursivo» que llevan dentro.

La mayoría de ellos han asumido en los últimos años posiciones muy activas en el debate político español, en un sentido contrario a las inquietudes y simpatías de Sánchez-Cuenca, conocido en su día por su pertenencia al círculo intelectual del socialismo zapaterista, continúa más adelante. El índice onomástico permite graduar la importancia que otorga a estos «figurones con egos inflados» contra los que va dirigido el libro. Ordenados de más a menos, según el número de páginas en que aparecen, el ranking de los diez primeros sería el siguiente: Fernando Savater (31 páginas), Antonio Muñoz Molina (30), Félix de Azúa (22), Mario Vargas Llosa (14), Javier Cercas (12), Jon Juaristi (12), César Molinas (11), Luis Garicano (9), Javier Marías (9) y Arcadi Espada (5). A partir de esta lista, puede establecerse un retrato-robot del tipo de escritor que sufre las iras de Sánchez-Cuenca. Predominan los novelistas, pero hay también profesores de universidad y economistas, acusados no de diletantismo, como los demás, sino de practicar un rancio arbitrismo en su diagnóstico de los males de la patria y en sus propuestas de regeneración. Salvo estas pocas excepciones, se trata sobre todo de renombrados escritores que utilizarían sus columnas de opinión en la prensa como puertas giratorias entre la realidad y la ficción. Esa condición de literato entrometido y sabelotodo es una razón de peso para figurar en la lista negra de Sánchez-Cuenca, pero no la única ni la más importante. Hay otros dos factores que, en diverso grado, determinan su adscripción al lado oscuro: su evolución a lo largo de los años de la extrema izquierda a una izquierda establecida, e incluso a la derecha neocon, y su actitud crítica hacia los nacionalismos vasco y catalán. Al menos en la mitad de los casos citados, podría añadirse su vinculación al periódico El País.

«El fenómeno de la derechización, señala que afirma Sánchez-Cuenca, es especialmente agudo entre intelectuales que hoy tienen más de sesenta años». Y lo ilustra con una larga nómina de escritores, profesores y periodistas cuyos nombres aparecen acompañados de las organizaciones en que militaron en su juventud, desde el PCE hasta ETA, pasando por el GRAPO. Hay amplios y jugosos extractos también de lo que decían entonces sobre ETA y su entorno intelectuales que con el tiempo asumieron posiciones intransigentes no sólo ante el nacionalismo radical, sino en contra de los nacionalistas de toda condición y de quienes, sin serlo, han buscado una solución pactada al problema terrorista. Esta parte del libro, esa yuxtaposición entre el pasado y el presente de autores inconstantes en sus ideas, pero contumaces en el error, recuerda un panfleto de los años sesenta publicado con el título de Los nuevos liberales. Florilegio de un ideario político, sin autor ni pie de imprenta, pero auspiciado, según todo los indicios, por el Ministerio de Información y Turismo, e inspirado probablemente por el ministro del ramo, Manuel Fraga Iribarne. La técnica era la misma que ahora utiliza Sánchez-Cuenca: se cogía a seis intelectuales que habían cambiado de bando, pasando del falangismo al antifranquismo –Laín, Tovar, Maravall, Ridruejo, Aranguren y Montero Díaz–, y se comparaban sus puntos de vista antes y después de mudar de chaqueta, con el consiguiente escándalo del lector, que no podía dar crédito a tanta desvergüenza. Como el planfleto franquista, La desfachatez intelectual tiene mucho de «florilegio» de pasajes escogidos de sus protagonistas en su tránsito por las distintas formas de equivocarse que han jalonado su vida. Su propensión al error, nos dice Sánchez-Cuenca, responde a veces a motivaciones tan primarias como la pereza mental o el gusto de apropiarse de lo ajeno, como demuestra una nota a pie de página dedicada al turbio fenómeno del plagio. La nota no tiene desperdicio como ejemplo del doble rasero del autor, porque sorprende que en una relación de «escritores pillados copiando a otros» no figure el nombre de Manuel Vázquez Montalbán, ese gran referente moral de la izquierda, condenado por un juez en 1990 por haber firmado como suya una traducción de Julio César, de Shakespeare, que plagiaba el 40% de otra ya publicada por un especialista. Se dirá que, al tratarse de un autor ya fallecido, su caso estaba de más en una obra dedicada a la actualidad. Esta piadosa razón no impide, sin embargo, que se incluya al también fallecido Camilo José Cela, junto a dos exaltos cargos del PP, entre los escritores conocidos por su «manga ancha con el plagio».

Más importante aún que el eje derecha/izquierda para explicar esta peculiar forma de impartir justicia, añade el profesor Fuentes, es la tendencia de estos autores a sufrir lo que Sánchez-Cuenca llama «la obsesión nacional» o, simplemente, la «obsesión con el terrorismo», que podríamos definir como esa manía de algunos de no dejarse matar. Critica sobre todo su afición a denigrar al nacionalismo vasco y catalán, planteando una analogía con el fascismo que él considera completamente fuera de lugar. No es una cuestión baladí, porque hay argumentos que justifican al menos un debate sobre los elementos simbólicos y las prácticas políticas que comparten los nacionalismos entre sí y estos a su vez con el fascismo, que vendría a ser un nacionalismo sin bozal. Una persona tan poco sospechosa de neocon como el histórico dirigente anarquista José Peirats, al regresar a España tras largos años de exilio, no dudó en calificar de «lenino-fascistas» a los miembros de ETA. No era sólo el recurso al asesinato como parte de una política de exterminio, sino la utilización de una violencia cotidiana que buscaba un efecto intimidatorio entre la población, obligada a elegir entre su tranquilidad y sus principios, cuando estos eran contrarios al credo nacionalista. De la misma forma y con parecida efectividad actuaron las SA hitlerianas en la fase final de la República de Weimar, practicando la kale borroka contra sus adversarios y facilitando el triunfo electoral del nacionalsocialismo en un clima de fuerte presión sobre la ciudadanía, que optó finalmente por claudicar ante los violentos. Ya lo dijo Xabier Arzallus, en frase que, según el interesado –lo recuerda Sánchez-Cuenca, siempre al quite–, se ha interpretado de forma aviesa: «Unos agitan el árbol y otros recogen las nueces».

El caso catalán, añade Fuentes, es, sin duda, distinto, pero no se puede afirmar, como hace el autor, que la trayectoria del nacionalismo en Cataluña, de la Transición a nuestros días, haya estado presidida por la «ausencia de violencia». No hay más que recordar que la oposición a la política lingüística de la Generalitat por parte de un nutrido grupo de escritores, periodistas y profesores, firmantes en 1981 del llamado Manifiesto de los 2000, llevó a la organización terrorista Terra Lliure a secuestrar a uno de sus promotores, Federico Jiménez Losantos, y a dispararle un tiro en la rodilla. El mensaje estaba claro: quien se opusiera al nuevo modelo lingüístico ya sabía a lo que se exponía. Quién sabe si este hecho no influyó en la escasa contestación social que ha suscitado la inmersión lingüística, prueba irrefutable, según los biempensantes, de su aceptación general en el marco del llamado «oasis catalán». Hay ejemplos muy recientes de la existencia de una violencia de baja intensidad, pero sumamente eficaz para conseguir la invisibilidad de quienes cuestionan la inmersión identitaria impuesta por el nacionalismo. Recientemente, dos ciudadanas fueron apaleadas en el centro de Barcelona por defender a la selección española de fútbol. Las autoridades municipales y autonómicas llevan años justificando sus trabas a la celebración pública de los triunfos de la selección por su escaso arraigo en Cataluña. Y, a este paso, acabará siendo cierto, porque el efecto combinado de la coacción desde abajo y el obstruccionismo administrativo desde arriba puede conseguir, como en otros terrenos, que el sentimiento español se convierta en una especie de herejía tolerada, como mucho, en el ámbito privado. La afirmación de Sánchez-Cuenca de que en un futuro «Estado catalán no tendría por qué haber exclusivamente identidades catalanas» resulta de una ingenuidad asombrosa, a la vista del control casi absoluto que el nacionalismo ejerce ya sobre el espacio público y simbólico, antes incluso de haber conseguido un Estado propio.

El exceso de celo del autor en su defensa de los nacionalismos, sigue diciendo, le juega alguna mala pasada. Como ejemplo del juego sucio de «los antinacionalistas más primarios», aduce su insistencia en presentar el ideario nacionalista como un regreso a la tribu. No parece, sin embargo, que anden tan errados, si se recuerda que Anna Gabriel, la dirigente de la CUP y pieza clave en el procés independentista, se ha declarado partidaria de que a los hijos los eduque «la tribu». Sánchez-Cuenca considera temerario prejuzgar la calidad democrática de una futura Cataluña independiente. ¿Quién puede asegurar que se produciría un recorte de libertades, y no lo contrario? Aquí le convendría ser más consecuente con el legado histórico de la izquierda española, que pasó ya por un trance parecido en los años treinta. «No hago la guerra contra Franco para que nos retoñe en Barcelona un separatismo estúpido y pueblerino», declaró el doctor Negrín en 1938, siendo presidente del Gobierno. Cualquiera que haya leído a Manuel Azaña, como sin duda es el caso del autor de este libro, debería tener presente su autorizado testimonio sobre la deslealtad de Esquerra Republicana con la República española, por ejemplo, cuando Azaña reprocha a los dirigentes de ERC «ese sentimiento deprimente de pueblo incomprendido y vejado que ostentan algunos de ustedes», cuando señala las «enormes y escandalosas […] pruebas de insolidaridad y despego, de hostilidad, de “chantajismo” que la política catalana de estos meses ha dado frente al Gobierno de la República», o cuando denuncia la existencia de «delegaciones de la Generalidad en el extranjero». Las «extralimitaciones y abusos de la Generalidad» eran de tal índole, según el presidente de la República, que no cabían «ni en el federalismo más amplio». Hay una base histórica, por tanto, para «prejuzgar», en contra de lo que aconseja el autor, los derroteros que puede seguir el procés en un futuro no muy lejano y para comprender el alarmismo de aquellos «machos discursivos», como los llama Sánchez-Cuenca, que abordan el tema con una «mezcla de frivolidad política y mala leche».

Las marrullerías y el victimismo del nacionalismo, señala más adelante, denunciados ya en su día por Azaña, obligan a ser prudentes ante una posible consulta a la ciudadanía, una opción que en sí misma podría considerarse una salida razonable al atolladero en que se encuentra el contencioso catalán. Huelga decir que el autor es firme partidario de «un referéndum que establezca con claridad cuál es el nivel de apoyo popular a la causa de la independencia». El problema consiste precisamente en fijar y hacer cumplir unas reglas del juego claras. Por lo pronto, no parece fácil traducir en una pregunta concreta y en un porcentaje de votos predeterminado, ya sea sobre el censo electoral o sobre el total de votos emitidos, el gran sofisma del «derecho a decidir». Habría que preguntarse si el principio de autodeterminación que se invoca frente a España se aplicaría también en el interior del «ámbito de decisión», respetando el derecho a decidir de aquellas unidades territoriales –municipios, comarcas, provincias– que mostraran una voluntad contraria a la del conjunto del territorio. Cabría el riesgo, asimismo, de que los partidarios del referéndum rechazaran un resultado que les fuera adverso y siguieran reclamando nuevas consultas hasta salirse con la suya. Aquí Sánchez-Cuenca podría alegar de nuevo que no deben formularse juicios de intención para desacreditar reivindicaciones plenamente legítimas. Pero la historia reciente ofrece una vez más elementos de juicio que hay que tomar en consideración. Valga como aviso a navegantes la respuesta que, en una entrevista en La Vanguardia dio una ministra del Gobierno autónomo de Quebec, partidaria de la independencia frente a Canadá, a la pregunta de si un hipotético triunfo de la secesión en un tercer referéndum, tras su derrota en los dos anteriores, podía ser revisable en un referéndum posterior: «No. ¿Para qué, si ya lo habríamos ganado?» Preguntada por la posibilidad de que el pueblo «cambiase de opinión», contestó lisa y llanamente: «No hay precedentes». Conviene informarse bien sobre esta cuestión de los «precedentes», no sea que alguno se lleve un chasco cuando descubra que el derecho a decidir no comporta el derecho a desdecirse y que la autodeterminación caduca, al parecer, cuando sus partidarios consiguen su objetivo.

Hace poco, señala el profesor Fuentes, una periodista de la televisión pública catalana prendía fuego a un ejemplar de la actual Constitución española en un programa de gran audiencia. Quemar la Constitución no es una práctica tan novedosa como podría parecer. La Inquisición hacía lo mismo con la de Cádiz tras su derogación en 1814. Que, al cabo de doscientos años, pueda considerarse retrógrada la defensa del sistema constitucional y progresista a quien lo vulnera y lo denigra es un fenómeno digno de estudio. Sería un error, por ello, considerar el libro de Sánchez-Cuenca una versión castiza de La trahison des clercs o un simple ajuste de cuentas, tipo Los nuevos liberales, contra aquellos escritores que, según él, se han pasado al enemigo. La desfachatez intelectual es sobre todo un síntoma del extraño síndrome que aqueja a ciertos sectores de la izquierda: la creencia de que los nacionalismos periféricos representan una fuerza progresista y que merecen por ello ser tratados con un respeto reverencial. En cambio, la crítica a los nacionalismos históricos, en parte herederos del viejo carlismo, y la defensa de la Constitución serían el rasgo indeleble de eso que el autor llama «el macho discursivo» y su reaccionaria visión de la política española. Cuesta creer, sin embargo, que semejante desatino pudiera ser compartido por las figuras históricas del republicanismo y del socialismo, especialmente tras el profundo desengaño que sufrieron en los años treinta. Parece urgente que los actuales líderes e intelectuales orgánicos de la izquierda vuelvan a leer a Azaña, Negrín, Prieto, Largo Caballero, Fernando de los Ríos, Araquistáin y demás «machos discursivos» que pasaron ya en su día por una experiencia similar a la nuestra.



La tertulia del café Pombo ( José Gutiérrez Solana, 1920)


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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lunes, 20 de mayo de 2013

Los Intelectuales y la democracia: Evitar el silencio, pedir la palabra






Blas de Otero (1916-1979)



Si he perdido la vida, el tiempo, todo
lo que tiré, como un anillo, al agua,
si he perdido la voz en la maleza,
me queda la palabra.
Si he sufrido la sed, el hambre, todo
lo que era mío y resultó ser nada,
si he segado las sombras y en silencio,
me queda la palabra.
Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los labios hasta desgarrármelos,
me queda la palabra.

Blas de Otero: "En el principio. Pido la paz y la palabra"
(1955)






De los "intelectuales" siempre se ha dicho que constituyen la voz y la conciencia crítica de la sociedad de su tiempo. Claro está que para compartir esa opinión primero deberíamos ponernos de acuerdo sobre que entendemos hoy por "intelectual", sobre cuál sería su función, y a quién podríamos calificar como tal.


En aras de dilucidarlo, Álvaro Delgado-Gal, profesor de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid y director de Revista de Libros, publica en su blog un denso e irónico artículo, "¿Dónde están los intelectuales" [1], en el que después de un exhaustivo excurso sobre la historia de los mismos en Europa (y España) desde el siglo XVII para acá, llega a la desoladora conclusión de que en el momento actual no solo no juegan papel alguno, sino que ni tan siquiera existen pensadores dignos de tal nombre. 

El también profesor, Andrés Ortega, director del Observatorio de las Ideas y fundador del "Intelligente Unit of Spain", escribe otro artículo, "Transformar el sistema" [2], en el que denuncia el cada vez más acechante peligro de que la democracia española degenere en un simulacro. Para evitarlo, dice, hay que renovar una política gripada, alejada de los ciudadanos e incapaz de generar los proyectos y pactos nacionales necesarios para una nueva transición que cambie la clase dominante por una clase dirigente. ¿Pero quién se hace con el santo y seña de esa función? ¿Es posible una revolución cultural, social y política sin líderes, programa ni objetivos como la que promueven movimientos como el 15-M? El interrogante es mio, no del profesor Ortega.

Otro filósofo, profesor de la Universidad Complutense y director de la Revista Claves de Razón Práctica, Fernando Savater, escribe uno titulado "Artículo 19" [3]. Es cierto que se refiere en el mismo a la inútil, estúpida y criminal guerra que sostienen algunos Estados contra la droga. Ello le lleva a la conclusión de que pensar que las decisiones políticas son prioritariamente racionales encuentra escaso apoyo argumetal en buena parte de las medidas que adoptan los gobiernos. Lo cual, añado yo, es algo que podía extenderse muy bien a lo que en su lucha contra la crisis en Europa y España están haciendo los gobiernos estatales y la propia Unión Europea. 

Savater termina su artículo con una frase del también escritor filósofo y premio Nobel de Literatura, Bertrand Russell: "Si no podemos evitar los demás crímenes, al menos evitemos el del silencio", porque romper la imposición del silencio -dice el filósfo británico- es el comienzo de la lucha contra el resto de los crímenes. Ese evitar el silencio, denunciar las actuaciones criminales vengan de donde vengan o la irracionalidad de muchas de las actuaciones del poder es labor de los intelectuales. Y para eso es necesaria la palabra, porque la acción anti o contra, sin palabras que la expliquen, no nos lleva a ningún sitio. 

"En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios": Lo dice el Evangelio según San Juan (1, 1-2. Biblia de Jerusalén, Declée de Brower, Bilbao, 1998). Yo no llego tan lejos ni tan alto. A mí me gusta mucho más esa otra frase que dice que a los pueblos solo los mueven los poetas. 

Cuando todo aquello en lo que creíamos cede ante nuestros pies, nos queda la palabra. ¿No es eso a fin de cuentas lo que nos está diciendo Blas de Otero en los versos que encabezan esta entrada? No dejemos pues de usarla. Cada uno a su manera. En la medida de sus posibilidades.

En este vídeo [4] pueden escucharlos en la música y la voz del cantante Paco Ibáñez.

Les animo a una lectura sosegada y crítica de los enlaces reseñados. Estoy seguro de que les resultarán provechosos. Y sean felices, por favor, a pesar de todo. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt














Entrada núm. 1867
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"Tanto como saber, me agrada dudar" (Dante)
"La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura" (Voltaire)
"La historia del mundo no es un suelo en el que florezca la felicidad. Los tiempos felices son en ella páginas en blanco" (Hegel)
"Todas las penas pueden soportarse si las ponemos en una historia o contamos una historia sobre ellas" (Isak Dinesen)

miércoles, 27 de marzo de 2013

Los intelectuales hispanoamericanos y la Guerra Civil española





Caricatura de Agustín Sciammarella (El País)



No suelo escribir mucho en el blog sobre Hispanoamérica y cuando lo hago es, casi siempre, para relacionarla con la historia común, aunque no siempre compartida, con España. Una de las entradas de la que más grato recuerdo tengo sobre esa tensa relación histórica que se movió siempre entre el amor, el odio y la indiferencia, es la que escribí en abril de 2010 con el título de "La independencia de América".

Lo hice impelido por la lectura en aquellos días de José Luis Abellán y su "Historia crítica del pensamiento español" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1993) y la impresión que me produjo el conocer la profunda indiferencia conque en España se acogió el proceso de independencia de sus posesiones americanas, cuyo bicentenario estamos celebrando, y que contrastaba (por las razones que revela tan nítidimante Abellán) con la inmensa alegría con la que ese mismo proceso fue entendido por lo más granado del movimiento liberal español de la época.

Insomne como últimamente estoy, en la madrugada de hoy leo en El País un interesentísimo artículo de la redactora de cultura de dicho periódico Tereixa Constela: "Aquella guerra que cruzó el charco", sobre el partido que buena parte de los intelectuales hispanoamericanos tomaron en favor de uno u otro bando en la guerra civil española de 1936-1939, entre otros, Gabriela Mistral, Victoria Ocampo, Pablo Neruda, César Vallejo o Jorge Luis Borges.

Casualmente, hace unos días había visto en YouTube un vídeo en el que un profesor de la Universidad Complutense de Madrid daba a sus alumnos en plena calle de la capital española, en protesta por los recortes que el gobierno del partido popular está aplicando en sectores tan significativos como el de la educación, una clase sobre el papel que los escritores hispanoamericanos habían jugado en la contienda, centrada en este caso en la figura de la poetisa peruana Magda Portal.

Espero que su lectura les resulte interesante en este miércoles de Semana Santa, semana de "pasión" por tantas otras razones no estrictamente religiosas.

Y sean felices, por favor, a pesar del gobierno. Y como decía Sócrates, "Ιωμεν". Tamaragua, amigos. HArendt




Neruda, Vallejo, Portal, Borges, Ocampo y Mistral







Entrada núm. 1825
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