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lunes, 8 de enero de 2018

[A vuelapluma] Como cornadas entre bueyes





La comunidad intelectual siempre fue terreno de enfrentamientos, pero hoy se producen sin buenas maneras, con insidias y encarnizamientos. En los nuevos soportes informativos no hay ley, salvo la de la selva. Son como cornadas entre bueyes, escribe en El País el profesor de la Universidad de Barcelona Félix Ovejero Lucas.

La comunidad artística no es la comunión de los santos, comienza diciendo. Ni la artística ni, en general, la “intelectual”. Lo constaté hace unos años, mientras preparaba un libro sobre el compromiso intelectual y, en el camino, exploré el peculiar ecosistema del arte. No recordaba mayores grados de inquina gremial desde la cenas entre familias en El Padrino. No me sorprendió. Se correspondía con mi conjetura: la ausencia de criterios compartidos de calidad, aceptados y reconocidos por todos (esos que, mal que bien, operan en la mejor ciencia) propiciaría --además de la fragilidad psicológica de los artistas, quienes, carentes de tribunales fiables con los que tasar sus quehaceres, acababan por entregarse a su ego o a su corte para afirmarse en el oficio-- la mala baba y el cainismo entre colegas, con particular dedicación a quienes ocupan posiciones que otros creen merecer. Cuando no hay manera inequívoca de saber quién es el mejor, la canonjía del cabildo solo se explica por sus malas artes, rumia avinagrado el cagatintas. Y se encona.

Los testimonios abundan y, como subproducto, han generado una jugosa literatura, cuyos mejores pasajes se han decantado en diccionarios de insultos. Entre nosotros Cansinos Assens noveló esas disputas por el escalafón en El movimiento V.P.: “(L)o que sí nos parece indispensable es publicar en la Prensa la noticia de nuestro rejuvenecimiento. La noticia de que somos los únicos poetas verdaderamente jóvenes y nuevos, de que ninguno nos aventaja en modernidad y de que nuestra poesía es el verdadero específico de nuestros tiempos. Eso es; publicaremos un manifiesto y lo firmaremos todos. Y al punto que lo lean, todos los poetas viejos morirán del susto de saber que son viejos…”.

El año pasado asistimos a una actualización del fatigado conflicto con renovado léxico: cipotudos, pollaviejas, machirulos. Las nuevas injurias destacaban no solo por su ordinariez sino, sobre todo, por su condición paradójica. Doble: casi siempre, eran facturadas por personas apenas más jóvenes que los destinatarios, de quienes no se conocía otra obra que algunas líneas más hilvanadas en las redes sociales, e invocaban una corrección política que, en la práctica, quedaba traicionados por el uso de descalificaciones (por edad o sexo) a las que, curiosamente, no se aplicaba tan atosigante filtro.

Si la cosa no pasara de insípidos pellizcos de monja no merecería atención. Otra novedad cansinamente vieja. Pero junto a maduritos genios ágrafos, suscribieron las descalificaciones jóvenes con talento que, en las difíciles circunstancias del ecosistema cultural, han mostrado independencia de criterio y solvencia informativa. Con una peculiaridad: asoman menos en los medios impresos clásicos que en los digitales. Escribían desde el corazón de la tormenta. Involuntariamente, eran víctimas y protagonistas de importantes cambios asociados a los nuevos soportes de la información. Cambios que, por cierto, confirman la insuperable tesis marxiana: el desarrollo de las fuerzas productivas siempre acaba por dinamitar las relaciones de producción.

Tales cambios están en el origen de importantes mutaciones en los entresijos de ciertos oficios, equívocamente calificados como “intelectuales”, que explicarían el encanallamiento. Aunque su examen afinado desborda el artículo de opinión, sin disparatar, cabe levantar algunas conjeturas. En particular, deberíamos atender a tres tensiones clásicas y a una novedad que las ha agudizado.

La primera tensión, intergeneracional, recreada en la novela de Cansinos Assens, es el inexorable conflicto por el escalafón: “la rara unanimidad en el rencor de los que, cogidos de las manos, juraron destruir las lises con los pies”. Las revueltas de coroneles explican no pocas “renovaciones artísticas”, una vía como otra cualquiera de impostar el gesto para una autopromoción colectiva en la que siempre conviene disponer de un clásico muerto para arrojarlo a los vivos con mando en plaza. El “¡Viva Don Luis!” de los del 27 era una manera esquinada de decir “¡A la mierda los viejos!”.

La segunda, intrageneracional, invita a militar en cofradías y a levantar doctrina para dignificar las refriegas. Los integrantes cabildean y se arraciman en torno a administradores de grupo con aldabas: premios literarios, cursos de verano, suplementos culturales, revistas, dirección de sellos literarios o —ya en la fantasía— de colecciones de autores españoles en editoriales internacionales consagradas, como Gallimard, por un suponer. Cada uno juramentado con los suyos y a la greña con los otros. Para ejemplo, las vanguardias de hace un siglo: dadá contra los cubistas, los surrealistas contra dadá, los surrealistas y los creacionistas contra todos. Y, cuando llega la bronca, prietas las filas sin dejar prisioneros. Como, por seguir con los mismos, cuando, tras acusar Huidobro a Neruda de plagio por el Poema 13 de sus Veinte poemas de amor, Lorca tocó a rebato con un manifiesto en contra de Huidobro y a quienes se resistieron a firmarlo, como Juan Ramón Jiménez, los tamborileros de Neruda les hicieron la vida imposible.

La tercera tensión, filial, se produciría entre el maestro o mentor y unos discípulos que se disputan la condición de legatarios, incluso con los deudos. Como en el poema de José Agustín Goytisolo: “Se aferró a su cadáver/todavía caliente. Dijo:/No le toquéis ya más/que así era el muerto:/ me pertenece; es mío”. Una tensión que no es solo una, pues los perdedores sin reliquias no dudarán en transitar de la devoción a la ingratitud, y, a la menor ocasión, se vengarán de los favores recibidos aplicando el lema: “lo que yo pude haber sido, si no me hubieran torcido las malas influencias”. Matan al padre y, de paso, ultiman a los hermanos. Tampoco aquí nos defraudan los del 27 y sus autoproclamados herederos.

El cuadro anterior, aunque incompleto (para otras pistas: Nuria Peist, El éxito en el arte moderno), enmarca las trazas generales de bastantes disputas “intelectuales”, sobre todo una vez que la desaparición de tradición conllevó la eliminación de los patrones sedimentados de tasación. Batalla siempre habrá, pues, como argumentaron Philip Pettit y Geoffrey Brennan, el prestigio, bien limitado que provoca deferencias y honores, se configura como un mercado, con su oferta y su demanda. Por definición, no todos pueden ser el primero.

Con todo, en ese mundo, el de ayer, todavía había lugar para las buenas maneras. Ahora, las cosas son diferentes. Con el cambio en los soportes informativos ha mudado el tamaño y la naturaleza del pastel, las retribuciones. Hay menos que repartir y no hay reglas. Si ya no había gremios ni aprendices, ahora ni siquiera hay ley, salvo la de la selva. No cabe esperar a que corra el escalafón. Se imponen las insidias, el encarnizamiento y la aspereza en el trato. No hay lugar para hippies bonobos, que además han resultado un cuento, solo para pendencieros chimpancés. Que nadie se despiste.


  

Dibujo de Eduardo Estrada para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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sábado, 30 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Cataluña: Fin de ciclo





Si nuestros males vienen de España, las soluciones, naturalmente, requieren menos España. Ese es el discurso del independentismo y el resultado es una sociedad rota. Y es así porque su proyecto asume la exclusión como principio regulador. Lo anterior lo dice Félix Ovejero Lucas, economista, profesor titular de Economía, Ética y Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona, y profesor visitante en las universidades Pompeu Fabra de Barcelona, en el Centro de Ética, Racionalidad y Sociedad de la Universidad de Chicago, y en la de Wisconsin-Madison (EE.UU.).

A diferencia de lo que sucede en la ciencia, la imprecisión es un hábito en la política: la defensa del cambio, la necesidad de mirar “hacia delante”, las reclamaciones de entendimiento. Ya conocen la cháchara. Y su porqué: la imprecisión no se puede tasar. Como saben los echadores de cartas, incluso a un Buda incapacitado “le sucederá algo”.

Una de las vaguedades de más uso editorial es la reclamación de diálogo. ¿Quién no está a favor? “Rajoy”, se dispara Pavlov. Milagrosamente, en este caso un experimento natural permitió refutar el tópico. Y está grabado: cuando en un memorable ridículo le faltó tiempo para contestar a dos periodistas radiofónicos que, haciéndose pasar por Puigdemont, llamaron a Moncloa. Cuando quiera y donde quiera, poco más o menos. Y casi: sobre lo que quiera.

No, el problema catalán no es resultado de “falta de diálogo”. Aquí han dialogado todos, mejor dicho, todos han dado por buenas las sucesivas exigencias nacionalistas. El primero, Aznar: recaudación del IRPF (33%), del IVA (35%), de los impuestos especiales (40%); múltiples transferencias, incluidas competencias de la Guardia Civil a los Mossos; supresión de la mili; eliminación de los gobernadores civiles; ampliaciones del puerto y del aeropuerto de Barcelona, AVE; canales adicionales de TDT; defenestración de Vidal-Quadras; paralización de la llegada al Constitucional de una ley de política lingüística que Aznar sabía anticonstitucional. Para un libro. Unas eran de justicia o eficacia y bien estaban. Otras no: tenían que ver con la construcción de identidad y de eso que ahora se llama “estructuras de Estado”. El germen.

En realidad, la tesis de la falta de diálogo es deudora de otra también vaporosa: el problema catalán. El diálogo buscaría, nos dicen, resolver “el problema catalán”. No hagan más preguntas, porque nadie precisa. Bueno, sí, los nacionalistas; en lo esencial, sin decoración, su tesis es que los catalanes tenemos derecho a la autodeterminación porque estamos colonizados: ignorados en nuestra identidad cultural y expoliados. Invadidos, precisó Puigdemont. La realidad desmiente la fábula: la identidad cultural ignorada y despreciada es la de una amplia mayoría de catalanes que, para empezar, ni siquiera pueden escolarizarse en su lengua materna; la explotación económica, una mala broma, si se tiene en cuenta que doscientos y pico cargos de la Generalitat cobran más que Rajoy, incluido Puigdemont, que cobra el doble. Y si les queda alguna duda: pregunten dónde está la calle española “más cara” (y de paso, la más barata). Definitivamente, los españoles, como colonos, imbéciles. Pero la mentira se ha impuesto y con ella sus chorretones sentimentales al describir “el problema” y sus soluciones: la comodidad, el encaje, sentirnos queridos, la desafección, hacer España atractiva.

Una vez aceptada esa descripción del problema, los teoremas se disparan. Si nuestros males vienen de España, las soluciones, naturalmente, requieren menos España. Otro teorema: si cualquier problema se le puede achacar a España, el nacionalismo tiene indiscutibles incentivos para crear problemas. Vive de ellos. El tercero: quien acepte esa descripción ha de comprar su implicación completa: la independencia es solo cuestión de tiempo. El límite matemático de la función. La estación término del “siempre un poco más” que nos ha traído donde estamos. El nacionalismo lo sabe y por eso el chantaje no cesa: la independencia o algo a cambio, que también es la independencia. La tercera vía es la segunda.

El problema catalán inmediato es otro: una sociedad rota. Pero no porque sí. La brecha es la ajustada aplicación de un proyecto que asume la exclusión como principio regulador. Basta con examinar el léxico arrojado a diario al discrepante, cualquiera: sucursalista, botifler, anticatalán, españolista, traidor. El campo semántico resulta claro: no eres conciudadano sino extranjero. Desde esa perspectiva, se ilumina lo sucedido este tiempo: las banderas de parte que señorean las instituciones de todos; los señalamientos y el temor a ser señalados; el acoso a las familias que reclaman educación bilingüe; los linchamientos a periodistas; la intimidación en las universidades. El desprecio a los procedimientos parlamentarios no fue un circunstancial calentón, sino una implicación de un nacionalismo que se presenta como “el pueblo catalán”. Forcadell lo dijo en su día: PP y Ciudadanos son extranjeros. Y al extranjero, en el Parlamento, no se le deja hablar. No es que el nacionalismo, de pronto, se comporte mal. El mal está en su naturaleza.

El problema, para decirlo claro, es el nacionalismo, cuyo programa último, el de ahora, es la quintaesencia de la limitación de derechos: la creación de un nuevo Estado mediante la apropiación de una parte de la población y del territorio de un Estado preexistente. En una parte de un territorio que era de todos, y que ahora se reservan para sí, deciden privar a los otros de la ciudadanía. En ese sentido se avecina a otras ideologías y concepciones del mundo que asumen que ciertos ciudadanos, por participar de ciertas características (blancos, varones), pueden limitar los derechos de otros. El problema es de libertades y derechos. El desprecio a la ley, esto es, el miedo.

Si ese es el diagnóstico, adquiere otro sentido otra de las vaguedades en circulación: la necesidad de ofrecer respuestas políticas. Sí, hay que ofrecerlas, pero no como parece entenderse normalmente, para contentar a quien no aspira a ser contentado, sino en su sentido más digno, como debate de ideas, como crítica política. No se trata de invertir más en Cataluña para que “estemos contentos”. Si se invierte para que no nos enfademos, el enfado está asegurado. Sale a cuenta. Si se invierte, debe ser porque es de justicia dentro de una comunidad de valoración compartida, los ciudadanos españoles, libres e iguales. Algo ininteligible para un nacionalismo al que no preocupan sus conciudadanos, sino lo que pueden obtener de sus conciudadanos. No hay argumento más indecente que “nos sale a cuenta”. Si vale, contemplen la posibilidad de votar la expulsión de Extremadura. Los perdedores nunca salen a cuenta.

El problema catalán es creer que hay un problema catalán, el que nos cuentan los nacionalistas. El problema es una ideología reaccionaria y radicalmente antigualitaria y, si quieren completar el cuadro, el respeto acomplejado de una izquierda incapaz de criticarlo. No es que no se atreva, es que lo defiende.

Después del acelerón nacionalista, hay indicios de que las cosas podrían estar cambiando. Respetados militantes de la izquierda antifranquista, entre ellos, sindicalistas decentes y con lecturas, parecen haber caído en la cuenta de lo que tienen enfrente, de lo que, a qué ignorarlo, tuvieron a su lado y alimentaron. Mejor tarde que nunca. Quizá estemos a tiempo de levantar una izquierda realmente comprometida con la igualdad y la razón. De la otra, la reaccionaria, sobran ejemplares, concluye diciendo.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos.  HArendt






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domingo, 9 de agosto de 2015

[Política] ¿Son incompatibles mayor libertad y mejor democracia?




La libertad guiando al pueblo (Eugène Delacroix, 1798-1863)



¿Son democracia y liberalismo términos políticamente compatibles? ¿Una mayor democracia implica pérdida de libertad o una mayor libertad individual una peor democracia? Creo recordar que fue el expresidente del gobierno Felipe González el que en un discurso electoral de su partido llegó a decir que él era socialista porque era demócrata, y demócrata a fuer de liberal... No todo el mundo parece estar de acuerdo con esa compatibilidad entre democracia y liberalismo, de la cual, la denominada "democracia liberal" imperante en Occidente, vendría a ser su paradigma.

Por ejemplo, no lo está el profesor norteamericano Fareed Zakaria, autor del libro "El futuro de la libertad. Las democracias iliberales en el mundo" (Santillana, Madrid, 2003), en el que defiende que un mayor grado de democracia no es garantía alguna, sino más bien todo lo contrario, de mayor libertad ciudadana. Tampoco lo es para el profesor británico Isaiah Barlin, uno de los más grandes pensadores políticos del siglo XX, autor a su vez de "Cuatro ensayos sobre la libertad" (Alianza, Madrid, 1988), donde dice que "hay que enfrentarse al hecho, intelectualmente incómodo, de que la democracia y el liberalismo no se llevan bien; que pueden chocar entre sí de una manera irreconciliable".

Por motivos opuestos a los citados, es decir, por defender una mayor democracia frente a la idea de libertad "negativa" consustancial al liberalismo político, tampoco parece estar de acuerdo con esa idea liberal de la democracia el politólogo norteamericano Robert A. Dahl, autor de "La democracia y sus críticos" (Paidós, Barcelona, 2002), uno de sus libros más famosos, en el que se muestra muy crítico con el funcionamiento de las democracias modernas.

Pero la reflexión sobre esta cuestión me vino propiciada hace un tiempo por la lectura de un magnífico artículo del economista y profesor de la Universidad de Barcelona, Félix Ovejero Lucas, titulado "Idiotas o ciudadanos", publicado en la Revista Claves de Razón Práctica.

Ovejero Lucas es profesor de Metodología de las Ciencias Sociales y fue uno de los más decididos impulsores de Ciudadanos-Partido de la Ciudadanía, y su artículo es el texto de una conferencia impartida en los primeros "Encuentros de Canarias. Ciudadanía y Democracia en España y Latinoamérica", propiciados por la Fundación Mapfre-Guanarteme, de Las Palmas de Gran Canaria.

Para una parte importante del pensamiento conservador, dice el profesor Ovejero al inicio de su artículo, "la democracia puede prescindir de los ciudadanos. Incluso más: es mejor que prescinda. Llanamente, no serían de fiar". Y esto es así, continúa más adelante, porque "la democracia moderna está pensada para operar con ciudadanos ignorantes y egoístas, despreocupados por la cosa pública. Al modo del mercado, las reglas del juego asegurarían que, sin información y sin virtud, se alcancen los buenos resultados: la asignación de los recursos de un modo más o menos eficiente", concluyendo su introducción con la afirmación de que "el diseño institucional del mecanismo democrático y la propia naturaleza de la actividad política se combinan para hacer improbable el buen funcionamiento del mercado político. [.../...] La ignorancia y el desinterés serían su natural combustible", dice.

Sobre la ignorancia política generalizada en los ciudadanos, expone que un 30% de los norteamericanos no sabe quién gobierna en la Casa Blanca; la mitad ignora que cada Estado tiene dos senadores y las tres cuartas partes desconoce la duración de su mandato, Por su parte, añade sin sorna alguna, un 25% de los británicos cree que Winston Churchill, primer ministro durante la II Guerra Mundial, es un personaje de ficción, mientras que un 58% piensa que Sherlock Holmes existió.

Para Ovejero Lucas el diseño de las instituciones democráticas "no están pensadas para contar con los ciudadanos", y ello, en base a varias premisas de la tradición liberal conservadora: a) la democracia no funciona cuando hace lo que los electores quieren; b) los ciudadanos son ignorantes; c) los ciudadanos son insconscientes; d) los ciudadanos son egoístas; e) los ciudadanos son insensatos. El "problema de la falta de cultura cívica -dice. tiene que ver menos con los ciudadanos que con las reglas de juego en las que se manejan. [.../...] Lamentarse -añade-, porque los ciudadanos carecen de disposiciones cívicas en esas circunstancias no deja de ser un ejercicio retórico".

Personalmente pienso que el binomio democracia-libertad o libertad-democracia es indisociable. Que no es posible una democracia mejor sin una mayor libertad individual ni mayor libertad individual sin una mejor democracia, pero también que en la trilogía libertad, igualdad (que no otra cosa significa la democracia) y fraternidad, el primer lugar lo ocupa la libertad. Será por algo, digo yo...


Y ahora, como decía Sócrates, "Ιωμεν", nos vamos. Sean felices, por favor. Tamaragua, amigos. HArendt



Campaña de la libertad (Filadelfía, Pensilvania, EE.UU.)



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Todo poder corrompe y el poder absoluto, de forma absoluta (Lord Acton)

miércoles, 27 de agosto de 2008

*Democracia frente a liberalismo





¿Son democracia y liberalismo términos políticamente compatibles? Creo recordar que fue el ex-presidente español Felipe González, el que en un discurso electoral de su partido llegó a decir que él era socialista porque era demócrata, y demócrata a fuer de liberal... No todo el mundo parece estar de acuerdo con esa compatibilidad entre democracia y liberalismo, de la cual, la denominada "democracia liberal" imperante en Occidente, vendría a ser su paradigma.

Por ejemplo, no lo está el profesor norteamericano Fareed Zakaria: "El futuro de la libertad. Las democracias iliberales en el mundo" (Santillana, Madrid, 2003), donde defiende que un mayor grado de democracia no es garantía alguna, sino más bien todo lo contrario, de mayor libertad ciudadana. Tampoco lo es para el profesor británico Isaiah Berlin, uno de los más grandes pensadores políticos del siglo XX: "Cuatro ensayos sobre la libertad" (Alianza, Madrid, 1988) donde dice que "hay que enfrentarse al hecho, intelectualmente incómodo, de que la democracia y el liberalismo no se llevan bien; que pueden chocar entre sí de una manera irreconciliable".

Por motivos opuestos a los citados, es decir, por defender una mayor democracia frente a la idea de libertad "negativa" consustancial al liberalismo político, tampoco parece estar de acuerdo con esa idea liberal de la democracia el politólogo norteamericano Robert A. Dahl: "La democracia y sus críticos" (Paidós, Barcelona, 2002), uno de sus libros más famosos, en el que se muestra muy crítico con el funcionamiento de las democracias modernas.

Pero la reflexión sobre esta cuestión me ha venido propiciada por la lectura de un magnífico artículo del economista y profesor de la Universidad de Barcelona, Félix Ovejero Lucas, titulado "¿Idiotas o ciudadanos?", publicado en el número 184 de la Revista Claves de Razón Práctica, al que he llegado a través del enlace que en mi blog tengo a "El Boomeran(g)-El Blog Literario en español".

Ovejero Lucas es profesor de Metodología de las Ciencias Sociales y uno de los más decididos impulsores de Ciudadanos-Partido de la Ciudadanía, y su artículo es el texto de una conferencia impartida en los primeros "Encuentros de Canarias. Ciudadanía y Democracia en España y Latinoamérica", propiciados por la Fundación Mapfre-Guanarteme, de Las Palmas de Gran Canaria.


Para una parte importante del pensamiento conservador, dice el profesor Ovejero al inicio de su artículo, "la democracia puede prescindir de los ciudadanos. Incluso más: es mejor que prescinda. Llanamente, no serían de fiar". Y esto es así, continúa más adelante, porque "la democracia moderna está pensada para operar con ciudadanos ignorantes y egoístas, despreocupados por la cosa pública. Al modo del mercado, las reglas del juego asegurarían que, sin información y sin virtud, se alcancen los buenos resultados: la asignación de los recursos de un modo más o menos eficiente", concluyendo su introducción con la afirmación de que "el diseño institucional del mecanismo democrático y la propia naturaleza de la actividad política se combinan para hacer improbable el buen funcionamiento del mercado político. [.../...] La ignorancia y el desinterés serían su natural combustible", dice.

Sobre la ignorancia política generalizada en los ciudadanos, expone que un 30% de los norteamericanos no sabe quién gobierna en la Casa Blanca; la mitad ignora que cada Estado tiene dos senadores y las tres cuartas partes desconoce la duración de su mandato, Por su parte, un 25% de los británicos cree que Churchill, primer ministro durante la II Guerra Mundial, es un personaje de ficción, mientras que un 58% piensa que Sherlock Holmes existió.

Para Ovejero Lucas el diseño de las instituciones democráticas "no están pensadas para contar con los ciudadanos", y ello, en base a varias premisas de la tradición liberal conservadora: a) la democracia no funciona cuando hace lo que los electores quieren; b) los ciudadanos son ignorantes; c) los ciudadanos son insconscientes; d) los ciudadanos son egoístas; e) los ciudadanos son insensatos. El "problema de la falta de cultura cívica -dice. tiene que ver menos con los ciudadanos que con las reglas de juego en las que se manejan. [.../...] Lamentarse -añade-, porque los ciudadanos carecen de disposiciones cívicas en esas circunstancias no deja de ser un ejercicio retórico".

Espero haber despertado al menos su curiosidad. Les remito al texto completo de "¿Idiotas o ciudadanos?", del profesor Ovejero Lucas. Les aseguro que merece la pena. (HArendt)