La comunidad intelectual siempre fue terreno de enfrentamientos, pero hoy se producen sin buenas maneras, con insidias y encarnizamientos. En los nuevos soportes informativos no hay ley, salvo la de la selva. Son como cornadas entre bueyes, escribe en El País el profesor de la Universidad de Barcelona Félix Ovejero Lucas.
La comunidad artística no es la comunión de los santos, comienza diciendo. Ni la artística ni, en general, la “intelectual”. Lo constaté hace unos años, mientras preparaba un libro sobre el compromiso intelectual y, en el camino, exploré el peculiar ecosistema del arte. No recordaba mayores grados de inquina gremial desde la cenas entre familias en El Padrino. No me sorprendió. Se correspondía con mi conjetura: la ausencia de criterios compartidos de calidad, aceptados y reconocidos por todos (esos que, mal que bien, operan en la mejor ciencia) propiciaría --además de la fragilidad psicológica de los artistas, quienes, carentes de tribunales fiables con los que tasar sus quehaceres, acababan por entregarse a su ego o a su corte para afirmarse en el oficio-- la mala baba y el cainismo entre colegas, con particular dedicación a quienes ocupan posiciones que otros creen merecer. Cuando no hay manera inequívoca de saber quién es el mejor, la canonjía del cabildo solo se explica por sus malas artes, rumia avinagrado el cagatintas. Y se encona.
Los testimonios abundan y, como subproducto, han generado una jugosa literatura, cuyos mejores pasajes se han decantado en diccionarios de insultos. Entre nosotros Cansinos Assens noveló esas disputas por el escalafón en El movimiento V.P.: “(L)o que sí nos parece indispensable es publicar en la Prensa la noticia de nuestro rejuvenecimiento. La noticia de que somos los únicos poetas verdaderamente jóvenes y nuevos, de que ninguno nos aventaja en modernidad y de que nuestra poesía es el verdadero específico de nuestros tiempos. Eso es; publicaremos un manifiesto y lo firmaremos todos. Y al punto que lo lean, todos los poetas viejos morirán del susto de saber que son viejos…”.
El año pasado asistimos a una actualización del fatigado conflicto con renovado léxico: cipotudos, pollaviejas, machirulos. Las nuevas injurias destacaban no solo por su ordinariez sino, sobre todo, por su condición paradójica. Doble: casi siempre, eran facturadas por personas apenas más jóvenes que los destinatarios, de quienes no se conocía otra obra que algunas líneas más hilvanadas en las redes sociales, e invocaban una corrección política que, en la práctica, quedaba traicionados por el uso de descalificaciones (por edad o sexo) a las que, curiosamente, no se aplicaba tan atosigante filtro.
Si la cosa no pasara de insípidos pellizcos de monja no merecería atención. Otra novedad cansinamente vieja. Pero junto a maduritos genios ágrafos, suscribieron las descalificaciones jóvenes con talento que, en las difíciles circunstancias del ecosistema cultural, han mostrado independencia de criterio y solvencia informativa. Con una peculiaridad: asoman menos en los medios impresos clásicos que en los digitales. Escribían desde el corazón de la tormenta. Involuntariamente, eran víctimas y protagonistas de importantes cambios asociados a los nuevos soportes de la información. Cambios que, por cierto, confirman la insuperable tesis marxiana: el desarrollo de las fuerzas productivas siempre acaba por dinamitar las relaciones de producción.
Tales cambios están en el origen de importantes mutaciones en los entresijos de ciertos oficios, equívocamente calificados como “intelectuales”, que explicarían el encanallamiento. Aunque su examen afinado desborda el artículo de opinión, sin disparatar, cabe levantar algunas conjeturas. En particular, deberíamos atender a tres tensiones clásicas y a una novedad que las ha agudizado.
La primera tensión, intergeneracional, recreada en la novela de Cansinos Assens, es el inexorable conflicto por el escalafón: “la rara unanimidad en el rencor de los que, cogidos de las manos, juraron destruir las lises con los pies”. Las revueltas de coroneles explican no pocas “renovaciones artísticas”, una vía como otra cualquiera de impostar el gesto para una autopromoción colectiva en la que siempre conviene disponer de un clásico muerto para arrojarlo a los vivos con mando en plaza. El “¡Viva Don Luis!” de los del 27 era una manera esquinada de decir “¡A la mierda los viejos!”.
La segunda, intrageneracional, invita a militar en cofradías y a levantar doctrina para dignificar las refriegas. Los integrantes cabildean y se arraciman en torno a administradores de grupo con aldabas: premios literarios, cursos de verano, suplementos culturales, revistas, dirección de sellos literarios o —ya en la fantasía— de colecciones de autores españoles en editoriales internacionales consagradas, como Gallimard, por un suponer. Cada uno juramentado con los suyos y a la greña con los otros. Para ejemplo, las vanguardias de hace un siglo: dadá contra los cubistas, los surrealistas contra dadá, los surrealistas y los creacionistas contra todos. Y, cuando llega la bronca, prietas las filas sin dejar prisioneros. Como, por seguir con los mismos, cuando, tras acusar Huidobro a Neruda de plagio por el Poema 13 de sus Veinte poemas de amor, Lorca tocó a rebato con un manifiesto en contra de Huidobro y a quienes se resistieron a firmarlo, como Juan Ramón Jiménez, los tamborileros de Neruda les hicieron la vida imposible.
La tercera tensión, filial, se produciría entre el maestro o mentor y unos discípulos que se disputan la condición de legatarios, incluso con los deudos. Como en el poema de José Agustín Goytisolo: “Se aferró a su cadáver/todavía caliente. Dijo:/No le toquéis ya más/que así era el muerto:/ me pertenece; es mío”. Una tensión que no es solo una, pues los perdedores sin reliquias no dudarán en transitar de la devoción a la ingratitud, y, a la menor ocasión, se vengarán de los favores recibidos aplicando el lema: “lo que yo pude haber sido, si no me hubieran torcido las malas influencias”. Matan al padre y, de paso, ultiman a los hermanos. Tampoco aquí nos defraudan los del 27 y sus autoproclamados herederos.
El cuadro anterior, aunque incompleto (para otras pistas: Nuria Peist, El éxito en el arte moderno), enmarca las trazas generales de bastantes disputas “intelectuales”, sobre todo una vez que la desaparición de tradición conllevó la eliminación de los patrones sedimentados de tasación. Batalla siempre habrá, pues, como argumentaron Philip Pettit y Geoffrey Brennan, el prestigio, bien limitado que provoca deferencias y honores, se configura como un mercado, con su oferta y su demanda. Por definición, no todos pueden ser el primero.
Con todo, en ese mundo, el de ayer, todavía había lugar para las buenas maneras. Ahora, las cosas son diferentes. Con el cambio en los soportes informativos ha mudado el tamaño y la naturaleza del pastel, las retribuciones. Hay menos que repartir y no hay reglas. Si ya no había gremios ni aprendices, ahora ni siquiera hay ley, salvo la de la selva. No cabe esperar a que corra el escalafón. Se imponen las insidias, el encarnizamiento y la aspereza en el trato. No hay lugar para hippies bonobos, que además han resultado un cuento, solo para pendencieros chimpancés. Que nadie se despiste.