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sábado, 1 de julio de 2017

[A vuelapluma] Nostalgia del soberano





El hecho de subir dos artículos seguidos de Manuel Arias Maldonado al blog es mera casualidad, pero también reconocimiento del indudable interés que despierta en mí este ilustre profesor de la Universidad de Málaga, filósofo, sociólogo, politólogo y ensayista español, cuyo campo de estudio preferente gira en torno a la dimensión política y filosófica del medio ambiente, la teoría de la democracia, el liberalismo político, los efectos sociopolíticos de la digitalización y el giro afectivo en las ciencias sociales.

Tenemos nostalgia del soberano, dice en El País. Se añora un sujeto colectivo que simplifique las cosas al suministrarnos una identidad política llamada a acabar con la fragmentación social y a resolver todos los problemas que nos afligen, ya sea el terrorismo o la decadencia industrial. Que la democracia está hoy en crisis, nadie parece dudarlo; que la democracia siempre ha estado en crisis, en cambio, todos parecemos olvidarlo. ¿Acaso no ha conocido momentos mucho peores? En 1942, durante la Segunda Guerra Mundial, apenas doce países eran también democracias. Pero su ininterrumpida expansión desde entonces, dramáticamente ratificada por el derrumbe de los regímenes comunistas, nos convirtió en optimistas incurables: la democracia parecía el régimen natural para las sociedades del nuevo siglo y su relativa estabilidad terminó por producir un relato triunfante cuyo portavoz más autorizado fue Francis Fukuyama. Su célebre fin de la historia anunciaba la clausura del conflicto ideológico en torno al mejor modo de organizar las comunidades humanas: la democracia liberal había llegado para quedarse.

Veinticinco años después, no estamos tan seguros, añade. El liberalismo occidental parece batirse en retirada ante el ascenso de tendencias iliberales de todo tipo: éxito electoral de los populismos de izquierda y derecha, auge de los nacionalismos, apoyo a líderes autoritarios de inclinaciones decisionistas, degradación digital del debate público. Podemos poner nombre propio a estas ideas: Brexit, Trump, Cataluña, Hungría, Turquía, Filipinas, posverdad. Sin que la lista sea exhaustiva ni olvidemos que la inestabilidad no es general: Macron ha ganado en Francia, Wilders no ganó en Holanda y el New York Times sigue publicándose. Sin embargo, estas tendencias señalan un desplazamiento preocupante hacia eso que se ha llamado "democracia iliberal". O sea, una democracia que da prioridad al voto popular por encima de los demás componentes del liberalismo democrático: división de poderes, derechos y libertades fundamentales, independencia de los tribunales, imperio de la ley, respeto a las minorías, tolerancia moral y religiosa. Mientras, hacia fuera, la cooperación multilateral deja paso a la introversión soberanista. Así que no hay fin de la historia: la trama se complica.

Me gustaría sugerir que estas turbulencias giran en torno a una pregunta clave: ¿quién es el protagonista de la democracia?, se pregunta. O, si se prefiere: ¿quién es el sujeto de la democracia? Desde luego, la respuesta parece sencilla si nos atenemos a la letra constitucional: el sujeto de la democracia es el pueblo cuyo gobierno consagra esa misma democracia. Pero el liberalismo democrático recela de los sujetos colectivos y sitúa en su centro al ciudadano, retratado simultáneamente como titular de derechos y votante democrático. Individuo autónomo capaz de dar sentido a su vida y tomar decisiones responsables, es él quien crea opinión y contribuye a formar mayorías electorales que hacen posible el gobierno. Es verdad que la figura del ciudadano coexiste en nuestros textos constitucionales con entidades colectivas que tienen como fin legitimar -jurídica y afectivamente- el régimen democrático. Se habla así de la soberanía popular o se invoca la nación como depósito de identidad compartida que justifica unas fronteras. Y en la noche electoral, ganadores y perdedores interpretan "la voz del pueblo". Sin embargo, esta ambigüedad es inevitable cuando se trata de dar forma a la intrincada relación entre lo individual y lo colectivo.

Pues bien, el fenomenal impacto psicopolítico de la crisis económica ha creado un nuevo espacio emocional que amenaza con alterar ese precario equilibrio simbólico, comenta. ¿De qué manera? Sobre todo, la recesión ha tensado unas relaciones sociales que ya se encontraban sometidas a la doble presión ejercida por la globalización y la digitalización. Huelga decir que la atomización no es ninguna novedad: el desafío de la teoría política del siglo XX, de Rawls a Habermas, ha consistido en la búsqueda infructuosa de una ética universalista aplicable a cuerpos sociales cada vez más fragmentados. En otras palabras, relatos y símbolos comunes a todos sobre los que edificar una sociedad democrática. Ahora, la globalización ha abierto una inesperada brecha entre las ciudades y el mundo rural, así como entre educados y no educados. Mientras, la digitalización ha reforzado esa tendencia (ahí está la disruptiva gig economy basada en las plataformas digitales y un solitario autoempleo) al tiempo que proporcionaba a cada ciudadano una herramienta expresiva de doble filo: aunque emitimos opiniones individuales en las redes sociales, habitamos burbujas cognitivas que complican el mantenimiento de un mundo público común. El resultado es una caótica sinfonía del descontento cuyo scherzo no parece tener fin.

Justamente, aquí es donde aparece la nostalgia por un sujeto colectivo que simplifica las cosas al suministrarnos una identidad política emocionalmente satisfactoria, señala. Hay donde elegir, aunque las categorías se solapen: el pueblo del populismo, la nación del nacionalismo, la etnia del nativismo, la multitud del neomarxismo, la comunidad de creyentes del fundamentalismo. Todos esos sujetos soberanos, capaces de una acción política eficaz, están llamados a acabar con la fragmentación social y a resolver todos los problemas que nos afligen: desde el terrorismo islamista a la decadencia industrial. Son, todos ellos, entidades abstractas a menudo personificadas en un líder carismático sobre el se proyecta afectivamente el. Hugo Chávez lo expresó de manera inmejorable: "No soy un individuo. Soy el pueblo". Milenios de vida tribal resuenan en esa proclamación.

Ante esta disyuntiva, afirma, lo primero es reconocer que nos encontramos ante un problema sin solución. En este mundo, no puede salvarse la distancia entre la conciencia individual y la comunidad política; salvo que se haga poesía. Y es que la política es una empresa colectiva que requiere de ciudadanos autónomos, capaces de comprometerse con los asuntos públicos sin perder su individualidad por el camino, ni frustrarse cuando los dictados de su conciencia no coinciden con las decisiones mayoritarias. Y no hay canales de participación digital capaces de remediar este desajuste. Tal vez esta brecha trágica solo pueda remediarse mediante una sofisticada distancia irónica, pero es hora de admitir que la tentación de subsumirse en un sujeto colectivo forma parte del bagaje evolutivo de la especie y nunca nos abandonará. Siempre habrá profetas, demagogos, redentores: porque siempre habrá quien les escuche.

Si bien se mira, nada de esto quita la razón a Fukuyama: las sociedades complejas solo pueden ser democracias liberales y ni siquiera sus críticos más mordaces han puesto sobre la mesa una alternativa plausible, concluye diciendo. Ocurre que la democracia es por definición una tarea pendiente, un proceso imperfecto que produce resultados insatisfactorios, una forma organizativa inherentemente conflictiva. ¡Si no fuera todas esas cosas, no sería una democracia! Ahora mismo, es preciso desarrollar estrategias que -à là Macron- hagan posible contener el virus del iliberalismo. A largo plazo, sería aconsejable que las sociedades democráticas hiciesen un esfuerzo de maduración, a fin de comprenderse mejor a sí mismas. O sea: como suma de ciudadanos responsables que forman parte de una comunidad política pluralista y asumen su irremediable orfandad tras la muerte del viejo padre soberano. Porque estamos solos. Y en esa soledad democrática debemos encontrarnos.



Dibujo de Raquel Marín para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

jueves, 25 de mayo de 2017

[A vuelapluma] La democracia contra sí misma





Jorge Galindo es un profesor e investigador español en el Departamento de Sociología de la Universidad de Ginebra, donde trabaja principalmente en el ámbito de la economía política comparada. Le interesa sobre todo la relación entre crecimiento, redistribución y elecciones políticas hechas por los distintos actores sociales, con especial atención a su posición en la estructura del mercado laboral. Miembro fundador del grupo de análisis Politikon y columnista habitual en El País, publicaba hace unos días una breve e interesante reflexión sobre la vigencia de la división de poderes en las democracias liberales contemporáneas.

Consideremos una democracia, comienza diciendo. Una cualquiera, con Estado de derecho, con todas las garantías de libertad, y con poderes (ejecutivo, legislativo, judicial) diferenciados sobre el papel. Supongamos que un nuevo líder gana unas elecciones, alcanza la cúspide del ejecutivo, y está dispuesto a atacar la estructura del Estado, sea para mantenerse en el poder, sea para conseguir réditos personales a través de acciones corruptas. En caso de necesidad, ¿qué puede hacer la sociedad para protegerse a sí misma?

En teoría, añade, son precisamente las leyes y las instituciones las que se interpondrán en su camino. Para eso existen el legislativo y el judicial, entre otras cosas, ¿no? Para controlar al ejecutivo. La norma escrita es la protección de la que se dota una democracia contra el posible tirano.

Pero las leyes están huecas si nadie está dispuesto a defenderlas, afirma. En realidad, la estructura institucional es solo una ventana de oportunidad que puede ser aprovechada (o no) por individuos con diferentes motivaciones, principalmente tres: el deber moral de proteger la democracia; los incentivos para hacer bien el propio trabajo (como juez, fiscal, diputado, senador) y ser recompensado por ello; o la rivalidad partidista. Todos ellos están contemplados en los preceptos fundacionales de la democracia, pero la supervivencia del corrupto depende de que el público solo observe el tercero.

Un ejemplo (no tan) azaroso, señala: hoy, Trump cuenta con un 84% de aprobación entre los votantes republicanos, pero solo un 9% entre los demócratas. Números que apenas han variado desde enero. Así, es probable que cualquier ataque sobre el presidente por parte de un juez, un fiscal, o un senador, así sea de su propio partido, sea leído de manera radicalmente opuesta por ambos lados del espectro.

Consideremos de nuevo nuestra democracia cualquiera, continúa diciendo. El conflicto y la oposición son su razón de ser, pero al mismo tiempo de ahí emana su riesgo de deterioro. Pues un político lo suficientemente polarizador y carente de brújula moral puede confiar en una minoría mayoritaria y movilizada para volver la democracia contra sí misma.



Manifestación contra Trump en Washington (EUA)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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miércoles, 27 de agosto de 2008

*Democracia frente a liberalismo





¿Son democracia y liberalismo términos políticamente compatibles? Creo recordar que fue el ex-presidente español Felipe González, el que en un discurso electoral de su partido llegó a decir que él era socialista porque era demócrata, y demócrata a fuer de liberal... No todo el mundo parece estar de acuerdo con esa compatibilidad entre democracia y liberalismo, de la cual, la denominada "democracia liberal" imperante en Occidente, vendría a ser su paradigma.

Por ejemplo, no lo está el profesor norteamericano Fareed Zakaria: "El futuro de la libertad. Las democracias iliberales en el mundo" (Santillana, Madrid, 2003), donde defiende que un mayor grado de democracia no es garantía alguna, sino más bien todo lo contrario, de mayor libertad ciudadana. Tampoco lo es para el profesor británico Isaiah Berlin, uno de los más grandes pensadores políticos del siglo XX: "Cuatro ensayos sobre la libertad" (Alianza, Madrid, 1988) donde dice que "hay que enfrentarse al hecho, intelectualmente incómodo, de que la democracia y el liberalismo no se llevan bien; que pueden chocar entre sí de una manera irreconciliable".

Por motivos opuestos a los citados, es decir, por defender una mayor democracia frente a la idea de libertad "negativa" consustancial al liberalismo político, tampoco parece estar de acuerdo con esa idea liberal de la democracia el politólogo norteamericano Robert A. Dahl: "La democracia y sus críticos" (Paidós, Barcelona, 2002), uno de sus libros más famosos, en el que se muestra muy crítico con el funcionamiento de las democracias modernas.

Pero la reflexión sobre esta cuestión me ha venido propiciada por la lectura de un magnífico artículo del economista y profesor de la Universidad de Barcelona, Félix Ovejero Lucas, titulado "¿Idiotas o ciudadanos?", publicado en el número 184 de la Revista Claves de Razón Práctica, al que he llegado a través del enlace que en mi blog tengo a "El Boomeran(g)-El Blog Literario en español".

Ovejero Lucas es profesor de Metodología de las Ciencias Sociales y uno de los más decididos impulsores de Ciudadanos-Partido de la Ciudadanía, y su artículo es el texto de una conferencia impartida en los primeros "Encuentros de Canarias. Ciudadanía y Democracia en España y Latinoamérica", propiciados por la Fundación Mapfre-Guanarteme, de Las Palmas de Gran Canaria.


Para una parte importante del pensamiento conservador, dice el profesor Ovejero al inicio de su artículo, "la democracia puede prescindir de los ciudadanos. Incluso más: es mejor que prescinda. Llanamente, no serían de fiar". Y esto es así, continúa más adelante, porque "la democracia moderna está pensada para operar con ciudadanos ignorantes y egoístas, despreocupados por la cosa pública. Al modo del mercado, las reglas del juego asegurarían que, sin información y sin virtud, se alcancen los buenos resultados: la asignación de los recursos de un modo más o menos eficiente", concluyendo su introducción con la afirmación de que "el diseño institucional del mecanismo democrático y la propia naturaleza de la actividad política se combinan para hacer improbable el buen funcionamiento del mercado político. [.../...] La ignorancia y el desinterés serían su natural combustible", dice.

Sobre la ignorancia política generalizada en los ciudadanos, expone que un 30% de los norteamericanos no sabe quién gobierna en la Casa Blanca; la mitad ignora que cada Estado tiene dos senadores y las tres cuartas partes desconoce la duración de su mandato, Por su parte, un 25% de los británicos cree que Churchill, primer ministro durante la II Guerra Mundial, es un personaje de ficción, mientras que un 58% piensa que Sherlock Holmes existió.

Para Ovejero Lucas el diseño de las instituciones democráticas "no están pensadas para contar con los ciudadanos", y ello, en base a varias premisas de la tradición liberal conservadora: a) la democracia no funciona cuando hace lo que los electores quieren; b) los ciudadanos son ignorantes; c) los ciudadanos son insconscientes; d) los ciudadanos son egoístas; e) los ciudadanos son insensatos. El "problema de la falta de cultura cívica -dice. tiene que ver menos con los ciudadanos que con las reglas de juego en las que se manejan. [.../...] Lamentarse -añade-, porque los ciudadanos carecen de disposiciones cívicas en esas circunstancias no deja de ser un ejercicio retórico".

Espero haber despertado al menos su curiosidad. Les remito al texto completo de "¿Idiotas o ciudadanos?", del profesor Ovejero Lucas. Les aseguro que merece la pena. (HArendt)