El intelectual vendría a ser quien esclarece, porque trae a la conciencia de la mayoría de personas aquello que, sin saberlo a ciencia cierta, pensaban. Su compromiso es únicamente con sus ideas: decir lo que piensa y no otra cosa, comenta en El País el profesor Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona y portavoz del PSOE en la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados.
El término intelectual, comienza diciendo, apenas conserva unas pocas briznas de su antiguo prestigio, de cuando dicha figura venía a constituir una modalidad secularizada del sacerdote y se le atribuía una enorme autoridad para emitir juicios de valor sobre cuanto pudiera ocurrir en la esfera pública y buena parte de la privada. Hoy en día para conseguir el mismo efecto sobre la ciudadanía hace falta reunir un número muy elevado de profesionales de la cultura, como si la cosa ya fuera al peso, y para alcanzar la repercusión que obtenía alguno de aquellos intelectuales de antes con sus argumentos no hubiera otra que recoger una abundante cantidad de firmas.
Esta patente devaluación de la figura a menudo se interpreta en una clave equivocada. Como si lo que ya no existieran fueran intelectuales de una superioridad intelectual y moral tan notable como la que supuestamente poseían los del pasado. Cuando tal vez la clave debería ser la contraria, y habría que empezar afirmando que el secreto de la autoridad que se les atribuía nunca residió en esa presunta jerarquía sino casi en su opuesto. De ahí que quizá la definición más adecuada del intelectual se podría resumir en unas pocas palabras, sin duda para muchos exageradamente modestas: intelectual es aquel que tiene algo que decir.
De aceptar la definición de urgencia, lo que caracterizaría a la mejor versión de esta figura no sería su superioridad, su excepcionalidad o ninguna otra forma de supremacía sino, más bien al contrario, su completa, absoluta y perfecta normalidad. Esto es, el hecho de que fuera capaz de plantear y argumentar unas ideas susceptibles de ser entendidas y aceptadas por el máximo de gente o, si se prefiere, de decir unas palabras en las que cualquiera se pudiera reconocer. El intelectual vendría a ser quien esclarece porque trae a la conciencia de la mayoría de personas aquello que, sin saberlo a ciencia cierta, pensaban. La tarea que tendría encomendada sería entonces la de acompañar a sus interlocutores en el camino de la autoclarificación, tarea que finalizaría en el momento en que estos consiguieran acceder a su particular ¡eureka!
Recuerdo una entrevista con Fernando Fernán Gómez que leí hace unos años. En ella reconstruía su trayectoria, centrándose especialmente en su faceta como director de cine, e iba pasando revista a las películas de las que había quedado más satisfecho a nivel personal, a las que habían tenido mejor crítica, sin olvidar aquellas que habían resultado un auténtico fiasco en taquilla. En un momento dado de la entrevista, al ser preguntado precisamente por la película de la que había quedado menos contento, hizo referencia a una, cuyo título no consigo recordar, pero respecto de la que sí recuerdo bien las razones de su descontento.
Había sido, comentaba, una película de autoencargo. Esto es, alcanzada una cierta altura de su carrera, Fernán Gómez llegó al convencimiento de que había adquirido el suficiente dominio del oficio y de los gustos del público como para llevar a cabo un producto con unas características tales que tuviera el éxito asegurado. Filmó esa película y el resultado fue un desastre. Entonces descubrió que lo que debía hacer no era, artificiosamente, ponerse en la piel de otros y realizar algo a la medida de lo que les atribuía, sino permanecer lo más fielmente en su propia piel y dirigir las películas que a él le gustaran, confiando en que gustaran también a mucha gente.
Así fue como consiguió grandes creaciones. No había más secreto: ser lo más veraz posible y, desde esa sencilla afirmación de sí mismo, conectar con los espectadores. Materializaba con este nada pretencioso comportamiento lo que antes señalábamos, esto es, asumía que sus gustos no eran excepcionales sino perfectamente comunes y que lo que a él le emocionaba podía emocionar a cualquiera. Lo más íntimo es lo más universal, escribió el poeta hace muchas décadas, y de nuevo este sencillo criterio resultaba ser el camino más directo para acceder al alma del mayor número de personas.
Es desde semejante perspectiva desde la que (re)cobra su sentido la vieja expresión “compromiso del intelectual”, así como la afirmación según la cual el compromiso del intelectual es únicamente con sus ideas. En efecto, esta figura, definida por su sencillez, también viene obligada por un compromiso a su vez sencillo: decir lo que piensa, y no otra cosa. No, por ejemplo, lo que sus lectores estén esperando que diga, lo que él crea que es más conveniente para sus intereses, lo que entienda que puede agradar al editor del medio para el que trabaja o cualquier otra consideración ajena al pensamiento mismo. Rechazar estas tentaciones tiene sus riesgos, claro está. El específico fracaso que aguarda a quien mantiene en la plaza pública lo que de veras piensa en su fuero interno es quedar descalificado por otros, verse refutado por los acontecimientos o ser incapaz de dar cuenta de aquello que pretende explicar.
Intentaré ilustrar en primera persona lo que estoy pretendiendo sostener. En los últimos tiempos, a menudo he tenido la impresión de que los comportamientos y las palabras de algunos de los nuevos protagonistas que irrumpían en la vida pública de este país, anunciando una regeneración radical, no me venían de nuevas. Al contrario, me provocaban la poderosa sensación de que la película que protagonizaban, supuestamente recién estrenada, yo ya la había visto. De inmediato, lo confieso, me asaltaba el temor a estar incurriendo en el imperdonable pecado de cebolletismo (por el legendario abuelo Cebolleta de los tebeos de mi infancia, que todo cuanto ocurría lo relacionaba con algún episodio de su lejana juventud), esto es, la resistencia a aceptar los cambios y novedades que acompañan al devenir de la historia. Pero, inevitablemente, me preguntaba a continuación: ¿hay otra opción que señalar lo que uno cree estar viendo?, ¿acaso resulta aceptable ocultar lo que se piensa por el miedo a según qué tipo de críticas, o a las críticas de según quién?
Para mi tranquilidad y alivio, el tiempo se encargó de demostrar que, en efecto, estábamos ante un mero remake de una vieja película. Un remake que, lejos de hacernos olvidar la versión original, conseguía que la añoráramos intensamente. Pero, de cualquier forma, más allá de que en unas ocasiones el tiempo nos pueda dar la razón y en otras quitárnosla, no hay para ese particular profesional del espíritu que es el intelectual más alternativa que la de correr el riesgo de decir lo que piensa, sea esto lo que sea. Por más que a continuación twiter, facebook y similares puedan rugir o incluso arder en llamas.