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lunes, 27 de julio de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Dudas y perplejidades. Publicada el 18 de junio de 2010




El escritor Jorge Semprún


 "Un pensamiento que estuviera centrado sobre la certeza absoluta de sus propios postulados, de sus propios puntos de partida, no sería, verdaderamente, un pensamiento. Se limitaría a ser un discurso monolítico, un monólogo dogmático". La frase anterior la pronunció recientemente el escritor y comprometido intelectual de izquierdas, Jorge Semprún, ministro de Cultura (1988-1991) en el gobierno de Felipe González. La cita es de la profesora de la Universidad Autónoma de Madrid, Carmen Mata, que escribe un artículo en El País en torno a la importancia que para un intelectual que se precie supone su capacidad de duda y perplejidad.

Yo no me atrevería a calificarme, ni por asomo, como intelectual, pero como ser pensante (ya saben: "cogito ergo sum", que dijo Descartes), confieso compartir esa sensación de duda y perplejidad en la que se encuentran sumidos buena parte de los españoles ante el viraje que en cuestión de días ha dado el presidente Rodríguez Zapatero a su política económica y social.

Me gustaría haber comenzado este comentario con un escueto "Como decíamos ayer..." El mismo con el que Fray Luis de León volvió a su aula de la Universidad de Salamanca en diciembre de 1574 después de pasar tres años como inquilino, forzoso, de las prisiones de la Inquisición. Pero no me ha sido posible. Llevo tres semanas debatiéndome entre la duda y la perplejidad, y eso que no he leído la "Guía de Perplejos" (1190 d.C) del filosófo judeo-andalusí Maimónides. De ahí mi silencio en el Blog, y lo que temo que me queda..., pero me alegra no tener la firmeza de convicciones de que hacen gala la derecha española y la gran patronal, por un lado, y una parte de la izquierda política y sindical, por otro. Mi impresión personal es que, por fin, ahora, estamos en el buen camino. Como siempre, sé que voy contra-corriente, en el bando de los perdedores, y tocándole las pelotas a lo políticamente correcto, pero..., ¡qué le vamos a hacer; cada uno es como es...! HArendt




Estatua de Fray Luis de León en la Universidad de Salamanca


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sábado, 28 de marzo de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] ¿Cabreo o rebelión cívica? Publicada el 24 de septiembre de 2009









A pesar de mi optimismo impenitente cada vez que oigo a un político hablar a boca-llena de vocación de servicio, o de servidores del pueblo, se me abren las carnes en canal. A mí, el comportamiento de la clase política española me provoca una profunda repugnancia; la de la derecha, con el PP al frente, repugnancia y desprecio; la canaria, repugnancia, desprecio e hilaridad a partes iguales.

Al ejercicio de la política en España se llega por ambición, por despiste, o por inutilidad para saber ganarse la vida honradamente. Entre los que llegan por ambición, la mayoría lo hace porque eso de "pisarmoqueta" es como tener un orgasmo múltiple permanente. Sí, se que la ambición también puede ser noble, pero que quieren que les diga... Entre los que llegan por despiste, están las personas honradas, los buenos profesionales, los ingenuos, que creen, de verdad, en los ideales republicanos de servicio a la "cosa pública", y que abandonan el barco a la primera de cambio, aburridos, asqueados, o por ambas cosas. Los otros, los de la "tercera vía", simplemente, porque no saben dar un palo al agua y hay que comer todos los días, y si es a costa de los demás, pues mejor que mejor... 

Tengo la impresión de que no soy el único español que piensa así. Al contrario, creo que cada día se percibe más un intenso cabreo ciudadano para con sus políticos, una rebelión cívica, que puede ser beneficiosa a la larga si no la sacamos de contexto.

Hace unos días me llego por Internet a través de un correo amigo un artículo supuestamente escrito por el novelista y académico Arturo Pérez-Reverte, titulado "Esa gentuza" [Patente de corso, 5/7/2009] en la que pone a la clase política española a caer de un burro. Eso sí es un cabreo. Lo comparto. Pero ni yo me atrevería a decir lo que le dice a nuestros parlamentarios nuestro preclaro académico. Lo reproduzco más adelante, pero ignoro la fecha y lugar de su publicación.

El pasado día 11, aniversario de la tragedia de las Torres Gemelas de Nueva York, otra notable escritora y periodista, Rosa María Artal, escribía un artículo titulado "Test de agudeza mental: busca las diferencias entre las formas politicas de EEUU. y España" [El Periscopio, 11.9.2009] en el que dejaba reflejo de las abismales diferencias de comportamiento entre los modos parlamentarios españoles y norteamericanos. A favor de estos últimos con enorme diferencia. Pueden leerlo más adelante.

Y sobre la chabacana y pueblerina clase política canaria, que quieren que les cuente... El también escritor y periodista grancanario, José Antonio Alemán, escribía ayer un delirante artículo titulado "La dedicación política y dos piedras" [El Anillo de Moebius, 23/9/2009] sobre nuestro ínclito vicepresidente del des-gobierno canario y presidente del PP de las islas, José Manuel Soria, y sobre algunos de los últimos sucesos y chismes de la vida política local. Al final, llegaba a la misma conclusión que expuse al comienzo de este comentario sobre esa "tercera vía" de acceso a la poltrona y la moqueta: "De seguir así, acabarán dedicándose a la política y a las empresas públicas los que no sirvan para otra cosa y los que no logren levantar cabeza profesional en el ejercicio privado. Que es lo que ya ocurre". Apañados vamos, añado yo. HArendt





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domingo, 16 de febrero de 2020

[ESPECIAL DOMINICAL] Un nuevo campo de batalla


Dibujo de Eduardo Estrada para El País


"La coherencia no es la virtud más extendida en el género humano. ¿Cómo es posible que en muchos países los trabajadores voten a la extrema derecha o que los varones se sientan agredidos, pese a la evidencia de su posición hegemónica? -escribe en el Especial de este domingo el profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco-. Podríamos citar otras incoherencias en el actual paisaje político que llaman la atención: elitistas que ganan elecciones con un discurso contra las élites, líderes que apelan a la religión al tiempo que desprecian los valores más elementales del humanismo, también hay quien ha ganado la batalla contra el terrorismo y se presenta como derrotado…

Reflexionemos un momento sobre la primera contradicción. ¿A qué se debe esa nostalgia por un tipo de liderazgo viril del estilo del que representan Trump, Salvini, Abascal o Putin? ¿Podríamos explicar su éxito si no fuera porque, además de que son votados por los tradicionales reaccionarios de la derecha, resultan políticamente atractivos para amplias capas de la población, incluidos aquellos trabajadores que en su momento pudieron votar a los comunistas?

La primera explicación que se me ocurre tiene que ver con un mecanismo de compensación ante el desconcierto que produce la nueva reconfiguración de los papeles masculinos y femeninos, así como el avance de la lucha por la igualdad. Estamos en un momento histórico en el que se están volviendo a definir lo público y lo privado, la autosuficiencia y la dependencia, la soberanía y la cooperación, los principios y la negociación. En este contexto, el retorno del macho alfa o del cotidiano machirulo respondería a un intento de clarificación y vuelta a los patrones tradicionales. La dominación masculina se resiste a ceder y encuentra el sustento de amplias capas de la población que no saben cómo transitar hacia el nuevo reparto del territorio. El intento de conservar antiguos privilegios cuenta con el beneplácito de quienes se sienten inseguros en la nueva redefinición. Unos no saben cuál debe ser su nueva posición y otros lo saben demasiado bien y se resisten a ello. Porque no se negocia un simple reparto de tareas domésticas sino la definición de la propia identidad, algo que está produciendo nuevos perdedores y gente desconcertada e insegura.

El clásico combate por la igualdad mantenía la identidad de los combatientes, por lo que no resultaba demasiado desconcertante; ahora se discute también qué significa la masculinidad, en torno a las variantes de feminismo y la diversidad sexual. No es un combate de estereotipos sino contra ellos, porque el modo como el género se traduce en un estilo hace ya mucho tiempo que explotó en una variedad inclasificable. La cuestión es cómo equilibramos valores como el cuidado, la eficacia o la protección cuando ya no están asociados a ningún género en exclusiva.

Explicar los comportamientos sociales apelando a una incoherencia de los actores resulta demasiado fácil; es un modo de renunciar a entenderlos y, en su caso, a combatirlos adecuadamente. El caso de los trabajadores que votan a la extrema derecha tiene que ver concretamente con categorías simbólicas que actúan en el trasfondo de ciertos comportamientos elementales del ser humano. En su magna obra La distinction el sociólogo francés Pierre Bourdieu estudiaba con detalle hasta qué punto las clases populares han sido más rigoristas en lo que atañe a la sexualidad y a la división del trabajo entre los sexos, mientras que ese tipo de diferencias tiende a atenuarse a medida que se asciende en la escala social. En la clase dominante —señala Bourdieu a partir de diversas encuestas sociológicas— las mujeres tienden a atribuirse las prerrogativas mas típicamente masculinas, como fumar o vestir de modo garçon, mientras que los hombres no dudan en reconocer intereses y disposiciones en materia de gusto que los expondrían a pasar por afeminados, como pudiera ser un interés por la moda y algunas manifestaciones culturales. En este contexto no tiene nada de extraño que los trabajadores hayan considerado a las élites como burguesas y afeminadas; sus modales, su cosmopolitismo y su diplomacia aparecían en claro contraste con la fuerza y virilidad de quienes, como los trabajadores del campo o industriales, tienen una experiencia concreta de confrontación con el mundo material. En buena medida este antagonismo se reproduce hoy en el que enfrenta a globalistas y nativistas, con todos los atributos que podemos asociar a sus respectivas culturas políticas, sus diferentes estilos de comunicación y protección. En Francia un liderazgo como el de Macron, aunque solo sea implícitamente, recuerda al tipo de cosmopolitismo feminizante de ciertas élites y la circunstancia de que esté casado con una mujer mucho mayor que él no hace sino reforzar la “sospecha” acerca de su virilidad. En contraposición, Marine Le Pen aparece con todos los atributos de la masculinidad y esta puede ser la razón de que obtenga tantos apoyos electorales en los barrios obreros.

El capitalismo financiarizado implica, por así decirlo, una desmasculinización del trabajo. El momento reaccionario que vive hoy la América de Trump puede entenderse como una reacción a este fenómeno y responde muy adecuadamente al deseo de recuperar el contacto con la cultura material. Así lo plantea un filósofo como Matthew Crawford, que reivindica, frente al capitalismo de casino y la economía especulativa, el mundo industrial e incluso artesanal, tan propio de cierta cultura americana. Él mismo se define como un filósofo y reparador de motos, al tiempo que defiende un estilo de vida que conecta con el imaginario popular de la sociedad americana, tal como es presentado, por ejemplo, en esos programas de la televisión protagonizados por tipos duros y generosos, que ensalzan el bricolaje, la solidaridad vecinal y la lucha por la supervivencia en medio de una naturaleza hostil.

Mi conclusión de esta pequeña teoría del machirulo es que nos encontramos en un nuevo campo de batalla que tenemos que diagnosticar adecuadamente; no es exactamente una lucha de géneros, tampoco se trata del clásico combate por la igualdad, sino la confrontación de tipos de poder y valores tradicionalmente asociados a los hombres y las mujeres. De ahí también que surjan combinaciones insólitas, incomprensibles desde nuestras viejas clasificaciones de la realidad. No estamos solo ante la tarea de luchar contra unos extremistas o convencer a electorados confusos sino también y fundamentalmente en medio de una gran transición en la que rivalizan culturas políticas diferentes, modos de concebir el gobierno, tipos de liderazgo, valores, maneras de comunicación y mando, estilos emocionales y formas de entender la protección. Aquí se libra una contienda que a mi juicio será más decisiva que la estereotipada contraposición entre la izquierda y la derecha".

El Especial de cada domingo no es un A vuelapluma diario más, pero se le parece. Con un poco más de extensión, trata lo mismo que estos últimos, quiza con mayor profudidad y rigor. Y lo subo al blog el último día de la semana pensando en que la mayoría de nosotros gozará hoy de más sosiego para la lectura.




El profesor Daniel Innerarity


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domingo, 4 de marzo de 2018

[A VUELAPLUMA] De izquierdas, los días impares





Hace aproximadamente un siglo que la izquierda democrática alcanzó el poder en Europa: participó en gobiernos, tuvo amplia representación parlamentaria, y sus opiniones fueron escuchadas con atención. Grandes economistas, como Keynes o Schumpeter, contribuyeron a dar prestigio intelectual a las políticas socialdemocráticas, escribe en El Mundo el profesor Gabriel Tortellá, economista e historiador, catedrático emérito de Historia de la economía en la Universidad de Alcalá de Henares. 

Aparte de profundas razones de fondo, comienza diciendo el profesor Tortellá, el acceso de la izquierda al poder se debió a factores que podríamos llamar coyunturales, como la Primera Guerra Mundial, que impulsó a los gobiernos de ambos bandos a buscar el apoyo de las clases trabajadoras, y la Revolución rusa, que hizo apreciar las virtudes del socialismo no violento. Se inició así una revolución no por pacífica menos radical, que a lo largo de las décadas siguientes transformó las sociedades avanzadas, hasta entonces adeptas al modelo liberal, en socialdemocráticas. 

Causa y consecuencia de estos profundos cambios fue la generalización de la verdadera democracia por medio del sufragio de ambos sexos. La Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial contribuyeron a acelerar la transición y podríamos decir que en los años 70 se había culminado el proceso. En 1971, el presidente Richard Nixon dijo aquello de: «Ya todos somos keynesianos» (We are all Keynesians now), lo cual, en boca de un político tan conservador, implicaba que la socialdemocracia había alcanzado su meta. Pareciera que los partidos socialistas en los países desarrollados se habían quedado sin causa. 

En una sociedad cada vez más próspera, los trabajadores manuales se convirtieron en clase media, y la lucha de clases se diluyó. Más tarde, el derrumbamiento de la Unión Soviética, y del comunismo en la Europa oriental, juntamente con la adopción de la economía de mercado en China y Vietnam (nominalmente comunistas), convenció a muchos de que el comunismo era una vía muerta y puso en duda la necesidad de más socialismo en los países occidentales.

Correlativamente el voto socialista ha venido declinando gradualmente en Europa, su cuna, hasta el punto de que en Francia e Italia (¡quién lo hubiera dicho hace unos años!) los partidos socialistas han desaparecido (los comunistas ya lo hicieron años atrás) y en países como Alemania, Gran Bretaña y España tienen una base electoral en declive y llevan años en la oposición (en Alemania, como socio junior en coalición con la dominante CDU). Hasta en Escandinavia, el antiguo paraíso del socialismo, los socialistas han perdido su situación hegemónica.

¿Están los partidos socialistas condenados a desaparecer en toda Europa? Esta parece ser la tendencia, y así sucederá si no se reinventan (frase manida pero suficientemente expresiva). Tomemos el caso español, que nos pilla más cerca. Aquí, desde 1996, y sólo con el extraño y ominoso interludio de Rodríguez Zapatero (2004-2011), la base electoral del Partido Socialista ha ido estrechándose, a pesar de que, por razones históricas, el electorado español está más bien escorado a la izquierda. El grave problema del socialismo español (como el del resto de Europa) es su indefinición. ¿Adopta claramente la bandera socialdemócrata y compite con la derecha en honradez (en vez de hacerlo en corrupción), y, sobre todo, en eficacia para administrar el Estado de bienestar, su criatura? ¿O levanta la bandera del izquierdismo extremo, adoptando a la vez las causas más peregrinas y variopintas, confiando en que esto atraerá a los jóvenes? No parece que nadie de autoridad en el partido haya estudiado seriamente las alternativas; y, si lo ha hecho, es evidente que ha sido inmediatamente jubilado por una ejecutiva que prefiere la indefinición. Así, el PSOE parece haber decidido ser socialista constitucionalista los días pares y comunista antisistema los impares. Esto puede atraerle los votos de los incautos que no perciben las contradicciones, pero privarle de los que las perciben y las rechazan, porque la contradicción significa mentira, incompetencia, o las dos cosas.

Esta búsqueda de causas nuevas en los días impares puede explicar que, contra sus principios y tradiciones, el PSOE se alíe con los movimientos regionales más reaccionarios, que son los identitarios-independentistas de Cataluña, el País Vasco, Baleares, Valencia y otros, incluso, última y chuscamente, Asturias. Estos movimientos xenofóbicos y elitistas, con ribetes racistas y querencias anticonstitucionales, que durante la Guerra Civil contribuyeron a desbaratar la cohesión del Gobierno republicano y a acelerar la victoria de Franco, resultan ser ahora objeto del respeto y la protección de los socialistas, que sólo a regañadientes han apoyado la intervención vacilante del Gobierno español en la Cataluña víctima de la sedición golpista, y que se han proclamado defensores del actual «modelo educativo catalán», modelo que, además de ser mendaz, opresivo, discriminatorio y clasista, está en abierta contradicción con el artículo 3 de la Constitución. Esta política de improvisación y desconcierto se ha manifestado también en la extraña relación entre el socialista PSOE y el populista Podemos, relación de amor odio que ha proporcionado las extrañas coaliciones municipales y autonómicas de Madrid, Barcelona, Valencia, Baleares, Castilla-La Mancha, etcétera. 

Podemos es el producto de factores espurios. Lo peor de la Universidad española (que ya es decir) se ha visto aupado al puesto de tercer partido parlamentario debido al «truco de la pinza» del PP y a un rasgo muy peligroso de la democracia y de la naturaleza humana: cuando las crisis amenazan seriamente el nivel de vida de grandes sectores de la población, los votantes enloquecen y apoyan a partidos extremistas y antidemocráticos. Así ocurrió durante la Gran Depresión del siglo XX y ha vuelto a ocurrir durante la Gran Recesión del siglo XXI. Entonces la desesperación de los votantes alemanes dio la victoria a Hitler y preparó el camino hacia el Holocausto y la guerra mundial. Hoy la furia de los electores nos ha traído el alza de los populismos de derechas y de izquierdas (muy poca diferencia entre ellos), el Brexit y Trump. A España le ha regalado Podemos y a Grecia, Syriza (muchas gracias). El PSOE ha entrado en pánico ante la amenaza de Podemos y esto ha sido un poderoso acicate para el desmadre de los días impares. Gracias a sus coaliciones disfrutamos de Carmena & Co. en Madrid, de Colocau (a parientes y amigos) en Barcelona, y en Valencia y Baleares se imitan servilmente los desafueros del nacionalismo catalán.

Y por si todo esto fuera poco, el PSOE nos amenaza ahora con una super Ley de Memoria Histórica, presentada en el Congreso en día par, pero sin duda ideada y redactada en día impar. Lo más alarmante de este proyecto es su carácter represivo y totalitario: aspira a establecer nada menos que la Verdad (así, con mayúsculas) sobre la Guerra Civil y el franquismo, para lo que crea una Comisión, y el que se atreva a contradecir esa verdad oficial irá a la cárcel y perderá su empleo (Disposición adicional segunda). De aprobarse esta legislación socialista (?), en España tendremos, ahora sí, realmente, presos políticos y de conciencia. Este proyecto es la réplica simétrica del método de Franco, cuyo ministro de Información y Turismo decía que en España había «libertad para la verdad, pero no para el error». Y parece escandaloso que la Disposición adicional primera declare ilegal realizar «apología del franquismo, fascismo y nazismo» y no diga nada del comunismo o del anarquismo, que también dejaron un buen reguero de víctimas y desaparecidos durante la Guerra Civil en España, en Rusia y en muchos otros países. Esta ley, por otra parte, es totalmente inoportuna. Las Comisiones de la Verdad en otros países se crearon poco tiempo después de terminar una cruenta dictadura, cuando los sucesos eran recientes y supervivían muchas víctimas. 

Hoy todo esto es muy lejano. La Guerra Civil terminó hace 79 años, más de tres generaciones. ¿Por qué no instituyó el PSOE una ley de este tipo en 1982? Yo comparto con los socialistas la repulsa al franquismo, contra el que luché y cuyas cárceles conocí, pero eso no nos da derecho a meter en prisión a los que no opinen como nosotros. Ya está bien de combatir a la dictadura 43 años después de su desaparición. Sinceramente, si alguien se pregunta cómo es posible que un político tan falto de carisma y de popularidad como Mariano Rajoy se perpetúe en el poder contra viento y marea, la respuesta es clara: una izquierda siniestra.  


Dibujo de Ajubel para El Mundo



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lunes, 10 de julio de 2017

[A vuelapluma] Fe en la Unión Europea





De no mediar una refundación con entidad suficiente se nos complicará el futuro comunitario. Alemania, Francia, España e Italia deben abanderar el proceso, desarrollar grandes reformas e impulsar una Europa de varias velocidades, escribía en El País hace unas semanas Josep Antoni Duran i Lleida (1952), político español de ideología democristiana y catalanista, que fue vicepresidente de la Internacional Demócrata Cristiana, presidente de Unión Democrática de Cataluña, secretario general de Convergencia y Unión, presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del Congreso durante más de once años y miembro del Parlamento europeo. Se supone que sabe de lo que habla. 

"Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo y han de sucedernos bien las cosas...”. Palabras de Alonso Quijano, que Cervantes recoge en la primera parte de Don Quijote, tras atacar el hidalgo ovejas y carneros en un fantasioso arrebato contra Alifanfuón y que me parecen útiles para abrir una reflexión sobre la UEl comienza diciendo. Lejos de las noveladas andanzas del ingenioso protagonista, la cronología política europea de los últimos meses recuerda el axioma cervantino de que el mal, como el bien, no es posible que sean eternos.

Efectivamente, hace tan solo tres meses, la Unión Europea estaba amenazada por negruzcas borrascas. A los nubarrones del Brexit y de Trump, se superponía el posible triunfo de la extrema derecha en Holanda y en Francia. Afortunadamente, la realidad nos va alejando de las amenazas de un cosmológico Big Bang europeo. Primero fue en los Países Bajos donde se noqueó al populismo xenófobo y eurófobo de Wilders. En el siguiente round, Macron derrotó a la Le Pen en las presidenciales francesas. Y recientemente, May y las posiciones a favor de un Hard Brexit, han salido debilitadas de las urnas británicas.

Pero aunque las borrascas se hayan alejado momentáneamente del cielo europeo, los males que aquejan al proyecto común no se solucionarán por sí solos. El Papa Francisco, en su discurso ante los dirigentes europeos reunidos para conmemorar el 60 aniversario de Tratado de Roma, evocó la fe que los líderes de la época tuvieron en las posibilidades de una Europa mejor, recordando que “no pecaron de falta de audacia y no actuaron demasiado tarde”. Estos dos conceptos, audacia y diligencia son a mi juicio, claves del moméntum europeo. Hace pocos días tuve la ocasión de participar en un acto en Madrid convocado entorno al sugerente dilema de Refundación o desintegración. No me cabe la menor duda, como allí manifesté, que de no prosperar la primera opción se produciría inevitablemente la segunda. No es que sea pesimista, sino que ejerciendo de realista estimo que de no mediar una refundación con entidad suficiente, se nos complicaría ese futuro europeo en el que siempre he tenido y sigo teniendo fe.

¿Cuándo debe impulsarse esa audaz y pronta refundación? No antes, como es lógico, de las próximas elecciones alemanas. Pero tampoco mucho después. Gane Merkel o lo haga Schultz, el próximo Gobierno alemán será sólidamente europeísta. Habrá llegado el momento de la verdad. O se avanza o nos quedaremos divididos y fuera de juego del concierto internacional. Alemania debe ser motor de la refundación y sería bueno que renovara el compromiso que el año 1951 Adenauer expresó solemnemente con estas palabras: “Nuestros planes no son egoístas”.

Francia debe acompañar a Alemania en este proceso. Históricamente la Unión Europea ha profundizado en sus objetivos cuando el eje franco-alemán ha tenido el buen engrase de las relaciones personales de sus líderes. Ahora les toca a Macron y a Merkel. Hoy, por el momento, la UE no esta equilibrada, ya que tiene un exceso de peso de Alemania, pero Francia no podrá participar en el liderazgo sin antes reforzarse y modernizarse para recuperar la fuerza perdida. Si Macron no emprende las reformas económicas que sabe que su país necesita, quedará lastrado para este enorme reto. Hoy, además, ya no es suficiente la asociación privilegiada entre Francia y Alemania para liderar una acción transformadora. La UE de los 27, no es la de los 6 del Tratado de Roma, ni la de los 12 del de Maastricht. España e Italia deberían incorporarse al núcleo impulsor de la refundación europea. Aunque sería óptimo contar también con Polonia, atendiendo así la realidad del Grupo de Visegrado. Soy consciente de que estoy proponiendo un núcleo intergubernamental, a la par que defiendo que Europa debe dejar de pensar en términos nacionales. Algo realmente contradictorio, pero difícilmente se podrá llegar hoy a políticas de ámbito comunitario sin contar con los Gobiernos.

Para sumarse a este liderazgo, tanto Italia como España necesitan también resolver sus problemas internos. Italia tiene reformas estructurales pendientes. España está más avanzada en lo económico, pero le sobran problemas políticos. La corrupción debilita al Gobierno y la incapacidad de unos y de otros de crear un clima de sosiego, estabilidad y diálogo entre las principales fuerzas políticas disminuye la capacidad de liderazgo. Pero me temo que no sea simplemente esto lo que nos falte. Da la sensación, de que no acabamos de asumir con hechos que no sólo podemos, sino que debemos ser también referente del núcleo refundador de la Unión Europea.

El proceso de refundación debe emprenderse tan pronto como Alemania tenga un Gobierno. Y si Alemania junto con Francia, más España e Italia, deben ser sus impulsores habrá que concretar el cómo y el qué. Aunque se presente como una novedad, que no lo es, la Europa de varias velocidades debe ser el método a seguir. Empezando por profundizar la integración en la zona euro, consolidando como irreversible la moneda común sin que esto sea excluyente de nadie. El tren europeo debe seguir su marcha y a bordo subirán los que quieran.

No obstante, concluye diciendo, para que la refundación no quede en grandes discursos, será mejor avanzar en aspectos concretos como Schuman proponía. Acompasar grandes reformas con propuestas más sencillas: Unión Fiscal y lo que precise la consolidación de la Unión Económica, descompensada hoy de la Monetaria; defensa común, que la ausencia de británicos puede facilitar; mutualización de la deuda, al menos del 60% permitida por Maastricht, tal como en su día aconsejó Felipe González; elección de un presidente por la ciudadanía, que lo sea de la Comisión y del Consejo; concordar la Europa del Norte con la del Sur, la del Este con la del Oeste; conciliar Schengen con la lucha contra el terrorismo; protegerse mediante acciones comunitarias —no estatales— del terrorismo con una inmigración ordenada, aceptando refugiados ... Y al mismo tiempo, medidas como las que propuso recientemente en Madrid el expresidente del Consejo de Ministros Italiano, Enrico Letta, creando un Erasmus a nivel de bachillerato o constituyendo una circunscripción electoral europea con los 73 escaños que deja libre Gran Bretaña. Todo, menos seguir igual. La timidez europeísta es también nuestra adversaria.




Dibujo de Eulogia Merle para El País



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lunes, 26 de septiembre de 2016

[Pensamiento] Los intelectuales descarriados



La acrópolis ateniense, cuna de Occidente

Del libro La desfachatez intelectual. Escritores e intelectuales ante la política (Los Libros de la Catarata Madrid, 2016), de Ignacio Sánchez-Cuenca, se ha hablado y escrito profusamente en lo que va de año en prensa y sobre todo en las redes sociales en las que he participado modestamente, en mi caso, bastante críticamente con el libro y no tanto con su autor. Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid, hace una crítica de ambos, de libro y de autor, en un enjundioso artículo del último número de Revista de Libros que no me resisto a subir hasta el blog.

Desde que los intelectuales hicieron su aparición en el mundo moderno, comienza diciendo, han abundado las críticas a su protagonismo en la vida pública desempeñando funciones y asumiendo una representación que, según sus detractores, nadie les había otorgado. La mayor parte de esas críticas procede de autores conservadores que han denunciado la propensión de los intelectuales a militar en la izquierda, cuando no en la extrema izquierda, y a ejercer su función crítica a partir de un doble rasero que a menudo comportaba una doble moral, bien patente en su disposición a justificar las atrocidades de los suyos. Ejemplo de esta literatura de denuncia sería el libro de Raymond Aron El opio de los intelectuales (1955), sobre su adicción al marxismo durante la Guerra Fría, y, más recientemente, Intellectuals (1988), del escritor británico Paul Johnson. Pero tampoco han faltado quienes, desde la izquierda, hayan criticado algunos rasgos característicos del gremio, como su falta de sentido de la realidad y su oportunismo. Julien Benda les dedicó su célebre La trahison des clercs (1927), dirigido en particular contra Charles Maurras y Maurice Barrès, y, en nuestro país, Indalecio Prieto llegó a lamentar el trato de favor que les dispensó la Segunda República, repartiendo prebendas entre ellos y metiéndolos con calzador en las candidaturas electorales de la izquierda. «¡Cómo se lo pagaron!», exclamará al recordar que algunos estuvieron en el origen de Falange y otros acabaron apoyando la sublevación militar.

Todo empezó a finales del siglo XIX, continúa diciendo, cuando surgió en Francia y España, con una sorprendente sincronización, el nuevo sustantivo intelectual, que Miguel de Unamuno utilizó, acaso por primera vez en español, en una carta a Cánovas del Castillo fechada en noviembre de 1896 a propósito de los llamados procesos de Montjuïc, que concluyeron con varias penas de muerte a presuntos terroristas. En Francia, el sustantivo adquirió carta de naturaleza tras la intervención de Émile Zola con su célebre J’accuse, publicado en enero de 1898, en la polémica por el affaire Dreyfus, que plantea similitudes de fondo y forma con los procesos de Montjuïc en España. El llamativo paralelismo en la aparición del término a uno y otro lado de los Pirineos sugiere la existencia de un sustrato histórico común, propicio al protagonismo de los intelectuales, generalmente a través de la prensa, como contrapeso a los poderes públicos. El fenómeno podría hacerse extensivo al resto de la Europa mediterránea y a la Rusia zarista, donde, a mediados del siglo XIX, surgió la voz intelligentsia para definir, en palabras de Isaiah Berlin, una suerte de «sacerdocio secular» imbuido de una idea de redención colectiva que con el tiempo definiría el papel del intelectual en el siglo XX, no en vano calificado como «el siglo de los intelectuales».

«No sé nada de eso. Yo no soy un intelectual, soy un escritor», contestó Graham Greene al requerirle un periodista su opinión sobre Alexis de Tocqueville. La respuesta del novelista británico, añade, es un caso de modestia poco frecuente entre los de su profesión y un recordatorio de la diferencia que, pese a todo, subsiste entre el escritor y el intelectual, sobre todo en el mundo anglosajón. El libro que acaba de publicar Ignacio Sánchez-Cuenca mantiene, como se aprecia en el subtítulo, la distinción entre estas dos figuras y carga las tintas principalmente contra los escritores, carentes en la mayoría de los casos de preparación para opinar sobre los grandes temas de la actualidad, pero provistos de poderosas tribunas mediáticas que les permiten comunicar sus ocurrencias a una ciudadanía indefensa. No son verdaderos intelectuales, nos dice el autor, sino meros literatos que actúan y opinan con la arrogancia propia del «macho discursivo» que llevan dentro.

La mayoría de ellos han asumido en los últimos años posiciones muy activas en el debate político español, en un sentido contrario a las inquietudes y simpatías de Sánchez-Cuenca, conocido en su día por su pertenencia al círculo intelectual del socialismo zapaterista, continúa más adelante. El índice onomástico permite graduar la importancia que otorga a estos «figurones con egos inflados» contra los que va dirigido el libro. Ordenados de más a menos, según el número de páginas en que aparecen, el ranking de los diez primeros sería el siguiente: Fernando Savater (31 páginas), Antonio Muñoz Molina (30), Félix de Azúa (22), Mario Vargas Llosa (14), Javier Cercas (12), Jon Juaristi (12), César Molinas (11), Luis Garicano (9), Javier Marías (9) y Arcadi Espada (5). A partir de esta lista, puede establecerse un retrato-robot del tipo de escritor que sufre las iras de Sánchez-Cuenca. Predominan los novelistas, pero hay también profesores de universidad y economistas, acusados no de diletantismo, como los demás, sino de practicar un rancio arbitrismo en su diagnóstico de los males de la patria y en sus propuestas de regeneración. Salvo estas pocas excepciones, se trata sobre todo de renombrados escritores que utilizarían sus columnas de opinión en la prensa como puertas giratorias entre la realidad y la ficción. Esa condición de literato entrometido y sabelotodo es una razón de peso para figurar en la lista negra de Sánchez-Cuenca, pero no la única ni la más importante. Hay otros dos factores que, en diverso grado, determinan su adscripción al lado oscuro: su evolución a lo largo de los años de la extrema izquierda a una izquierda establecida, e incluso a la derecha neocon, y su actitud crítica hacia los nacionalismos vasco y catalán. Al menos en la mitad de los casos citados, podría añadirse su vinculación al periódico El País.

«El fenómeno de la derechización, señala que afirma Sánchez-Cuenca, es especialmente agudo entre intelectuales que hoy tienen más de sesenta años». Y lo ilustra con una larga nómina de escritores, profesores y periodistas cuyos nombres aparecen acompañados de las organizaciones en que militaron en su juventud, desde el PCE hasta ETA, pasando por el GRAPO. Hay amplios y jugosos extractos también de lo que decían entonces sobre ETA y su entorno intelectuales que con el tiempo asumieron posiciones intransigentes no sólo ante el nacionalismo radical, sino en contra de los nacionalistas de toda condición y de quienes, sin serlo, han buscado una solución pactada al problema terrorista. Esta parte del libro, esa yuxtaposición entre el pasado y el presente de autores inconstantes en sus ideas, pero contumaces en el error, recuerda un panfleto de los años sesenta publicado con el título de Los nuevos liberales. Florilegio de un ideario político, sin autor ni pie de imprenta, pero auspiciado, según todo los indicios, por el Ministerio de Información y Turismo, e inspirado probablemente por el ministro del ramo, Manuel Fraga Iribarne. La técnica era la misma que ahora utiliza Sánchez-Cuenca: se cogía a seis intelectuales que habían cambiado de bando, pasando del falangismo al antifranquismo –Laín, Tovar, Maravall, Ridruejo, Aranguren y Montero Díaz–, y se comparaban sus puntos de vista antes y después de mudar de chaqueta, con el consiguiente escándalo del lector, que no podía dar crédito a tanta desvergüenza. Como el planfleto franquista, La desfachatez intelectual tiene mucho de «florilegio» de pasajes escogidos de sus protagonistas en su tránsito por las distintas formas de equivocarse que han jalonado su vida. Su propensión al error, nos dice Sánchez-Cuenca, responde a veces a motivaciones tan primarias como la pereza mental o el gusto de apropiarse de lo ajeno, como demuestra una nota a pie de página dedicada al turbio fenómeno del plagio. La nota no tiene desperdicio como ejemplo del doble rasero del autor, porque sorprende que en una relación de «escritores pillados copiando a otros» no figure el nombre de Manuel Vázquez Montalbán, ese gran referente moral de la izquierda, condenado por un juez en 1990 por haber firmado como suya una traducción de Julio César, de Shakespeare, que plagiaba el 40% de otra ya publicada por un especialista. Se dirá que, al tratarse de un autor ya fallecido, su caso estaba de más en una obra dedicada a la actualidad. Esta piadosa razón no impide, sin embargo, que se incluya al también fallecido Camilo José Cela, junto a dos exaltos cargos del PP, entre los escritores conocidos por su «manga ancha con el plagio».

Más importante aún que el eje derecha/izquierda para explicar esta peculiar forma de impartir justicia, añade el profesor Fuentes, es la tendencia de estos autores a sufrir lo que Sánchez-Cuenca llama «la obsesión nacional» o, simplemente, la «obsesión con el terrorismo», que podríamos definir como esa manía de algunos de no dejarse matar. Critica sobre todo su afición a denigrar al nacionalismo vasco y catalán, planteando una analogía con el fascismo que él considera completamente fuera de lugar. No es una cuestión baladí, porque hay argumentos que justifican al menos un debate sobre los elementos simbólicos y las prácticas políticas que comparten los nacionalismos entre sí y estos a su vez con el fascismo, que vendría a ser un nacionalismo sin bozal. Una persona tan poco sospechosa de neocon como el histórico dirigente anarquista José Peirats, al regresar a España tras largos años de exilio, no dudó en calificar de «lenino-fascistas» a los miembros de ETA. No era sólo el recurso al asesinato como parte de una política de exterminio, sino la utilización de una violencia cotidiana que buscaba un efecto intimidatorio entre la población, obligada a elegir entre su tranquilidad y sus principios, cuando estos eran contrarios al credo nacionalista. De la misma forma y con parecida efectividad actuaron las SA hitlerianas en la fase final de la República de Weimar, practicando la kale borroka contra sus adversarios y facilitando el triunfo electoral del nacionalsocialismo en un clima de fuerte presión sobre la ciudadanía, que optó finalmente por claudicar ante los violentos. Ya lo dijo Xabier Arzallus, en frase que, según el interesado –lo recuerda Sánchez-Cuenca, siempre al quite–, se ha interpretado de forma aviesa: «Unos agitan el árbol y otros recogen las nueces».

El caso catalán, añade Fuentes, es, sin duda, distinto, pero no se puede afirmar, como hace el autor, que la trayectoria del nacionalismo en Cataluña, de la Transición a nuestros días, haya estado presidida por la «ausencia de violencia». No hay más que recordar que la oposición a la política lingüística de la Generalitat por parte de un nutrido grupo de escritores, periodistas y profesores, firmantes en 1981 del llamado Manifiesto de los 2000, llevó a la organización terrorista Terra Lliure a secuestrar a uno de sus promotores, Federico Jiménez Losantos, y a dispararle un tiro en la rodilla. El mensaje estaba claro: quien se opusiera al nuevo modelo lingüístico ya sabía a lo que se exponía. Quién sabe si este hecho no influyó en la escasa contestación social que ha suscitado la inmersión lingüística, prueba irrefutable, según los biempensantes, de su aceptación general en el marco del llamado «oasis catalán». Hay ejemplos muy recientes de la existencia de una violencia de baja intensidad, pero sumamente eficaz para conseguir la invisibilidad de quienes cuestionan la inmersión identitaria impuesta por el nacionalismo. Recientemente, dos ciudadanas fueron apaleadas en el centro de Barcelona por defender a la selección española de fútbol. Las autoridades municipales y autonómicas llevan años justificando sus trabas a la celebración pública de los triunfos de la selección por su escaso arraigo en Cataluña. Y, a este paso, acabará siendo cierto, porque el efecto combinado de la coacción desde abajo y el obstruccionismo administrativo desde arriba puede conseguir, como en otros terrenos, que el sentimiento español se convierta en una especie de herejía tolerada, como mucho, en el ámbito privado. La afirmación de Sánchez-Cuenca de que en un futuro «Estado catalán no tendría por qué haber exclusivamente identidades catalanas» resulta de una ingenuidad asombrosa, a la vista del control casi absoluto que el nacionalismo ejerce ya sobre el espacio público y simbólico, antes incluso de haber conseguido un Estado propio.

El exceso de celo del autor en su defensa de los nacionalismos, sigue diciendo, le juega alguna mala pasada. Como ejemplo del juego sucio de «los antinacionalistas más primarios», aduce su insistencia en presentar el ideario nacionalista como un regreso a la tribu. No parece, sin embargo, que anden tan errados, si se recuerda que Anna Gabriel, la dirigente de la CUP y pieza clave en el procés independentista, se ha declarado partidaria de que a los hijos los eduque «la tribu». Sánchez-Cuenca considera temerario prejuzgar la calidad democrática de una futura Cataluña independiente. ¿Quién puede asegurar que se produciría un recorte de libertades, y no lo contrario? Aquí le convendría ser más consecuente con el legado histórico de la izquierda española, que pasó ya por un trance parecido en los años treinta. «No hago la guerra contra Franco para que nos retoñe en Barcelona un separatismo estúpido y pueblerino», declaró el doctor Negrín en 1938, siendo presidente del Gobierno. Cualquiera que haya leído a Manuel Azaña, como sin duda es el caso del autor de este libro, debería tener presente su autorizado testimonio sobre la deslealtad de Esquerra Republicana con la República española, por ejemplo, cuando Azaña reprocha a los dirigentes de ERC «ese sentimiento deprimente de pueblo incomprendido y vejado que ostentan algunos de ustedes», cuando señala las «enormes y escandalosas […] pruebas de insolidaridad y despego, de hostilidad, de “chantajismo” que la política catalana de estos meses ha dado frente al Gobierno de la República», o cuando denuncia la existencia de «delegaciones de la Generalidad en el extranjero». Las «extralimitaciones y abusos de la Generalidad» eran de tal índole, según el presidente de la República, que no cabían «ni en el federalismo más amplio». Hay una base histórica, por tanto, para «prejuzgar», en contra de lo que aconseja el autor, los derroteros que puede seguir el procés en un futuro no muy lejano y para comprender el alarmismo de aquellos «machos discursivos», como los llama Sánchez-Cuenca, que abordan el tema con una «mezcla de frivolidad política y mala leche».

Las marrullerías y el victimismo del nacionalismo, señala más adelante, denunciados ya en su día por Azaña, obligan a ser prudentes ante una posible consulta a la ciudadanía, una opción que en sí misma podría considerarse una salida razonable al atolladero en que se encuentra el contencioso catalán. Huelga decir que el autor es firme partidario de «un referéndum que establezca con claridad cuál es el nivel de apoyo popular a la causa de la independencia». El problema consiste precisamente en fijar y hacer cumplir unas reglas del juego claras. Por lo pronto, no parece fácil traducir en una pregunta concreta y en un porcentaje de votos predeterminado, ya sea sobre el censo electoral o sobre el total de votos emitidos, el gran sofisma del «derecho a decidir». Habría que preguntarse si el principio de autodeterminación que se invoca frente a España se aplicaría también en el interior del «ámbito de decisión», respetando el derecho a decidir de aquellas unidades territoriales –municipios, comarcas, provincias– que mostraran una voluntad contraria a la del conjunto del territorio. Cabría el riesgo, asimismo, de que los partidarios del referéndum rechazaran un resultado que les fuera adverso y siguieran reclamando nuevas consultas hasta salirse con la suya. Aquí Sánchez-Cuenca podría alegar de nuevo que no deben formularse juicios de intención para desacreditar reivindicaciones plenamente legítimas. Pero la historia reciente ofrece una vez más elementos de juicio que hay que tomar en consideración. Valga como aviso a navegantes la respuesta que, en una entrevista en La Vanguardia dio una ministra del Gobierno autónomo de Quebec, partidaria de la independencia frente a Canadá, a la pregunta de si un hipotético triunfo de la secesión en un tercer referéndum, tras su derrota en los dos anteriores, podía ser revisable en un referéndum posterior: «No. ¿Para qué, si ya lo habríamos ganado?» Preguntada por la posibilidad de que el pueblo «cambiase de opinión», contestó lisa y llanamente: «No hay precedentes». Conviene informarse bien sobre esta cuestión de los «precedentes», no sea que alguno se lleve un chasco cuando descubra que el derecho a decidir no comporta el derecho a desdecirse y que la autodeterminación caduca, al parecer, cuando sus partidarios consiguen su objetivo.

Hace poco, señala el profesor Fuentes, una periodista de la televisión pública catalana prendía fuego a un ejemplar de la actual Constitución española en un programa de gran audiencia. Quemar la Constitución no es una práctica tan novedosa como podría parecer. La Inquisición hacía lo mismo con la de Cádiz tras su derogación en 1814. Que, al cabo de doscientos años, pueda considerarse retrógrada la defensa del sistema constitucional y progresista a quien lo vulnera y lo denigra es un fenómeno digno de estudio. Sería un error, por ello, considerar el libro de Sánchez-Cuenca una versión castiza de La trahison des clercs o un simple ajuste de cuentas, tipo Los nuevos liberales, contra aquellos escritores que, según él, se han pasado al enemigo. La desfachatez intelectual es sobre todo un síntoma del extraño síndrome que aqueja a ciertos sectores de la izquierda: la creencia de que los nacionalismos periféricos representan una fuerza progresista y que merecen por ello ser tratados con un respeto reverencial. En cambio, la crítica a los nacionalismos históricos, en parte herederos del viejo carlismo, y la defensa de la Constitución serían el rasgo indeleble de eso que el autor llama «el macho discursivo» y su reaccionaria visión de la política española. Cuesta creer, sin embargo, que semejante desatino pudiera ser compartido por las figuras históricas del republicanismo y del socialismo, especialmente tras el profundo desengaño que sufrieron en los años treinta. Parece urgente que los actuales líderes e intelectuales orgánicos de la izquierda vuelvan a leer a Azaña, Negrín, Prieto, Largo Caballero, Fernando de los Ríos, Araquistáin y demás «machos discursivos» que pasaron ya en su día por una experiencia similar a la nuestra.



La tertulia del café Pombo ( José Gutiérrez Solana, 1920)


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt






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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)