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lunes, 15 de junio de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Le blé en herbe. Publicada el 25 de enero de 2010




El poeta Félix Francisco Casanova



Entre las escasas dotes literarias que la diosa Fortuna y la genética me han otorgado no están la composición y la comprensión poética. Quizá por eso me atrae, aunque me estrelle contra ella cual luciérnaga deslumbrada por el fulgor de una luz. Sólo soy capaz de recordar de memoria una decena de textos poéticos, todos de pequeñísima extensión, la mayoría en francés, gracias a las buenas artes de un profesor del colegio Infanta Maria Teresa, en Madrid. En cuanto a su composición, hice mis pinitos en épocas pretéritas, con rima asonante, eso sí, que no sonaban mal a juicio de las destinatarias; supongo que más por cariño que por mérito de los versos: "blé en herbe"...

"Le blé en herbe" (El trigo en ciernes) es una novela de la escritora francesa Sidonie Gabrielle Colette (1873-1954) que leí en francés en el verano de 1964. Fue el regalo de una amiga y estudiante francesa, Marie-Claude B., de Mouvaux (Nord-Pas-de-Calais), a la que conocí en esa época en Madrid y con cuya amistad me honré durante muchos años. La novela, publicada por vez primera en 1923, relata la historia de iniciación sentimental y sexual de dos adolescentes parisinos, Philippe y Vinca, de 16 y 15 años respectivamente, durante unas vacaciones familiares en la Bretaña. ¿A cuento de qué viene esta historia?... Se lo aclaro en un momento.

Las asociaciones de ideas, de las que ya he escrito en este blog en ocasiones anteriores, suelen escapar a nuestra comprensión. Se producen por extraños mecanismos que uno no domina. Es lo que me ha ocurrido con la lectura del reportaje que en El País de ayer publicaba Elsa Fernández-Santos ("Revive el Rimbaud canario"), junto con una breve reseña del escritor tinerfeño Juan Cruz ("Un viento helado"), sobre la conmemoración del 34 aniversario de la muerte del joven poeta palmero Félix Francisco Casanova, fallecido en un accidente casero no del todo aclarado, a los 19 años de edad, y ya consagrado en el Parnaso literario de la época. Los pueden leer en los enlaces de más arriba.

Ignoro porqué su lectura me ha llevado a recordar aquella otra tan lejana en el tiempo de una novela que recibí como regalo en el verano de 1964, pero eso es lo que me ha ocurrido, y tampoco es cuestión de psicoanalizar todos los extraños mecanismos de la mente, y menos aún cuando son tan inofensivos y agradables como éste.

Les confieso que la historia me ha cautivado. Y no sólo por el atrevimiento de la autora del reportaje de compararlo con Rimbaud (1854-1891), poeta maldito francés también muerto en plena juventud, sino por la desbordante trayectoria vital y literaria del joven poeta canario fatalmente truncada, aunque quizá su final fuera buscado, a tan temprana edad.

Busqué en Internet algún poema suyo para leerlo, y reconozco que he quedado impresionado por la inmensa lista de elogios que su obra mereció y sigue mereciendo a sus lectores. He elegido uno, sin título, de su libro "La memoria olvidada", publicado por Hiperión (Madrid, 1990):

A veces, cuando la noche me aprisiona,
suelo sentarme frente a una cabina
telefónica
y contemplo las bocas que hablan
para lejanos oídos.
Y cuando el hielo de la soledad
me ha desvenado, los barrenderos moros
canturrean tristemente
y las estrellas ocupan su lugar,
yo acaricio el teléfono
y le susurro sin usar monedas.

Y desde este enlace pueden ver y escuchar a Dalida cantando "Il venait d'avoir 18 ans", en 1975, una preciosa canción inspirada en "Le blé en herbe", la novela de Colette. Espero que la disfruten, así como el resto de la entrada. HArendt



La escritora Sidonie Gabrielle Colette


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sábado, 30 de mayo de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Eisenhower en Madrid. Publicada el 22 de diciembre de 2009




Eisenhower y Franco, Madrid. 1959



A finales de los años 50 circulaba en Madrid una especie de chiste-adivinanza que decía así: "Franco lo tiene corto, Eisenhower lo tiene largo, y el Papa lo tiene, pero no lo usa. ¿Qué es?"... ¿Lo saben ustedes?... Al final de mi entrada de hoy tienen la solución.

Interesantísimo, al menos para mi que me pierde mi deformación profesional por la historia, el artículo de ayer en El País: "Cuando Eisenhower visitó a Franco", escrito por el profesor de Historia de la Universidad Complutense de Madrid, Nigel Townson, relatando el día que el presidente de los Estados Unidos, Dwight David Eisenhower, visitó España y fue recibido en Madrid por Franco en olor de multitudes. Eso fue tal día como ayer de hace 50 años. El 21 de diciembre de 1959.

Yo estuve allí, en la Plaza de España, con mis 13 años, acompañando a mi padre. No recuerdo gran cosa del hecho en sí. Hubo dos momentos que sí se me quedaron grabados en la mente: uno, cuando pasaron en coche descubierto -con un frío que pelaba- por la plaza, y fue el de que mi padre me puso a horcajadas sobre sus hombros para que los viera. Me llamó la atención la gran diferencia de talla entre ambos. Y no estoy haciendo un chiste ni un juicio de valor porque a esa edad se me escapaban esas matizaciones. Hablo sólo de talla física... El otro, cuando apagaron todas las luces de los edificios de la plaza y sólo quedaron encendidas las de algunas ventanas del edificio de la Torre de Madrid que conformaban sobre su fachada la palabra "IKE", el diminutivo con el que era conocido el presidente Eisenhower desde los tiempos en que comandaba las fuerzas aliadas en la II Guerra Mundial.

Espero que les resulte interesante el artículo. Tiene enjundia, porque aquella visita visualizaba a los ojos del mundo y de los españoles el final del aislamiento internacional del régimen franquista. Cosas de la "guerra fria"...

¿Adivinaron ya que lo Franco tenía cortito, Eisenhower largo y el Papa no usaba?... ¿No? ¿De verdad?... ¡No me lo creo!, ¡pero si es la mar de sencillo!... Se trata del apellido, no me sean mal pensados... HArendt



Torre de Madrid, Madrid. Diciembre de 1959



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sábado, 18 de abril de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Historias de la República. Publicada el 19 de octubre de 2009




Madrid, 14 de abril de 1931



La Historia, notaria del pasado, sigue gozando de respetable salud. Y eso que hace ya 2500 años que dos griegos ilustres, mediado el siglo IV a.C. la iniciaran como disciplina científica: Heródoto, con su "Historia" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1996), y Tucídides, con su "Historia de la Guerra del Peloponeso" (Círculo de Lectores, Barcelona, 1997), hermosas lecturas que recomiendo con énfasis especial.

De esa misma respetable salud sigue gozando la historia de la Guerra Civil Española de 1936-1939, y por extensión, la de la II República española (1931-1939). Uno de los historiadores que más y mejor ha escrito sobre la guerra civil española ha sido el profesor e hispanista norteamericano Gabriel Jackson (1921), y entre los españoles, el economista, diplomático e historiador Ángel Viñas (1941), catedrático de la Universidad Complutense de Madrid.

Al profesor Viñas lo conocí en la UNED mientras cursaba la licenciatura de Geografía e Historia, en el Congreso Internacional sobre "La oposición al régimen de Franco", organizado en Madrid en 1988, bajo la dirección de los profesores Tuñón de Lara y Javier Tusell, al que asistí como alumno becario. Le recuerdo con su sempiterna corbata de pajarita, prenda típica y casi de uniformidad oficial del profesorado de la Universidad de Princeton, la universidad de Albert Einstein, y perdónenme la digresión, los cinematográficos y televisivos doctores Indiana Jones y House.

De él reseñé en este mismo blog, en mi entrada "Falsos mitos", del uno de septiembre pasado, un artículo suyo Un tiempo de sangre y fuego [El País, 1/9/2009], sobre algunas de las falsedades creadas por la historia en torno al pacto Stalin-Hitler, que diera paso poco más tarde a la II Guerra Mundial.

Y en este mes de octubre, en la prestigiosa, y para mi imprescindible lectura mensual de "Revista de Libros", el profesor Gabriel Jackson publica una extensa y documentada recensión bajo el elogioso título de Una trilogía histórica magistral, de los tres últimos libros del profesor Ángel Viñas: "La soledad de la República""El escudo de la República", y "El honor de la República", todos ellos editados por Crítica, Barcelona.

Dice el profesor Jackson que los tres libros reseñados constituyen, sin ninguna duda, los estudios archivísticos más detallados y más exhaustivamente documentados de las reacciones diplomáticas y militares al estallido de la Guerra Civil española; y también de los esfuerzos de los sucesivos gobiernos republicanos para vencer la hostilidad político-económica de las grandes potencias democráticas –Inglaterra, Francia y Estados Unidos– y contrarrestar la masiva ayuda militar ofrecida desde el principio por Italia, Alemania y Portugal a las fuerzas comandadas por el general Franco.

En pos de su investigación documental, añade, el autor ha viajado a París, Londres, Moscú y a muchos otros lugares específicos en que se encuentran archivos relevantes. Ha proporcionado detalladas notas al pie para todas sus interpretaciones controvertidas. Ha preparado una lista de los acrónimos de docenas de archivos, preparado una bibliografía ingente, ofrecido al lector una extensa lista de dramatis personae y aportado copias de documentos importantes. Para conseguir su objetivo crítico e historiográfico ha citado, y refutado, cientos de contundentes afirmaciones de personas e instituciones que aparecen citadas con sus nombres.

En los párrafos finales de su comentario, el profesor Jackson dice que ha intentado señalar lo que le parecen énfasis ocasionales que distraen de la tarea principal, y que han ocupado mucho espacio porque quería que el lector conociera los juicios del autor más que simplemente las valoraciones que el reseñista hacía de esos juicios, pero que ello no ha de entenderse en absoluto como una evaluación negativa. Nadie, añade, ha rastreado los archivos más exhaustivamente que Viñas, que nadie ha estado más dispuesto que él a compartir información, o se ha mostrado más deseoso de comparar interpretaciones con colegas.

Como conclusión de la reseña, el historiador e hispanista norteamericano manifiesta que esta trilogía publicada por el profesor Viñas se mantendrá como una combinación excepcionalmente rica de historias basadas en archivos y de debates que cuestionan deliberadamente ideas establecidas en la lucha por alcanzar un entendimiento objetivo de la Guerra Civil española.

Desde el momento en que leí el artículo de Gabriel Jackson en "Revista de Libros" pensé que debería traerlo hasta mi blog, no, evidentemente, por lo que yo pudiera decir al respecto, salvo manifestar mi admiración y respeto por tan ilustre historiador, sino por hacerles partícipes a ustedes del placer de su lectura. Mi más sincero agradecimiento al profesor Gabriel Jackson y a la editora de "Revista de Libros" por haberme dado permiso para reproducir su artículo en mi Blog. Es un honor y un enorme placer para mi. HArendt




El profesor Ángel Viñas



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sábado, 11 de abril de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Ciudad y democracia. Publicada el 9 de octubre de 2009





Al concluir mis estudios de licenciatura en Geografía e Historia en la UNED, y después de haber abandonado unos antes, a la mitad los de Derecho, y después los de Ciencias Políticas, me planteé hacer un doctorado en esa última rama.  Ya lo había intentado en Geografía e Historia, pero en Ciencias Políticas era la opción académica que siempre me había atraído más. Diversos avatares profesionales y personales hicieron que la cuestión no pasara de mero proyecto, pero llegué a proponer al profesor Santos Juliá dos temas como posibles a la hora de acometer la tesis doctoral que culminaría mi paso por la universidad. Uno fue el del papel del Senado en las democracias modernas, asunto que siempre me había atraído, y me sigue atrayendo, dada la escasa relevancia que la Constitución y los sucesivos gobiernos le han dado al español. El otro asunto posible objeto de esa tesis "non nata" era el del papel de la ciudad como sujeto y objeto de renovación democrática; en cierto sentido, una vuelta al ámbito originario de la democracia participativa, siguiendo la estela de pensadores como Hannah Arendt.

Esta es, también en cierto modo, la tesis del filósofo, escritor y periodista Josep Ramoneda, que el pasado 19 de agosto escribía un interesantísimo artículo en El País, titulado Hacia una Europa de las ciudades, en el que venía a decir que frente al carácter cerrado de la nación, el ámbito urbano es el lugar idóneo para forjar una identidad abierta, la que necesita la nueva conciencia europea, que sea políticamente solidaria y capaz de compartir la soberanía.

La cultura nacional es una cultura cerrada y unitaria, dice. Se basa en la presunta homogeneidad de los ciudadanos que pueblan el Estado. Pero esta idea de comunidad está hoy completamente obsoleta, en sociedades que por su composición ya no pueden esconder su heterogeneidad. ¿No sería la hora de volver a este "lugar de una humanidad particular" que es la ciudad europea? Las ciudades son identidades abiertas frente a las naciones que son identidades cerradas. ¿No podrían ser éstas los nodos adecuados sobre los que tejer una red de identificación básica europea?

Pero la ciudad -concluye- es sobre todo el lugar de una identidad abierta, es el lugar en que es posible encontrar un denominador común entre los extraños que la componen; una identidad mínima muy parecida a la que requiere la reconstrucción de la conciencia europea, una identidad basada en el reconocimiento al otro y en la defensa de un modelo europeo que tiene todos los elementos de la cultura urbana: la soberanía compartida entre extraños; la solidaridad política; la diversidad y el conflicto como portadores de oportunidades y de cambio, y la negociación y el diálogo, como manera de relacionarse. Sin necesidad de inclinarse ante ningún dios menor, sea la patria o la religión de turno.

Me gustaría terminar esta entrada de hoy citando de nuevo al politólogo Robert A. Dahl, y su libro "La democracia y sus críticos" (Paidós, Barcelona, 1993). Dice en el mismo que sea cual sea la forma que adopte, la democracia de nuestros sucesores no será ni puede ser igual a la de nuestros antecesores. Ni debe serlo. Ya que los límites y posibilidades de la democracia serán radicalmente distintos de los que existieron en otras épocas y lugares del pasado. La brecha existente entre el conocimiento de las élites de la política pública y el de los ciudadanos corrientes, añade, puede reducirse, pues ya es técnicamente posible que todos los ciudadanos puedan disponer de información sobre todas las cuestiones públicas accesible de inmediato. ¿Está pensando Dahl en Internet?... Lo que parece claro es que el ámbito de la ciudad es quizá, o sin quizá, el idóneo para un ensayo de democracia participativa universal. Y las ciudades europeas, por su historia de libertad, el marco adecuado. ¿Por qué no intentarlo? HArendt




El profesor Josep Ramoneda



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lunes, 30 de marzo de 2020

[DE LIBROS Y LECTURAS] Hoy, con "Cien años de soledad", de Gabriel García Márquez





Los confinamientos forzosos dan para mucho. Y más, ahora que nos autoimpedimos el gozo de la presencia de los hijos y los nietos aunque caigamos en la video-conferencia diaria, vía movil, para calentar los ánimos, no muy cálidos tras la visión de los telediarios... Dan, por ejemplo, aparte de las rutinas diarias del blog, el aseo personal, y la limpieza de la casa (siguiendo las instrucciones estrictas de la superioridad -la que manda, manda-), para la lectura. 

Me he impuesto la relectura de "Cien años de soledad", de Gabriel García Márquez. No recuerdo cuando la leí por vez primera; sí, la penúltima: en abril de 2018. La tengo al menos en un par de ediciones distintas, pero guardo un especial cariño por la conmemorativa de 2007, de la Real Academia Española, que es la que releo ahora. La compré el mismo año de su edición después de leer la -inmisericorde- reseña que de la misma escribiera Ricardo Bada ["Eppur si legge!". Revista de Libros, junio 2007], que reproduzco a continuación.

"Muchos años después –cuarenta para ser exactos–, comienza escribiendo Bada, cómo no recordar al hacer esta reseña aquel día remoto en que mi mentor de entonces, Francisco Porrúa, me hizo conocer en Buenos Aires la obra de García Márquez...

Vaya por delante que de ningún modo piensa ponerse uno, a estas alturas del partido, a hacer una reseña de Cien años de soledad. Si acaso, y nada más, de esta edición conmemorativa y homenajeante, cuyo calibre más bien parece destinado a intimidar al público. Ahí es nada que el libro cuente con la friolera de cinco prólogos, firmados por pesos pesados tales como Álvaro Mutis, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Víctor García de la Concha y Claudio Guillén, amén de cuatro epílogos de otros tantos pesos semipesados. Ahí es nada que los responsables de la edición sean la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua Española. Ahí es nada que el propio autor de la novela se haya tomado la molestia de revisar –especialmente para el caso– el texto de su obra magna. Y podría añadir un par de superlativos, pero baste con los dichos como aperitivo. Concentrémonos, pues, en esta edición.

Me siento irrestrictamente a favor de la nota editorial sobre el texto, el árbol genealógico de los Buendía, la bibliografía, el glosario y el índice onomástico. Entre otras cosas, porque el glosario pone en su lugar [«desharrapados»] el «desarrapados» de la primera página de la novela, que no me llamaría la atención si no fuera por los soldaditos «harapientos» de la página 71 y el apuesto caballero que se volvió «harapiento» en la 228, siendo la etimología de ambas palabras la misma. Pero caramba, esta edición la han hecho al alimón todas las Academias de la Lengua, hubieran sido ganas de tirar piedras al propio tejado.

Ahora bien: los cinco dizque prólogos más los cuatro dizque epílogos suman 195 páginas, las de los primeros en números romanos, las de los segundos continuando la numeración arábiga de las páginas de la novela, lo que ya me parece una monstruosa ruptura de estilo en una edición de estas características. Sólo que semejante pormenor morfológico es lo de menos.

Lo de más es que el dizque prólogo de Vargas Llosa se reduce a ser un resumen quirúrgico de la primera parte del séptimo capítulo de Historia de un deicidio, cuyas 138 páginas están dedicadas a Cien años de soledad. Encuentro magnífico que Vargas Llosa haya autorizado la reimpresión de esas escasas 34 páginas, pero mi opinión personal es que la edición habría ganado mucho si incluyera íntegro el exquisito bocado de cardenal que es ese capítulo séptimo. Aún sobrarían entonces 57 páginas para que los ocho restantes prologuistas y epiloguistas escribieran cada uno unas siete páginas, con lo que todos saldríamos ganando, hasta ellos mismos. De manera que en tal aspecto pienso que esta edición ha sido una ocasión como la de aquellas carambolas que le ponían a Fernando VII, sólo que bastante miopemente desaprovechada.
[Lo anterior no cuenta para Álvaro Mutis, quien tuvo la elegancia de limitarse a dos páginas, de nuevo dos páginas, tantas como las de su poema en prosa El viaje, que es, como tantas veces lo he dicho, ese cubito de caldo concentrado que diluido en el agua bendita de una irrepetible prosa dio lugar al banquete de Cien años de soledad].

Summa summarum por lo que se refiere a la edición: la relación calidad/precio del libro como producto, como manufactura, está conseguida. Con lo que quiero decir que el precio es barato, y la calidad, también. La verdad es que siento tentaciones de prestarle mi ejemplar a alguien, con la absoluta seguridad de que después de mi trasiego de sus páginas, al pobre amigo a quien se lo prestara se le desencuadernaría entre las manos y se vería obligado, si tuviese un mínimo de vergüenza, a comprarme un ejemplar nuevo. Pero mi mala leche no llega a tanto: la reservo íntegra para los editores de este mazacote de hojas pegoteado al lomo.

Last but not least 1.º: Después de la apoteosis del Nobel en 1982, y la de estos veinticinco años más tarde, ahora lo único que resta es esperar que tras la muerte del autor (a quien sinceramente le deseo que viva todavía muchos años y que disfrute jugando con sus nietos), las autoridades colombianas remitan al Vaticano el expediente preceptivo para la canonización de San Gabo.

Milagros no van a faltar en él. Bastaría con la ascensión de Remedios la bella, en cuerpo y alma, a los cielos, pues la Iglesia de Roma ya admitió, hasta como dogma, el precedente de la asunción de la Virgen María en las mismas condiciones. Y recordemos lo que sabiamente dice Fernanda del Carpio –muy católica ella– a propósito de su patraña de la presunta llegada del bebé Aureliano Babilonia flotando en una canastilla, como Moisés, y saliéndole así al paso a la compasiva objeción de la monja, la de que nadie se lo creerá: «Si se lo creyeron a las Sagradas Escrituras, no veo por qué no han de creérmelo a mí». [Este sí que es un catolicismo de veras, hasta el tan inteligente Benedicto XVI se vería en problemas para contraargumentarle.]

Sólo me quedaría por añadir la minucia de que, fatalmente, para poder hacer la reseña de esta edición, me sentí obligado, contra mi voluntad, a re­leer el texto de la novela que la provocaba. Pero ello merece un par de párrafos aparte, que en modo alguno deben entenderse como reseña de Cien años de soledad, sino nada más como impresiones de una relectura. Porque después de las miles de páginas que se han escrito sobre ella, después de los cientos de simposios que la tuvieron como protagonista, después de las docenas de tesis doctorales que se le han dedicado, a mí no me parece que sea una nueva reseña lo que le haga falta.

Soy persona de muchas relecturas, algunas circunstanciales y otras regulares y canónicas, como la obra completa de Ibsen desde Los pilares de la sociedad (no la anterior), cualquiera de mis dieciséis volúmenes de Bernard Shaw, El difunto Matías Pascal de Pirandello, Servidumbre humana de Somerset Maugham, Contrapunto de Aldous Huxley, Lady Jane & John Thomas de D. H. Lawrence, y Banderas sobre el polvo de William Faulkner, amén del Quijote y Borges con frecuencia y al buen tuntún. Hay en cambio tres libros que nunca volví a leer por miedo a que se me cayeran del pedestal –y de las manos–: La muerte de Virgilio de Hermann Broch, Rayuela de Julio Cortázar y estos Cien años de soledad que, obligado por el encargo de la reseña, he releído ahora, al cabo de cuarenta años de no hacerlo.

Conste, eso sí, que empecé a releer esta novela, y que a no mediar el susodicho encargo –que conllevaba el deber de una cuidadosa anotación– me hubiera jalado de una sentada y sin parar las 463 páginas que la componen.

Había releído –casi inmediatamente antes– otra de mis novelas predilectas, Orgullo y prejuicio de Jane Austen, cero de realismo mágico y diez de magia real. Pocas veces ha penetrado tan hondo y tan certero el bisturí de la palabra en el alma de unos seres humanos. Y aunque no tengo nada en contra de la levitación del padre Nicanor Reyna tras la ingestión de un chocolate espeso, ni tampoco del enjambre de mariposas amarillas señalando la presencia de Mauricio Babilonia, estoy más a favor del análisis de las conductas humanas, muy humanas. Todo eso que me falta, y es la gran falta, en Cien años de soledad.

Ojo, no estoy negando que sea una gran novela, ni que sea una obra de arte: es una gran novela y es una obra de arte. Tan solo me atrevo heréticamente a decir que me parece mero andamio de palabras, sin seres humanos de carne y hueso que lo sostengan ni lo habiten. Los Buendía y su familia son –perdón de antemano por la aparente paradoja– realmente fantásticos, y lo son en el sentido que usa este adjetivo Vargas Llosa en ese sustancioso capítulo séptimo de su Historia de un deicidio: «pura objetivación de la fantasía, estricta invención».

De siempre me he preguntado: ¿dónde están en las obras de García Márquez las personas de carne y hueso cuyos huesos y cuyas carnes sean algo más que palabras, palabras, palabras? Tomemos en esta novela a un solo personaje, Úrsula Iguarán, «aquella mujer de nervios inquebrantables» de la página 17, pero que ya en la 13 «perdió la paciencia» y en la 30 «se salía de sus casillas con las locuras de su marido». Passim. ¿En qué nivel de lo inquebrantable situar sus nervios?  Huelga decir que todas estas incongruencias remiten a otra afirmación del autor, acerca de su «defecto incorregible de no medir a tiempo mis adjetivos», una afirmación que se queda corta porque son varias otras cosas, muchas más, las que tampoco mide.

Primer ejemplo: el hecho de que la bisabuela de Úrsula Iguarán de la página 29 se convierta en su tatarabuela una página más adelante, y si dicha bisabuela vive y es madre de dos hijos cuando el ataque de sir Francis Drake a Riohacha, 1596, y la bisnieta –no tataranieta– es una mujer madura cuando aparece el daguerrotipo en Macondo, o los padres o los abuelos de tal bisnieta ­–o todos ellos– también tienen que haber sido bastante más que centenarios. Segundo ejemplo: que Francisco el Hombre sea una persona de casi doscientos años, pero también por la misma época del daguerrotipo (inventado en 1833) tocaba el mismo acordeón que le regalara en Guayana sir Walter Raleigh, fallecido en 1619. Y tercer ejemplo: no es posible que Aureliano Segundo, en una familia como la de los Buendía, no se dé cuenta en la página 249 de que los diecisiete hijos del coronel Aureliano no pueden ser sus primos, sino sus tíos: basta mirar el árbol genealógico: de quien son primos es de su padre Arcadio.

¿Ven ya por dónde voy?  Mi mirada ha perdido la inocencia de hace cuarenta años. Me cuesta admitir la conducta de Amaranta con Pietro Crespi y con el coronel Gerineldo Márquez. Me cuesta admitir la inexplicada muerte violenta de José Arcadio y la subsiguiente viudez hermética de Rebeca. Me cuesta admitir que una niña aún no tenga nombre con su mamá ya embarazada por segunda vez. Y lo que más me cuesta admitir son las explicaciones que se imagina Úrsula Iguarán, en un vano intento psicologizante [¡ojo: del autor, no de ella!] por atar varias moscas por el rabo.

Se me argüirá que es que todo el libro implica una suspensión de la congruencia, pero esa es una falacia fácilmente rebatible. Porque, excepto en las incongruencias atrabilarias, como todas aquellas de que dejo constancia (hay más), el resto del libro es de una congruencia ejemplar. Todo encaja perfectamente en un juego magistral como de encaje de bolillos. Y es por eso que el libro, pese a todo, se sostiene. Parafraseando a Galileo: Eppur si legge! [¡Y sin embargo, se lee!] ¡Y cómo!

Pienso que la atracción casi magnética que ejerce esta obra se debe a su carácter fundacional y pionero, al hecho de que desbrozó definitivamente un camino que ya habían transitado otros sin la misma fortuna (El éxodo de Yangana, del ecuatoriano Ángel Felicísimo Rojas, sería el más preclaro anticipo), y que entretanto es una vereda enfangada de tanto tráfago, incluido el de su muy repetitivo desbrozador. Pero también pienso que a García Márquez le falta lo que George Steiner llama, en el caso del Shakespeare tardío, «el modo abreviado» [o Buero Vallejo en el de Velázquez, «la segunda manera»]. Le falta el soplo de la grandeza, inmolado en el altar de lo bien dicho, y a veces, demasiadas veces, de lo redicho: «fundaron a Macondo», «asaltó a Riohacha», etcétera, y eso escrito por alguien que despotrica contra la Academia. Ay, diosito...

Me bastaría con recordar lo que el autor confesó en Vivir para contarla, a propósito de su preocupación estilística («Soy muy sensible a la debilidad de una frase en la que dos palabras cercanas rimen entre sí, aunque sea en rima vocálica, y prefiero no publicarla mientras no la tenga resuelta»), y ponerlo en relación con la todavía más célebre frase que inau­gura su novela: «Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo». ¿Debo añadir, retóricamente, que todas las cursivas de esta cita son mías?

He llegado a la conclusión de que lo real maravilloso, o lo real mágico, no es tanto lo que se cuenta sino el modo cómo se cuenta. Es la misma naturalidad con que Scheherazade, una de las mil y una noches, concretamente entre la 980 y la 989, relata cómo Alí Babá –escondido en un abrupto repecho– ve llegar delante de una peña a los cuarenta ladrones, y oye a su capitán gritar con una voz tonante: «¡Sésamo, ábrete», y cómo «al punto la peña se abrió cuan ancha era». Lo fantástico (y una vez más uso el término en la misma tesitura que Vargas Llosa en Historia de un deicidio) sucede sin necesidad de explicación. Como Tertuliano con la resurrección de Jesús, te lo crees porque es absurdo.

Last but not least 2.º: Apenas terminé de releer Cien años de soledad, me sentí jodido por un pensamiento insidioso. Enfrentado a su también célebre última frase («Todo lo  escrito en ellos [los pergaminos de Melquíades que contienen en clave la historia entera de la familia Buendía] era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra»), casi me pareció ver en ella una advertencia indesoíble a no haber releído esta novela. Pero ya era demasiado tarde para mí". 



El escritor Gabriel García Márquez



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jueves, 26 de marzo de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] ¿Por qué dormía Europa? (Publicada el 22 de septiembre de 2009)






En el verano de 1940, cuando hacía justamente nueve meses que había estallado la guerra en Europa, un joven y brillante estudiante de la Universidad de Harvard leía su tesis de graduación en Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales. Se titulaba "Appeasement in Munich", y analizaba en ella las razones que llevaron al gobierno británico a una suicida política de contemporización y apaciguamiento a toda costa con el cada vez más creciente belicismo de Hitler, y a firmar con él los vergonzantes acuerdos de Munich que darían rienda suelta al expansionismo nazi. Obtiene la calificación de "Sobresaliente Cum Laude" y un mes después se publica como libro con el título de "Por qué dormía Inglaterra", convirtiéndose en un auténtico "superventas" que gana el prestigioso Premio Pulitzer de ese mismo año. Veinte años más tarde, ese joven estudiante, John F. Kennedy, sería elegido presidente de los Estados Unidos de América.

"Por qué dormia Inglaterra" se publica en España por la editorial barcelonesa Plaza &.Janés en 1965, supongo que a raíz de la conmoción mundial que produce el asesinato del presidente Kennedy. Yo la leo ese mismo año en una edición de bolsillo que aún conservo y que, casualmente, ojeaba hace unos días. Ya he dejado constancia en este blog de mi juvenil apasionamiento por la figura de Kennedy. Su trágica muerte dio lugar a uno de los días que más imborrable impresión han dejado en mi vida, y que puedo relatar minuto a minuto con exactitud. Su lectura me emociono. Lo leí con fervor y apasionamiento y, en cierto modo, encaminó mi recién iniciada vida académica hacia la Historia y la Ciencia Política.

No tengo muy claro que tipo de asociación de ideas me ha llevado a recordar el libro citado, ¿quizá su título?, al leer el artículo que en el diario "El País" de ayer publicaba el profesor de Ciencias Políticas de la UNED, José Ignacio Torreblanca, titulado "Completar Europa". ¿Quizá el dramático llamamiento que formula en el mismo a enderezar el tortuoso momento que vive la Unión Europea y que la reelección de Durao Barroso como presidente de la Comisión no ayuda, precisamente, a despejar? Pudiera ser, aunque también pudiera haberlo provocado la apelación final del articulista a que los europeos, con Barroso a la cabeza, completemos de una vez por todas el mapa de la Unión y luchemos por consolidarla en el concierto mundial.

La verdad es que no me gustaría que ninguno de mis nietos obtuviera su grado académico dentro de veinte años con una tesis que se preguntara y explicara "¿Por qué dormía Europa?"... Precisamente, cuando más necesitábamos de ella. HArendt




John F. Kennedy



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sábado, 14 de marzo de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Adriano, por Yourcenar (Publicada el 3 de septiembre de 2009)







Salvo excepciones, que haberlas, haylas, no me gusta prestar mis libros. Soy de los que piensan que es tristemente real ese pareado que reza: "libro prestado, libro amortizado", así que prefiero regalarlos, sin desprenderme del mío. Hace unos meses me llegó por correo un libro que había prestado a un antiguo compañero de trabajo, jubilado hace ya mucho tiempo; hacía al menos quince años. Me lo devolvía con una nota pidiéndome disculpas por su tardanza en hacerlo. Confieso que sabía que lo había prestado, pero ni recordaba a quién. Lo había vuelto a comprar, y no una, sino varias veces.

Ese libro, uno de los más hermosos que yo he leído nunca,  es "Memorias de Adriano" (Edhasa, Barcelona, 1983) de la novelista franco-belga Marguerite Yourcenar (1903-1987). Un texto bellísimo, al menos en el castellano de la traducción de Julio Cortazar, que es la que yo conozco. Es también uno de los libros que más veces he regalado a aquellos que considero mis amigos, en la confianza de que sabrían apreciarlo. No siempre ha sido así, pues no es un libro que atraiga de entrada: ¿a quién puede interesar la reflexión que al final de su vida, un emperador envejecido hace por carta a quién años después le sucederá al frente de Roma, Marco Aurelio, sobre lo que ha sido su vida y su reinado?... A mucha gente, se lo aseguro, que conserve intacta la ilusión de la buena literatura.

De Yourcenar he leído también "Opus Nigrum" y "Alexis o el tratado del inútil combate". Y la biografía, excelente, que sobre ella escribió Josyane Savigneau"Marguerite Yourcenar: La invención de una vida" (Alfaguara, Madrid, 1992). Pero ni punto de comparación con "Memorias de Adriano".

En El País del pasado 31 de agosto, José Manuel Fajardo firmaba un bello artículo ["A la sombra de Yourcenar"] sobre la tierra flamenca, a caballo entre Francia y Bélgica, que vio nacer y crecer a Marguerite Yourcenar. Leyéndolo, me dio por recodar la anécdota de la recuperación de ese libro suyo que ya creía perdido, pero también me vinieron al recuerdo los largos paseos que en mi último viaje a Roma, hace ya tres años, diera por la que fuera la última residencia del emperador Adriano, "su casa", Villa Adriana, en la actual Tívoli, a una veintena de kilómetros al nordeste de la capital italiana, tan retratada en la novela que comento. Anímense a leerla; seguro que les encantará. HArendt 




La escritora Marguerite Yourcenar



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martes, 21 de enero de 2020

[ARCHIVO DEL BLOG] Morir y vivir con dignidad. (Publicada el 23 de junio de 2009)







No creo que haya muertes dignas o indignas. La vida es la que tiene que vivirse con dignidad. Y cuando esa dignidad desaparece, desaparece todo sentido de vida. Un amigo y compañero de afanes universitarios, filósofo, historiador y abogado, Julio Santamaría, me escribe hace unos días enviándome un texto emocionado y emocionante sobre la experiencia que ha supuesto para él la muerte de un familiar muy cercano. Supongo que muchos de ustedes, todos más o menos tarde, han pasado por ese trance, y la experiencia personal de cada uno es intransferible. Mi amigo ha titulado su texto ¿El suicidio como proyecto vital?, y es una crítica de la legislación española y canaria sobre la muerte digna, llámese ésta testamento vital, tratamientos paliativos o eutanasia. Me ha parecido muy interesante y digno de reprodicirlo en el blog. HArendt 






¿EL SUICIDIO COMO PROYECTO VITAL?", por J.S.

1.- No hay contradicción en el título de estas reflexiones. Está así redactado premeditadamente. Las circunstancias y experiencias sociales y personales delimitan y definen la trayectoria del ser humano. En otros términos: de la misma forma, modo y decisión con que proyectamos nuestra vida de joven hacia el futuro, igual ha de ser la proyección a la muerte. Una y otra elección son los actos más trágicos, de mayor responsabilidad, y de creación del ser personal, o profesional y/o de su despedida de este mundo. No me refiero a la eutanasia en su plenitud de significación, sino al hecho mismo de morir. Hume, filósofo Inglés del Empirismo en su Ensayo, el Suicidio, dejó ya escrito que el ser humano, cuando en su deterioro se convierte y llega a ser carga para sí y para la sociedad, su destino es claro: la muerte voluntaria: “Que el suicidio puede a menudo ser consistente con el interés, y el deber para con nosotros mismos es algo que nadie puede cuestionar, una vez que se admite que la edad, la enfermedad, o la desgracia pueden convertir la vida en carga, y hacer de ella algo peor que la aniquilación”“Ningún un hombre ha renunciado a la vida, si ésta merecía conservarse”.”Tal es nuestro horror a la muerte, que motivos triviales nunca tendrán fuerza suficiente para hacer de ella algo deseable,”-, incluso dejando a parte la religión y el código penal de las sociedades. “Si se admite  que el suicidio es un crimen, sólo la cobardía nos puede empujarnos a cometerlo. Pero si no es un crimen,-y los códigos penales no pueden definirlo,-“sólo la prudencia y el valor podían llevarnos a deshacernos de la existencia, cuando ésta ha llegado a ser una carga.”, “Es este el único modo en que podemos ser útiles a la sociedad y preservaría para cada uno su oportunidad de ser feliz en la vida, y lo libraría eficazmente de todo peligro y sufrimiento.”

Hipócrita, patana y engañosamente a ese camino no van dirigidas la Ley nacional del testamento vital, ni la norma regional. Ni el parlamento español, ni el canario han entrado a legislar vitalmente sobre la eutanasia. Han servido legislación descafeinada del mismo color. Muerte o su aproximación. Pero sucede que, en ese camino del ser humano hacia su destino final, se le puede endulzar y racionalizar el sufrimiento. Y a esa permisión vergonzante se le llama testamento vital. Manifestación documental del que ha de morir, realizada en plena advertencia y conciencia ante presencia notarial, sobre su voluntad de tratamiento al perder la capacidad de obrar. Nada más. Y sin embargo las situaciones vitales que todos los seres humanos hemos de vivir, y de quienes han desaparecido de este  paraíso “infernal” exigen más. Exigen algo más que orientaciones psicológicas a enfermo y familia, y profesionales médicos, que convierten esos días, meses, o años de deterioro general, y situación amenazante, difícil y cambiante: la concienciación de la persona, y de la sociedad, que la muerte debe y puede elegirse como solución, y meta final.Y ello como se elige una profesión en el recorrido de la vida. La equivocación en la elección profesional crea o puede crear, desorientación, angustia e improductividad personal, familiar y social del apocado, permanentemente equivocado y carente de voluntad.

2.- A nuestro criterio sólo con una preparación para la muerte antes de la enfermedad, la inseguridad física y personal del enfermo, y su temor, se transforma o debe transformarse en tranquilo vivir para morir. La capacidad de verbalización del hombre le ha servido para desempeñar muchas facetas en su  camino evolutivo; en su evolución cognitiva, para la resolución de sus problemas, planificación de sus objetivos, y el control de sus eventos fundamentales de su vivir. La misma capacidad con la que ha creado y elaborado el conjunto de sus creencias. En la realidad y en el contexto de la certeza de la muerte próxima, ser verbal significa tener la habilidad de traer al presente cosas totalmente desconocidas, y que aún no han sucedido: el deterioro trágico del su salud, lo que puede ocurrir después de su desaparición; las imágenes de futuros cargados de gran dolor, y las comparaciones seguras de lo que podía, y pudo hacer antes de su situación límite de salud, y sentir lo que no puede hacer en el instante mismo de de su grave enfermedad.

Los pensadores existencialistas fueron los primeros predicadores de la construcción del hombre. El hombre ante la tragedia de la elección de su ser. La posibilidad de error ante la elección de su trayectoria vital provoca y obliga a sentir en el hombre el sentimiento aquel o estado anímico de asco, tragedia, nausea, y temor por las consecuencias de la equivocación. Los existencialistas sembraron gratis la verdad y la necesidad del obrar libre y conscientemente en la construcción del ser del hombre. Toda elección equivocada en su profesión, esclaviza al ser, o ciudadano concreto a un continúo vaivén de acciones y proyecciones cuyo final es el fracaso y la despersonalización. El hombre sin meta electiva y programada orilla la nausea perenne de su existencia. La ineficacia en la acción, y la despersonalización constante traducida en presente y permanente desesperación. Hoy, y ayer es la tragedia de la falta de formación. La equivocación constante y no percibida coloca al hombre en situaciones límites, en las que la cobardía y el miedo a la vida le impiden consumar lo que desea y rechaza culturalmente su sociedad, el suicidio. Se hermanan, pues, el fracaso ante la vida, como es la vida personal desarticulada, con el desastre final de la vida como degeneración de su salud, y la carga innata para si mismo, y la sociedad. Filippo Strozzi, rico comerciante de Florencia, (1488-1538) que fue capturado tras el fracaso de la rebelión que había planeado contra Cósimo de Médicis, fue encontrado muerto en su celda. Junto a él, una nota en la que se decía:”hasta ahora no he sabido cómo vivir; sabré ahora cómo morir”.

Sería fácil probar que el suicidio es tan legítimo dentro de la doctrina cristiana como lo fue para los paganos. Esa grande e infatigable norma de fe y de costumbres que debe dar dirección a toda razonamiento humano, nos ha dejado en completa libertad en lo que se refiere a este punto. La resignación a la Providencia se nos recomienda, ciertamente, en la Escritura, pero eso implica solamente sumisión a males que pueden remediarse con el ejercicio de la prudencia o de la fortaleza, pero no a los males que son inevitables como la muerte por degeneración y destrozo lentamente del cuerpo con inseparabilidad del dolor más atroz. No matarás es, evidente, un mandamiento que prohíbe matar a los demás, sobre cuya vida no tenemos autoridad., Que este precepto, como la mayoría de los preceptos de la Escritura, debe ser modificado mediante la razón y el sentido común, queda de manifiesto en la práctica del derecho penal, en la que los Magistrados, aún hoy, castigan a criminales con la penal capital, a pesar de lo que dice la letra de la Ley, y la norma penal. Pero si ese mandamiento se refiriera también al suicidio, ahora no tendría autoridad, porque toda ley de Moisés ha sido abolida, excepto en aquellos puntos, que se basan en la ley natural. Pero el suicidio no está prohibido por esa ley, la natural. Y el caso es que cristianos, y paganos han participado del mismo fundamento. Catón y Bruto, Arrea y Porcia actuaron heroicamente. Quienes ahora imitan su ejemplo deberían recibir las mismas alabanzas de la posteridad. Algo así como la admiración que despierta Sócrates que consumó el suicidio con la cicuta.

3.- Insinuado ya el pensamiento de Plinio debería terminar traduciendo textualmente sus palabras de su Historia Natural, II ,5: Dios aún cuando quisiera no puede darse muerte, y ejercitar es privilegio que concedió al hombre en medio de tantos sufrimientos. He ahí por qué bautice al testamento vital como falacia ante la necesidad del enfermo terminal. En el caso del individuo enfermo, sin capacidad de aseverar, conocer o casi respirar por los retortijones del dolor,

¿ El profesional de la medicina, y familiares pueden, y se deben acoger, y respetar literalmente al testamento descafeinado vital de nuestras leyes, o aplicar de forma progresiva la sedación, como práctica racional paliativa del bienestar del enfermo y su paz final, tal y como personalmente haya dejado escrito aunque suene a suicidio ?.La razón y el sentido común me obligan, y me obligaron a desear ese tratamiento hace unos días para un familiar. Suicidio testamentario o desgarramiento final. Pero…en esa Comunidad donde se produjo la muerte la terapia paliativa se confunde con el homicidio. Por desgracia, también, se dan homicidios culturales. -¿No lo siente así el lector?"




La muerte de Sócrates. Jacques-Louis David, 1787





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