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miércoles, 18 de julio de 2018

[A VUELAPLUMA] Mandato popular y democracia





La justificación de cualquier mediación democrática, escribe en El País el profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política en la Universidad del País Vasco, es incluir la pluralidad de las perspectivas sociales en los procesos de decisión política de modo que se configure una voluntad popular más reflexiva e incluyente. 

En las sociedades democráticas, comienza diciendo Innerarity, se alternan momentos de desorden y momentos de construcción, sacudidas externas y construcción institucional, inmediatez de la voluntad popular y mediación política. Tomo el título del célebre libro de Schopenhauer para designar a ambos momentos voluntad y representación, dimensiones necesarias de la democracia, que se empobrecería sin una de ellas.

Comencemos por la voluntad. Las democracias tienen que estar abiertas a la toma en consideración de nuevas perspectivas que habían sido desatendidas en los procesos instituidos o con la prioridad que a tales asuntos les debería corresponder. No hay democracia sin esa posibilidad de “desestabilizar” al poder constituido. Pensemos en el hecho de que la mayor parte de los grandes temas que se han popularizado en las democracias contemporáneas no lo han sido gracias a la iniciativa de los partidos, los gobiernos o los parlamentos, sino de la opinión pública desorganizada o los movimientos sociales. Así sucedió con el revulsivo que supuso el 15-M (y todos los similares a lo largo del mundo en lo más agudo de la crisis, como Ocuppy Wall Street o We are 100%), el impulso feminista del Me Too, las protestas de los pensionistas, las movilizaciones soberanistas en Cataluña e incluso el éxito de la reciente moción de censura (desencadenado por una sentencia judicial, es decir, un agente externo a los principales protagonistas de la vida política). Son fenómenos que tienen pocas cosas en común, salvo el hecho de haber interrumpido la continuidad de la vida institucional, haber modificado las agendas políticas o la percepción de lo que era políticamente posible y deseable.

La celebración de tales sacudidas de la voluntad popular no debería hacernos olvidar que sin el segundo momento —el de la representación o la mediación— no habría avances significativos y todo quedaría en la cólera improductiva del soberano negativo. De entre las diversas razones que justifican este segundo momento la más importante es garantizar la igualdad política.

Las limitaciones del intento de mejorar la democracia por el solo procedimiento de ser lo más fieles que sea posible al “mandato popular”, de incrementar la participación o favorecer la implicación de la sociedad en los procesos de decisión proceden fundamentalmente de su desigualdad. Las mismas desigualdades presentes en la sociedad se reflejan en la movilización política. Aseguran los estudiosos del asunto que generalmente participan más los ricos y con más educación. Al mismo tiempo, el universo de la protesta organizada no pocas veces refleja una polarización artificial y reproduce nuevas formas de elitismo. Aquellos que tienen un mayor interés en la participación o una voz más alta suelen terminar imponiéndose. Al igual que hay una profesionalización de la política, también la hay de la protesta y el activismo. Por si fuera poco, las promesas de que el nuevo espacio digital condujera necesariamente a una desintermediación con efectos democratizadores se han revelado como exageradas. En Internet, como en otros ámbitos de la sociedad, las capacidades y posibilidades de participación están distribuidas de manera muy desigual y las instituciones han de tenerlo en cuenta. Pese al entusiasmo digital, los foros on line, por ejemplo, se caracterizan por una gran homogeneidad y una mayor presencia de posiciones extremistas.

Si la igualdad política es algo que debe construirse es porque el punto de partida de la movilización política y su despliegue espontáneo no son igualitarios. En una democracia compleja la participación activa de los ciudadanos no basta para legitimar la democracia. El principio democrático de igualdad en la influencia de toda la ciudadanía en las decisiones políticas es algo que no puede lograrse sin participación, pero que también puede malograrse con “demasiada” participación, porque la participación no necesariamente es un instrumento igualitario pues con frecuencia ratifica e incluso amplía las asimetrías presentes en una sociedad. Para corregir esas asimetrías hace falta una determinada arquitectura institucional y con ello entramos en una lógica en la que las formas espontáneas de configuración de la voluntad política (la estructura antagonista, la agregación o la mera impugnación y la protesta) sirven más bien poco; son necesarios procedimientos, acuerdos, transacciones y compromisos, que desde el punto de vista de la inmediatez populista parecerán artificiosidades que enmascaran la voluntad popular, mientras que desde la perspectiva tecnocrática son defendidos como una inevitable neutralización del poder popular para llevar a cabo políticas racionales.

Los procesos de la política institucionalizada dan siempre la impresión de estar ahí para reducir el poder de la voluntad popular en la medida en que frenan su espontaneidad, ponderan los intereses y generan una distancia que desempodera a la gente. Pienso, por el contrario, que la justificación de cualquier mediación democrática (y la función desde la cual hay que criticarlas cuando no lo hacen bien) es exactamente la contraria: incluir toda la pluralidad de las perspectivas sociales en los procesos políticos de decisión, corregir la mera igualdad formal de los individuos y trascender la inmediatez de sus intereses de modo que los procesos políticos de representación y decisión, lejos de enmascarar una supuesta voluntad popular original pura, configuren una voluntad popular más reflexiva e incluyente. La tarea de la política no es conseguir un equilibrio entre las voluntades políticas ya constituidas sino la formación de una voluntad política común que no existía con anterioridad.

Es cierto que ninguna teoría de la democracia deja sin atender a las minorías, pero en los modelos agregativos la preocupación por la minoría tiene un carácter, por así decirlo, asistencial, de reparación de los daños que una decisión mayoritaria haya podido tener sobre ellos. La preocupación por las minorías viene después del proceso de decisión, para compensar a quien no ha formado parte de ella. El proceso democrático concebido como una agregación mecanicista de las preferencias no tiene un espacio propio para la incorporación de las minorías a las decisiones colectivas. En cambio, tomar en consideración los intereses de las minorías también cuando se trata de aplicar la voluntad mayoritaria implica una mayor calidad democrática que la lógica de la agregación. La democracia no consiste en el sumatorio de las preferencias en conflicto sino en un proceso de mediación en el que se garantiza en lo posible la misma capacidad de todos para condicionar las decisiones políticas colectivas. La democracia es mejor cuanto más inclusiva, cuando la voluntad que finalmente se hace valer es el resultado del trabajo de la representación.



Dibujo de Enrique Flores para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





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Estoy cansado de que me habléis del bien y la justicia; por favor, enseñadme, de una vez para siempre, a realizarlos (G.W.F. Hegel)

miércoles, 23 de mayo de 2018

[A VUELAPLUMA] Noticias falsas y libertad de expresión






El combate contra la falsedad solo puede librarse en un entorno de pluralismo garantizado porque la clave es el conflicto de distintas versiones, no la imposición de una “descripción correcta” de la realidad, afirma en El País el profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política en la Universidad del País Vasco. 

Las tecnologías posibilitan ciertas cosas y nos desprotegen frente a otras, comienza diciendo. La pretensión de la Unión Europea y de algunos Gobiernos de controlar las noticias falsas tiene su origen en esa ambivalencia que caracteriza a las nuevas posibilidades de difusión de la opinión, su facilidad, inmediatez y falta de control. Nuestros espacios públicos, poco articulados por ideologías de referencia y débilmente institucionalizados, son vulnerables a la difusión de cualquier bulo e incluso a la interferencia en los procesos electorales.

Lo primero que me llama la atención en toda esta épica de combate contra la posverdad y los hechos alternativos es el cambio cultural que implica. En muy poco tiempo hemos pasado de celebrar la “inteligencia distribuida” de la Red a temer la manipulación de unos pocos; de un mundo construido por voluntarios a otro poblado por haters; de celebrar las posibilidades de colaboración digital a la paranoia conspirativa; de la admiración por los hackers a la condena de los trolls; de la utopía de los usuarios creativos a la explicación de nuestros fracasos electorales por la intromisión de poderes extraños (más creíble cuanto más rusa sea dicha intromisión).

Es muy saludable que, a la vista de lo fácil que es mentir y difundir estas mentiras, haya surgido un tipo de periodistas que se encargan de verificar las afirmaciones de los políticos en lo que estas tienen de datos comprobables. Para que el debate público sea de calidad no basta con que los hechos referidos sean ciertos, pero podemos estar seguros de que si esas referencias son completamente falsas no tendremos una verdadera discusión democrática.

Por supuesto que hay mentiras flagrantes y mentirosos compulsivos, que merecen ser combatidos con todos los instrumentos periodísticos y jurídicos a nuestro alcance. Me preocupa, además, una degradación más sutil de la vida política propiciada por los enemigos de la retórica (que siempre se justifican porque los mentirosos se sirven de ella). Me refiero al modo como entendemos nuestras relaciones con la realidad y el lugar que ocupan la verdad y la mentira en la vida política. Nuestra relación con la verdad —especialmente en la vida política— es menos simple de lo que quisieran los que la conciben como un conjunto de hechos incontrovertibles. No vivimos en un mundo de evidencias, sino en medio del desconocimiento, el saber provisional, las decisiones arriesgadas y las apuestas. La verdad no es lo mismo que la objetividad y la exactitud. Casi nada de lo que decimos o sentimos es “chequeable”. Además, como la vida misma, también la política posee una dimensión emocional y nuestras emociones —aunque las haya más o menos razonables, mejor o peor informadas— tienen una relación muy indirecta con la objetividad. ¿En qué quedaría el oficio político si no pudiera recurrirse a esa exageración retórica sin la que es imposible movilizar a nadie? El lenguaje político es más prescripción que análisis. La política no es algo que se resuelva con la objetividad, o solo en una pequeña parte.

Quienes, alarmados por las fake news, quieren garantizar la objetividad dan a entender que la verdad es lo normal y no más bien la excepción. El mundo es un conjunto de opiniones generalmente con poco fundamento, donde discurren con libertad muchas extravagancias, se aventuran hipótesis con ligereza, se simula y aparenta. Por supuesto que las medias verdades pueden llegar a ser mentiras completas e incluso un asunto criminal, pero lo habitual es que no podamos perseguir todas las mentiras y, sobre todo, que tenemos la amarga experiencia de que muchas veces, al hacerlo, nos hemos llevado por delante otras cosas muy estimables. No protegeríamos tanto la libertad de expresión o de conciencia si no fuera porque hemos conocido los males que se siguen de su excesivo condicionamiento. En una sociedad avanzada el amor a la verdad es menor que el temor a los administradores de la verdad.

Hay otro efecto lateral del modo como se plantea este combate contra la mentira al sugerir un mundo más dócil de lo que realmente es y dar una imagen exagerada de tres poderes que son más limitados de lo que suponen: el de los conspiradores, el del Estado y el de los expertos. Por supuesto que hay gente conspirando, pero esto no quiere decir que se salgan siempre con la suya, entre otras cosas porque conspiradores hay muchos y generalmente con pretensiones diferentes, que rivalizan entre sí y que de alguna manera se neutralizan. Sugiere también que el Estado tiene una gran autoridad a la hora de limitar legítimamente el poder de la mentira, algo que sin duda podemos en una medida mucho menor de lo que creemos. Y da a entender que nuestras controversias pueden arreglarse recurriendo a algún tipo de autoridad epistémica que las zanje definitivamente, como los expertos, los técnicos o cualquier supuesto administrador de la exactitud, algo que afortunadamente ocurre pocas veces y que es poco democrático.

¿Quiere esto decir entonces que hemos de rendirnos ante la fuerza injusta de la mentira? Estoy tratando de sostener que en una democracia el combate contra la falsedad solo puede llevarse a cabo en un entorno de pluralismo garantizado. John Stuart Mill, uno de los grandes teóricos de la democracia en versión aristocrática, conjeturaba que si se sometiera el sistema newtoniano al voto de una asamblea democrática en la que hubiera un buen retórico defendiendo el sistema ptolemaico, no podríamos excluir que este último ganara la votación. Pero el transfondo de esta broma era una defensa del elitismo político que hoy nos resultaría inaceptable. Una democracia es un sistema de organización de la sociedad que no está especialmente interesado en que resplandezca la verdad sino en beneficiarse de la libertad de opinar. La democracia es un conflicto de interpretaciones y no una lucha para que se imponga una “descripción correcta” de la realidad.

Una cierta debilidad de la democracia ante los manipuladores es el precio que hemos de pagar para proteger esa libertad que consiste en que nadie pueda agredirnos con una objetividad incontestable, que cualquier debate se pueda reabrir y que nuestras instituciones no se anquilosen. Por supuesto que hay límites para la libertad de expresión, que no todo son opiniones inocentes y que hay mentiras que matan. No hace falta dejarse seducir por los encantos de esa posmodernidad banal que todo lo relativiza para entender en qué sentido podía afirmar Rorty que el valor de la democracia era superior al de la verdad. No convirtamos la guerra contra las fake news en un conflicto nuclear, limitemos bien el campo de batalla, establezcamos una regulación sobria, eficaz y garantista de cuanto pueda ser regulado, pero sobre todo protejámonos de los instrumentos a través de los cuales pretendemos protegernos frente a la mentira. La democracia tiene que defenderse más de los poderes propios que de los extraños.



Dibujo de Eva Vázquez para El País



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lunes, 4 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Completar la democracia





En todos los Estados democráticos hay instituciones —desde tribunales hasta bancos centrales— que no rinden cuentas directamente a los votantes o representantes electos. Son imparciales, defienden determinado bien común y completan la democracia. Quien así se expresa es el profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco, y referente asiduo en Desde el trópico de Cáncer. Su último libro, La democracia en Europa (Galaxia-Gutenberg, Barcelona, 2017), terminé de leerlo hace unos días y se lo recomiendo encarecidamente. 

Las elecciones son demasiado poco para unos y demasiado para otros, comienza diciendo Innerarity. Unos insisten en recordarnos los errores de los votantes (Surowiecki) y otros subrayan las limitaciones de los procesos electorales para determinar y hacer valer la voluntad popular (Van Reybroucke). Para los primeros, las elecciones representan demasiado bien lo que quieren los electores y para otros demasiado mal; la principal preocupación es, en el primer caso, el populismo, y en el segundo, la crisis de la democracia representativa. Unos consagran el orden constitucional o la legalidad vigente como algo que en ningún caso puede ser socialmente verificado; otros apelan a la voluntad de los militantes, a las consultas o defienden la tesis de la “absolución electoral” para los corruptos.

Algo está pasando en nuestros sistemas políticos cuando la inminencia de una cita electoral es vista como una amenaza (o la ausencia de elecciones inmediatas se celebra como una oportunidad para llevar a cabo ciertas políticas) o, en el caso opuesto, se tiene una concepción descontextualizada e irrefutable de la voluntad popular, es decir, sin contrapesos, marco legal, información suficiente, espacio para la deliberación o protección de las minorías.

Lo complicado del asunto es que todos tienen algo de razón. Se trataría, por tanto, de compaginar ambas posiciones, de completar la democracia, que no es una mera legalidad constitucional, pero tampoco una serie de big bangs constituyentes, que no puede prescindir del electorado, pero que no debe ser solo democracia electoral. No se pueden suprimir las instituciones de la democracia electoral sin dañar la democracia, pero se la puede y debe completar con otro tipo de instituciones que defienden valores igualmente necesarios para la calidad de la vida democrática.

En todos los Estados democráticos hay previsiones constitucionales o cuasiconstitucionales que limitan el poder del demos y configuran una serie de instituciones que no representan tanto a las personas sino a ciertos valores o bienes públicos. Representan de algún modo la imparcialidad y defienden determinado bien común al margen e incluso por encima de los electores actuales. Una característica de la gobernanza de todas las democracias contemporáneas es la delegación de poderes significativos en instituciones que no rinden cuentas directamente ante los votantes o los representantes electos: tribunales, bancos centrales independientes, autoridades regulatorias de supervisión y regulación, comisiones de la competencia y tribunales de cuentas se hacen cargo cada vez de más ámbitos de la vida política y económica. Hay un desplazamiento del poder hacia lugares menos sometidos al escrutinio y control públicos, y esa derivación no siempre está motivada por intenciones perversas sino también por necesidades funcionales que es necesario entender y legitimar.

¿Cómo se justifica la existencia de tales instituciones? De entrada, hay una justificación funcional. Existe un amplio consenso en torno a la convicción de que, por ejemplo, el control de las normas y la política monetaria o crediticia son mejor desempeñados por los tribunales constitucionales y los bancos centrales que por los parlamentos. Imaginemos las consecuencias desastrosas que tendría la asunción de estas tareas por los parlamentos. De ahí que la delegación de estos momentos de soberanía no debilite sino que fortalezca la democracia, si es que por democracia entendemos no solo la formalidad de quién toma las decisiones sino la capacidad de proporcionar determinados bienes públicos.

No está de moda defender las instituciones técnicas, pero conviene recordar la función que ejercen en una democracia. En una entrevista publicada por Süddeutsche Zeitung, el director general de la oficina estadística de la UE, Walter Rademacher, explicaba la responsabilidad de los Estados miembros al dar por buenas las cuentas de Grecia para su ingreso en la moneda única cuando todos tenían serias dudas acerca de la fiabilidad de las informaciones proporcionadas por el Gobierno griego. Por esta razón el Eurostat pidió más poderes de control pero los Estados miembros se opusieron a ello. En aquel caso, los técnicos tenía razón frente a quienes representaban a sus electorados.

Un segundo tipo de legitimidad de esta delegación en instituciones independientes del ciclo electoral procede de la justificación por el largo plazo. Uno de los problemas de las actuales democracias es su inconsistencia temporal, el hecho de que sacrifiquen los proyectos de largo alcance ante el altar de los beneficios electorales inmediatos. Todo lo que tiene que ver con la protección de las minorías, la justicia intergeneracional o ciertos compromisos medioambientales (es decir, con los intereses que por definición están escasamente presentes en nuestros procedimientos de decisión) requieren algún tipo de justificación que no depende de la voluntad de los electorados realmente existentes.

Este tipo de bienes solo pueden protegerse cuando una parte de la soberanía es transferida a un nivel menos “electoralmente democrático” y son adoptadas por instituciones más inmunes a las presiones inmediatas. Las instituciones europeas fueron creadas en parte para gestionar este tipo de externalidades intratables por procedimientos democráticos. Algunas de las acusaciones de tecnocracia o déficit democrático tienen que ver con esta circunstancia; no con que no sean suficientemente democráticas sino con que no son electoralmente democráticas. Los costes de una institución no democrática (o mejor: no electoral o mayoritariamente democrática) tienen que ser sopesados con los beneficios de salvaguardar ciertos bienes colectivos. Pensar de este modo no equivale a derogar la democracia sino más bien defenderla frente a su debilidad. Todo ello no es incompatible con ciertas reformas que deben asegurar sus procedimientos para hacerlas más democráticas, por ejemplo, más representativas (pensemos en la escandalosa infrarrepresentación de las mujeres en el Banco Central Europeo) o reformulando su independencia, siempre y cuando se lleven a cabo sin comprometer su naturaleza.

Podríamos concluir afirmando que estas instituciones deben entenderse como un constitucionalismo democráticamente configurado y no como una democracia constitucionalmente restringida. Serían democráticamente inaceptables si fueran modos de impedir el poder del pueblo y no un modo de canalizarlo adecuadamente o si estuvieran configuradas de tal manera que se encontraran absolutamente fuera del alcance de la discusión pública y la reforma.



Dibujo de Eduardo Estrada para El País



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domingo, 6 de agosto de 2017

[A vuelapluma] El mundo de hoy





En el prólogo de una de los libros más hermosos que he leído nunca, Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, su autora cita una impresionante frase de Gustave Flaubert: "Los dioses no estaban ya y Cristo no estaba todavía. Y de Cicerón a Marco Aurelio hubo un momento único en que el hombre estuvo solo". La cuestión es que por una de esas asociaciones de ideas que surgen sin saber muy bien por qué, leyendo las páginas finales de La democracia en Europa de Daniel Innerarity, he recordado la frase de Flaubert y su cita por Yourcenar. 

Cuenta Innerarity en su libro la anécdota de un presidente del parlamento alemán, aficionado a hacer coincidir sus visitas oficiales con países en los que había algo que cazar, que tuvo una experiencia desconcertante en la antigua colonia alemana de Togo. Mientras era conducido del aeropuerto a la ciudad, comenta, la multitud exclamaba algo cuyo significado le intrigaba. Su anfitrión le explicó entonces que el grito uhuru significaba independencia, lo que el huésped no conseguía entender pues Togo ya era independiente. "Sí, pero eso fue hace mucho tiempo y la gente se ha acostumbrado a ello", le aclaró el presidente togolés.

El mundo ha dado demasiadas vueltas en los últimos años, sigue diciendo Innerarity, pero muchos siguen entonando su grito particular como si aquí no hubiera pasado nada. Aunque nuestros rituales parezcan no haberse enterado, el mundo de Westfalia ha cambiado mucho en estos casi cuatrocientos años. Están produciéndose actualmente una serie de transformaciones de los espacios políticos en virtud de los cuales el mundo relativamente simple de los estados está siendo complementado por nuevos espacios con diferentes relevancia sociales y políticas. En este mundo cambiante hay muchas cosas que o bien han dejado de tener sentido o únicamente lo mantienen si se modifica el contexto, alcance y significado de lo que en su momento constituyó una evidencia. Conceptos como soberanía, marco constitucional, integridad territorial o autodeterminación necesitan ser repensados si no queremos ofrecer el mismo espectáculo que asombraba al visitante alemán.

El Estado nacional, añade, se ha convertido en un actor semisoberano. Buena parte de la política que hacen los estados nacionales está encaminada a simular que actúan en un contexto territorial definido y a disimular las implicaciones y relaciones extraterritoriales en que están atrapados. Se trata de un juego entre la ficción de unidad nacional y la realidad de las dependencias transnacionales. Estamos viviendo un momento de profundas mutaciones en la historia de la humanidad, con la peculiaridad de que ciertas formas de organización de la vida en común se nos están volviendo inutilizables a mayor velocidad que nuestra capacidad de inventar otras nuevas. El envejecimiento de los conceptos es más rápido que nuestras capacidades de reposición. En estos momentos históricos entre el "ya no" y el "todavía no", los seres humanos ofrecemos espectáculos diversos que podrían hacer reír a los togoleses, pues hay quien reivindica lo que ya tiene. quien defiende lo que no está vigente o quien promete lo que no puede, termina diciendo Innerarity.

¿Comprenden ahora el por qué de mi asociación de ideas con la frase de Flaubert citada por Yourcenar?: "Los dioses no estaban ya y Cristo no estaba todavía. Y de Cicerón a Marco Aurelio hubo un momento único en que el hombre estuvo solo". ¿Cómo ahora?, me pregunto...






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lunes, 26 de junio de 2017

[A vuelapluma] La soberanía según Theresa May





El profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco, realizaba hace unas semanas en El País un soberbio análisis, La soberanía según Theresa May, sobre las consecuencias que el Brexit de hace un año está teniendo ya y va a tener para el Reino Unido. El referendo no puede reemplazar a la democracia representativa para pactar una nueva relación con la Unión Europea, dice en él. La democracia directa del Brexit invalida el orden existente, pero para su reconfiguración necesita del Parlamento.

En tiempos de incertidumbre, señala al comienzo de su artículo, es muy poderosa la tentación de regresar a terreno conocido, aunque sepamos que ya no es posible. Tras ciertos espasmos políticos no hay otra cosa que la nostalgia por recuperar lo que ya no es recuperable: soberanía reconocida, autoridades indiscutidas, territorios delimitados, homogeneidad social e incluso enemigos identificados.

El Brexit es uno de esos fenómenos en los que el miedo a lo desconocido se traduce en torpeza y pone en marcha una serie de operaciones políticas de dudosa coherencia, añade. La idea de “recuperar el poder para los británicos” no tardará en ser decepcionada por la realidad al menos en dos aspectos que ponen de relieve su naturaleza paradójica, tanto en lo que se refiere al fin perseguido como al procedimiento: la idea de salirse hacia un espacio de soberanía y hacerlo de un modo directo, plebiscitario, sin las mediaciones de la democracia representativa.

Comencemos examinando en primer lugar la pretensión de abandonar un espacio de interdependencias para recuperar la soberanía fuera, dice más adelante. En la operación de abandonar el espacio de la Unión se constata ya un choque entre dos temporalidades muy diferentes: muchos de los ciudadanos que votaron por abandonar la Unión Europea quieren que esto ocurra sin retraso y no podrán entender que requiera tanto tiempo. Al mismo tiempo, el mundo económico presiona para retrasar el inicio de las negociaciones y que los acuerdos hagan la transición lo más suave posible. El riesgo político que esto plantea al Gobierno de May es que cuanto más tengan en cuenta a estos últimos para proteger los empleos y el crecimiento económico, más se preguntarán los partidarios de irse si esa decisión marca alguna diferencia fundamental.

El estatus mediopensionista que ya tenía Gran Bretaña no ayuda demasiado a este respecto, sigue diciendo. Si fueran miembros de la eurozona o hubieran firmado el acuerdo de Schengen, entonces la reintroducción de la libra o las fronteras estrictas podrían proporcionar una garantía rápida y simbólica de que habían abandonado efectivamente la Unión Europea. Cuanto más suave sea el Brexit menos percibirán los británicos la diferencia. El flujo de bienes, capitales y personas será mayor de lo que seguramente esperaban quienes votaron a favor de la salida. Por otro lado, Gran Bretaña no puede elegir a su antojo los términos en los que participar en el mercado único, por lo que el resultado final de las negociaciones será un compromiso, un término medio pactado, es decir, algo inevitablemente decepcionante para los soberanistas.

La otra gran paradoja tiene que ver con la relación entre las dimensiones plebiscitaria y representativa de la democracia, el verdadero fondo del debate que está en juego, aquí y en todas las democracias, señala después. La campaña por la salida se apoyó en un difuso sentimiento de que la gente ya no es soberana y contribuyó a exagerarlo. De ahí la invocación a la democracia directa —en un país en el que la soberanía parlamentaria es algo sagrado— para remediar el modo como la democracia representativa estaba gestionando las relaciones de Gran Bretaña con la UE. La convocatoria de un referéndum y su resultado son una señal de hasta qué punto se había roto la confianza en los representantes. David Cameron justificó la consulta argumentando que el consentimiento democrático de pertenecer a la Unión se había debilitado (a pesar del hecho de que cada nuevo tratado que aumentaba las competencias comunitarias había sido aprobado en el Parlamento de Westminster).

La estrategia inicial de May consistía en prometer una ley de derogación e iniciar la retirada de la UE por prerrogativa de la corona, comenta. Pero la Corte Suprema obligó al Gobierno a que fuera el Parlamento quien legitimara finalmente el acuerdo. De este modo la democracia directa del Brexit ha invalidado el orden existente, pero su reconfiguración exige confiar en la democracia representativa o recurrir a un referéndum posterior (probablemente, las dos cosas).

Este es el núcleo de la paradoja que se contiene en la tensión entre la soberanía de un instante y su concreción representativa, afirma. Los referendos tienen el efecto de que, como suele decirse, empoderan momentáneamente a la gente pero les dejan dependientes del Gobierno para llevar a cabo el complejo trabajo de, en este caso, transformar un simple no y variadamente motivado en un nuevo tejido de relaciones con la Unión Europea. La expresión de la voluntad popular en un momento puntual no puede reemplazar a la democracia representativa cuando se trata de pactar los términos de la salida y configurar una nueva relación con la Unión. Los británicos votaron por la salida, pero no dieron ninguna indicación en el referéndum acerca de cómo deberían ser los términos ni de la salida ni de esa nueva relación, cuyo diseño y aprobación compete a los Gobiernos y Parlamentos.

El Brexit puede ser una victoria pírrica que contradiga muchos de los objetivos de la campaña por la salida, añade. Los primeros problemas pueden venir de la dificultad de conseguir resultados positivos para satisfacer a los votantes que deseaban una clara ruptura con el statu quo. Las aspiraciones eran muy elevadas. ¿En qué puede consistir “retomar el control” o “recuperar la soberanía” bajo las nuevas circunstancias de una negociación condicionada por numerosas constricciones? ¿Cómo descifrar lo que los votantes querían decir con el leave y hacerlo valer en una compleja negociación con la UE? El referéndum es un instrumento rígido, en la medida en que presenta una opción binaria, cuando en realidad hay un amplio espectro de posibilidades de abandonar la Unión Europea y relacionarse luego con ella. Es una de las paradojas de este y otros referendos: censuran al Gobierno por sus políticas en relación con Europa y le confían la consecución del mejor compromiso posible; suponen que puede conseguirse en unas condiciones especialmente difíciles lo que no se pudo hacer en condiciones de normalidad.

Llevar a la práctica el Brexit requiere no solo el mandato inicial sino también el apoyo público explícito a los términos de la separación, concluye diciendo. A esto obedece la convocatoria de elecciones, que puede mejorar cuantitativamente la posición de May pero no modifica cualitativamente los términos del problema. El adelanto de las elecciones no impedirá que se hagan patentes todas estas contradicciones, ni que deba haber un segundo referéndum sobre el resultado de las negociaciones con la Unión Europea, lo que volverá a complicar las cosas en una época en la que las democracias se han convertido en bazares de la simplicidad.


Dibujo de Eduardo Estrada para El País




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jueves, 24 de noviembre de 2016

[Política] La complejidad de las democracias






Dicen algunos, no sé muy bien si de buena o mala fe, que la democracia es un régimen únicamente posible en sociedades ricas. Me parece una opinión simplista, pero desde luego reconozco que no es un régimen barato. Pagar un sueldo a quienes nos representan, mantener instituciones varias y plurales, convocar y celebrar elecciones periódicamente... Todo eso es caro, sin duda. Y su mantenimiento sale del bolsillo de los ciudadanos. Y encima hay que mantener jefaturas de estado meramente simbólicas, presidentes de gobierno que casi rozan la imbecilidad, ministros incompetentes, políticos venales, jueces comprados, partidos corruptos... 

Tuve un compañero de trabajo, por lo demás una buenísima persona, que decía sin asomo alguno de ironía que lo mejor era un régimen en el que solo uno decidiera lo que es bueno y malo, pertinente o inconveniente, que pensara por nosotros. En fin, uno donde solo cuente la voluntad del líder carismático. Un líder -como decían los apologistas del Caudillo-, cuya luz no se apaga nunca en su dormitorio, siempre en vela, cuidando de nosotros... Yo, evidentemente, me quedo con la democracia, por imperfecta que sea y por cara que nos resulte.

Las democracias son regímenes complejos, dice el profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco, profesor invitado en la Universidad de Georgetown y autor de un libro, La política en tiempos de indignación, que ya he comentado en el blog, con anterioridad.

Nuestros sistemas políticos son impotentes ante quienes ofrecen una simplificación tranquilizadora, afirma Innerarity, en un reciente artículo en El País. Hay que promover una cultura en la que los planteamientos matizados no sean castigados sistemáticamente con la desatención o el desprecio.

Las democracias son regímenes de escasa previsibilidad, dice al comienzo del mismo. Que pueda suceder lo inverosímil es algo posibilitado por la lógica de un sistema abierto aunque lo paguemos con una vulnerabilidad en ocasiones inquietante. Cuando los estadounidenses eligieron como presidente a George Bush algunos lo saludaron como la posibilidad de que una persona normal llegara hasta allí (alguien que había tenido dificultades con el alcohol y se atragantaba comiendo galletas) y ahora podemos asegurar que la democracia es un sistema tan abierto que puede llegar a ser presidente incluso alguien muy por debajo de lo normal.

Más allá de esta indeterminación, añade, de nuestros sistemas políticos, ¿qué está pasando para que los populistas (si quienes han declarado este término como políticamente incorrecto me permiten utilizarlo) parezcan disfrutar de tantas ventajas competitivas?

Mi hipótesis, sigue diciendo el profesor Innerarity, es que nuestros sistemas políticos no están siendo capaces de gestionar la creciente complejidad del mundo y son impotentes ante quienes ofrecen una simplificación tranquilizadora, aunque sea al precio de una grosera falsificación de la realidad y no representen más que un alivio pasajero. Quien hable hoy de límites, responsabilidad, intereses compartidos, tiene todas las de perder frente a quien establezca unas demarcaciones rotundas entre nosotros y ellos, o entre las élites y el pueblo, de manera que la responsabilidad y la inocencia se localicen de un modo tranquilizador. Poco importa que muchos candidatos propongan soluciones ineficaces para problemas mal identificados, con tal de que ambas cosas —problemas y soluciones— tengan la nitidez de un muro o sean tan gratificantes como saberse parte de un nosotros incuestionable.

Las recientes elecciones en Estados Unidos, continúa diciendo, han sido la apoteosis de algo que se venía observando desde hace algún tiempo en muchas democracias del mundo: más que elegir, se des-elige; hay mucho más rechazo que proyecto. Estos comportamientos del “soberano negativo” manifiestan una profunda desesperación: no se vota para solucionar sino para expresar un malestar. Y, en lógica correspondencia, son elegidos quienes prefieren encabezar las protestas contra los problemas que ponerse a trabajar por arreglarlos. Por eso la competencia o incompetencia de los candidatos es un argumento tan débil. Lo decisivo es representar el malestar mejor que otros.

Por supuesto que no basta con estar indignados para tener razón, dice más adelante, ni los llamados “perdedores de la globalización” (o quienes así se llaman sin serlo o sin serlo en exclusiva) tienen una mayor clarividencia acerca de lo que nos conviene; la cólera, tantas veces justificada, no nos exime de hacer análisis correctos y proponer soluciones eficaces. La extrema derecha no es la que está en mejores condiciones de hacer frente a los desarreglos de la globalización sino la que ha ofrecido el relato más verosímil para una buena parte de los enfurecidos. Otra parte ha ido a buscar esa explicación simple en el extremo opuesto, en políticos como Iglesias, Grillo o Mélenchon, a quienes el hecho de compartir la misma lógica que sus siniestros oponentes no parece inquietarles demasiado. No tienen la misma ideología, por supuesto, pero sí la misma lógica simplificadora.

Se equivoca, añade, quien juzga este incremento de los extremismos a partir del precedente de los movimientos antidemocráticos que dieron lugar a los totalitarismos del siglo pasado. A diferencia de aquellos, estos utilizan un lenguaje democrático. Lo que ocurre es que tienen una idea simplista de la democracia y absolutizan una de sus dimensiones. Por eso no haremos frente a esta amenaza mientras no ganemos una batalla conceptual que haga inteligible y atractiva la idea de una democracia compleja. La democracia es un conjunto de valores y procedimientos que hay que saber orquestar y equilibrar (participación ciudadana, elecciones libres, juicio de los expertos, soberanía nacional, protección de las minorías, primacía del derecho, deliberación, representación…). Los nuevos populismos tienen una retórica democrática porque toman uno solo de ellos y lo absolutizan, desconsiderando todos los demás. Se degrada la democracia cuando se absolutiza el momento plebiscitario o cuando entendemos la democracia como soberanía nacional impermeable a cualquier obligación más allá de nuestras fronteras. Si los populismos resultan tan aceptables para sectores cada vez más amplios de la población no es porque haya cada vez más fascistas entre nosotros, sino porque hay más gente que se deja convencer de que la democracia es solo eso. Por esta razón, a tales amenazas en nombre de la democracia, a su mutilación simplista, solo se les hace frente con otro concepto de democracia, más completo, más complejo.

Lo primero que nos enseña un concepto complejo de democracia, enfatiza, es que la democracia es un proceso. Una democracia de calidad es más compleja que la aclamación plebiscitaria; en ella debe haber espacio para el rechazo y la protesta, por supuesto, pero también para la transformación y la construcción; el tiempo dedicado a la deliberación es mayor que el que empleamos en decidir. No se toman las mejores decisiones cuando se decide sin buena información (como el Brexit) o con un debate presidido por la falta de respeto hacia la realidad (como Trump). Tampoco hay una alta intensidad democrática cuando la ciudadanía tiene una actitud que es más propia del consumidor pasivo, al que se arenga y satisface en sus deseos más inmediatos y al que no se le sitúa en un horizonte de responsabilidad.

La implicación de las sociedades en el gobierno, añade, debe ser más sofisticada que como tiene lugar en las lógicas plebiscitarias o en la agregación de preferencias a través de la red; ha de ser entendida como una intervención continua en su propio autogobierno a través de una pluralidad de procedimientos, unos más directos y otros más representativos, donde sea posible rechazar pero también proponer, con espacios para el antagonismo pero también para el acuerdo, que permitan la expresión de las emociones tanto como el ejercicio de la racionalidad.

Hemos de trabajar, concluye diciendo, en favor de una cultura política más compleja y matizada. Uno de nuestros principales problemas tiene su origen en el hecho de que cuando las sociedades se polarizan en torno a contraposiciones simples no dan lugar a procesos democráticos de calidad. ¿Cómo promover una cultura política en la que los planteamientos matizados y complejos no sean castigados sistemáticamente con la desatención e incluso el desprecio? ¿Cómo evitar que sea tan rentable electoralmente la simpleza y el mero rechazo? ¿Por qué son tan poco reconocidos valores políticos como el rigor o la responsabilidad? Solo una democracia compleja es una democracia completa.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt




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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 15 de junio de 2016

[A vuelapluma] Cabreados





Dice mi admirado Michel de Montaigne (1533-1592) en su Ensayos (Libro II, capítulo X, págs. 815/817. Edición bilingüe de Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2014), que le gustan los historiadores o muy simples o muy eminentes. Los simples, añade, porque no tienen nada suyo que integrar en la obra, aportando a esta únicamente el afán y la diligencia de recoger todo lo que llega a su conocimiento, y de registrar de buena fe todas las cosas sin seleccionarlas ni clasificarlas, dejándonos el juicio intacto para conocer la verdad. De más está decir que me encuadro gustosamente en el equipo de los historiadores simples por las razones que tan elegantemente expresa Montaigne. Aunque selecciono a mis interlocutores, algo que también hace él aunque se le note menos que a mí. Y de ahí, que en ocasiones como esta de hoy resulte un vuelapluma un poco más extenso de lo habitual sobre cabreos ciudadanos, sociedades exasperadas, políticos al uso y gentes del común. Del debate a cuatro del lunes confieso que no lo ví por pereza e higiene mental. Preferí leerme de un tirón el Noches sin dormir (Seix Barral, Barcelona, 2015) de mi querida Elvira Lindo. Y disfrutarlo.

El primero de los artículos que traigo a colación está escrito por Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política en la Universidad del País Vasco, autor del libro La política en tiempos de indignación (Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2015) que ya he comentado en el blog, y además, candidato de Geroa Bai al Congreso de los Diputados en las elecciones de dentro de dos semanas. Se titula "Sociedades exasperadas". El segundo artículo lo firman conjuntamente Juan Rodríguez Teruel y Pau Marí-Klose, profesores respectivamente de Ciencia Política en la Universidad de Valencia y de Sociología en la Universidad de Zaragoza, y lleva el título de "¡Arriba la gente, abajo los políticos!". Ambos están publicados en El País, diario del cual sigo pensando, a pesar de las críticas en contrario -que respeto- que es el menos sectario, el más plural y el más progresista de los periódicos españoles. 

Dice el profesor Innerarity al inicio del suyo que ante el ascenso de indignados y populistas de extrema derecha hay que convertir las exasperaciones en transformaciones reales. No creo exagerar, añade, si afirmo que vivimos en sociedades exasperadas. Por motivos más que suficientes en algunos casos y por otros menos razonables, se multiplican los movimientos de rechazo, rabia o miedo. Las sociedades civiles irrumpen en la escena contra lo que perciben como un establishment político estancado, ajeno al interés general e impotente a la hora de enfrentarse a los principales problemas que agobian a la gente.

Probablemente todo esto deba explicarse, sigue diciendo, sobre el trasfondo de los cambios sociales que hemos sufrido y nuestra incapacidad tanto de entenderlos como de gobernarlos. Asistimos impotentes a un conjunto de transformaciones profundas y brutales de nuestras formas de vida. Hay quien culpabiliza de estos cambios a la globalización, otros a los emigrantes, a la técnica o a una crisis de valores. Hay decepcionados por todas partes y por muy diversos motivos, frecuentemente contradictorios, en la derecha y en la izquierda, a los que ha decepcionado el pueblo o las élites, la falta de globalización o su exceso. Este malestar se traduce en fenómenos tan heterogéneos como el movimiento de los indignados o el ascenso de la extrema derecha en tantos países de Europa. Por todas partes crece el partido de los descontentos. En la competición política, tienen las de ganar quienes aciertan a representar mejor la gestión de los malestares. Y no hay nada peor que parecer ante la opinión pública como quien se resigna ante el actual estado de cosas, lo que probablemente explique a qué se deben las dificultades de los partidos clásicos, que son más conscientes de los límites de la política, menos capaces de hacerse cargo de las nuevas agendas y con unas posiciones equilibradas que resultan incomprensibles para quienes están enfurecidos.

La extensión de tal estado emocional, añade, no sería posible sin los medios de comunicación y las redes sociales. En esta sociedad irascible, gran parte del trabajo de los medios consiste precisamente en poner en escena los ataques de ira, mientras que las redes sociales se encienden una y otra vez dando lugar a verdaderas burbujas emocionales. En esta mezcla de información, entretenimiento y espectáculo que caracteriza a nuestro espacio público, se privilegian los temperamentos sobre los discursos. Las virulencias son vistas como ejercicios de sinceridad y los discursos matizados como inauténticos; quienes son más ofensivos ganan la mayor atención en la esfera pública. Gracias a los medios y las redes sociales, hay una plusvalía que se concede a quienes saben asegurar el espectáculo.

Deberíamos comenzar, dice, reconociendo la grandeza de la cólera política, de esa voluntad de rechazar lo inaceptable. La realidad de nuestro mundo es escandalosa, en general y en detalle. Mientras que la apatía pone los acontecimientos bajo el signo de la necesidad y la repetición, la cólera descubre un desor­den tras el orden aparente de las cosas, se niega a considerar el insoportable presente como un destino al que someterse.

El cuadro de las indignaciones estaría incompleto si no tuviéramos en cuenta su ambivalencia y cacofonía, matiza. El disgusto ante la impotencia política ha dado lugar a movimientos de regeneración democrática, pero también está en el origen de la aparición de esa “derecha sin complejos” que avanza en tantos países. Hay víctimas pero también victimismos de muy diverso tipo; además el estatus de indignado, crítico o víctima no le convierte a uno en políticamente infalible.

Para ilustrar en variedad de iras colectivas, continúa, pensemos en cómo la política americana ha visto nacer después de 2008 dos movimientos de auténtica cólera social de signo contrario (el Tea Party y Occupy), así como en el hecho de que los últimos ciclos electorales han estado marcados por la polarización política y el ascenso de los discursos extremos. El éxito de Donald Trump ha sido interpretado como la gran cólera del pueblo conservador. Pero a veces se olvida que lo que impulsó al Tea Party fue el anuncio del Gobierno de Obama de nuevas medidas de rescate financiero a los grandes bancos, exactamente lo mismo que puso en marcha a los movimientos de protesta en la izquierda altermundialista.

A la indignación le suele faltar reflexividad, añade más adelante. Por eso tenemos buenas razones para desconfiar de las cóleras mayoritarias, que frecuentemente terminan designando un enemigo, el extranjero, el islam, la casta o la globalización, con generalizaciones tan injustas que dificultan la imputación equilibrada de responsabilidades. Hay que distinguir en todo momento entre la indignación frente a la injusticia y las cóleras reactivas que se interesan en designar a los culpables mientras que fallan estrepitosamente cuando se trata de construir una responsabilidad colectiva.

Por todas partes crece el partido de los descontentos, sigue diciendo. Tiene las de ganar quien representa mejor los malestares. El hecho de que la indignación esté más interesada en denunciar que en construir es lo que le confiere una gran capacidad de impugnación y lo que explica sus límites a la hora de traducirse en iniciativas políticas. Una sociedad exacerbada puede ser una sociedad en la que nada se modifica, incluido aquello que suscitaba tanta irritación. El principal problema que tenemos es cómo conseguir que la indignación no se reduzca a una agitación improductiva y dé lugar a transformaciones efectivas de nuestras sociedades.

Ante el actual desbordamiento de nuestras capacidades de configuración del futuro, las reacciones van desde la melancolía a la cólera, pero en ambos casos hay una implícita rendición de la pasividad, añade Innerarity. En el fondo estamos convencidos de que ninguna iniciativa propiamente dicha es posible. Los actos de la indignación son actos apolíticos, en cuanto que no están inscritos en construcciones ideológicas completas ni en ninguna estructura duradera de intervención. Lo político comparece hoy generalmente bajo la forma de una movilización que apenas produce experiencias constructivas, se limita a ritualizar ciertas contradicciones contra los que gobiernan, quienes a su vez reaccionan simulando diálogo y no haciendo nada. Tenemos una sociedad irritada y un sistema político agitado, cuya interacción apenas produce nada nuevo, como tendríamos derecho a esperar dada la naturaleza de los problemas con los que tenemos que enfrentarnos.

La política se reduce, continúa diciendo, por un lado, a una práctica de gestión prudente sin entusiasmo y, por otro, a una expresividad brutal de las pasiones sin racionalidad, simplificada en el combate entre los gestores grises de la impotencia y los provocadores, en Hollande y Le Pen, por poner un ejemplo (la Hollandia y la Lepenia, como decía Dick Howard).

La miseria del mundo debe ser gobernada políticamente, concluye su artículo. Se trataría de acabar con las exasperaciones improductivas y reconducir el desorden de las emociones hacia la prueba de los argumentos. Nos lo jugamos todo en nuestra capacidad de traducir el lenguaje de la exasperación en política, es decir, convertir esa amalgama plural de irritaciones en proyectos y transformaciones reales, dar cauce y coherencia a esas expresiones de rabia y configurar un espacio público de calidad donde todo ello se discuta, pondere y sintetice.

Al comienzo del segundo de los artículos citados, dicen los profesores Rodríguez Teruel y Marí-Klose que la disparidad entre lo que los ciudadanos esperan de sus políticos y lo que realmente éstos pueden ofrecerles provoca frustración y desencanto y que es el momento de exigir que unos y otros estén a la altura en sus respectivos papeles. 

En un reciente spot electoral de Ciudadanos, continúan diciendo, el cliente aparentemente más lúcido y asertivo del bar reclama políticos que estén a la altura de la ciudadanía. Una curiosa forma de resaltar las cualidades del candidato, poniendo, para ello, en el punto de mira a la clase política en general. Quizá sea efectiva, pero no original. Se trata de una lógica discursiva calcada a la que viene desplegando Podemos, contraponiendo ese pueblo llano al conjunto de representantes políticos, que forman la “casta”,dedicada a proteger sus privilegios y los de oscuros intereses empresariales.

En realidad, añaden, denigrar a la clase política o rebajarla moralmente respecto al resto de ciudadanos es un recurso característico de los populismos modernos, y común en un ideario de la antipolítica tejido desde la antigüedad, en el que se idealiza a una ciudadanía esforzada, predispuesta a asumir sacrificios justos y, ante todo, profundamente honesta. Probablemente, Podemos fue quien mejor logró sintetizar ese sentimiento en el lema de otro anuncio electoral del 20-D: “Maldita casta, bendita gente”.

Razones hay para denunciar en los últimos años problemas de representación política, que la clase política no ha sabido atender con la celeridad exigible, continúan diciendo. Pero es dudoso que deba achacarse a su falta de “calidad” una responsabilidad significativa en la generación de esos problemas. Pocos motivos hay para pensar que los políticos españoles no están a la altura de su ciudadanía. Cuando se examina la evidencia internacional, los datos desmienten que nuestros políticos trabajen poco, cobren mucho, estén poco formados o incumplan sus promesas en mayor medida. Resultaría discutible incluso afirmar que sean particularmente corruptos e inmorales. Ningún argumento académico serio justifica ese concepto impresionista de élites extractivas que Acemoglu y Robinson propusieron para otras latitudes que nada tienen que ver con nuestra democracia.

Tampoco parece, siguen escribiendo más adelante, que nos hallemos ante una ciudadanía especialmente virtuosa, informada e intolerante con los pecados de sus políticos. Y esta debilidad de la esfera pública sí que parece ser un verdadero factor diferencial, en negativo, en comparación con democracias de referencia de nuestro entorno. Así lo acreditan datos recientes del Barómetro de la Democracia de la Universidad de Zurich: ciudadanos que participan poco en partidos, sindicatos u otras asociaciones, que utilizan aún menos los instrumentos de democracia participativa o directa disponibles en nuestro marco legal, o que compran poca prensa (donde —por cierto— el debate político suele escribirse con trazo grueso de calidad literaria, pero de dato escaso). Aunque en los últimos años se han incrementado los niveles de interés por la política, éstos siguen siendo relativamente bajos y compatibles con elevadas dosis de desafección, desdén hacia la política y los políticos. Esas actitudes se han combinado, no pocas veces, con dosis elevadas de permisividad con los actos de corrupción cometidos por muchos representantes políticos y personalidades sociales.

Denigrar a la clase política  es un recurso característico de los populismos modernos, afirman. De manera invariable se intuye un problema, de parte del ciudadano, para captar la naturaleza, inherentemente conflictiva y siempre insatisfactoria, de la política democrática, reflejado en tres paradojas sobre lo que los ciudadanos esperan de sus políticos. De entrada, esperamos representantes con cualidades excepcionales, de formación y comportamiento sobresalientes, que conozcan no solo los problemas sino también sus soluciones. Luego resulta que cosechan las mayores audiencias en programas de televisión banales, donde deben mostrarse campechanos y evitar cualquier sutileza o sofisticación. A sabiendas de su audiencia y proyección, los candidatos acuden raudos a ofrecer entrevistas insustanciales, aportando detalles íntimos sobre cosas que les emocionan, preferencias deportivas o, últimamente, alguno lo hace incluso sobre sus mitos eróticos y hábitos sexuales.

Por otro lado, añaden, esperamos dirigentes que lideren, marquen orientaciones a la ciudadanía, atiendan a consideraciones estratégicas, y piensen en el largo término. Pero a la vez los queremos sensibles a las preocupaciones inmediatas expresadas por los ciudadanos y que respondan a las directrices fluctuantes de nuestra democracia de audiencia. En esta línea, algunos pretenden convertir el sistema democrático en una suerte de asamblea constituyente permanente, donde los políticos se limiten a ejecutar veredictos de la ciudadanía.

Como colofón, puntualizan, esperamos líderes que se mantengan fieles a sus principios ideológicos y programáticos, que hablen claro y resulten insobornables en el cumplimiento de sus promesas. Pero les reclamamos, a la vez, que estén dispuestos a renunciar a esos principios, sean pragmáticos y alcancen acuerdos en las grandes materias con sus oponentes. Se nos dice que la ciudadanía está harta de políticos que no dialogan, pero no parece dispuesta a recompensar a quienes llevan la iniciativa para pactar. Más bien al contrario, los sondeos apuntan a que los partidos que más se esforzaron por evitar la repetición de elecciones no serán premiados por ello. De confirmarse la notable continuidad del voto entre diciembre y junio, podríamos deducir que, en realidad, los partidos —todos ellos— se comportaron tal como esperaban sus votantes.

El problema es, añaden, que estas paradojas inflan, inevitablemente, lo que el politólogo Stephan Medvic denominó una trampa de las expectativas, la enorme disparidad a menudo existente entre lo que los ciudadanos esperan de sus políticos y lo que realmente éstos pueden ofrecerles. El riesgo proviene de que, en un contexto de escaso margen de maniobra, esa disparidad entre el elevado grado de exigencia y la capacidad real deje a los políticos a la intemperie y alimente la frustración y el desencanto.

Llega el momento, concluyen diciendo, de exigir que ciudadanos y políticos estén a la altura en sus respectivos papeles. Y avanzar en la buena dirección pasa, ahora, por exigir a la ciudadanía algo más. No debe convertir las próximas elecciones en una oportunidad perdida para asignar responsabilidades sobre lo que los partidos políticos hicieron —o dejaron de hacer— en los últimos meses, o para evaluar la credibilidad de los respectivos programas y promesas políticas a la luz del nuevo contexto en el que nos van a gobernar los representantes elegidos finalmente. Por su parte, para estar a la altura, los partidos deben manejar con cautela los discursos de la antipolítica, porque sí algo sabemos a ciencia cierta en el análisis político comparado, es que es un arma que carga el diablo.

Si comenzaba esta prolija entrada de hoy con una cita de Michel de Montaigne, permítanme cerrarla con otra de Zygmund Bauman y Carlo Bordoni en su libro Estado de crisis (Paidós, Barcelona, 2016. Pág. 96) también comentado por mí en el blog con anterioridad. Dice así: "La historia es un cementerio de esperanzas inmaterializadas y expectativas defraudadas". Pues, bien, por difícil que nos parezca no dejemos que la política lo sea también. Al menos, hagamos todo lo que esté en nuestras manos por evitarlo. Y voten el día 26 pensando en lo mejor para ustedes y lo mejor para todos. Seguramente, acertarán.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt




Entrada núm. 2778
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