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lunes, 4 de septiembre de 2017

[A vuelapluma] Completar la democracia





En todos los Estados democráticos hay instituciones —desde tribunales hasta bancos centrales— que no rinden cuentas directamente a los votantes o representantes electos. Son imparciales, defienden determinado bien común y completan la democracia. Quien así se expresa es el profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política e investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco, y referente asiduo en Desde el trópico de Cáncer. Su último libro, La democracia en Europa (Galaxia-Gutenberg, Barcelona, 2017), terminé de leerlo hace unos días y se lo recomiendo encarecidamente. 

Las elecciones son demasiado poco para unos y demasiado para otros, comienza diciendo Innerarity. Unos insisten en recordarnos los errores de los votantes (Surowiecki) y otros subrayan las limitaciones de los procesos electorales para determinar y hacer valer la voluntad popular (Van Reybroucke). Para los primeros, las elecciones representan demasiado bien lo que quieren los electores y para otros demasiado mal; la principal preocupación es, en el primer caso, el populismo, y en el segundo, la crisis de la democracia representativa. Unos consagran el orden constitucional o la legalidad vigente como algo que en ningún caso puede ser socialmente verificado; otros apelan a la voluntad de los militantes, a las consultas o defienden la tesis de la “absolución electoral” para los corruptos.

Algo está pasando en nuestros sistemas políticos cuando la inminencia de una cita electoral es vista como una amenaza (o la ausencia de elecciones inmediatas se celebra como una oportunidad para llevar a cabo ciertas políticas) o, en el caso opuesto, se tiene una concepción descontextualizada e irrefutable de la voluntad popular, es decir, sin contrapesos, marco legal, información suficiente, espacio para la deliberación o protección de las minorías.

Lo complicado del asunto es que todos tienen algo de razón. Se trataría, por tanto, de compaginar ambas posiciones, de completar la democracia, que no es una mera legalidad constitucional, pero tampoco una serie de big bangs constituyentes, que no puede prescindir del electorado, pero que no debe ser solo democracia electoral. No se pueden suprimir las instituciones de la democracia electoral sin dañar la democracia, pero se la puede y debe completar con otro tipo de instituciones que defienden valores igualmente necesarios para la calidad de la vida democrática.

En todos los Estados democráticos hay previsiones constitucionales o cuasiconstitucionales que limitan el poder del demos y configuran una serie de instituciones que no representan tanto a las personas sino a ciertos valores o bienes públicos. Representan de algún modo la imparcialidad y defienden determinado bien común al margen e incluso por encima de los electores actuales. Una característica de la gobernanza de todas las democracias contemporáneas es la delegación de poderes significativos en instituciones que no rinden cuentas directamente ante los votantes o los representantes electos: tribunales, bancos centrales independientes, autoridades regulatorias de supervisión y regulación, comisiones de la competencia y tribunales de cuentas se hacen cargo cada vez de más ámbitos de la vida política y económica. Hay un desplazamiento del poder hacia lugares menos sometidos al escrutinio y control públicos, y esa derivación no siempre está motivada por intenciones perversas sino también por necesidades funcionales que es necesario entender y legitimar.

¿Cómo se justifica la existencia de tales instituciones? De entrada, hay una justificación funcional. Existe un amplio consenso en torno a la convicción de que, por ejemplo, el control de las normas y la política monetaria o crediticia son mejor desempeñados por los tribunales constitucionales y los bancos centrales que por los parlamentos. Imaginemos las consecuencias desastrosas que tendría la asunción de estas tareas por los parlamentos. De ahí que la delegación de estos momentos de soberanía no debilite sino que fortalezca la democracia, si es que por democracia entendemos no solo la formalidad de quién toma las decisiones sino la capacidad de proporcionar determinados bienes públicos.

No está de moda defender las instituciones técnicas, pero conviene recordar la función que ejercen en una democracia. En una entrevista publicada por Süddeutsche Zeitung, el director general de la oficina estadística de la UE, Walter Rademacher, explicaba la responsabilidad de los Estados miembros al dar por buenas las cuentas de Grecia para su ingreso en la moneda única cuando todos tenían serias dudas acerca de la fiabilidad de las informaciones proporcionadas por el Gobierno griego. Por esta razón el Eurostat pidió más poderes de control pero los Estados miembros se opusieron a ello. En aquel caso, los técnicos tenía razón frente a quienes representaban a sus electorados.

Un segundo tipo de legitimidad de esta delegación en instituciones independientes del ciclo electoral procede de la justificación por el largo plazo. Uno de los problemas de las actuales democracias es su inconsistencia temporal, el hecho de que sacrifiquen los proyectos de largo alcance ante el altar de los beneficios electorales inmediatos. Todo lo que tiene que ver con la protección de las minorías, la justicia intergeneracional o ciertos compromisos medioambientales (es decir, con los intereses que por definición están escasamente presentes en nuestros procedimientos de decisión) requieren algún tipo de justificación que no depende de la voluntad de los electorados realmente existentes.

Este tipo de bienes solo pueden protegerse cuando una parte de la soberanía es transferida a un nivel menos “electoralmente democrático” y son adoptadas por instituciones más inmunes a las presiones inmediatas. Las instituciones europeas fueron creadas en parte para gestionar este tipo de externalidades intratables por procedimientos democráticos. Algunas de las acusaciones de tecnocracia o déficit democrático tienen que ver con esta circunstancia; no con que no sean suficientemente democráticas sino con que no son electoralmente democráticas. Los costes de una institución no democrática (o mejor: no electoral o mayoritariamente democrática) tienen que ser sopesados con los beneficios de salvaguardar ciertos bienes colectivos. Pensar de este modo no equivale a derogar la democracia sino más bien defenderla frente a su debilidad. Todo ello no es incompatible con ciertas reformas que deben asegurar sus procedimientos para hacerlas más democráticas, por ejemplo, más representativas (pensemos en la escandalosa infrarrepresentación de las mujeres en el Banco Central Europeo) o reformulando su independencia, siempre y cuando se lleven a cabo sin comprometer su naturaleza.

Podríamos concluir afirmando que estas instituciones deben entenderse como un constitucionalismo democráticamente configurado y no como una democracia constitucionalmente restringida. Serían democráticamente inaceptables si fueran modos de impedir el poder del pueblo y no un modo de canalizarlo adecuadamente o si estuvieran configuradas de tal manera que se encontraran absolutamente fuera del alcance de la discusión pública y la reforma.



Dibujo de Eduardo Estrada para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3796
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 15 de septiembre de 2014

Sobre la democracia




Congreso de los Diputados (España)



Que la democracia, o por resultar menos beligerante en la expresión, que las instituciones democráticas no están funcionando correctamente es un hecho incontrovertible. Que deberían hacerlo, el funcionar, también. Ahora bien, ¿cuál y cómo debería ser el funcionamiento correcto de esas instituciones en una democracia moderna? Ahí estoy convencido que caben opiniones varias, todas respetables, aunque unas resulten más respetables que otras. No seré yo quien resuelva la ecuación, entre unas razones porque no tengo la respuesta, y entre otras porque lo que yo piense al respecto no es relevante. 

En cambio, sí tengo algunas ideas claras sobre la democracia. Así, en plan ínformal, sin afán de verdad absoluta, que no tengo reparos en compartir con ustedes: 1) La democracia moderna es representativa o no es democracia. 2) La democracia directa no existe; es un mito. 3) No hay democracia posible sin partidos. 4) La soberanía pertenece al pueblo en su conjunto, pero no se ejerce directamente por éste, sino a través de los órganos constitucionalmente previstos, normalmente, el Parlamento. 

Ni siquiera la Confederación Helvética (Suiza), que con tanta asiduidad recurre al referéndum como vía de participación política directa del pueblo en los asuntos de Estado, pone en cuestión la premisa de la democracia representativa.

Corolario de la anteriormente expuesto es: 1) Que los miembros de los parlamentos, sea cual sea su forma de elección y el partido o formación política por la que se presentan, representan a la nación en su conjunto y no sólo a los electores de su circunscripción, sus votantes o su partido. 2) Que no están sujetos a mandato imperativo alguno, ni del pueblo, ni de sus electores ni votantes, y mucho menos de su partido. Y 3) que en el ejercicio de sus funciones parlamentarias no están ligados por ningún tipo de disciplina de voto, sino que cuando las ejercen, lo hacen en conciencia y bajo su exclusiva responsabilidad personal.

Si esto no se acepta, sobran los parlamentos y cualesquiera instituciones representativas de las que se dotan las sociedades democráticas, pues bastaría con elegir al hipotético líder de la nación por el pueblo, sin intermediación de partidos, y delegar en él todo el poder del Estado para funcionar. Ni siquiera los regímenes fascistas y de dictadura proletaria se han atrevido a tanto y han guardado alguna apariencia formal de representación política.

Lo ideal sería establecer procedimientos democráticos por los cuales, en casos tasados, los representantes elegidos pudieran ser apartados de sus cargos antes de la finalización de sus mandatos, bien por aquellos mismos que los han elegido o por los órganos jurisdiccionales correspondientes. Pero en el ínterin, no deberíamos rasgarnos tanto las vestiduras ante casos de transfuguismo de un partido a otro, o de rompimiento de la disciplina de voto, porque no siempre están motivados por razones espurias. O por citar otro ejemplo: ¿no exigimos a jueces y magistrados que voten en conciencia sin sujección a mandato imperativo alguno de aquellos por los que han sido designados? Si es así, ¿por qué nos resulta tan difícil admitir lo mismo de nuestros representantes políticos?

Por supuesto, habría que obligar constitucional y legalmente a los partidos a dotarse de estructuras y procedimientos internos democráticos abiertos a los afiliados, simpatizantes y votantes, y a celebrar congresos donde rendir cuenta periódica y tasada de sus actividades y financiación.

En los estados medievales peninsulares, los procuradores que eran enviados por las ciudades con representación en ellas a las Cortes convocadas por el rey, lo hacían bajo mandato imperativo, y sujetos estrictamente a las órdenes dadas por escrito por sus conciudadanos, y cuando volvían de ellas, si no se habían atenido al mandato recibido, se arriesgaban a ser colgados de las almenas de la ciudad. No creo que ese sea el procedimiento idóneo hoy día de exigir responsabilidades políticas, aunque nunca se sabe...

Sean felices por favor, y ahora, como también decía Sócrates, "Ιωμεν": nos vamos. Tamaragua, amigos. HArendt



Cortes medievales 



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