Dicen algunos, no sé muy bien si de buena o mala fe, que la democracia es un régimen únicamente posible en sociedades ricas. Me parece una opinión simplista, pero desde luego reconozco que no es un régimen barato. Pagar un sueldo a quienes nos representan, mantener instituciones varias y plurales, convocar y celebrar elecciones periódicamente... Todo eso es caro, sin duda. Y su mantenimiento sale del bolsillo de los ciudadanos. Y encima hay que mantener jefaturas de estado meramente simbólicas, presidentes de gobierno que casi rozan la imbecilidad, ministros incompetentes, políticos venales, jueces comprados, partidos corruptos...
Tuve un compañero de trabajo, por lo demás una buenísima persona, que decía sin asomo alguno de ironía que lo mejor era un régimen en el que solo uno decidiera lo que es bueno y malo, pertinente o inconveniente, que pensara por nosotros. En fin, uno donde solo cuente la voluntad del líder carismático. Un líder -como decían los apologistas del Caudillo-, cuya luz no se apaga nunca en su dormitorio, siempre en vela, cuidando de nosotros... Yo, evidentemente, me quedo con la democracia, por imperfecta que sea y por cara que nos resulte.
Las democracias son regímenes complejos, dice el profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco, profesor invitado en la Universidad de Georgetown y autor de un libro, La política en tiempos de indignación, que ya he comentado en el blog, con anterioridad.
Nuestros sistemas políticos son impotentes ante quienes ofrecen una simplificación tranquilizadora, afirma Innerarity, en un reciente artículo en El País. Hay que promover una cultura en la que los planteamientos matizados no sean castigados sistemáticamente con la desatención o el desprecio.
Tuve un compañero de trabajo, por lo demás una buenísima persona, que decía sin asomo alguno de ironía que lo mejor era un régimen en el que solo uno decidiera lo que es bueno y malo, pertinente o inconveniente, que pensara por nosotros. En fin, uno donde solo cuente la voluntad del líder carismático. Un líder -como decían los apologistas del Caudillo-, cuya luz no se apaga nunca en su dormitorio, siempre en vela, cuidando de nosotros... Yo, evidentemente, me quedo con la democracia, por imperfecta que sea y por cara que nos resulte.
Las democracias son regímenes complejos, dice el profesor Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco, profesor invitado en la Universidad de Georgetown y autor de un libro, La política en tiempos de indignación, que ya he comentado en el blog, con anterioridad.
Nuestros sistemas políticos son impotentes ante quienes ofrecen una simplificación tranquilizadora, afirma Innerarity, en un reciente artículo en El País. Hay que promover una cultura en la que los planteamientos matizados no sean castigados sistemáticamente con la desatención o el desprecio.
Las democracias son regímenes de escasa previsibilidad, dice al comienzo del mismo. Que pueda suceder lo inverosímil es algo posibilitado por la lógica de un sistema abierto aunque lo paguemos con una vulnerabilidad en ocasiones inquietante. Cuando los estadounidenses eligieron como presidente a George Bush algunos lo saludaron como la posibilidad de que una persona normal llegara hasta allí (alguien que había tenido dificultades con el alcohol y se atragantaba comiendo galletas) y ahora podemos asegurar que la democracia es un sistema tan abierto que puede llegar a ser presidente incluso alguien muy por debajo de lo normal.
Más allá de esta indeterminación, añade, de nuestros sistemas políticos, ¿qué está pasando para que los populistas (si quienes han declarado este término como políticamente incorrecto me permiten utilizarlo) parezcan disfrutar de tantas ventajas competitivas?
Mi hipótesis, sigue diciendo el profesor Innerarity, es que nuestros sistemas políticos no están siendo capaces de gestionar la creciente complejidad del mundo y son impotentes ante quienes ofrecen una simplificación tranquilizadora, aunque sea al precio de una grosera falsificación de la realidad y no representen más que un alivio pasajero. Quien hable hoy de límites, responsabilidad, intereses compartidos, tiene todas las de perder frente a quien establezca unas demarcaciones rotundas entre nosotros y ellos, o entre las élites y el pueblo, de manera que la responsabilidad y la inocencia se localicen de un modo tranquilizador. Poco importa que muchos candidatos propongan soluciones ineficaces para problemas mal identificados, con tal de que ambas cosas —problemas y soluciones— tengan la nitidez de un muro o sean tan gratificantes como saberse parte de un nosotros incuestionable.
Las recientes elecciones en Estados Unidos, continúa diciendo, han sido la apoteosis de algo que se venía observando desde hace algún tiempo en muchas democracias del mundo: más que elegir, se des-elige; hay mucho más rechazo que proyecto. Estos comportamientos del “soberano negativo” manifiestan una profunda desesperación: no se vota para solucionar sino para expresar un malestar. Y, en lógica correspondencia, son elegidos quienes prefieren encabezar las protestas contra los problemas que ponerse a trabajar por arreglarlos. Por eso la competencia o incompetencia de los candidatos es un argumento tan débil. Lo decisivo es representar el malestar mejor que otros.
Por supuesto que no basta con estar indignados para tener razón, dice más adelante, ni los llamados “perdedores de la globalización” (o quienes así se llaman sin serlo o sin serlo en exclusiva) tienen una mayor clarividencia acerca de lo que nos conviene; la cólera, tantas veces justificada, no nos exime de hacer análisis correctos y proponer soluciones eficaces. La extrema derecha no es la que está en mejores condiciones de hacer frente a los desarreglos de la globalización sino la que ha ofrecido el relato más verosímil para una buena parte de los enfurecidos. Otra parte ha ido a buscar esa explicación simple en el extremo opuesto, en políticos como Iglesias, Grillo o Mélenchon, a quienes el hecho de compartir la misma lógica que sus siniestros oponentes no parece inquietarles demasiado. No tienen la misma ideología, por supuesto, pero sí la misma lógica simplificadora.
Se equivoca, añade, quien juzga este incremento de los extremismos a partir del precedente de los movimientos antidemocráticos que dieron lugar a los totalitarismos del siglo pasado. A diferencia de aquellos, estos utilizan un lenguaje democrático. Lo que ocurre es que tienen una idea simplista de la democracia y absolutizan una de sus dimensiones. Por eso no haremos frente a esta amenaza mientras no ganemos una batalla conceptual que haga inteligible y atractiva la idea de una democracia compleja. La democracia es un conjunto de valores y procedimientos que hay que saber orquestar y equilibrar (participación ciudadana, elecciones libres, juicio de los expertos, soberanía nacional, protección de las minorías, primacía del derecho, deliberación, representación…). Los nuevos populismos tienen una retórica democrática porque toman uno solo de ellos y lo absolutizan, desconsiderando todos los demás. Se degrada la democracia cuando se absolutiza el momento plebiscitario o cuando entendemos la democracia como soberanía nacional impermeable a cualquier obligación más allá de nuestras fronteras. Si los populismos resultan tan aceptables para sectores cada vez más amplios de la población no es porque haya cada vez más fascistas entre nosotros, sino porque hay más gente que se deja convencer de que la democracia es solo eso. Por esta razón, a tales amenazas en nombre de la democracia, a su mutilación simplista, solo se les hace frente con otro concepto de democracia, más completo, más complejo.
Lo primero que nos enseña un concepto complejo de democracia, enfatiza, es que la democracia es un proceso. Una democracia de calidad es más compleja que la aclamación plebiscitaria; en ella debe haber espacio para el rechazo y la protesta, por supuesto, pero también para la transformación y la construcción; el tiempo dedicado a la deliberación es mayor que el que empleamos en decidir. No se toman las mejores decisiones cuando se decide sin buena información (como el Brexit) o con un debate presidido por la falta de respeto hacia la realidad (como Trump). Tampoco hay una alta intensidad democrática cuando la ciudadanía tiene una actitud que es más propia del consumidor pasivo, al que se arenga y satisface en sus deseos más inmediatos y al que no se le sitúa en un horizonte de responsabilidad.
La implicación de las sociedades en el gobierno, añade, debe ser más sofisticada que como tiene lugar en las lógicas plebiscitarias o en la agregación de preferencias a través de la red; ha de ser entendida como una intervención continua en su propio autogobierno a través de una pluralidad de procedimientos, unos más directos y otros más representativos, donde sea posible rechazar pero también proponer, con espacios para el antagonismo pero también para el acuerdo, que permitan la expresión de las emociones tanto como el ejercicio de la racionalidad.
Hemos de trabajar, concluye diciendo, en favor de una cultura política más compleja y matizada. Uno de nuestros principales problemas tiene su origen en el hecho de que cuando las sociedades se polarizan en torno a contraposiciones simples no dan lugar a procesos democráticos de calidad. ¿Cómo promover una cultura política en la que los planteamientos matizados y complejos no sean castigados sistemáticamente con la desatención e incluso el desprecio? ¿Cómo evitar que sea tan rentable electoralmente la simpleza y el mero rechazo? ¿Por qué son tan poco reconocidos valores políticos como el rigor o la responsabilidad? Solo una democracia compleja es una democracia completa.
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
1 comentario:
Un artículo interesante !
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