viernes, 21 de noviembre de 2025

DE LAS ENTRADAS DEL BLOG DE HOY VIERNES, 21 DE NOVIEMBRE DE 2025

 






Hola, buenos días de nuevo a todos y feliz viernes, 21 de noviembre de 2025. Sesenta y dos años no son nada a escala cósmica, puede leerse en la primera de las entradas del blog de hoy; a escala humana es otro cantar. Resulta bastante probable que una persona pueda celebrar el aniversario de un hecho que vivió, conoció y le afectó para bien o para mal cincuenta años antes; que pueda conmemorar o recordar ese mismo hecho cien años después, resulta, por desgracia, bastante improbable. Al explicar la Historia, se comenta en la segunda entrada del día, toca incidir en las historias que pueden contar todavía aquellos a los que nadie rebatirá lo que fue vivir sin libertad. El horizonte que asoma en nuestras sociedades, se lee en la tercera, no es orwelliano, con un Gran Hermano que todo lo vigila, sino huxleyano: una tiranía del placer y la distracción, que no deja tiempo para nada más. El archivo del blog de hoy es de hace justamente un año, y versa sobre las asombrosas meteduras de pata del PP español en Europa, cuando la nueva Comisión propuesta por la presidenta Ursula von der Leyen fue aprobada en su totalidad por el Parlamento Europeo, con Teresa Ribera en la vicepresidencia con mayor peso. El poema del día es de un joven poeta macedonio del norte, nacido en 1985, que comienza con estos versos: ¿Cuál era el mundo que se deslizó/como arenilla entre tus dedos/cuando éramos niños del cielo. Y la última entrada del día, como siempre, son las viñetas de humor. Volveremos a vernos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Sean  felices, por favor. Tamaragua, amigos míos. Y como decía Sócrates: ἡμεῖς ἀπιοῦμεν. HArendt



















EL ASESINATO DE KENNEDY (22 DE NOVIEMBRE DE 1963). UNA FECHA PARA LA HISTORIA. (REEDITADA)

 








A mis nietos, mis hijas y mis yernos, que no lo vivieron


Sesenta y dos años no son nada a escala cósmica; a escala humana es otro cantar. Resulta bastante probable que una persona pueda celebrar el aniversario de un hecho que vivió, conoció y le afectó para bien o para mal cincuenta años antes. Que pueda conmemorar o recordar ese mismo hecho cien años después, resulta, por desgracia, bastante improbable.

Mi hija Ruth me recordará con toda razón que es la enésima vez que traigo esta historia al blog, historia que ella me dice, sin sarcasmo, que se sabe de memoria. O eso supongo yo... Me da igual, es "mi historia" y quiero contarla de nuevo porque sé que no podré hacerlo cuando se celebre el centenario del acontecimiento que marcó mi juventud, aunque espero que mis nietos y bisnietos, y con suerte mis hijas, me recuerden con cariño ese 22 de noviembre de 2063 en que se conmemore el centenario de uno de los más trascendentales acontecimiento de la segunda mitad del siglo XX.

Exactamente a las 18:30 de la tarde (hora de Canarias) de mañana, 22 de noviembre de 2025,, se cumplen sesenta y dos años del asesinato, aún no esclarecido a juicio de la historia, aunque sí lo esté a efectos oficiales, del presidente de los Estados Unidos de América, John F. Kennedy, en la ciudad de Dallas (Texas). Tenía 46 años cuando murió y llevaba 2 años y 11 meses en el cargo.

Supongo que todos nosotros nos hemos preguntado en alguna ocasión por qué hay acontecimientos y recuerdos que quedan fijados en la memoria como grabados a fuego y otros en cambio acaban difuminándose hasta perderse sin dejar rastro. ¿Cuáles son esos recuerdos preferentes?: ¿La primera experiencia sexual? ¿El descubrimiento de la muerte? ¿El nacimiento del primer hijo?… 

Para mí, uno de esos acontecimientos que perduran para siempre en la memoria ocurrió el 22 de noviembre de 1963. Era viernes, y en Madrid, donde yo vivía en aquel momento, las siete y media de la tarde. Yo tenía en ese momento 17 años y estaba volviendo a la casa de mis padres en la calle de Chile, en el distrito de Chamartín, en la que vivíamos desde hacía nueve años.

Lo hacía andando para ahorrarme el billete de autobús, desde el Hospital Militar de Maudes, en el barrio de Cuatro Caminos, a unos seis kilómetros de casa. Mi madre estaba internada en él a la espera de una operación de vesícula. Vuelvo a casa con Javier, mi mejor amigo durante muchos años, que me había acompañado a visitarla. Los dos estudiamos IPS (Instrucción Premilitar Superior) en el colegio “Infanta María Teresa”, un colegio de la Guardia Civil, muy cerca de nuestras respectivas casas. Nuestra ilusión es entrar como alumnos en la Academia General Militar de Zaragoza. Ninguno de los dos sabemos que apenas un mes más tarde, a causa de un conflicto bastante cómico con nuestro profesor de francés, y aprovechando las vacaciones de Navidad, íbamos a abandonar los estudios militares y el colegio para siempre. 

Es todavía de día en Madrid. La casa de mis padres está en un segundo piso. Nada más entrar en el portal me encuentro a mi hermano Alberto, once años mayor que yo, que baja las escaleras saltando los escalones de dos en dos. Al verme, sin apenas detenerse, me espeta: "¡Han matado a Kennedy. Están poniéndolo por la tele!". La verdad es que no le hago mucho caso -él sabe que admiro a Kennedy; es mi héroe favorito- y le suelto un ”¡vete a la mierda, gilipollas!”, que me sale sin pensar. En casa solo está mi cuñada, Mari, la mujer de mi hermano. No hay nadie más. Mi padre se ha quedado en el hospital acompañando a mi madre. La televisión está encendida y, efectivamente, están dando la noticia: El presidente Kennedy ha sido tiroteado en Dallas, Texas, hace una hora. Me quedo abobado mirando la pantalla. Tengo la impresión de que el mundo, al menos el mundo que yo conozco, se me ha caído encima de repente, pues nunca he vivido una situación como esta. Llamo por teléfono a mis padres al hospital y me pasan con mi madre: le cuento lo que ha pasado, lo que está diciendo la televisión. Se queda muda, y al instante, no se si me dice o me pregunta si "eso va a ser otra guerra mundial". No se que responderle porque a mi edad no se tienen respuestas para una pregunta así.

Entiendo su preocupación, dada la historia familiar. Ellos vivieron en Sevilla la proclamación de la república en 1931. Estaban en Asturias en octubre de 1934, cuando la revolución obrera. Y en Barcelona en julio de 1936. Los últimos meses de la guerra civil mi madre los pasó sola, en Barcelona, con mi padre internado en un campo de concentración en Francia. La II Guerra Mundial la han pasado prácticamente en la isla de El Hierro, en Canarias, donde mi padre fue destinado -o desterrado, según se vea-, al finalizar la guerra civil, aunque según mi madre los cinco años allí vividos fueron para ella los más felices de su vida. Es lógico que esté aterrada. Me dice que no le cuente nada a mi padre, que ella se lo dirá más tarde, y me cuelga el teléfono entre sollozos. 

Mi hermano, mi cuñada y yo nos pasamos la noche pegados al televisor, como supongo lo hicieron gran parte de los españoles y del resto del mundo. Al día siguiente, sábado, mi amigo Javier y yo nos encontramos a la puerta del colegio. La calle Príncipe de Vergara (en aquella época del General Mola) está en absoluto silencio a las nueve de la mañana. La gente hace largas colas en los quioscos de prensa, esperando pacientemente para comprar un periódico. No llegamos a entrar en clase (entonces había colegio también los sábados). Javier y yo hemos decidido que ese día tenemos cosas más importantes que hacer. Comentamos entre nosotros lo que ha pasado, las noticias que se van filtrando en las colas. Hay miedo en la gente de que hayan sido los rusos, o los cubanos, pues la crisis de los misiles hace pocos meses que ha tenido lugar. Compramos un periódico. Y decidimos ir andando hasta la Embajada de los Estados Unidos, en la calle Serrano, no muy lejos de nuestro barrio.

Somos viejos conocidos de la Embajada pues ambos solemos ir a menudo a leer libros en la Biblioteca de la Casa Americana, una institución cultural dedicada a propagar la imagen y la ideología norteamericana en Europa. Nos sabemos los nombres de todos los estados de la Unión y sus capitales respectivas, y jugamos a menudo a irlos nombrando uno a uno, de memoria, siguiendo su ubicación en un mapa imaginario. Y a ambos nos encanta el béisbol, que hemos aprendido a jugar con los hijos de los soldados estadounidenses destinados en Torrejón, que pueblan nuestro barrio.

La Embajada está fuertemente custodiada en el exterior por la policía española. Entramos en ella mostrando nuestra tarjetas de socios de la Casa Americana y llegamos hasta el acristalado vestíbulo de su entrada principal. La bandera ondea a media asta sobre el techo de la Embajada. Nada más entrar en el vestíbulo, a la izquierda del mismo, han montado junto a una bandera de los Estados Unidos una pequeña mesa cubierta con un paño de terciopelo negro donde hay una bandeja de plata en la que vemos muchas tarjetas de visita. También hay un libro, grande, forrado de cuero azul marino donde vemos que la gente, después de hacer una pequeña cola, deja su testimonio de pésame escrito en el mismo. 

Delante de nosotros hay dos muchachas más o menos de nuestra edad, quizá uno o dos años mayores que nosotros, norteamericanas sin duda, que lloran desconsoladamente. Una es rubia, y la otra pelirroja. La rubia va vestida con falda gris claro y un jersey rojo sin mangas, sobre una blusa blanca. La pelirroja lleva unos ajustados pantalones azules y un jersey blanco. Junto a la mesita un infante de marina norteamericano, con uniforme de gala, hace la guardia en posición de descanso. Con su brazo derecho sujeta el fusil que se apoya en el suelo; el brazo izquierdo está doblado a la altura de su cintura, en la espalda. El soldado, sin mover un músculo de su rostro, está llorando mansamente... Mi amigo Javier y yo nos quedamos impresionados por la escena, y al menos a mi se me forma un nudo en la garganta. Escribimos en el libro un escueto “Nuestro más sentido pésame” y ponemos nuestras firmas. 

Salimos inmediatamente detrás de las dos muchachas al patio exterior de la Embajada donde está el aparcamiento y vemos que las dos se han parado ante un Wolkswagen amarillo. Lanzados, les preguntamos que si viven en Chamartín. Nos contestan, más serenas ya que no, pero que si queremos nos alcanzan hasta allí. Les decimos que sí y subimos los cuatro al coche. Ellas delante y nosotros detrás. Hablan bastante bien español. Nos comentan que son estudiantes y que están pasando un año académico en España para aprender español. El trayecto es corto hasta Chamartín: por el Paseo de la Castellana hacia el norte hasta llegar a la calle de Alberto Alcocer y de allí, girando a la derecha, hasta la plaza de la República Dominicana, donde nos dejan. Intentamos quedar con ellas, pero nos dicen amablemente que no. Nuestro intento de ligue ha quedado abortado, pero lo hemos intentado: las hormonas son las hormonas...

Volvemos a nuestras casas después de pasar el resto de la mañana vagabundeando por las calles del barrio. Todo está paralizado, pero hay una gran serenidad en las gentes. Los días siguientes los paso pegado a la televisión y leyendo ávidamente los periódicos. Por televisión veo la emotiva escena a bordo del avión presidencial en que el vicepresidente Johnson, camino de Washington con el cadáver de Kennedy en la bodega del aparato, jura, junto a la viuda de este, su cargo como nuevo presidente de los Estados Unidos. Más tarde, cuando ya todo el mundo sabe que han detenido al presunto asesino, Lee Harvey Oswald, estoy viendo en directo por televisión como van a trasladarlo desde el lugar donde está retenido hasta el juzgado. Un único pensamiento cruza mi mente en ese momento: ¡Ojalá maten a ese cabrón! Y ante mis ojos un señor con sombrero tejano, Jack Ruby, sale de entre el público con una pistola en la mano disparando a bocajarro sobre él… Esa premonición, cumplida inmediatamente de formulada, me ha acompañado siempre como una maldición de la que creo nunca podré desprenderme. Al igual que me acompañará para siempre la imagen vista de nuevo por televisión días más tarde del solitario corcel negro, ensillado, que acompaña los restos mortales de Kennedy por las calles de Washington; y el saludo militar de John-John, su hijo pequeño, acompañado de su hermana y de su madre, al pasar ante ellos el cortejo fúnebre… Ahí están, vívidos como si fueran hoy, todos esos recuerdos. Y supongo que ahí seguirán mientras yo pueda seguir diciendo que tal día como hoy de hace nosecuantos años…

Hace doce años, con motivo del cincuentenario del magnicidio, no me pareció que hubiera una excesiva proliferación informativa alrededor del mismo. En el diario El País aparecieron varios reportajes recordándolo, entre ellos los titulados: "Los que vieron morir a Kennedy", o "250 000 voces para llorar a Kennedy". Yo, por mi parte, y para no dejar en mal lugar a mi hija Ruth, traje de nuevo hasta el blog los enlaces a las entradas y vídeos que publiqué en años anteriores. Me repito, lo sé; no se enfaden conmigo, pero este es mi blog y mi recuerdo. Perdónenme por este ejercicio de nostalgia. 

También, desde esa entrada de 2013, pueden ustedes acceder a un recopilatorio bastante exhaustivo de todos los reportajes y noticias que El País ha venido publicando sobre el asesinato de Kennedy desde 1976 hasta hoy mismo. Y hace unos años añadí a la entrada todo aquello que se publicó sobre el cincuentenario que me pareció de interés, por ejemplo: "El Camelot de Kennedy sin conspiraciones"; o este otro: "Abraham Zapuder, piedra fundamental del periodismo ciudadano", sobre el hombre que grabó las únicas imágenes del atentado; o el titulado "Quién mató a Kennedy"; este otro de "Dallas, cincuenta años después"; el de "La América de J.F. Kennedy",  y el de "Jackie Kennedy y la invención de Camelot". 

Y para el quinquagésimo tercer aniversario de su muerte subí al blog un hermoso vídeo en el que la cantante estadounidense Erykah Badu canta, en la ciudad de Dallas, en el lugar exacto en que fue asesinado el presidente, la canción "Window Seat". La canción estuvo vetada mucho tiempo en YouTube, que como los chicos del Facebook, en cuestión de desnudos, andan un poco por el Paleolítico Superior. Si se deciden a escucharla sabrán por qué. No insisto, pero quedan citados para este mismo día del 22 de noviembre de 2026. Una nota personal que me da cierto pudor escribir, así, sin anestesia alguna: se me han saltado las lágrimas reescribiendo esta crónica. Por cierto, tal día como mañana de hace 43 años, se iniciaba una nueva etapa en la historia de España con el restablecimiento de la monarquía como forma de Estado. También es historia y por eso lo recuerdo. HArendt




















EL FRANQUISMO, LA MEMORIA Y LAS CLASES EN EL INSTITUO

 







Al explicar la Historia, colmena en El País (19/112/2025) el escritor y periodista José Luis Sastre, toca incidir en las historias que pueden contar todavía aquellos a los que nadie rebatirá lo que fue vivir sin libertad. En mi clase apenas lo dimos, comienza diciendo. En clase, la historia empezaba a veces en el Imperio romano y otras veces, cuando ya era historia contemporánea en el instituto, comenzaba en la Revolución francesa. Lo normal era quedarse a medias, con el temario por terminar. A la Guerra Civil casi ni llegábamos y menos aún a los 40 años de dictadura. En segundo de bachillerato vimos el franquismo a todo correr, pero con la tranquilidad que daba saber que en selectividad habría dos opciones: siempre podrías escoger la pregunta del siglo XIX o de principios del XX. Eso hicimos todos el día del examen, salvo una alumna, Carolina, que eligió la posguerra porque, harta del turnismo y de la dictablanda, se leyó el tema de una sentada. Se lo estudió en la víspera, y aprobó.

El franquismo aparecía a lo largo del curso en comentarios de los profesores, pero era posible pasar por la educación secundaria sin haber entrado en detalles. Puede que fuera mala planificación, pero, visto ahora, íbamos a la velocidad que nos permitía entender y discutir aquello que nos contaban. Lo contrario hubiera sido obligarnos a memorizar los temas para olvidarlos al poco. Para muchos de nosotros, el franquismo fueron sobre todo las historias que contaban los mayores cuando describían la guerra y el hambre, cuando la familia se reunía en verano a la fresca de la calle y le preguntabas a tu tío qué quería decir cuando decía que de joven tuvo que ser estraperlista. Muchos de esos tíos y abuelos ya se han muerto, y nadie cuenta aquellas vivencias que tenían grabadas en su memoria.

Una parte creciente de los jóvenes dice que prefiere la dictadura a la democracia. Quizá sea el plan de estudios. Quizá sea la forma interesada en que organizan los algoritmos en los teléfonos, capaces de atrofiar la empatía según cómo se usen. Quizá conviene empezar el curso por ahí o igual ya es tarde porque han calado los años de descrédito propiciado por quienes llaman adoctrinamiento a la educación mientras quieren usar las aulas para extender su ideología.

Quizá es que los referentes ya son otros o que, al explicar la historia, toca incidir en las historias que pueden contar todavía aquellos a los que nadie rebatirá lo que fue vivir sin libertad. Para que expliquen cómo las mujeres debían pedir permiso a sus maridos y cómo se sucedieron las torturas y las persecuciones arbitrarias y la falta de pluralidad y de derechos y la impotencia y la rabia por la ley del más fuerte y el adoctrinamiento de verdad y la censura y la corrupción de los de siempre y la homofobia y el machismo y la forma en que los derechos de hoy costaron palos, venganzas, cárcel y muerte. Quizá es que quienes prefieren la dictadura han decidido relativizar toda esa parte que otros sufrieron. Por eso importa la memoria. Anhelar ese pasado no es nostalgia, es otra cosa, y nadie podrá alegar desconocimiento: basta con querer saber. José Luis Sastre























¿QUE FUTURO NOS ESPERA?

 







El horizonte que asoma no es orwelliano, con un Gran Hermano que todo lo vigila, sino huxleyano: una tiranía del placer y la distracción, escribe en la revista Ethic (13/11/2025) el profesor Victor Lapuente, doctor en ciencias políticas por la Universidad de Oxford y  catedrático en la Universidad de Gotemburgo, el resultado lógico de nuestra creciente pobreza de trascendencia. Nunca la humanidad ha disfrutado de tanto bienestar material ni de tanta desesperanza moral, comienza diciendo. Es la diabólica paradoja en la que vivimos. Nuestras economías crecen, la pobreza se reduce a pasos agigantados en todo el planeta y la tecnología multiplica nuestras posibilidades de creación, comunicación y comercio, pero, cuanto más llenos de cosas estamos, más sensación de vacío tenemos. En las democracias avanzadas, sobre todo pero no solamente, nos sentimos más solos, más desconfiados y más descreídos que nunca. Hay un misterioso desacople entre las condiciones materiales y la salud espiritual.

Los datos de las encuestas, a ambos lados del Atlántico, son abrumadores. La soledad, tanto la objetiva de vivir solos como la subjetiva de sentirse solos, se dispara; la confianza, en las instituciones pero también en las personas que nos rodean, se derrumba; el malestar psicológico se cronifica. En España, como en otros países de la OCDE, se ha multiplicado por diez el consumo de ansiolíticos en tres décadas. Las iglesias se vacían, los gobiernos inspiran sospecha y la política se convierte en un espectáculo corrosivo, que esparce su veneno a la sociedad, de forma que familias y grupos de amigos que antes acogían distintos puntos de vista, ahora se rompen. Lo vimos en Cataluña durante el procés. Lo vemos ahora en el resto de España: ya no toleramos al cuñado que vota rarito.

El vacío espiritual que antes llenaban Dios, la comunidad o la patria, lo ocupan ahora los horóscopos, los coaches motivacionales y las redes sociales. Como advirtió el filósofo John Gray, el ser humano no se distingue de los animales por pensar o sentir, sino por buscar sentido a la existencia. Y, cuando deja de creer en Dios, como advirtió Nietzsche, se aferra a otras creencias, como la magia, la política o la nueva religión de nuestro tiempo: el culto al yo.

Desde niños nos repiten que somos especiales, que todo es posible si creemos en nosotros. Esa exaltación del yo, que prometía libertad, ha producido una generación ansiosa, narcisista y frágil. Cuando la realidad no confirma nuestras expectativas, preferimos sentirnos víctimas antes que asumir responsabilidad. La cultura del victimismo nos consuela de nuestras frustraciones personales y convierte la vida pública en un concurso de agravios. La política actual parece más una movilización de colectivos victimizados que de grupos que reclaman políticas pragmáticas.

Tenemos el ego inflado. «Tú eres especial», nos dicen desde la más tierna infancia; y nos lo creemos. Pero al no hallar sentido más allá de nosotros mismos, en lugar de respirar el aire de la libertad, sentimos que nos asfixiamos. Emile Durkheim lo llamó anomia y Hannah Arendt, vacío espiritual. Pero la idea de fondo es la misma: si las sociedades pierden vínculos y propósito, se abren las puertas del totalitarismo. Lo que unió a muchos jóvenes en los fascismos del siglo XX fue precisamente eso: soledad y desesperación.

La característica fundamental de nuestro tiempo es la inmanencia, que, en términos teológicos y filosóficos, es lo opuesto a la trascendencia, del ir más allá de nosotros mismos. Ahora vivimos en una época decididamente inmanente, donde se persigue la satisfacción inmediata e inminente de nuestros deseos. Como dice Paul Kingsnorth en su reciente y provocador Against the Machine, cuando vas a un evento, todo está preparado para el disfrute de nuestros sentidos: música, bebida, comida, atracciones de todo tipo. Pero, esa búsqueda inmediata, inminente e inmanente de satisfacciones, en lugar de colmarnos, nos genera más necesidades, ya sea en el trabajo, en la vida social o en la afectivo-sexual. Nunca estamos satisfechos. Siempre queremos más. De lo que sea.

Nos ocurre a nivel individual, pero también colectivo. Y, en cierta medida, la hipertrofia de los placeres sensoriales es el resultado de las acciones y programas de los partidos políticos –amén obviamente de los mensajes de las empresas tecnológicas y otras vendedoras de satisfacciones–. Desde hace unos lustros, los partidos de izquierdas se concentran en vendernos más y más derechos y exigirnos cada vez menos deberes. El lema tradicional de la socialdemocracia europea era el austero, pero justo «trabaja duro y exige tus derechos». Ahora, los partidos de izquierdas se han desprendido completamente de la primera parte. Cuesta encontrar políticos progresistas que exijan a los ciudadanos que arrimen el hombro. Ahora, su objetivo parece ser solo que el Estado nos dé derechos.

Algo paralelo, y posiblemente anterior, ha ocurrido en la derecha. Como la izquierda, la derecha también ha roto su parte de demanda de sacrificio a sus votantes –que en el caso de la derecha tenía tintes más religiosos, pero la idea de fondo era la misma: pedir a la gente que contribuyera a la comunidad–. La derecha también se ha desembarazado de su tradicional freno moral, el programa social de la democracia cristiana, y se ha quedado solo con (lo más radical de) las ideas neoliberales. Ahora se defiende el enriquecimiento sin límites. Si alguien nos hubiera dicho hace unas décadas que los líderes de la derecha global serían personas con tan pocas restricciones morales como Musk, Milei, Trump o, el primero de todos, Berlusconi, no nos lo hubiéramos creído. Así, desde los políticos más de izquierdas a los más de derechas, están todos fomentando un individualismo extremo. Su lema parece ser: disfruta al máximo de todo y nosotros te ayudaremos a que lo consigas.

Entonces, ¿hacia dónde vamos? No lo sé a ciencia cierta (ni semi-cierta), por eso he escrito una novela (Inmanencia, AdN) donde, a partir de estos mimbres, especulo sobre el mundo que creo que nos espera: el paraíso (o la pesadilla) de la inmanencia.

El horizonte que asoma no es orwelliano, con un Gran Hermano que todo lo vigila, sino huxleyano: una tiranía del placer y la distracción. El resultado lógico de nuestra creciente pobreza de trascendencia. Queremos una gratificación sensorial instantánea, no el lento trabajo en buscar un sentido, un propósito. Y eso nos vuelve vulnerables a uno de las grandes tentaciones de la humanidad en tiempos convulsos (como la Rusia de fines del XIX o la Alemania de principios del XX): el nihilismo. El FBI tiene ya de hecho una nueva categoría de terrorismo: el «extremismo violento nihilista», para calificar las acciones de las personas que no creen en nada y solo desean ver arder el mundo. No son monstruos aislados. Son el producto lógico de una cultura que ha perdido su brújula moral. Víctor Lapuente























DEL ARCHIVO DEL BLOG. NADIE COMO EL PP PARA HACER EL RIDÍCULO EN BRUSELAS. PUBLICADO EL 26/11/2024

 






Finalmente la sangre no ha llegado al río Senne, que cruza soterradamente la ciudad de Bruselas, dice en La Vanguardia [Cómo hacer el ridículo en Bruselas, 21/11/2024] su director adjunto Enric Juliana. La nueva Comisión propuesta por la presidenta Ursula von der Leyen será aprobada en su totalidad por el Parlamento Europeo, con Teresa Ribera en la vicepresidencia con mayor peso. El PP español tendrá que escoger en los próximos días entre la abstención y el voto en contra. Si vota en contra se verá en la obligación de expresar su rechazo a 14 comisarios pertenecientes al Partido Popular Europeo. 

Se veía a venir y así lo apuntamos en La Vanguardia. La brega interna española no podía poner en crisis la puesta en marcha del nuevo gobierno europeo mientras Estados Unidos y el Reino Unido autorizan a Ucrania el lanzamiento de mísiles de largo alcance sobre suelo ruso, mientras Rusia revisa su doctrina de respuesta nuclear, mientras Donald Trump empieza a nombrar ministros, mientras Alemania, con la economía en crisis, se prepara para un decisivo adelanto electoral en febrero. Lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible. La locuaz eurodiputada Dolors Montserrat no estaba en condiciones de provocar una crisis política de alcance internacional, ni siquiera aconsejada por el sagaz Esteban González Pons .

“¡La hemos tumbado!”. “¡La hemos tumbado!” El martes de la semana pasada, Montserrat salió de la sala de audiencias del Parlamento Europeo, gritando que Ribera estaba políticamente muerta. Los periodistas allí presentes tomaron nota de esas exclamaciones.

El PP iba a muerte contra Ribera y parecía tener el apoyo de Manfred Weber, jefe de filas del Partido Popular Europeo y frustrado candidato a la presidencia de la Comisión en el 2019. Von der Leyen se inquietó. Pedro Sánchez, también. La futura Comisión Europa parecía estar herida de muerte. Si el PPE vetaba a la candidata española, los socialistas vetarían a los candidatos de Italia y Hungría. El pacto de julio parecía roto. El PP español estaba consiguiendo distraer la atención del drama de Valencia. Después de la multitudinaria manifestación de protesta del sábado 9 de noviembre en la ciudad de València, no vendría la dimisión de Carlos Mazón, sino la caída de Teresa Ribera, portaestandarte de las energías renovables en España.  Una magnífica operación de distracción.

Sánchez habló del asunto con Von der Leyen y se avino a reconsiderar la oposición socialista a los candidatos húngaro e italiano, a los que la izquierda ponía objeciones, por pertenecer a fuerzas de ultraderecha que no forman parte del bloque de investidura de la presidenta (populares, socialdemócratas, liberales y verdes). La gesticulación del grupo socialista contra Raffaele Fitto, el candidato italiano, tenía puntos débiles. Italia es la tercera economía de la UE y el Partido Democrático italiano (centroizquierda) no quería ser acusado de “antinacional” en su país. El PD, reforzado en los últimos días con sendas victorias en las elecciones regionales de Emilia-Romagna y Umbria, no iba a votar en contra. La oposición más fuerte a Fitto estaba residenciada en los socialistas franceses. La pugnacidad entre Francia e Italia es creciente. Emmanuel Macron y Giorgia Meloni no se soportan. 

Sánchez argumenta ahora que todos los gobiernos de la Unión tienen derecho a proponer sus candidatos a la Comisión Europea y que ello no significa aceptar su ideología. No decía lo mismo hace unas semanas. Quizá en algún momento de esta historia, Sánchez se imaginó que podía ser el Capitán Trueno que se enfrentaba a la extrema derecha en todos los planos imaginables.

Cuando la UE era más pequeña, los países grandes disponían de dos comisarios europeos, lo cual facilitaba los consensos nacionales: uno para el Gobierno y otro para la oposición. Esa norma armónica se rompió en el 2004 con la última ampliación del espacio comunitario. Muchas cosas se rompieron en España en el 2004. El 2004 habita en el 2024, lo estamos viendo constantemente.

No ha sido Sánchez el que ha frenado a Weber y ha dejado a Alberto Núñez Feijóo en la estacada. Hace una semana, la CDU alemana (partido conservador democristiano al que pertenece Von der Leyen) quiso discutir ese asunto con sus aliados bávaros de la CSU (partido conservador social-cristiano al que pertenece Weber). Bajo ningún concepto, la Comisión Europea podía entrar en crisis antes de las elecciones alemanas. Un enredo español no podía debilitar al gobierno europeo. Los conflictos locales no pueden escalar tan fácilmente en Bruselas.




















DEL POEMA DE CADA DÍA. HOY, CONCHAS DEL TIEMPO, DE JOSIP KOCEV

 







CONCHAS DEL TIEMPO




¿Cuál era el mundo que se deslizó


como arenilla entre tus dedos


cuando éramos niños del cielo


y, allá arriba,


escuchábamos las vidas futuras


en las conchas del tiempo?


(¿Será aquel en el que


los labios me duelen del silencio,


y las manos del anhelo


por este hogar que


ni se me olvida


ni logro recordar?)


Abajo


solo eres liviana pasión


que me crucifica en dos mares


y aguda aguarda su muerte


en la marea que asciende.


Aquí


vivo atado a todo


lo tangible y terrenal,


un cuerpo de humo amarrado a cuerdas


que duda adónde volver:


si junto al fuego o allá entre las nubes.




JOSIP KOCEV (1985)

poeta macedonio del norte


























DE LAS VIÑETAS DE HUMOR DE HOY VIERNES, 21 DE NOVIEMBRE DE 2025