miércoles, 26 de julio de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy miércoles, 26 de julio de 2017






El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Gallego y Rey e Idígoras y Pachi en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, Ros y Sciammarella en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3673
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[A vuelapluma] Sobre "idos" e "iros"





Es mera casualidad que dos de las tres entradas de hoy hagan referencia a la Real Academia de la Lengua (RAE), objeto de críticas no del todo bienintencionadas con motivo de la polémica suscitada por su aceptación del término "iros" como tiempo verbal. Como es este asunto en el que la opinión de los profanos no tienen mayor relevancia, dejemos a los doctores de la Academia que se expliquen. Es lo que hace en un recientísimo artículo en El País el académico de número de la RAE y catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid Pedro Álvarez de Miranda. Veamos lo que dice.

Las disyuntivas gramaticales no se pueden dirimir de forma asamblearia, comienza escribiendo Álvarez de Miranda. En la segunda persona del plural de imperativo de ‘ir’ bastaba con recomendar el 'idos' en el registro más formal y advertir del uso de formas en -r- en el habla coloquial. Una pequeña minucia gramatical, la de la disyuntiva entre idos e iros, ha acaparado titulares, incluso de portada, tras un pronunciamiento “liberalizador” de la Academia en favor de la segunda de esas formas.

Querría proceder, en virtud de mi condición de académico, a lo que en los usos parlamentarios se llama “explicación de voto”. Lo que deseo explicar no es un sufragio afirmativo o negativo a cierta propuesta que, en efecto, se sometió —desdichadamente— a votación en una sesión académica, sino que mi postura fue en ella la única que considero posible en un lingüista: la abstención. Por la que algunos optamos después de intentar convencer a nuestros colegas de que las disyuntivas gramaticales no se pueden dirimir por vías (presuntamente) “democráticas”. En la gramática, vaya por Dios, el asamblearismo está fuera de lugar.

En español los imperativos de plural pierden la -d final cuando se les agrega el pronombre enclítico os. Así, los de sentarse, volverse o salirse no son sentados, volvedos o salidos, sino sentaos, volveos, salíos. Sin embargo, esos hiatos (a-o, e-o, i-o) implican una cierta incomodidad articulatoria para los hispanohablantes, lo que favorece, al menos en ciertos niveles de lengua, la aparición de una consonante “antihiática”. Pues bien, en este caso, en el español hablado espontáneo, en la comunicación oral menos esmerada —y estas precisiones son de suma importancia—, tal consonante de interposición resulta ser una -r-: sentaros, volveros, saliros. Y no por casualidad, sino por el hecho de que esa sea precisamente la terminación del infinitivo.

De que ello es así no hay duda, pues en la lengua hablada se produce la misma tendencia a que el infinitivo suplante al imperativo plural en -d, aun sin enclítico: es frecuente “¡Callar!”, en lugar de “¡Callad!”. El infinitivo, además, sirve muchas veces para dar instrucciones, es decir, para algo muy parecido a lo que se pretende con el imperativo, que es dar órdenes; por eso en las puertas se lee “Empujar” o “Tirar”.

El caso del imperativo de ir(se) es excepcionalísimo, y no merecía tanto derramamiento de tinta. Si se prescinde de la -d- de idos el resultado es o sería -íos, forma en la que el verbo propiamente dicho quedaría reducido a la vocal tónica í. Pero la lengua española no tolera que una palabra léxica (sustantivo, adjetivo, verbo, adverbio) experimente tal reducción de su sustancia fónica que llegue a consistir en una simple vocal. Sí hay en cambio en español partículas (preposiciones y conjunciones) o interjecciones que consisten en una sola vocal.

Así pues, la aparición de la -r- no es en iros, esencialmente, hecho distinto de la de esa misma consonante en sentaros, volveros, etcétera. Desde luego es especialmente frecuente en el caso de aquel verbo, por la rareza, ya explicada, de la situación a que da lugar, es decir, como “solución” a la incómoda elección entre idos, forma anómalamente plena, e íos, forma inadmisiblemente exigua. Pero nada más.

Pues bien, cuando en un pleno académico se suscitó la posibilidad de dar por bueno, en atención a su frecuencia, el uso de iros como forma del imperativo de ir(se), algunos de los lingüistas presentes fuimos del parecer de que la cuestión no se abordara en tales términos, y de que lo que la Academia señalaba al respecto tanto en la Nueva gramática de la lengua española como en el Diccionario panhispánico de dudas era tan exacto y razonable que no requería modificación alguna. Bastaba y basta con que la Academia señale, como lo hace (NGLE, 42.3k), que en “el habla coloquial” es frecuente que aparezcan las formas con -r- usadas como imperativos; que recomiende como preferible que en “los registros más formales” tal cosa no ocurra; y que señale, en fin, tanto en la gramática (4.13i) como en el DPD, s. v. ir(se), el caso particular de idos, preferible a iros en la lengua cuidada.

No deja de ser paradójico que algunos de los menos rígidos en materias normativas pareciéramos quedar alineados involuntariamente esta vez entre los partidarios (escasos) de no “abrir la mano” en la cuestión de marras, la del dichoso iros. Aun reconociendo su frecuencia de empleo, dado que los hablantes tienden a no prestar atención a los matices con que estas cuestiones se exponen, y que afectan, en este caso, a la esencial distinción de niveles lingüísticos, temíamos que el mensaje podía ser captado así: “A partir de ahora, por especial liberalidad de la Academia, diga o escriba usted iros si le place, en lugar de idos, en cualquier circunstancia”. Esa posibilidad ha obligado a la Academia a advertir, en la nota que ha hecho pública sobre el asunto, que “la forma más recomendable en la lengua culta para la 2ª persona del plural del imperativo de irse sigue siendo hoy idos”; y a señalar inmediatamente a los usuarios —como temerosa de que estos se le desmanden ante manga tan ancha para aquel verbo— que “la aceptabilidad de iros no se debe extender a las formas de imperativo de los demás verbos, para las que lo más adecuado en la lengua culta sigue siendo prescindir de la r”.

Ante una votación en los términos en que se planteó no nos cabía a algunos más salida que la abstención, por entender que un asunto así, sencillamente, no es “votable”, y menos si no se formula en términos muy matizados y circunstanciados. Porque, además, ¿qué supone eso de “dar vía libre” a un uso, o pasar a considerarlo “correcto”, para quienes entendemos que la Academia no ha de ser un guardia de la porra que abra más o menos la mano, sino ante todo un notario de los usos, consagrado a describirlos y explicarlos y, eventualmente, a ofrecer recomendaciones u orientaciones sobre los que son preferibles en unas u otras situaciones comunicativas? La nota de la Academia dice que iros está extendida “incluso entre hablantes cultos”. Claro. Es que su aparición en un mensaje no depende del nivel de lengua (que viene dado por la posición sociocultural del hablante), sino del nivel de habla (el también llamado registro, que depende de la situación comunicativa). Un escritor que quiera reflejar el idioma real por boca de sus personajes o por la propia no necesita que nadie le dé “permiso” para hacerlo.



Dibujo de Eva Vázquez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3672
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[Desde la RAE] Hoy, con la académica Clara Janés







La Real Academia Española (RAE) se creó en Madrid en 1713, por iniciativa de Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga (1650-1725), octavo marqués de Villena, quien fue también su primer director. Tras algunas reuniones preparatorias realizadas en el mes de junio, el 6 de julio de ese mismo año se celebró, en la casa del fundador, la primera sesión oficial de la nueva corporación, tal como se recoge en el primer libro de actas, iniciado el 3 de agosto de 1713. En estas primeras semanas de andadura, la RAE estaba formada por once miembros de número, algunos de ellos vinculados al movimiento de los novatores. Más adelante, el 3 de octubre de 1714, quedó aprobada oficialmente su constitución mediante una real cédula del rey Felipe V. 

La RAE ha tenido un total de cuatrocientos ochenta y tres académicos de número desde su fundación. Las plazas académicas son vitalicias y solo ocho letras del alfabeto no están representadas —ni lo han estado en el pasado— en los sillones de la institución: v, w, x, y, z, Ñ, W, Y.

En esta nueva sección del blog, que espero tengo un largo recorrido, voy a ir subiendo periódicamente una breve semblanza de algunos de esos cuatrocientos ochenta y tres académicos, comenzando por los más recientes, hasta llegar a la de su fundador, don Juan Manuel Fernández Pacheco y Zúñiga. Pero sobre todo, en la medida de lo posible, pues creo que será lo más interesante, sus discursos de toma de posesión como miembros de la Real Academia Española.

Y la continúo hoy con la de la académica Clara Janés, que ocupa la silla "U". Elegida el 7 de mayo de 2015, tomó posesión el 12 de junio de 2016 con el discurso titulado Una estrella de puntas infinitas. En torno a Salomón y el "Cantar de los cantares", al que respondió, en nombre de la corporación, la escritora Soledad Puértolas.

Escritora y traductora, Clara Janés nació en Barcelona el 6 de noviembre de 1940. Hija del poeta y editor Josep Janés, estudió Filosofía y Letras en Barcelona y Pamplona, ciudad en la que se licenció, y obtuvo el grado de Maître és Lettres en Literatura Comparada por la Universidad de París IV Sorbona. Su obra, «enriquecida por sus contactos con las artes plásticas y la música», tal como señala José Antonio Llera en el Diccionario biográfico español (2011), se adentra en géneros muy diversos: novela, memorias, biografía, teatro, ensayo y, especialmente, poesía.

Su obra poética, que ha sido traducida a más de veinte idiomas, «se caracteriza por un sincretismo que funde la plenitud del eros femenino con diversas mitologías y tradiciones místicas, plasmándose en una palabra tensa y desnuda que sigue la senda de la revelación», en palabras de Llera.




Clara Janés lee su discurso de toma de posesión como académics



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3671
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

martes, 25 de julio de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy martes, 25 de julio de 2017






El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Gallego y Rey y Ricardo en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, Ros y Sciammarella en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3670
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[A vuelapluma] Si vas a leer un solo libro...





El verano es una época propicia para la lectura. Eso dicen, al menos, los vendedores de libros. A mí cualquier época me parece propicia para leer, y mi mayor o menor promiscuidad lectora nada tiene que ver con la época del año sino más bien con otros factores y coyunturas de carácter bastante más personal.

El filósofo Fernando Savater acaba de publicar un artículo en Librotea, una de las revistas electrónicas de El País, sugiriéndonos una serie de lecturas, una por cada área de temática, que me ha parecido interesante. Se titula Si vas a leer un solo libro... Les animo a ojearla, y por supuesto, si pueden, a que escojan de entre las citadas, su libro del verano. Aunque solo sea uno. Seguro que lo disfrutarán.

Estimado desconocido, comienza diciendo Savater, comprendo que eres una persona muy ocupada y que es una impertinencia pedirte además que leas. Tienes tu trabajo (lástima que no seas un  rentista, que es la condición perfecta del lector), tu familia (desde el punto de vista de la lectura, lo mejor sería que estuvieras soltera/o y sola/o en la vida, pero hay que aceptar lo que nos toca), tus aficiones de interior y al aire libre, incluso tu religión  o tu militancia política que está muy bien pero que también quita su tiempo. A ello se añaden tus horitas diarias de internet, la búsqueda de vídeos graciosos  que mandar a los amigos para que vean que tienes chispa, los partidos de fútbol, los partidos de tenis, las 24 Horas de Le Mans (que duran eso, veinticuatro horas) y tantas otras necesidades de tu espíritu a las que no vas a renunciar. De modo que lo de leer, francamente, está difícil. ¡Qué más quisieras tú que tener tiempo para eso! Pero yo te propongo que leas un libro, sólo un libro, del género que prefieras. Una vez leído se acabó, nunca más, abandonas el vicio para siempre. A no ser que... Por si acaso, voy a decirte un libro, nada más que uno de cada género, por si te sirve de orientación.

- Si vas a leer sólo un libro de filosofía, que sea "Sobre la libertad" de John Stuart Mill, para saber qué tienen que dejarte hacer y qué debes permitir que hagan los otros.

- Si vas a leer sólo un libro de poesía, que sea "Las flores del mal" de Charles Baudelaire, para que tengas un pretexto de aprender francés.

- Si vas a leer sólo una novela de aventuras, que sea "El mundo perdido" de sir Arthur Conan Doyle, para que sepas de dónde viene Jurassic Park y el resto de la dinomoda.

- Si vas a leer sólo una novela de amor (y desdicha, claro), que sea "Ana Karenina" de León Tolstoi, para que sepas cómo se las gastan los rusos.

- Si vas a leer sólo una novela de ciencia ficción, que sea "La isla del doctor Moreau", de Herbert George Wells, después de la cual te verás raro al mirarte al espejo.

- Si vas a leer sólo una novela de terror, que sea "Cementerio de animales" de Stephen King, para que renuncies a todas tus mascotas.

- Si vas a leer sólo una novela policíaca, que sea "El sabueso de los Baskerville" de sir Arthur Conan Doyle, para que saludes, conozcas y despidas al gran Sherlock Holmes.

- Si vas a leer sólo un libro político, que sea "La condición humana" de Hannah Arendt, porque pone cada cosa en su sitio.

- Si vas a leer sólo un libro de cuentos, que sea "El Aleph" de Jorge Luis Borges.

- Si vas a leer sólo una novela histórica, que sea "Vida y destino" de Vasili Grossman, para que sepas lo que derivó de la Revolución de Octubre, cuyo centenario se cumple este año.

- Si vas a leer un sólo libro humorístico, que sea "Para leer mientras sube el ascensor", de Enrique Jardiel Poncela, porque cuando el humor no es breve y chocante deja de ser humor para convertirse en otra cosa (por ejemplo, el Quijote).

- Y si sólo quieres leer un libro pero que sea de filosofía y de poesía, de aventuras y de terror, histórico y hasta político, lee "Moby Dick" de Hermann Melville. Si puedes, léelo todos los años.

De entre los libros propuestos por Savater confieso que no he leído El mundo perdido de Conan Doyle, La isla del doctor Moreau de H.G. Wells, Cementerio de animales de Stephen King, ni Para leer mientras sube el ascensor de Jardiel Poncela, pero sí otros de esos mismos autores. Espero que me sirva de atenuante...






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 3669
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[Pensamiento] La derecha española en el siglo XX





Andrés de Blas Guerrero, catedrático de Ciencia Política en la UNED, realiza en el último número de Revista de Libros la reseña del libro El pensamiento de la derecha española en el siglo XX. De la crisis de la Restauración (1898) a la crisis del Estado de partidos (2015) (Madrid, Tecnos, 2016), del historiador Pedro Carlos González Cuevas, segunda edición, corregida y aumentada, de un libro aparecido originalmente en 2005. El autor, comienza diciendo el profesor Blas Guerrero, se ha consagrado en estos últimos años como uno de nuestros primeros especialistas en el estudio de la historia de las derechas españolas. Inició esta empresa con una monografía sobre Acción Española (1998) y la ha seguido con un libro de conjunto sobre el tema desde la Ilustración a nuestros días (2000), una espléndida biografía intelectual sobre Ramiro de Maeztu (2003) y una biografía político-intelectual sobre Gonzalo Fernández de la Mora (2015). No son éstas sino algunas de las principales contribuciones que ha hecho Pedro Carlos González Cuevas a un tema fundamental de nuestra historia política a lo largo de estas décadas.

El libro ahora comentado dedica un primer epígrafe a la crisis de la Restauración, en el que pasa revista al ocaso del conservadurismo liberal representado especialmente por la personalidad de Cánovas del Castillo, al regeneracionismo, a la renovación del tradicionalismo a cargo fundamentalmente de Juan Vázquez de Mella, al primer catalanismo y al espíritu del 98. Quizá pueda ser discutible la inclusión, dentro de este panorama de la derecha en la crisis de la Restauración, del complejo movimiento regeneracionista. Porque si es legítima la introducción en el mismo de autores como César Silió, Julio Senador Gómez o Joaquín Sánchez de Toca, resulta más discutible la relación con la derecha de regeneracionistas que permanecen leales a una tradición progresista o republicana, como es el caso del propio Joaquín Costa, Ricardo Macías Picavea, Luis Morote o Santiago Alba. Y algo parecido podría decirse de la inclusión en este apartado del espíritu del 98. Pese al significado de autores como Azorín o Ramiro de Maeztu, no debería asociarse a la derecha a autores noventayochistas tan representativos de esta generación como Antonio Machado, Pío Baroja o el mismo Miguel de Unamuno. La presencia del primer catalanismo político dentro de la tradición conservadora española parece suficientemente justificada. Con independencia de su indirecta contribución a una modernización política de la vida española, tal como señaló Vicente Cacho, resulta evidente el peso de una cosmovisión tradicionalista y de un influjo maurrasiano en hombres como el obispo Josep Torras i Bages y un político e intelectual tan importante como Enric Prat de la Riba. La consideración de este momento histórico se cierra con el examen de la renovación del conservadurismo llevada a cabo por Antonio Maura. En este apartado quizá se eche en falta una mayor atención a los escritores neocatólicos como inspiradores de una tradición nacional-católica que, vía Menéndez Pelayo, concluirá en los años treinta en el discurso político-intelectual de los hombres de Acción Española.

Continúa el libro con la revisión del conservadurismo autoritario en el período que va de la Primera Guerra Mundial al fin de la dictadura de Primo de Rivera, en la que pasa revista, fundamentalmente, a la actitud de los intelectuales ante el nuevo conservadurismo (Azorín, José María Salaverría, Ramiro de Maeztu y José Ortega y Gasset). Es posible que la dictadura primorriverista hubiera merecido una atención más detallada a la vista de su influjo posterior en el régimen de Franco. Por lo que hace al momento de la Segunda República, el autor fija su interés en el fracaso en la formación de una derecha republicana más allá de los trabajos de Niceto Alcalá Zamora, Miguel Maura, Melquíades Álvarez y, probablemente, también los ligados a la acción del Partido Radical. En este sentido, se llama la atención sobre el fracasado intento de Ortega y Gasset de poner en pie una opción de derechas compatible con la democracia de los años treinta. Se centra la atención después, en el grupo de Acción Española, en el entorno cultural de la CEDA, en el fascismo español expresado en la obra de Ramiro Ledesma Ramos, Ernesto Giménez Caballero y José Antonio Primo de Rivera, así como en los que el autor califica de «solitarios» del pensamiento derechista español antirrepublicano (José María Salaverría, Salvador de Madariaga y Eugenio D’Ors).

El estudio de la derecha en el régimen de Franco está orientado al estudio del difícil sincretismo ideológico que, presidido por los manejos del dictador, aglutina a los teóricos de la Falange, a los autores nacionalcatólicos, a la derecha monárquica, a los teorizadores del Estado tecnoautoritario y a la débil oposición conservadora a la dictadura. Pasa revista a continuación a la sustitución del falangismo como consecuencia fundamentalmente de la coyuntura internacional y su sustitución por un catolicismo político desbordado por la propia evolución de la Iglesia católica. Nacionalcatolicismo y falangismo residual habrían de ser finalmente sustituidos por un ánimo tecnocrático, por el impulso al crecimiento económico y al «Estado de obras», en la difícil empresa legitimadora de la dictadura. Llama la atención el estudio en este momento sobre la relativa facilidad de un proceso de transición a la democracia como consecuencia de la vitalidad de una sociedad civil que no había sido anulada por el peso de una dictadura totalitaria que la evolución del franquismo había transformado en autoritaria. Como se ha señalado en alguna ocasión, la inexistencia de un Estado de Derecho en el franquismo no implicaba la inexistencia de un Estado con Derecho susceptible de evolucionar hacia un orden liberal-democrático.

A partir de este momento aborda brevemente Pedro Carlos González Cuevas el estudio del complejo y difuso pensamiento político ligado a la UCD, caracterizado por la amalgama de corrientes ideológicas no siempre fáciles de compatibilizar. Se estudia después la etapa dominada por el liderazgo de José María Aznar en el seno del Partido Popular y la existencia de otras manifestaciones de una derecha de propensión autoritaria que se manifiesta en lo fundamental a través de una acción de carácter cultural. El libro se cierra, en la presente edición, con un nuevo capítulo sobre la etapa política dominada por los gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero y la acción de un Partido Popular bajo la dirección de Mariano Rajoy que concluye en un vacío doctrinal por parte de la derecha española.

El autor recorre todas estas etapas con precisión y buena información. Por lo que hace a esta segunda circunstancia −la de la información−, el lector puede, sin embargo, echar en falta un manejo más pormenorizado de la gran prensa diaria identificada con la derecha, una fuente de conocimiento quizá más productiva que alguna de las publicaciones doctrinales manejadas por González Cuevas. En todo caso, la utilización de estas últimas permite al autor una informada aproximación a la evolución de una derecha radical en estos últimos años.

Debe destacarse, concluye diciendo Blas Guerrero, y así se subraya en el libro de Pedro Carlos González Cuevas, la recuperación realizada por el PP, atribuible fundamentalmente a José María Aznar, de una tradición liberal española, lo que permitirá a la derecha enlazar con una línea de interpretación de nuestro pasado que la ha liberado en buena medida de su conexión con la dictadura franquista y su traumático origen en la Guerra Civil. Se trata, en definitiva, de un libro de alta divulgación, escrito con claridad, que ayudará al lector informado, y no solamente al especialista, a una aproximación a la complejidad del pensamiento político de la derecha española a lo largo del siglo XX. Un libro que pone de manifiesto una vez más que las buenas síntesis están únicamente al alcance de aquellos especialistas que tienen a sus espaldas un conocimiento detallado y un estudio pormenorizado de las cuestiones abordadas.






Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3668
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

lunes, 24 de julio de 2017

[Humor en cápsulas] Para hoy lunes, 24 de julio de 2017






El Diccionario de la lengua española define humorismo como el modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas. Pero también como la actividad profesional que busca la diversión del público mediante chistes, imitaciones, parodias u otros medios. Yo no soy humorista, así que me quedo con la primera acepción, y en la medida de lo posible iré subiendo al blog cada día las viñetas de mis dibujantes favoritos. Las de hoy con Morgan en Canarias7; Gallego y Rey y Ricardo en El Mundo; El Roto, Forges, Peridis, Ros y Sciammarella en El País; y Montecruz y Padylla en La Provincia-Diario de Las Palmas. Disfruten de ellas.





Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3667
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

[A vuelapluma] La Rusia de Occidente





El mito de la Revolución de Octubre sigue vivo; las hazañas de Lenin y Trotski aún despiertan simpatías entre algunos izquierdistas españoles. Las alusiones a 1917 no son inocentes; sus consecuencias, que marcaron el siglo XX, todavía nos interpelan. Lo comenta en El País Javier Moreno Luzón, catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid y autor del libro, recién publicado, Los colores de la patria. Símbolos nacionales en la España contemporánea (Tecnos).

El revolucionario ruso León Trotski, comienza diciendo, pasó en España los últimos meses de 1916, tan solo un año antes de tomar el poder en Petrogrado. Fue un viaje azaroso: expulsado de Francia, anduvo por Madrid, donde disfrutó del Museo del Prado, hasta que la policía lo encarceló y lo mandó a Cádiz, a la espera de un barco que lo sacase del país. Apenas logró manejar unas cuantas palabras en castellano, pero captó algunos rasgos de la vida española, como la mala fama de los políticos, las desigualdades sociales o el poder de la Iglesia. Le impresionaron la indolencia, la amabilidad y el calor. Desde su siguiente destino, Nueva York, escribió que el problema agrario y el carácter violento de sus habitantes hacían de España, después de Rusia, el lugar donde resultaba más probable una revolución.

Aquel paralelismo entre los dos extremos de Europa tenía antecedentes tan ilustres como el de Miguel de Unamuno, quien había afirmado que ambos pueblos compartían una misma religiosidad mística y un fondo comunal campesino. Los estereotipos hablaban de seculares atrasos y exotismos orientales, de gentes un tanto salvajes. Hasta el ancho de vía de sus respectivos ferrocarriles era mayor que el usual en el continente. El rey Alfonso XIII creía que la primera de las revoluciones rusas de 1917, la que hizo abdicar al zar, podía repetirse en España, sobre todo si entraba en la guerra europea como había hecho Rusia.

Durante unos meses, los acontecimientos dieron la razón a los augures. Ese mismo verano se encadenaron varios conatos revolucionarios en España: el de las juntas militares, que expresaban agravios corporativos; el de catalanistas y republicanos, que convocaron una asamblea de parlamentarios para exigir la reforma de la Constitución; y el de los sindicatos obreros, lanzados a la huelga general. Hubo quien pensó en una réplica de la experiencia rusa, con un proceso constituyente custodiado por sóviets de obreros y soldados. Pero España no era Rusia: a la hora de la verdad, las clases medias catalanas no se aliaron con los huelguistas y los militares reprimieron la insurrección sindical. La monarquía española, más parecida a la italiana que al imperio de los zares, resistió el embate.

La verdadera fe que llegó a España desde Rusia en 1917 no fue la del febrero democrático, sino la del octubre rojo, un potente mito político que cambió el paisaje mundial, dividió a las izquierdas y atemorizó a las derechas. El campo andaluz vivió un trienio bolchevique en el que los jornaleros aspiraban al reparto de las tierras que habían conseguido los rusos; mientras los sectores conservadores alertaban del peligro soviético para imponer soluciones autoritarias. Aunque la escasa información jugara a veces malas pasadas. Los anarcosindicalistas de la CNT acogieron con entusiasmo aquel trastorno radical y los socialistas decidieron tantear su adhesión a la nueva Internacional. Pero sendos viajes a Moscú les quitaron las ganas, pues aquellos aguerridos héroes perseguían a los ácratas, exigían disciplina y despreciaban los derechos ciudadanos. Vladímir Lenin se lo dejó claro en 1920 a un atónito Fernando de los Ríos, enviado del PSOE: “Libertad, ¿para qué?”. Por entonces se organizaban ya los comunistas españoles.

La vieja Rusia medieval se había convertido, de golpe, en el faro que alumbraba el futuro de la humanidad. En España se publicaron decenas de libros sobre el experimento y numerosos viajeros confirmaron sus excelencias. Sin embargo, sus partidarios no salieron de los márgenes hasta la Segunda República, cuando el camarada Iósif Stalin había heredado ya las herramientas dictatoriales de Lenin y lanzado al exilio a Trotski, disidente en nombre del ideal leninista. Mediados los años treinta, el régimen staliniano se sumó a las coaliciones contra el fascismo que avanzaba en Europa y sus peones españoles hicieron lo propio con el Frente Popular que ganó las elecciones de 1936. Entraron en el Parlamento y se hicieron con el control de las juventudes socialistas, aunque la posibilidad de una revolución al estilo soviético, un fantasma que agitaron las derechas antirrepublicanas, era más bien remota. Al socialista Francisco Largo Caballero le quedó, eso sí, el remoquete de Lenin español.

España estuvo algo más cerca de transformarse en la Rusia de Occidente durante la Guerra Civil. La Unión Soviética era el único apoyo internacional de peso que tenía la República y su esfuerzo militar dependía de la ayuda de Stalin, por lo que los comunistas adquirieron en la zona leal una influencia decisiva. Cabeza de la contrarrevolución que acabó con las colectivizaciones orquestadas por los anarquistas al estallar el conflicto, aplicaron las técnicas ya probadas en la Unión Soviética, donde no solo habían barrido a los trotskistas, sino que también purgaban a los más adictos, en un sistema de terror sin límites. Los marxistas antiestalinistas del POUM fueron liquidados. En 1940, el catalán Ramón Mercader, al servicio de Stalin, asesinó a Trotski en su destierro mexicano.

A partir de ahí, el comunismo español formó el tronco principal de la oposición a la dictadura de Francisco Franco. Tras el fracaso del maquis guerrillero, adoptó una línea conciliadora que aspiraba a traer a España la democracia pluralista y no un régimen autocrático al estilo soviético. Esa distancia se ensanchó y la actitud constructiva del PCE protagonizó la Transición a la muerte del tirano. Poco quedaba ya del sueño revolucionario, aunque aún subsistían los métodos de Lenin, la jerarquía implacable y la purga de los discrepantes en el interior del partido. Su progresiva insignificancia acabó por diluirlo en Izquierda Unida, donde ha sobrevivido pese al derrumbe de la Unión Soviética.

Hoy, en el centenario de las revoluciones rusas, concluye diciendo, carecen de sentido las comparaciones de antaño y nadie podría imaginar una España sovietizada. Pero el mito sigue vivo y las hazañas de Lenin y Trotski, no tanto las de Stalin, aún despiertan simpatías entre algunos izquierdistas españoles. Sobre todo en Podemos, donde sus impulsores, que han hablado de leninismo amable, no ocultan su admiración por Octubre, su fuerza y sus procedimientos. Pablo Iglesias Turrión emplea la retórica revolucionaria y rinde homenajes a “aquel calvo”, “mente prodigiosa” que satisfizo los deseos de los trabajadores. Las alusiones a 1917 no pueden ser inocentes, pues sus consecuencias, que marcaron el siglo XX, todavía nos interpelan.



Dibujo de Eva Vázquez para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt






Entrada núm. 3666
elblogdeharendt@gmail.com
La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)