miércoles, 17 de enero de 2024

[ARCHIVO DEL BLOG] Crítica del sentimentalismo en política. [Publicada el 17/01/2017]










El pasado viernes publiqué en el blog una entrada con el título de Sobre la corrección política. Comentaba en ella un reciente artículo en Revista de Libros del escritor, psiquiatra y médico británico Anthony M. Daniels, que publica bajo el seudónimo de Theodore Dalrymple, en el que este analizaba con ironía el papel de lo políticamente correcto en el reciente enfrentamiento electoral entre Hillary Clinton y Donald Trump. En la citada entrada hacía yo referencia de pasada al único libro de Dalrymple traducido hasta el momento al español, el titulado Sentimentalismo tóxico. Cómo el culto a la emoción pública está corroyendo nuestra sociedad (Madrid, Alianza, 2016), que la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas ha aceptado incorporar a sus fondos a petición mía y que espero poder leer muy pronto.
La entrada de hoy es la reseña aparecida en el último número de Revista de Libros de la citada obra de Dalrymple. Se titula Otro fantasma recorre Europa, y está escrita por el profesor Roberto L. Blanco Valdés, catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Santiago. Es continuación casi obligada de la publicada en el blog el viernes pasado. 
Hagan la prueba, si les place, ustedes mismos, comienza diciendo el profesor Blanco. Tras ver cualquier telediario –da igual que sea de una cadena pública o privada, pues a estos efectos es lo mismo–, traten de hacer balance del tiempo que, en el espacio informativo que hayan escogido, se ha dedicado a dar noticias y del que, en contraste, se ha aplicado a hacer apología de la corrección política desde un enfoque puramente emocional. Si el lector me permite la intromisión, le recomiendo que se fije ahora, de forma muy especial, en la atroz guerra de Siria o en la terrible tragedia de la inmigración, sobre todo en la que procede −no sólo, pero de forma destacada− de esa zona de conflicto. Hace mucho que en los programas de televisión dedicados a informar –no únicamente en ellos, desde luego, aunque en ellos de un modo sobresaliente y, por tanto, llamativo– las crónicas sobre esos temas suelen ser una sucesión de admoniciones sobre lo mucho que sufren las personas –los niños, ante todo– que se han visto obligadas a huir de la guerra, el hambre o la miseria o están forzados a padecer las calamidades de un conflicto en el que, como en todos los existentes desde hace mucho tiempo, las bombas no distinguen entre población civil y combatientes. No hará falta que diga, aunque, por si acaso, lo diré de todos modos, que a mí, como a cualquier persona de bien, me produce una profunda conmoción la imagen espantosa de un niño de tres años muerto en una playa, que ha pagado con su vida el legítimo afán de su familia por huir de los horrores de la guerra, o las figuras demacradas de las docenas de pequeños que huyen despavoridos a diario de los bombardeos y reaparecen de milagro arrancados a los escombros que ha producido la ultima razia de la aviación rusa sobre Alepo.
Informar es, sin duda, ofrecer también esas imágenes, aunque haciéndolo como un compromiso ético frente a los desastres y a la barbarie de la guerra, y no como un reclamo morboso para ganar audiencia a cualquier precio, añade. Pero informar tiene que ser bastante más: poner en manos del espectador las noticias y los datos necesarios para que se forme una opinión no sólo sobre lo obvio (que matar niños, o consentir situaciones en las que mueren tras tratar de alcanzar un mundo mejor, es una salvajada y una obscenidad que a todos nos interpela y avergüenza), sino también sobre la complejidad de los problemas, sea el de la guerra de Siria, el de la inmigración o cualquier otro de mayor o menor envergadura, y sobre las dificultades existentes para darles solución. Porque la importantísima labor de los medios de comunicación social, indispensable para la formación de una opinión pública libre en cualquier sociedad democrática, no es la de adoctrinarnos, por más políticamente correcta o incluso justa que pueda ser la doctrina que se imparte en cada caso, sino la de informarnos, lo que ni de lejos es lo mismo, por más que muchos no acaben de enterarse.
Para entender, entre otras muchas cosas, tal metamorfosis, que viene avanzando poco a poco y de forma tan silenciosa como aquel misterioso poder que se adueñaba de la casa tomada a la que dedicó Julio Cortázar un relato inolvidable, es necesario −en realidad, indispensable− leer el libro que en 2010 escribió Theodore Dalrymple y que ahora publica Alianza Editorial, sigue diciendo. Pese al tiempo que ha tardado en traducirse al castellano, Sentimentalismo tóxico ha tenido, en todo caso, más fortuna que otras obras del médico británico, ninguna de las cuales había visto la luz en nuestro país hasta la fecha. El economista Luis María Linde, actual gobernador del Banco de España, destacaba en 2008 tal anomalía en esta misma revista («Theodore Dalrymple, contra la “corrección política”») y en una magnífica reseña de dos libros del autor: In Praise of Prejudice. The Necessity of Preconceived Ideas y Our Culture, What’s Left of It. The Mandarins and the Masses. El propio Dalrymple («Iguales, pero desiguales») reseñaba aquí también un libro notable hace ahora un par de años: The XX Factor. How Working Women are Creating a New Society, de Alison Wolf, y hace pocas semanas analizaba, también en Revista de Libros, la posible influencia de la corrección política en la victoria electoral de Donald Trump.
Y bien, para empezar, ¿qué entiende Dalrymple por sentimentalismo o, como él mismo señala, por culto al sentimiento?, se pregunta Blanco Valdés. Dejemos que hable nuestro autor, dice: «El sentimentalismo es la expresión de las emociones sin juicio. Quizá es incluso peor que eso: es la expresión de las emociones sin darnos cuenta de que el juicio debe formar parte de nuestra reacción frente a lo que vemos y oímos. Es la manifestación de un deseo de derogar una condición existencial de la vida humana, a saber, la necesidad ineludible y perenne de emitir un juicio. Por tanto –concluye Dalrymple–, el sentimentalismo es infantil (porque sólo los niños viven en un mundo tan dicotómico) y reductor de nuestra humanidad». Ahí reside, en suma, la toxicidad del sentimentalismo, que funciona como un factor que elimina la complejidad de los problemas y la dificultad que existe siempre para darles solución: «Buscamos la simplicidad en aras de una vida mental más tranquila, nunca la complejidad: el bien debe ser absolutamente bueno, el mal totalmente malo, lo bello enteramente bello, lo feo completamente feo, lo inmaculado del todo limpio y lo sucio totalmente sucio, etc.». Recuerden la celebre formulación del gran periodista y editor Henry Louis Mencken, que viene ahora muy al caso: aquella en la que el norteamericano sostenía, con tanta razón como ironía, que para todo problema humano hay siempre una solución fácil, clara, plausible… y equivocada.
Esa consideración profundamente crítica con un sentimentalismo, sigue diciendo, que todo lo invade y todo lo domina (que «está triunfando en un campo tras otro») servirá a Dalrymple –en realidad el médico y escritor británico Anthony Daniels (1949), que es quien se esconde bajo ese seudónimo– para entrar a saco a censurar, en no pocos casos con un tono satírico muy logrado, algunas de las más perversas manifestaciones del culto al sentimiento en la vida pública y privada. Tal es el objeto de un libro escrito con un talento arrollador, de un ensayo que se lee en realidad como un excelente reportaje gracias a una prosa sencillamente espléndida, que ha salido de la pluma de un hombre a quien se le nota lo mucho que ha vivido. Pues no es Dalrymple un intelectual bonito de esos que hablan desde la comodidad de sus despachos confortables. Todo lo contrario, se trata de un hombre profundamente comprometido con su tiempo, según lo demuestran su trabajo en algunos países africanos o su dedicación como psiquiatra a sectores marginales de la sociedad: pobres, penados o inmigrantes.
Los efectos tóxicos del sentimentalismo, dice después, se manifiestan desde luego, y por ahí comienza Dalrymple, en el ámbito privado. Por ejemplo, en la educación (es decir, es la mala educación), influida por una teoría educativa romántica que el autor critica con dureza. Tal educación ha terminado por difuminar los límites que deben existir entre lo permitido y lo no permitido con unos efectos devastadores que la inmensa mayoría de quienes son padres de adolescentes en nuestra sociedad podrán confirmar para profundo dolor suyo: la nula o muy escasa capacidad de los chavales para soportar la negativa a sus deseos, que ellos consideran que deben satisfacerse siempre y de inmediato: «Los padres de los niños a los que nunca se ha negado nada se asombran de que estos se vuelvan egoístas, exigentes e intolerantes ante cualquier pequeña frustración». Cualquiera que haya vivido esa experiencia sabe hasta qué punto tiene el médico británico toda la razón.
Como la tiene plenamente, añade más adelante, al resaltar otras consecuencias del sentimentalismo: por ejemplo, en el campo de lo que Dalrymple denomina la democratización, o la popularización, de la importancia («ahora todos somos importantes»), o en la esfera de los conflictos entre una gran organización y un individuo, ámbito en el cual se ha generalizado la idea sentimental de que la organización siempre es la culpable y el individuo siempre el perjudicado. Permítanme poner dos ejemplos traídos de nuestra realidad para ilustrar ambas manifestaciones del culto al sentimiento: sobre lo primero, la invasión de programas televisivos de entretenimiento masivo protagonizados por personas corrientes que la mayoría de las veces no tienen otra cosa que mostrar que su ignorancia, su mal gusto o ambas cosas a la vez; sobre lo segundo, el modo en que se afrontó en nuestro país el conflicto de las llamadas participaciones preferentes de la banca, un producto financiero de alta rentabilidad y, por tanto, de alto riesgo, que los bancos y las cajas de ahorros comercializaron durante los primeros años de la crisis económica y que, tras el estallido la crisis financiera, inmovilizó los ahorros de más de un millón de depositantes. Gran parte de ellos fueron sin duda personas engañadas por las entidades financieras, a las que los estafados compraron participaciones sin saber dónde se metían. Pero, aunque hubo también ahorradores que optaron libre y conscientemente por correr un mayor riesgo en busca de una mayor rentabilidad, tanto estos, sin razón, como los primeros, con motivo, fueron considerados, socialmente y por igual, pobres víctimas de una estafa promovida por los bancos y las cajas. Esto mismo cabría decir de los afectados por la crisis de las hipotecas, en la que acabaría por carecer de cualquier relevancia dentro del debate público el hecho de que no pocas de las personas que se vieron afectadas por la imposibilidad de hacer frente a sus obligaciones financieras fueran víctimas no de la avaricia de unos prestamistas desalmados, sino de la absoluta e irresponsable falta de diligencia en la administración de la propia economía personal o familiar. Pero, como afirma Dalrymple con toda la razón, la organización es siempre la culpable y el individuo, sin excepción, el perjudicado inocente y engañado.
Interesantísimo, comenta, es, sin duda, el capítulo del libro que Dalrymple dedica a someter a una crítica devastadora la llamada declaración de impacto familiar que puede producirse ante los tribunales británicos, un instrumento legal disparatado que se utiliza cuando se ha producido un delito de asesinato u homicidio. A partir de un caso concreto –el del terrible crimen cometido por dos jóvenes, Donnel Carty y Delano Brown, que asaltaron y apuñalaron a un hombre hasta la muerte con la intención de robarle–, la inquietante pregunta que se formula el autor es la de si debe castigarse a los asesinos en proporción a la utilidad social de las víctimas, tal y como ésta es defendida por sus familiares en la declaración de impacto mencionada. La respuesta, con la que no puedo estar más de acuerdo, la formula el autor en unos términos tan políticamente incorrectos como ajustados a los mejores criterios de justicia: «La impresión que deja la declaración de impacto familiar es que el crimen es especialmente atroz por los efectos particulares que provoca en las personas que hacen la declaración o en sus representados. El corolario que se obtiene de todo esto es que, si el asesinado no tuviera parientes o amigos o fuera un completo ermitaño, su asesinato no constituiría un crimen muy grave, ya que no dejaría a nadie sufriendo a causa de su muerte […]. La declaración de impacto familiar en los tribunales es una invitación a ese tipo de improcedencias». Ni que decir tiene que la declaración de impacto familiar es también, ¿cómo no?, una consecuencia más del dominio social del culto al sentimiento.
El interés del estudio de Dalrymple sobre la toxicidad del sentimentalismo, comenta, resulta de un gran interés, según hasta aquí he tratado de ilustrarlo, al analizar sus efectos en el ámbito educativo, en las relaciones familiares o en la justicia, pero tiene al fin una utilidad sobresaliente cuando el médico británico salta a la esfera de la vida política, es decir, a lo que el autor denomina la exigencia de las emociones públicas. Este gran ensayo, siempre apasionante, se convierte aquí en completamente imprescindible. Lo ha subrayado Fernando Savater con su claridad habitual: «Si tuviese que aconsejar un libro para entender la actualidad política en España y en Europa, recomendaría Sentimentalismo tóxico». Yo también, sin ningún género de dudas.
Y es que «las consecuencias de verter una lágrima sentimental en privado son muy diferentes a cuando esta lágrima se vierte en público». Por supuesto, añade. Nada bueno, sino todo lo contrario, puede derivarse del hecho de que el sentimentalismo, de efectos tan nocivos en muchas esferas de la vida social, se asiente en el mundo de las políticas públicas. Y no puede olvidarse que es precisamente la eliminación de los límites entre el culto a los sentimientos en el ámbito privado y en el público uno de los principales efectos del dominio del sentimentalismo. Cualquier observador atento de la realidad que nos rodea podrá aceptar sin reservas el punto de partida que Dalrymple sienta aquí como núcleo de su análisis: que «cuando el sentimentalismo se convierte en un fenómeno de masas, se vuelve agresivamente manipulador: exige que todo el mundo lo experimente». Y ello hasta el punto de que «la persona que se niega a hacerlo alegando que el supuesto objeto del sentimiento no merece una exhibición pública se coloca automáticamente fuera del círculo de los virtuosos, convirtiéndose prácticamente en un enemigo del pueblo». ¿Es posible expresar mejor la naturaleza de la metamorfosis social a que dan lugar los nacionalismos? ¿No es ese el proceso por virtud del cual un sentimiento personal y privado de amor a la tierra se transforma, ya convertido en fenómeno de masas, en un motor de odio social y de exclusión frente a quienes no comparten el sentimiento privado original? El sentimentalismo, pues, igual que en tantas otras ocasiones, como padre de los peores sentimientos.
Un sentimentalismo que no se limita, en todo caso, a extender sus efectos sobre la sociedad, sino que puede llegar a influir de un modo decisivo, con todos los peligros que ello lleva aparejado, sobre las políticas públicas, escribe. Ciertamente, las demostraciones públicas del sentimentalismo no sólo alimentan un «fétido pantano emocional», pues su generalización llega a tener efectos demoledores al condicionar hasta límites difícilmente resistibles la acción de los poderes públicos. El sentimentalismo «permite a los gobiernos hacer concesiones al público en lugar de afrontar los problemas de una manera racional, aunque impopular y controvertida». He ahí, definido en pocas líneas, el fenómeno de las respuestas gubernamentales populistas que hoy dominan en muchas partes de Europa frente a la ola de locura social provocada por la crisis («Siento rabia, tengo razón»). Unas respuestas que no son sino la directa consecuencia de la incapacidad de una clase política acobardada y acomplejada para hacer frente a los discursos demagógicos y simplificadores de fuerzas políticas y sociales que se han puesto en pie de guerra a caballo de un conjunto de simplificaciones de la realidad por virtud de las cuales los problemas se analizan de forma desastrosa para proponer luego en consecuencia soluciones que constituyen auténticos dislates. Basta pensar en Marine Le Pen, o en los líderes de Podemos, de Alternativa por Alemania o del UKIP, ejemplos perfectos de «los cantos de sirena de los demagogos diversos que juran la pureza de sus motivaciones y que tocan sin piedad las notas sensibles para obtener y conservar el poder».
Y es que, «como motor de una política pública, o de la reacción pública a un acontecimiento o problema social, [el sentimentalismo] es tan perjudicial como frecuente», sigue diciendo. Dalrymple explica esta idea, que constituye una de las principales conclusiones de su obra, echando mano del episodio de la muerte de la princesa de Gales, Diana Spencer, narración en la que el autor vuelve a demostrar la gran capacidad de que está dotado para explicar ideas complejas a través de una narración decididamente entretenida. El profundo descontento social generado en el Reino Unido por la ausencia de una manifestación pública de sentimientos de dolor por parte de la reina Isabel tras la muerte de Diana no sólo demostraría, a juicio de Dalrymple, que «lo más importante es la manifestación pública de las emociones», las cuales en realidad desaparecen para el público si no se le enseñan con todo lujo de detalles, y a poder ser sin el más mínimo pudor, sino que habría constituido –de ahí en gran medida el referido descontento– un desafío intolerable a los sentimientos de esa nueva categoría que es la gente, justa y siempre llena de razón, al sugerirse que «los deseos del pueblo no deben ser soberanos en todo momento y circunstancia, que la vox populi no es necesariamente ni siempre la vox dei».
Termino ya, concluye Blanco Valdés. Para reconocer el gran valor de este gran libro, al que me he referido en otro lugar como un verdadero puñetazo a una de las pestes del siglo XXI, la de la corrección política, no es necesario compartir todos los juicios del autor, algunos de los cuales son sin duda discutibles. No me lo parece, sin embargo, su gran aportación: la idea de que, por parafrasear a Jean Cocteau, bastaría con sentir en lugar de comprender. El sentimentalismo aparece hoy como la más depurada expresión de una cultura que coloca las emociones por delante de los razonamientos y que consagra, por tanto, a la demagogia como motor fundamental de la vida política y social. ¡Que Dios nos coja confesados! Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt













martes, 16 de enero de 2024

De la causa de las naciones

 






Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz martes. En España, comenta en El País el escritor y diplomático José María Ridao, la polarización no tiene tanto que ver con la definición de política acuñada por Carl Schmitt como con el peligro de bloquear la dialéctica del amigo y el enemigo con variantes de la idea de guerra justa. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com







La causa de la nación
JOSÉ MARÍA RIDAO
15 ENE 2024 - El País - harendt.blogspot.com

Una de las causas a las que se responsabiliza con más frecuencia de la extrema polarización que se ha instalado en las principales democracias del mundo es la adopción de la dialéctica entre el amigo y el enemigo, teorizada por Carl Schmitt en El concepto de lo político. Carl Schmitt pasa por ser el arquitecto jurídico del nazismo, al que habría proporcionado conceptos y argumentos imprescindibles para dinamitar desde dentro la Constitución de Weimar; conceptos y argumentos como la distinción entre los diversos sentidos que alberga una Constitución o la incorporación del estado de excepción a la definición del soberano y la soberanía. Si al amplio catálogo de formulaciones teóricas que elaboró como jurista se suma el hecho de su vinculación personal con el nacionalsocialismo, si no tan estrecha, sí, al menos, tan equívoca como para que los aliados considerasen procesarlo en Núremberg a raíz de una denuncia de Karl Löwenstein, basta mencionar su nombre y su definición de lo político para que adquiera cierta verosimilitud el diagnóstico de que, en efecto, es la adopción generalizada de la dialéctica schmittiana lo que amenaza los sistemas democráticos.
Aunque en los últimos años la bibliografía sobre Carl Schmitt se incline por describirlo como un oportunista dispuesto a adaptarse como jurista y como persona a la conveniencia política del momento —según harán, entre otros, Helmut Queritsch u Olivier Beaud basándose en sus respuestas en los interrogatorios de Núremberg, tras los que quedó en libertad—, lo cierto es que su biografía no resulta en ningún caso ejemplar. En realidad, el problema que suscita Carl Schmitt no es diferente del que a lo largo de la historia del pensamiento, y aun en nuestros días, plantean Maquiavelo, Hobbes o Nietzsche, autores en cuya estirpe es fácil situarlo. Todos ellos, incluido Schmitt, comparten un rasgo que, a falta de mejor definición, cabría describir como radical, pero radical en un sentido que desmiente el más común de extremista. La obra de Maquiavelo, Hobbes y Nietzsche es radical entendiendo por radical la capacidad de prestarse a un singular doble uso en la relación entre la teoría y la práctica políticas. Es decir, se trata de obras que, interpretadas como descripción de los mecanismos del poder, legitiman la disidencia, fundamentando la democracia, mientras que, interpretadas como programa, conducen al autoritarismo y a los sistemas liberticidas. Para entendernos, sostener que detrás de la verdad solo está la fuerza, según hará Nietzsche, permite, en tanto que descripción, relativizar cualquier verdad, oponiéndole alternativas, pero también, en tanto que programa, imponer mediante la fuerza cualquier idea, rigurosamente cualquiera, sacralizándola como verdad.
Además de en El concepto de lo político, Carl Schmitt aborda la dialéctica entre el amigo y el enemigo en Ex captivitate salus, un breve pero enjundioso alegato personal escrito durante una de sus estancias en prisión tras la derrota alemana de 1945. La lectura combinada de ambos textos revela la indisoluble continuidad que existe para Schmitt en cualquier lucha por el poder, sea en el interior de un Estado o entre Estados diferentes. Tanto en un caso como en otro, viene a decir Schmitt, opera la dialéctica entre el amigo y el enemigo, una dialéctica que, dejada a su libre desarrollo —a su irreductible contingencia—, puede conducir al exterminio de una de las partes si así lo decide la que prevalece, pero que también puede llevar a un acuerdo si ambas partes concluyen que es lo que mejor conviene a sus intereses respectivos. La dialéctica entre el amigo y el enemigo se opone para Schmitt a la noción de guerra justa, esto es, a un género de guerra, y, en general, de conflicto político, en el que sólo una de las partes encarna por definición la causa de la justicia. Reclamar esta justicia esencial de la propia causa es, siempre según Schmitt, una forma de bloquear el libre desarrollo de la dialéctica que caracteriza lo político, negando la igualdad entre las partes y creando, así, las condiciones para la barbarie, según sucedió en las guerras de religión que siguieron a la Reforma. Porque si la guerra es justa, dice Schmitt, el enemigo es necesariamente injusto, puesto que, mediando la victoria, la justicia que se arroga una parte convierte a la otra, no en vencido, sino en pecador, en hereje, en delincuente. Por eso, si se bloquea la dialéctica entre el amigo y el enemigo a través de una causa exterior a ella, de una causa esencial, no bastará con que el vencido padezca la derrota, sino que, además, será acreedor del castigo que determine a su antojo el vencedor.
Para esta caracterización de la dialéctica entre el amigo y el enemigo, la polarización que se ha instalado en las principales democracias del mundo no tendría tanto que ver con la definición de lo político que establece Carl Schmitt como con el peligro de bloquear esa dialéctica con alguna variante de la noción de guerra justa. El deterioro institucional en España resultaría ilustrativo a estos efectos, en múltiples sentidos. En primer lugar, en el sentido de que la banalización de las doctrinas políticas, y, en general, de todo conocimiento solvente provocado por el asfixiante exceso de la opinión —si es que las tertulias y el columnismo de trinchera tuvieran algo que ver con la opinión—, ha llevado a creer que el principal problema de la dialéctica schmittiana es que recurra al término enemigo en lugar de adversario, reduciendo una cuestión teórica decisiva a una mojigatería semántica. Pero, en segundo lugar, el caso de España resulta ilustrativo porque, al ignorar que para Schmitt la Constitución de 1978 sería un resultado de la dialéctica entre el amigo y el enemigo tanto como lo fue la guerra de 1936, se ignoran los esfuerzos para bloquearla y negar su contingencia que vienen realizando fuerzas políticas de signo diferente, invocando alguna causa que, no por ser de su invención, deja de encarnar, según sostienen, la justicia esencial que les asiste. Ocurrió con la división de los ciudadanos entre la casta y la gente. O más recientemente con las llamadas a la movilización de los españoles de bien, dando a entender que otros no lo son en virtud de sus convicciones políticas o del sentido de su voto.
Con todo, la causa que estaría bloqueando el libre desarrollo de la dialéctica schimittiana entre el amigo y el enemigo durante los últimos años en España, la causa que estaría convirtiendo el sistema constitucional en el campo de batalla de una nueva guerra justa que puede llegar a destruirlo, es la causa de la nación. No de esta u otra nación, sino de la nación en general, de la nación como una de esas causas justas que, según advierte Schmitt, excluyen de antemano la posibilidad de que haya justicia en las posiciones del enemigo. ¿De verdad cambiarían mucho las cosas si, para desmentir a Schmitt, se hablara de la dialéctica entre el amigo y el adversario, sabiendo que, de seguir invocando la nación como causa justa, ese adversario debe ser necesariamente descrito como pecador, hereje o delincuente, exactamente igual que el enemigo? La polarización en torno a la idea de nación ha llegado tan lejos que, al final, ha terminado por perderse de vista que la noción de España plural responde tanto como la de España una a la pregunta nacionalista de qué es España, cuando la pregunta liberal por antonomasia, la pregunta que restablecería el libre desarrollo de la dialéctica schmittiana en su uso democrático y no liberticida, es cómo se gobierna. Ayer, la respuesta fue una Constitución contingente que dejó abierta la dialéctica. Hoy, por el contrario, una proliferación de naciones esenciales, unas o plurales, que hace sobrevolar sobre nuestras cabezas las sombras agoreras de las guerras justas. José María Ridao es escritor y diplomático.


























 


[ARCHIVO DEL BLOG] ¿Una día más de vacaciones? [Publicada el 14/01/2019]












En varios países de Europa las elecciones al Europarlamento parecen poco importantes porque no están destinadas a elegir Gobierno, pero en mayo de 2019 [desde este enlace pueden acceder al informe del Real Instituto Elcano sobre El futuro de Europa 2018]  las cosas serán muy diferentes, escribe la periodista y escritora italiana Luciana Castellina. 
En Italia por lo menos, comienza diciendo, pero creo que lo mismo ocurre en otros países, las elecciones europeas siempre han sido percibidas como una especie de día de vacaciones. Parecen poco importantes, por no estar destinadas a elegir Gobierno alguno, y de esa manera, se ven como una oportunidad para otorgar nuestro voto a un candidato simpático, pero de una lista no determinante, algo que uno no puede permitirse en las elecciones nacionales, ante el chantaje del llamado voto útil. Esta vez, sin embargo, en mayo de 2019, las cosas serán diferentes: con independencia de la opción elegida, el voto europeo se ha vuelto extremadamente importante para todos. 
Ello no se debe a una renovada confianza en la Unión Europea, sino más bien, por el contrario, al crecimiento de quienes hoy la detestan y confían en que, gracias a los votos obtenidos, pueda configurarse un Parlamento que decrete su fin. Y, a la inversa, para aquellos que quieren reafirmar que, en cambio, es digna de ser salvada. 
Entre estos últimos hay muchos votantes que, en realidad, querrían cambiar Europa y que creen que mantenerla con vida resulta esencial. Son votantes de izquierda en un sentido amplio, aunque pocos de ellos sigan perteneciendo a un partido: y es que nunca como ahora, por todas partes, se ha visto el paisaje político de ese signo arrasado por un tsunami como el que ha modificado recientemente su fisonomía. Quebrando partidos y diferenciando culturas y valores que hasta ahora los habían mantenido unidos. 
La causa de esta desorientación es el nuevo espectro que recorre el continente: el soberanismo, que, más que una vuelta al amor patrio, se caracteriza por el odio hacia quienes no forman parte del vecindario. Los soberanistas han encontrado sus referencias decididamente en la derecha, más o menos en todas partes, a pesar de que muchos siempre habían votado a la izquierda: ha ocurrido en Italia, está ocurriendo en Francia, en Alemania, en Dinamarca, etcétera. Ahora, con el éxito de Vox en Andalucía, también ha ocurrido en España, un país que parecía resistir. 
Menos claro es cómo votará un no soberanista de izquierdas. En Francia, el Partido Socialista ha caído catastróficamente hasta el 6% y, además, su secretario, Hamon, está construyendo como alternativa una nueva lista, Generations; el Partido Comunista, después de haberse emparentado con Mélanchon en la Unione de Gauche y al no poder seguirlo en Francia Insumisa debido a su acentuado trumpismo, se verá obligado a presentarse por su cuenta, bien consciente de no tener muchas esperanzas de éxito. 
El elector alemán también se halla sumido en dificultades, porque el SPD se muestra cada vez más erosionado por los cantos de sirena racistas y, de hecho, en cada proceso electoral sufre un derrumbe, y Die Linke, una de las formaciones europeas más importantes a la izquierda de la socialdemocracia, ha visto nacer en su propio seno un movimiento (aunque todavía no un partido alternativo) llamado Aufstehen, (Alzarse), dirigido por su propia líder en el Bundestag, la muy popular Sarah Wagenknecht, un movimiento similar al de Mélanchon. 
También en Italia, el virus del soberanismo socava la ya resquebrajada izquierda. No son pocos, y pertenecientes incluso a este electorado, los que en este país, tradicionalmente ultraeuropeo, parecen ahora víctimas del nacionalismo. Una actitud especialmente curiosa en un país en el que, desde su propio nacimiento como nación, nunca hubo excesivo amor por el Estado italiano, al que se consideraba ilegítimo, como resultado de la ocupación de los odiados Saboya, que hablaban francés y no italiano. Ahora parece, en cambio, que si sus vidas las decidieran, como ayer, Gobiernos italianos en lugar de europeos, las cosas irían milagrosamente. 
Pero además de en la cuestión del soberanismo, las sociedades europeas también parecen estar divididas en todo lo demás: basta con ver el problema del clima. Justo cuando la conferencia de Polonia anuncia las más dramáticas catástrofes climáticas, París se ve invadida por una multitud que protesta ante la imposición de una tasa para reducir el uso de los automóviles, entre los principales responsables de las emisiones nocivas. Se objetará que protestan porque los costes de la histórica e indispensable transformación energética se cargan a espaldas de los más pobres, y es un argumento perfectamente aceptable. Pero de las palabras de los manifestantes se desprende que el clima no les importa en absoluto, porque sus problemas son más acuciantes. 
Lo mismo ocurre con la multitud de turineses que hace unas semanas, convocados por un grupo de amas de casa sin partido, llenaron la Piazza San Carlo como hacía tiempo que no ocurría para reclamar a grandes voces que se complete la línea de ferrocarril de alta velocidad Lyon-Turín, silenciando el movimiento que desde hace 10 años bloquea las obras en virtud de los daños que provocaría la excavación de un túnel en una montaña de amianto. Y también por la constatada inutilidad de unas obras planeadas hace 30 años. Y ello porque el ferrocarril —gritaban— daría trabajo, al menos durante algún tiempo, a unos pocos miles de obreros.
En la misma ciudad, y pocos días más tarde, se reunieron 400 empresarios italianos, encabezados por el presidente de la confederación industrial, quienes expresaron con enojo la misma reivindicación: además del tren solicitaron otra serie de túneles, autopistas, “grandes obras” sin sentido, vertidos innecesarios de cemento, mientras que lo que en realidad es urgente, en Italia, es cuidar el suelo, pues cada ola de lluvias provoca catastróficos deslizamientos de tierra. Pero no, lo importante es construir, sea como sea, siempre y de inmediato, y a quién le importa si con ello se agrava el drama climático.
En cuanto a la cuestión de los emigrantes, que no se sabe bien por qué se asocian con las feministas, se ha convertido en todas partes en un tema de división. Que parte en dos al tradicional electorado de izquierdas: porque, por un lado, hay una parte de la población enfurecida que insulta a los negros y a las mujeres que se rebelan, pero, por otro, hay formas extraordinarias y muy variadas de solidaridad con las personas desesperadas que llegan a nuestros países; así como extraordinarios desfiles de mujeres que afirman el valor de la condición femenina. Son muchos los ciudadanos, muchas las ciudadanas que votan por los mismos partidos, y ahora se encuentran en frentes opuestos.
¿Qué consecuencias tendrá esta desorientación general en las elecciones europeas? Los riesgos, para la propia solidez democrática de Europa, son grandes, difíciles de encontrar los remedios. Basta con reflexionar acerca de los efectos del declive de los partidos políticos, su práctica desaparición del terreno. Hay que dejar constancia de que el advenimiento de la tecnología digital, si bien ha dado ciertas ventajas en la propia posibilidad de convocatoria ciudadana, ha atomizado en cambio aún más a la sociedad, reduciendo las oportunidades de participación real. Sin cuerpos intermedios, formas de democracia organizada que permitan confrontarse a los ciudadanos, adquirir conciencia de los problemas y, por tanto, pensar en términos estratégicos y no solo inmediatos, para sentirse así protagonistas y poder dialogar con las instituciones, nuestros sistemas basados en la democracia representativa delegada están abocados a entrar en crisis. Abriendo un vacío peligroso. Sería bueno que lo entendieran Macron y los muchos que aplaudieron su estrategia: derribar los partidos y fortalecer al Ejecutivo, para que el Gobierno sea más eficiente. Ahora está en la calle, lidiando con los chalecos amarillos. Y haría bien asimismo en tomar nota el ex primer ministro italiano Matteo Renzi, quien está tramando su salida del deteriorado Partido Democrático para encontrar algo similar a lo que llevó a su amado Macron al poder. Y al derrumbamiento de su popularidad. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 












lunes, 15 de enero de 2024

De adonde no llega la ficción

 






Hola, buenos días de nuevo a todos, y feliz lunes. Todo relato de un superviviente tiene algo de falsedad o de impostura, dice en El País el escritor Antonio Muñoz Molina, porque nadie que conociera el extremo del horror pudo volver vivo, por eso hay cosas que las palabras no pueden hacer y no saben decir. Les recomiendo encarecidamente la lectura de su artículo y espero que junto con las viñetas que lo acompañan, en palabras de Hannah Arendt, les ayude a pensar para comprender y a comprender para actuar. Sean felices, por favor, aun contra todo pronóstico. Nos vemos mañana si la diosa Fortuna lo permite. Tamaragua, amigos míos. HArendt. harendt.blogspot.com











Donde no llega la ficción
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
13 ENE 2024 - ​El País - harendt.blogspot.com

Hay secretos que se resisten a ser revelados, dice Poe. Yo creo que hay historias que se resisten a ser convertidas en ficción. Me refiero sobre todo a las ficciones visuales, no a las literarias, porque la literatura trabaja con palabras, que son siempre más abstractas que las imágenes, y corren menos peligro de ser confundidas con la realidad. Hay historias que por su propia naturaleza demasiado íntima o demasiado atroz parece que están en el límite mismo del silencio, de lo que no puede ser contado sin profanación o deslealtad, o riesgo de mentira. Incluso hay cosas, momentos de la vida, entre amantes, entre padres e hijos, entre amigos, que nos parece que no tienen un nombre que esté a la altura de su intensidad y de su belleza, y es mejor que queden en silencio, secretos que es mejor que no sean revelados. Hay una escena en Los muertos, de James Joyce, que no puedo leer sin estremecerme. Gabriel Conroy, hombre inseguro y sentimental, mira a su esposa, Gretta, a la que ama con locura, casi con miedo de no ser correspondido, y dice Joyce: “Momentos de su secreta vida juntos estallaban como estrellas sobre su memoria”. Hay cosas supremas que no pueden ser contadas, que no deben ser contadas. Quizás a algo de eso alude Cervantes en Don Quijote, a través su fiel narrador fantasma Cide Hamete Benengeli: “Y pide que se le alabe no por lo que dijo sino por lo que dejó de decir”.
Claude Lanzmann sostenía que no son lícitas las ficciones sobre la Shoah en el cine, y ni siquiera las imágenes documentales, porque también estas tergiversan lo que está más allá de toda reconstrucción. En las más de 12 horas del documental solo hay testigos que hablan delante de una cámara, o imágenes tomadas al cabo de muchos años de los lugares en los que sucedió el exterminio. A Primo Levi lo atormentó siempre la necesidad de contar lo vivido en Auschwitz y la conciencia de que era imposible conocerlo o imaginarlo para quien no hubiera estado allí. Todo relato de un superviviente tiene algo de falsedad o de impostura, porque nadie que conociera el extremo del horror pudo volver vivo. Quien se dedica al oficio de contar siente ese límite como una capitulación; también como una saludable invitación a la humildad: hay cosas que las palabras no pueden hacer, no saben decir. Hay historias que se han perdido sin rastro, muertos para lo que nunca habrá ni una tumba ni un nombre, crímenes que no se pagarán, víctimas que no serán honradas nunca. Hay ficciones consoladoras o embusteras que quieren suplantar un conocimiento imposible, que seducen y mienten ofreciendo un simulacro de realidad.
No niego que también puede haber limitaciones personales. A mí me resulta imposible ver películas o series de ficción sobre el terrorismo etarra, porque cualquier complacencia estética se me hace intolerable, cualquier sospecha de esa épica inevitable con la que el cine tiende a representar la violencia y el crimen. Conocí hace muchos años a un corresponsal en Italia que había informado regularmente sobre los crímenes de las mafias del sur del país y que se indignaba por el romanticismo con que el cine representaba a aquella gente zafia y cruel, enfangada en sangre, en brutalidad y en codicia. Y también conozco a colombianos decentes a los que saca de quicio el cínico embellecimiento de un personaje tan inmundo como Pablo Escobar en las películas y en las series que no paran de prodigarse sobre su figura.
Igual que hay cosas que las palabras no pueden transmitir —y ahí se encuentran en la frontera donde empieza la música, o la pintura—, también hay otras que las ficciones visuales no pueden recrear, por mucha tecnología de efectos virtuales que pongan en juego. La pobreza, la miseria, el cine no sabe representarlas de verdad. Es mucho más fácil fingir la riqueza. Cuando los lectores de Frank McCourt veíamos la película meritoria de Alan Parker sobre Las cenizas de Angela, lo primero que saltaba a la vista era que aquellos niños actores, por muy bien maquillados que estuvieran, también estaban muy bien alimentados. Los efectos verdaderos del hambre no pueden simularse: ni siquiera es decente intentarlo. Es una barrera que me vuelve inverosímil cualquier película de ficción sobre el Holocausto.
Puede que no solo sea inverosímil, o irrespetuoso. Peor aún, puede que sea superfluo. Vi Argentina, 1985, la película dirigida por Santiago Mitre y protagonizada por Ricardo Darín sobre el proceso a las juntas militares que devastaron el país entre 1976 y 1983, y a continuación vi un documental mucho menos publicitado, El juicio, de Ulises de la Orden. Argentina, 1985 tiene todos los méritos y todas las convenciones de una película de juicios, de una película en la que un equipo de gente joven, inexperta, entusiasta, alcanza un triunfo inesperado gracias a la inspiración de un líder que además resulta ser Ricardo Darín. No hay lugar común que no nos sea familiar gracias a décadas de cine: las oficinas llenas de gente fervorosa y caótica, el fiscal resuelto a cumplir su deber a pesar de todos los pesares, el que regresa muy tarde a casa y apenas puede prestar una atención fatigada a la esposa y a los hijos, la tensión de la espera, el triunfo final, el plano fraternal del equipo caminando enérgicamente por un corredor del palacio de Justicia, la fotografía brumosa de esos lugares llenos de humo de tabaco de los años setenta y ochenta. Los militares malvados tienen las adecuadas caras, el pelo engominado, la sonrisa jactanciosa de los culpables.
En el documental sobre ese mismo asunto, El juicio, no hay ninguna distracción. El fiscal no es Ricardo Darín esforzándose por parecer el fiscal Julio César Strassera en una interpretación convincente. El fiscal, el representante digno y extenuado de la legalidad democrática, es, sin maquillaje ni caracterización alguna, Julio César Strassera, con sus ojeras terminales, su palidez insalubre de fumador, su pelo negro pegado, su coraje de hombre frágil, señalando con palabras firmes y sobrias a una hilera de individuos uniformados que no necesitan hacer ningún esfuerzo para representar lo que son, verdugos y asesinos sin remordimiento, hinchados de solemne brutalidad masculina. No hay primores estéticos, movimientos creativos de cámara: son imágenes crudas de televisión, con el color confuso de aquellos años, con el barullo de una sala demasiado estrecha en la que todo el mundo está muy cerca, los jueces y los acusados, los criminales y las víctimas. A ese grado de verdad no puede llegar la ficción.
Y tampoco hace falta. Hemos visto en los mismos días una película lujosamente producida y sin duda muy bien imaginada y dirigida por Juan Antonio Bayona, La sociedad de la nieve, y un documental de Randy Martin que trata del mismo asunto, la aventura sobrecogedora de los supervivientes de aquel avión estrellado en los Andes, en octubre de 1972. La película de Bayona es eficiente y meticulosa, y provoca una reacción primaria de vértigo y de terror cuando se ve en una sala de cine. En el documental está la austera realidad de las cosas y de las voces que recuerdan, las caras todavía hechizadas medio siglo después. En el margen de una foto imperfecta se distingue un costillar humano pelado. Un hombre tranquilo de setenta y tantos años, Fernando Parrado, habla sin énfasis, en calma, la mirada perdida, de la facilidad con la que el ser humano se acostumbra al horror. No hay mucho más que podamos saber. Lo que ven todavía los ojos de ese hombre, lo que está guardado en su memoria, nadie más que él puede verlo.​ Antonio Muñoz Molina es escritor y académico de la Lengua.


























[ARCHIVO DEL BLOG] El escritor y su yo. [Publicada el 15/12/2018]














Michel de Montaigne, comienza diciendo el escritor Fernando Aramburu en un reciente artículo, previene al lector en el célebre prefacio que antepuso a sus Ensayos: "Yo mismo soy la materia de mi libro: no hay razón para que ocupes tu ocio en tema tan frívolo y vano". Algún recelo debía de abrigar Montaigne para responder por anticipado al reproche de sus innombrados detractores. ¿Creyó plausible que alguien suspendiera en aquel punto la lectura de su libro? Se ve que no carecen de predecesores quienes en la actualidad afean al escritor la osadía de hacer de sí mismo el objeto principal de su escritura, ya sea para hilar reflexiones, componer ficción o redactar lo que buenamente le dicte su santa libertad.
Está por ver que exista un escritor capaz de hacer algo valioso con palabras tras someterse a un hipotético vaciado de su personalidad, aunque la literatura haya permitido de costumbre fingimientos similares e incluso mayores. La literatura permite, entre otras cosas, imaginar que una mujer un tanto exaltada muera porque no muere, un gris oficinista se despierte transformado en un bicho repulsivo al amanecer o la ingesta de una poción lleve a un científico londinense a convertirse en un criminal despiadado. La santa de Ávila anhelaba deshacerse de su envoltorio corporal, Gregor Samsa se encuentra de golpe suplantado por un animal con caparazón y patas, el doctor Jekyll es alternativamente dos hombres y el segundo acabará con ambos.
Más difícil lo tiene el escritor para perderse de vista cuando ejerce su oficio. Tampoco el lector está libre de ser quien es mientras permanece engolfado en la lectura de una obra. A nadie le es dado escribir ni leer al margen de un condicionante personal. No hay mirada que no esté rigurosamente determinada por la experiencia, los conocimientos, los gustos, las preferencias o las convicciones del observador. En una palabra, no hay mirada objetiva.
De Goethe se ha dicho que dedicó cantidades ingentes de escritura al único tema del cual era en rigor experto: él mismo, aunque de vez en cuando pusiera en práctica la astucia de proyectarse en figuras de ficción. No le queda a la zaga, en el mismo empeño, Thomas Mann, cuyos diarios en la edición de Fischer Verlag abarcan diez tomos, algunos de los cuales rebasan las mil páginas. Me sumo a la no corta lista de quienes disfrutaron de los tres títulos autobiográficos que dedicó Elias Canetti a contarnos con copia de pormenores las vicisitudes que contribuyeron a formar el prodigioso intelectual que hoy asociamos a su nombre. Y, ya puestos, me sumo asimismo a la lista, ignoro si larga o corta, de los que fracasaron en el intento de entusiasmarse con las minucias confidenciales de Karl Ove Knausgård.
Esto de estrujar el yo como a un limón para extraerle sustancia literaria es una actividad más vieja que la nana. Tan vieja por lo menos como la literatura y como la circunstancia de que, salvo excepciones cuyo estudio compete a la psiquiatría, un ser humano sabe con un margen de error bastante pequeño que es este ser humano y no aquel otro que pasa por allí.
Gabriel Celaya gustaba de afirmar que estamos "enfermos del yo". Determinados escritores de su época, cuya obra acaso esté ofreciendo mayor resistencia al paso del tiempo que la suya, eran los destinatarios de dicho diagnóstico. Aquel era un modo bastante poco sutil de acusarlos de desentenderse de las cuestiones de naturaleza social. Celaya cometía a un tiempo dos actos ingenuos. El primero consistía en dictaminar que el uso del pronombre en primera persona remite forzosamente los significados de un texto al mismo que lo ha escrito. El segundo, complementario del anterior, lo llevaba a pensar que un individuo es capaz de expresarse colectivamente; de ahí que él y otros como él prefiriesen destinar los frutos de la escritura, no a un receptor aislado, con sus rasgos de identidad intransferibles, sino a un público, una masa, una muchedumbre. Decir yo ante toda esa gente sin rostro (la inmensa mayoría) implicaba un gesto imperdonable de egoísmo. Decir nosotros parecía más solidario. En realidad, adoptar tal perspectiva equivale a una tutela no solicitada. El escritor incurre entonces en la impostura del que habla por los demás y sustituye la comunicación horizontal entre hombre y hombre por la alocución, la prédica o la propaganda.
En un apunte datado en 1857, Arthur Schopenhauer afirma que "el poeta es el ser humano general". El lector interesado encontrará el pasaje íntegro, traducido por Adela Muñoz Fernández, en El arte de envejecer (páginas 169-170, Alianza Editorial). La idea de Schopenhauer se me figura harto más compleja que aquella tan simple de reducir al poeta a portavoz en verso de una clase social o de una comunidad de creyentes. El poeta no tiene por qué impersonalizarse para difundir un discurso de significación única. La pretensión de hablar por los demás encierra un gesto de egolatría de mayor calibre que el achacable a quien, en la soledad de su mesa de trabajo, se limita a consignar por escrito sus peripecias particulares.
Es privilegio o tarea privativa de los lectores calzarse por así decir los enunciados del escritor y sólo cuando este ejercicio se consuma en grado pleno podemos hablar de lectura de calidad. Abierto el libro, quien descifra, saca conclusiones, aprende, goza, sufre, se indigna y, por tanto, quien se expresa es el lector, por más que las palabras leídas procedan de mano ajena. A uno lo atrae comprender bajo esta luz el célebre epigrama de Jorge Luis Borges: "Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído". Palabras de intérprete sabio, consciente de que la lectura entraña un esfuerzo creativo de reconstrucción a partir de un orden determinado de símbolos. Un lector torpe jamás hará del Quijote una obra grande.
¿Qué es en definitiva el yo sino una construcción del texto? En el caso del poema, el yo es, según Schopenhauer, el "espejo de la humanidad". No hay posibilidad ninguna de activar la experiencia poética si no es asumiendo el poema como palabra propia y, con ella, la perspectiva adoptada en el momento de la escritura por quienquiera que la consumó. Nada de esto cambia cuando el poeta, como solían hacer Luis Cernuda y otros, se interpela a sí mismo en segunda persona.
Este recurso es similar al empleado por Coetzee en los varios tomos de su autobiografía novelada, redactados en tercera persona como quien se finge distinto de sí mismo. Yo es, pues, quien lee, se guste o se abomine en el papel en que por propia voluntad se encarna. No es menos autoficcional el autor que se presenta en primera persona como protagonista de su escritura que el que se transmuta en sus personajes. Madame Bovary puede ser cualquiera que se adentre en la novela de Flaubert. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt