Michel de Montaigne, comienza diciendo el escritor Fernando Aramburu en un reciente artículo, previene al lector en el célebre prefacio que antepuso a sus Ensayos: "Yo mismo soy la materia de mi libro: no hay razón para que ocupes tu ocio en tema tan frívolo y vano". Algún recelo debía de abrigar Montaigne para responder por anticipado al reproche de sus innombrados detractores. ¿Creyó plausible que alguien suspendiera en aquel punto la lectura de su libro? Se ve que no carecen de predecesores quienes en la actualidad afean al escritor la osadía de hacer de sí mismo el objeto principal de su escritura, ya sea para hilar reflexiones, componer ficción o redactar lo que buenamente le dicte su santa libertad.
Está por ver que exista un escritor capaz de hacer algo valioso con palabras tras someterse a un hipotético vaciado de su personalidad, aunque la literatura haya permitido de costumbre fingimientos similares e incluso mayores. La literatura permite, entre otras cosas, imaginar que una mujer un tanto exaltada muera porque no muere, un gris oficinista se despierte transformado en un bicho repulsivo al amanecer o la ingesta de una poción lleve a un científico londinense a convertirse en un criminal despiadado. La santa de Ávila anhelaba deshacerse de su envoltorio corporal, Gregor Samsa se encuentra de golpe suplantado por un animal con caparazón y patas, el doctor Jekyll es alternativamente dos hombres y el segundo acabará con ambos.
Más difícil lo tiene el escritor para perderse de vista cuando ejerce su oficio. Tampoco el lector está libre de ser quien es mientras permanece engolfado en la lectura de una obra. A nadie le es dado escribir ni leer al margen de un condicionante personal. No hay mirada que no esté rigurosamente determinada por la experiencia, los conocimientos, los gustos, las preferencias o las convicciones del observador. En una palabra, no hay mirada objetiva.
De Goethe se ha dicho que dedicó cantidades ingentes de escritura al único tema del cual era en rigor experto: él mismo, aunque de vez en cuando pusiera en práctica la astucia de proyectarse en figuras de ficción. No le queda a la zaga, en el mismo empeño, Thomas Mann, cuyos diarios en la edición de Fischer Verlag abarcan diez tomos, algunos de los cuales rebasan las mil páginas. Me sumo a la no corta lista de quienes disfrutaron de los tres títulos autobiográficos que dedicó Elias Canetti a contarnos con copia de pormenores las vicisitudes que contribuyeron a formar el prodigioso intelectual que hoy asociamos a su nombre. Y, ya puestos, me sumo asimismo a la lista, ignoro si larga o corta, de los que fracasaron en el intento de entusiasmarse con las minucias confidenciales de Karl Ove Knausgård.
Esto de estrujar el yo como a un limón para extraerle sustancia literaria es una actividad más vieja que la nana. Tan vieja por lo menos como la literatura y como la circunstancia de que, salvo excepciones cuyo estudio compete a la psiquiatría, un ser humano sabe con un margen de error bastante pequeño que es este ser humano y no aquel otro que pasa por allí.
Gabriel Celaya gustaba de afirmar que estamos "enfermos del yo". Determinados escritores de su época, cuya obra acaso esté ofreciendo mayor resistencia al paso del tiempo que la suya, eran los destinatarios de dicho diagnóstico. Aquel era un modo bastante poco sutil de acusarlos de desentenderse de las cuestiones de naturaleza social. Celaya cometía a un tiempo dos actos ingenuos. El primero consistía en dictaminar que el uso del pronombre en primera persona remite forzosamente los significados de un texto al mismo que lo ha escrito. El segundo, complementario del anterior, lo llevaba a pensar que un individuo es capaz de expresarse colectivamente; de ahí que él y otros como él prefiriesen destinar los frutos de la escritura, no a un receptor aislado, con sus rasgos de identidad intransferibles, sino a un público, una masa, una muchedumbre. Decir yo ante toda esa gente sin rostro (la inmensa mayoría) implicaba un gesto imperdonable de egoísmo. Decir nosotros parecía más solidario. En realidad, adoptar tal perspectiva equivale a una tutela no solicitada. El escritor incurre entonces en la impostura del que habla por los demás y sustituye la comunicación horizontal entre hombre y hombre por la alocución, la prédica o la propaganda.
En un apunte datado en 1857, Arthur Schopenhauer afirma que "el poeta es el ser humano general". El lector interesado encontrará el pasaje íntegro, traducido por Adela Muñoz Fernández, en El arte de envejecer (páginas 169-170, Alianza Editorial). La idea de Schopenhauer se me figura harto más compleja que aquella tan simple de reducir al poeta a portavoz en verso de una clase social o de una comunidad de creyentes. El poeta no tiene por qué impersonalizarse para difundir un discurso de significación única. La pretensión de hablar por los demás encierra un gesto de egolatría de mayor calibre que el achacable a quien, en la soledad de su mesa de trabajo, se limita a consignar por escrito sus peripecias particulares.
Es privilegio o tarea privativa de los lectores calzarse por así decir los enunciados del escritor y sólo cuando este ejercicio se consuma en grado pleno podemos hablar de lectura de calidad. Abierto el libro, quien descifra, saca conclusiones, aprende, goza, sufre, se indigna y, por tanto, quien se expresa es el lector, por más que las palabras leídas procedan de mano ajena. A uno lo atrae comprender bajo esta luz el célebre epigrama de Jorge Luis Borges: "Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído". Palabras de intérprete sabio, consciente de que la lectura entraña un esfuerzo creativo de reconstrucción a partir de un orden determinado de símbolos. Un lector torpe jamás hará del Quijote una obra grande.
¿Qué es en definitiva el yo sino una construcción del texto? En el caso del poema, el yo es, según Schopenhauer, el "espejo de la humanidad". No hay posibilidad ninguna de activar la experiencia poética si no es asumiendo el poema como palabra propia y, con ella, la perspectiva adoptada en el momento de la escritura por quienquiera que la consumó. Nada de esto cambia cuando el poeta, como solían hacer Luis Cernuda y otros, se interpela a sí mismo en segunda persona.
Este recurso es similar al empleado por Coetzee en los varios tomos de su autobiografía novelada, redactados en tercera persona como quien se finge distinto de sí mismo. Yo es, pues, quien lee, se guste o se abomine en el papel en que por propia voluntad se encarna. No es menos autoficcional el autor que se presenta en primera persona como protagonista de su escritura que el que se transmuta en sus personajes. Madame Bovary puede ser cualquiera que se adentre en la novela de Flaubert. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
Más difícil lo tiene el escritor para perderse de vista cuando ejerce su oficio. Tampoco el lector está libre de ser quien es mientras permanece engolfado en la lectura de una obra. A nadie le es dado escribir ni leer al margen de un condicionante personal. No hay mirada que no esté rigurosamente determinada por la experiencia, los conocimientos, los gustos, las preferencias o las convicciones del observador. En una palabra, no hay mirada objetiva.
De Goethe se ha dicho que dedicó cantidades ingentes de escritura al único tema del cual era en rigor experto: él mismo, aunque de vez en cuando pusiera en práctica la astucia de proyectarse en figuras de ficción. No le queda a la zaga, en el mismo empeño, Thomas Mann, cuyos diarios en la edición de Fischer Verlag abarcan diez tomos, algunos de los cuales rebasan las mil páginas. Me sumo a la no corta lista de quienes disfrutaron de los tres títulos autobiográficos que dedicó Elias Canetti a contarnos con copia de pormenores las vicisitudes que contribuyeron a formar el prodigioso intelectual que hoy asociamos a su nombre. Y, ya puestos, me sumo asimismo a la lista, ignoro si larga o corta, de los que fracasaron en el intento de entusiasmarse con las minucias confidenciales de Karl Ove Knausgård.
Esto de estrujar el yo como a un limón para extraerle sustancia literaria es una actividad más vieja que la nana. Tan vieja por lo menos como la literatura y como la circunstancia de que, salvo excepciones cuyo estudio compete a la psiquiatría, un ser humano sabe con un margen de error bastante pequeño que es este ser humano y no aquel otro que pasa por allí.
Gabriel Celaya gustaba de afirmar que estamos "enfermos del yo". Determinados escritores de su época, cuya obra acaso esté ofreciendo mayor resistencia al paso del tiempo que la suya, eran los destinatarios de dicho diagnóstico. Aquel era un modo bastante poco sutil de acusarlos de desentenderse de las cuestiones de naturaleza social. Celaya cometía a un tiempo dos actos ingenuos. El primero consistía en dictaminar que el uso del pronombre en primera persona remite forzosamente los significados de un texto al mismo que lo ha escrito. El segundo, complementario del anterior, lo llevaba a pensar que un individuo es capaz de expresarse colectivamente; de ahí que él y otros como él prefiriesen destinar los frutos de la escritura, no a un receptor aislado, con sus rasgos de identidad intransferibles, sino a un público, una masa, una muchedumbre. Decir yo ante toda esa gente sin rostro (la inmensa mayoría) implicaba un gesto imperdonable de egoísmo. Decir nosotros parecía más solidario. En realidad, adoptar tal perspectiva equivale a una tutela no solicitada. El escritor incurre entonces en la impostura del que habla por los demás y sustituye la comunicación horizontal entre hombre y hombre por la alocución, la prédica o la propaganda.
En un apunte datado en 1857, Arthur Schopenhauer afirma que "el poeta es el ser humano general". El lector interesado encontrará el pasaje íntegro, traducido por Adela Muñoz Fernández, en El arte de envejecer (páginas 169-170, Alianza Editorial). La idea de Schopenhauer se me figura harto más compleja que aquella tan simple de reducir al poeta a portavoz en verso de una clase social o de una comunidad de creyentes. El poeta no tiene por qué impersonalizarse para difundir un discurso de significación única. La pretensión de hablar por los demás encierra un gesto de egolatría de mayor calibre que el achacable a quien, en la soledad de su mesa de trabajo, se limita a consignar por escrito sus peripecias particulares.
Es privilegio o tarea privativa de los lectores calzarse por así decir los enunciados del escritor y sólo cuando este ejercicio se consuma en grado pleno podemos hablar de lectura de calidad. Abierto el libro, quien descifra, saca conclusiones, aprende, goza, sufre, se indigna y, por tanto, quien se expresa es el lector, por más que las palabras leídas procedan de mano ajena. A uno lo atrae comprender bajo esta luz el célebre epigrama de Jorge Luis Borges: "Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído". Palabras de intérprete sabio, consciente de que la lectura entraña un esfuerzo creativo de reconstrucción a partir de un orden determinado de símbolos. Un lector torpe jamás hará del Quijote una obra grande.
¿Qué es en definitiva el yo sino una construcción del texto? En el caso del poema, el yo es, según Schopenhauer, el "espejo de la humanidad". No hay posibilidad ninguna de activar la experiencia poética si no es asumiendo el poema como palabra propia y, con ella, la perspectiva adoptada en el momento de la escritura por quienquiera que la consumó. Nada de esto cambia cuando el poeta, como solían hacer Luis Cernuda y otros, se interpela a sí mismo en segunda persona.
Este recurso es similar al empleado por Coetzee en los varios tomos de su autobiografía novelada, redactados en tercera persona como quien se finge distinto de sí mismo. Yo es, pues, quien lee, se guste o se abomine en el papel en que por propia voluntad se encarna. No es menos autoficcional el autor que se presenta en primera persona como protagonista de su escritura que el que se transmuta en sus personajes. Madame Bovary puede ser cualquiera que se adentre en la novela de Flaubert. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
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