Los españoles fuimos libres e iguales, pese a los carlistas, durante la vigencia de las constituciones liberales que construyeron un Estado centralizado a imagen y semejanza del Estado francés. Así fue desde la Constitución de Cádiz y sigue con las de 1845, 1869 y, sobre todo, durante el gran periodo de vigencia de la Constitución de 1876. Y seguimos siendo iguales, pero ya no libres, durante la Dictadura de Primo de Rivera y nuevamente libres pero ya no tan iguales con la Constitución de 1931 que inventó las regiones autónomas, dando la espalda al modelo francés. Y dejamos de ser libres, ¡y de qué manera!, aunque volvimos a ser iguales, por mantenerse el centralismo precedente, durante el nacionalcatolicismo del general Franco. Después, la Constitución de 1978 nos hizo de nuevo libres pero profundamente desiguales al introducir los derechos históricos y privilegios forales y una profunda descentralización. Dicho más claramente: cambiamos el modelo francés y liberal patrio por el sueño carlista, escribe en El Mundo el profesor Ramón Parada, uno de los más insignes administrativistas españoles, catedrático de Derecho Administrativo de las Universidades de Barcelona, Complutense y UNED.
A ese diseño descentralizado y foral, continúa diciendo Parada, debemos una desigualdad fiscal, otra en el nivel de prestación de los servicios públicos de educación y sanidad, en el acceso al funcionariado autonómico, municipal y docente, menosprecio del sentimiento nacional español en aras de los subvencionados sentimientos regionales, pérdida de una lengua común oficial; amén de haber creado, entre otros males (duplicidad de competencias, sobrecostes, insufrible conflictividad interterritorial ante el laberinto de la financiación autonómica), una enmarañada y desigual legislación autonómica fuera de límites constitucionales que afecta gravemente a la seguridad jurídica y, por ende, a la unidad del mercado y a la inversión extranjera, de modo que, salvada la distancia, retornamos al austracismo del siglo XVII. Y por si fuera poco, a esa "inocente descentralización" también debemos el problema de Cataluña.
Así que, aunque desiguales como nunca en los dos últimos siglos, libres sí que somos los españoles; tan libres, tan libres que ya es posible, haciendo escarnio de la Constitución y atropellando el Estado de derecho, seccionarse por regiones con retransmisión en directo en el mundo entero y salir del trance como si nada hubiera ocurrido, permitiendo a los protagonistas de la secesión optar de nuevo a los mismos cargos de que se sirvieron para perpetrarla. Y en esta andábamos cuando un grupo de ilustres catedráticos de Derecho, de cuya sapiencia y desinterés puedo dar fe, sin el menor diagnóstico histórico, obviando el virus descentralizador como origen etiológico de la patología institucional que padecemos, tiran de recetario y en 10 folios dan con una nueva solución constitucional para resolver la enfermedad catalana de la incomodidad constitucional. En substancia, nos proponen: aclarar (?) y reforzar las competencias del Estado, ¡sin decir cuáles!, y remitir a las comunidades autónomas la aprobación de sus constituciones particulares o estatutos; y, a mayores, como premio a los recién secesionistas, una consulta o referéndum solo para catalanes sobre una ley de Cataluña que adapte el Estatuto, lo reforme y mejore; incluso simultáneo con otro referéndum en el que se pronuncien todos los ciudadanos del Estado, pero únicamente sobre la adaptación de la Constitución al nuevo modelo de organización territorial. En resolución, se trata de combatir la patología descentralizadora con más descentralización, y no menos, de la prevista en la Constitución de 1978. Lo de siempre: apagar el fuego con gasolina, obviando que el profundo y tenaz fervor religioso que arrastra desde hace siglos a los separatistas catalanes a la secesión no terminará con un remiendo más descentralizador a la Constitución vigente, como acaban de proclamar a todos los vientos sus candidaturas en las recientes elecciones, sino, como la Historia ha documentado reiteradamente, manteniendo a ultranza la legalidad vigente con derrota del independentismo; y que ya no tiene, ni debe, ni puede ser como en los siglos XVI y XVII y el 6 octubre de 1934 (ante una cruenta rebelión contra la República, bastante antes de la de Franco, en julio de 1936), militar, pero sí judicial y diplomática en toda regla; e inevitable, pues la alternativa es el escarnio y la desarboladura del Estado de derecho. Estamos ante una tragedia nacional, cuyo precio, no nos hagamos ilusiones, pagaremos todos los españoles, tan culpables como los catalanes por haber caminado durante cuarenta años por la senda descentralizadora sin parar mientes, a la vista de sus evidentes patologías, en las experiencias y advertencias del pasado.
Advertencias como las que formuló Montero Ríos, también catedrático de Derecho y con inestimables trienios de servicio público (Ley Orgánica del Poder Judicial, matrimonio civil, amarga firma del Tratado con Estados Unidos tras la derrota de Cuba, etc.) y que siendo Presidente del Gobierno, en 1905, frente a la modesta descentralización territorial que Maura pretendía y ante la misma cuestión catalana afirmaba: "El pueblo catalán en su inmensa mayoría es correcto, es leal, es patriota; es un pueblo que puede aspirar a cuantas libertades en el orden administrativo y económico entienda que le conviene con el mismo derecho, con la misma legitimidad, con la misma libertad que todos los demás pueblos de la península española, pero siempre que esa aspiración esté encerrada en un cuadro inflexible, en el cuadro de la unidad de la Nación española, de la personalidad del Estado español. Nada que directa o indirectamente contraríe esa unidad y esa personalidad, puede ni este Gobierno ni creo que ningún español tolerar". En esta argumentación insiste Montero en el Senado, el 28 de enero de 1909, en el debate sobre el Proyecto de Ley de Mancomunidad de Diputaciones, ya aprobado, el 5 de junio de 1912, por la Cámara Baja, en aplicación de la tímida descentralización maurista: "Se me requiere", dijo entonces, "para preguntarme qué juicio me merecía eso que se llama el nacionalismo, que ha venido a proclamarse esta tarde ante el Senado español y tengo que decir que el nacionalismo es contrario a la Constitución del Estado que no admite más que una Nación, cuyos representantes según la Constitución misma, no son representantes de Cataluña, de Asturias ni de Galicia, no son representantes de ésta o de aquella otra región, son representantes únicamente de la Nación española. No hay otra nacionalidad, no puede haberla, porque ello sería incompatible con la unidad constitucional de la España moderna. ¡Nacionalistas! Tengo la completa seguridad de que ni mi partido, ni ningún otro, no profesa, no profesará jamás ideas semejantes; pero si las profesara yo dejaría de ser liberal, yo no pertenecería a ningún partido político, para ser español, siempre español, y defensor de la unidad de mi patria. Al fin se han aclarado ya esas nebulosidades con que la opinión pública se extraviaba; al fin ya sabemos a lo que se aspira; al fin ya sabemos que lo que se quiere es constituir Cataluña en una nación, que por ser nación tenga derecho a su independencia a su propia soberanía". Montero dimitiría, en 1913, de la Presidencia del Senado ante la inminente aprobación de la Mancomunidad de las Diputaciones catalanas, el remiendo de entonces para comodidad de los nacionalistas y origen de la moda descentralizadora en las Constituciones de 1931 y 1978, así como de la recreación de la Generalidad de Cataluña. De seguro que ante éste remiendo constitucional que ahora postulan sus colegas de este siglo, don Eugenio, levantando los brazos, exclamaría: ¿Más descentralización, más desigualdad entre los españoles? ¡No, gracias! Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
1 comentario:
Buen artículo ...
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