jueves, 11 de enero de 2024

[ARCHIVO DEL BLOG] Los privilegios históricos, al desván. [Publicada el 26/12/2017]










Como esto de las Constituciones tiene mucho de fe, cada cual propende a musitar su propia oración, nosotros repetimos la nuestra: intentar una reforma constitucional teniendo a un 30% de los diputados que no comparten objetivos comunes básicos, a saber la creencia en la Constitución misma (y no en inventos bolivarianos) o que simplemente abominan de la España común, es un esfuerzo valioso pero baldío, escriben en el diario El Mundo los catedráticos de Derecho Administrativo Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes. 
De acuerdo con las exigencias de mayorías establecidas en el artículo 167 de la Constitución (210 diputados), comienzan diciendo, por supuesto que podría culminarse una de esas reformas, incluso la agravada del artículo 168. Pero sería -no lo olvidemos- una reforma impuesta, dicho en términos decimonónicos, un trágala para una fracción de la representación parlamentaria, es decir, para una parte significativa de la población española. Y no olvidemos que, con esta metodología de antagonismo, se tejieron prácticamente todas las Constituciones -excepto la del 78- que en España han sido con el lamentable resultado que conocemos. Esto sin contar con el referéndum que tendríamos que padecer/vivir los españoles y donde el batiburrillo sería la ruidosa melodía de una orquesta desafinada. Dicho esto, el empeño que un grupo de destacados colegas nuestros ha culminado para ofrecer unas bases de diálogo debe ser saludado como lo que es: una muestra de valentía. Aprovechemos su esfuerzo, empero, para ofrecer nuevas apreciaciones. 
Uno de los asuntos fundamentales inevitablemente presentes en este debate es el de la transformación del actual Senado en una Cámara de representación territorial. A este respecto la pregunta ingenua que nos asalta es la siguiente: ¿para qué queremos una cámara que represente a los territorios si el Congreso de los diputados está cumpliendo ya esa función? ¿O es que no hemos visto estos días a todo un Gobierno, como el actual de España, mendigando los votos de una minoría regional que representa a una ínfima parte de la población española para intentar sacar adelante los Presupuestos que dan vida a la acción económica y al programa político de ese Gobierno? ¿O el de un diputado aislado de Asturias o de Canarias? Añadamos: quienes peinamos canas sabemos que en esta dependencia humillante han vivido todos y cada uno de los Gobiernos de España por amplias y abultadas que hayan sido las mayorías parlamentarias que los han sustentado. Para que las nieblas no oculten la memoria, procede recordar que, cuando los separatistas catalanes claman por la "falta de diálogo" con España y con su ominoso Gobierno, olvidan que no solo han estado gobernando en solitario su territorio durante decenios y extrayendo, con armas aventajadas y nocivas, pingües beneficios de comisiones y otras gabelas sino que además han estado invariablemente condicionando la acción de todos los gobiernos de La Moncloa. 
Es más: ¿hemos visto alguna vez en el Senado que los votos se agrupen por regiones o nacionalidades y no por la disciplina impuesta de manera inflexible por los partidos políticos? Y eso que los señores senadores son elegidos en listas abiertas y desbloqueadas, cada ciudadano puede hacer la combinación de nombres y partidos que desee. Un sistema éste, por cierto, que algunos ingenuos siguen calificando como admirable al reivindicar una y otra vez el desbloqueo de las listas electorales para el Congreso. Por tanto, las mudanzas en el Senado hay que hacerlas solo en el marco de la reforma de la ley electoral. Es decir, cuando consigamos que el voto de los españoles se aproxime más a ese valor constitucional de primer orden que es la igualdad. Para entendernos: en las elecciones de 2015, Izquierda Unida obtuvo más de novecientos mil votos y se le asignaron dos escaños mientras que el PNV con trescientos mil votos obtuvo una cosecha más venturosa: seis escaños. Con la tercera parte de los votos, el triple de asientos parlamentarios. Y así en todas las convocatorias electorales. ¿No es la burla demasiado burda? 
De otro lado, sorprende un poco la invocación -aunque se haga de forma medida y salvadas todas las distancias- al Bundesrat alemán, cámara que en efecto representa los intereses de los Länder pero cuyo funcionamiento real sabemos que está trufado, no por los intereses territoriales, sino por los enfrentamientos, acercamientos y distanciamientos de los partidos políticos. Cualquier gobernante alemán podría contar y no acabar con la crujía que, para su acción de gobierno, ha supuesto tener enfrente una mayoría adversa -política, no territorial- en el Bundesrat. Pero, si del Bundesrat hablamos, no olvidemos cómo se compone esta Cámara tan singular: con los representantes de los Gobiernos de los Länder, no de sus Parlamentos, por lo que quien se sienta en un escaño del Bundesrat es en rigor un alto funcionario del Gobierno, de Baviera, de Sajonia, de Renania-Palatinado, etc. Roman Herzog, que llegó a presidir el Tribunal Constitucional y la República, cuenta bien a las claras en sus Memorias la verdad cruda de este invento del federalismo alemán, porque él estuvo en su seno algunos años. Sepamos que el número de representantes de los Gobiernos regionales está en función de la población con una horquilla que va de tres (para los Länder más pequeños) a seis (para los de mayor población). Así, por ejemplo, Bremen o el Sarre tienen tres mientras que Baviera o Baden-Württemberg disponen de seis. 
Traslademos este esquema -tan citado- a nuestra carpetovetónica realidad: el País Vasco tendría los mismos representantes que Castilla y León y por supuesto menos que Andalucía, Madrid o la Comunidad Valenciana. Al plasmar por escrito estas cifras estamos ya percibiendo el clamor de alegría de los representantes del PNV y el jubiloso aurresku con que saludarían las nuevas conquistas constitucionales.
Por eso, mejor que en el Bundesrat se nos ocurre -como sugerencia a discutir y valorar- el modelo que supone el Consejo de Ministros de la Unión Europea. Un órgano colegislador en el que están representados todos los Estados miembros y que decide, con mayorías que han de formarse en función de las materias, por un porcentaje significativo de población y un número mínimo de Estados miembros. Esta invocación a un órgano de las instituciones europeas nos permite rectificar algo que también es frecuente oír: la inexistencia de colaboración de las Comunidades Autónomas en la toma de decisiones de estos Consejos de Ministros. Afirmar esto es ignorar que los consejeros de las Comunidades Autónomas españolas apoyan frecuentemente a los ministros en estas reuniones y lo hacen con absoluta naturalidad y fluidez, que los parlamentos autonómicos han de redactar unos informes sobre las iniciativas legislativas de la Comisión Europea al amparo de lo que se conoce como la aplicación del "principio de subsidiariedad" y, por último, que también es muy activa su participación en el procedimiento legislativo a través de los informes que emite el Comité de las Regiones con sede en Bruselas. Enfatizamos esta apelación al modelo europeo porque todo él es expresión de un valor clave en cualquier construcción que nos hable de Estados, de regiones o de naciones: la solidaridad entre sus miembros. Sin ella adviértase que no existirían los fondos europeos, los de cohesión, los planes de desarrollo rural, los de financiación de la investigación o la política agraria, el programa construir Europa, el fondo de adaptación a la globalización que presta apoyo a los trabajadores en sectores en crisis y que bien conocen muchos trabajadores españoles, etc...
Una reflexión con la que nos permitimos ir concluyendo: antes pues que la reforma de la Constitución, importa la reforma electoral y, como complemento de ella, la de financiación de las Comunidades Autónomas. Excluyendo ya radicalmente cualesquiera privilegios inventados sobre la base de derechos históricos u otras añagazas leguleyescas. Dicho de otra forma: ya está bien de alimentar la farsa según la cual en España conviven territorios sin historia, flacos, enclenques, territorios que parecen estar en una esquina pidiendo unas guerras y unos siglos por el amor de Dios, y territorios históricos fuertes, lustrosos, con un pasado de tantas heroicidades que bien podrían regalar algunos a los primeros como signo de caridad. La abolición de la patraña histórica sería el signo de la paz con que podríamos darnos la mano los españoles y comenzar una nueva época de fraternidad constitucional. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: vámonos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt