Probablemente no existe ningún otro pueblo en Europa que más obsesión haya mostrado a lo largo de su historia por encontrar las raíces de su esencia, autodefinirse como pueblo, como el español. Algo en lo que quizá tengan mucho que ver sus genes judíos y musulmanes. En el pasado siglo esta obsesión se materializó históricamente en la contienda sobre la esencia de España entre dos grandes historiadores: Américo Castro y Claudio Sánchez-Albornoz, en sus respectivas obras España en su historia: cristianos, moros y judíos (Castro) y España, un enigma histórico (Sánchez-Albornoz). De ella he dejado suficiente rastro en el blog como para insistir en el asunto. Y hoy traigo a Desde el trópico de Cáncer la aportación de un profesor español en Estados Unidos que plantea el asunto de la esencia de España a partir de la visión de los moriscos en la obra de Miguel de Cervantes. Como ustedes saben los moriscos fueron los musulmanes convertidos de grado o por fuerza al catolicismo durante el reinado de los Reyes Católicos, en 1502, y expulsados de España por Felipe III, en 1609. Los judíos no convertidos lo habían sido en 1492. En su artículo Cervantes, los moriscos y la esencia de España, publicado en Revista de Libros el pasado mes de marzo, Antonio Feros, profesor de Historia en la Universidad de Pennsylvania en Filadelfia, autor de trabajos sobre el reinado de Felipe III, teatro y autoridad, y corrupción en la España moderna, y que acaba de publicar un libro titulado Speaking of Spain. The Evolution of Race and Nation in the Hispanic World (Cambridge, Harvard University Press, 2017), analiza con lucidez el papel que los moriscos juegan en la obra cervantina. Lo hace reseñando las más recientes publicaciones españolas y extranjeras al respecto.
En el prólogo biográfico a sus Novelas ejemplares (1613), comienza diciendo, Cervantes recordaba a sus lectores que «fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades». Los cinco años que Cervantes pasó cautivo en Argel (entre 1575 y 1580) fueron una experiencia a la que se refirió también en varias obras de teatro, como Los baños de Argel y Los tratos de Argel. Estas obras, y especialmente la última, como nos ha recordado Jordi Gracia, son «literatura comprometida en el sentido pleno de la palabra, [...] es alegato ideológico y es autocrítica de cautivo superviviente [...] una obra empapada del olor, el dolor, la vida cotidiana y la piedad por quienes sobreviven en condiciones inhumanas y aspiran a la vez a no degradar su condición, ni humana ni cristiana». Las experiencias de Cervantes con lo «moro» fueron también colectivas, como parte de una sociedad con una fuerte presencia de una minoría musulmana, identificados desde comienzos del siglo XVI como moriscos, una situación sin paralelos en otros países europeos de la época. Cervantes se refirió a esta presencia morisca en muchas de sus obras: en una de las novelas ejemplares, El coloquio de los perros, pero sobre todo en varios capítulos de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, y de la primera y segunda parte de Don Quijote de la Mancha.
Hacia 1600 había unos trescientos mil moriscos en la península, y su impacto iba más allá de sus contribuciones laborales. La novela, moda y bailes moriscos, así como las batallas de «moros y cristianos», eran sólo una parte de la presencia cultural de lo morisco en la península. Los moriscos también formaban parte de los debates políticos, internos y externos: especialmente desde la llamada rebelión de las Alpujarras en el reino de Granada –a finales de la década de 1560–, los moriscos comenzaron a ser vistos como los grandes enemigos internos, pero también como los aliados de los poderes musulmanes en el Mediterráneo, es decir, como anticristianos y antiespañoles. Cervantes se refirió a estas percepciones de los moriscos en varias de sus obras, pero para el autor del Quijote, como para otros españoles de la época, el morisco y lo morisco eran algo más. Había españoles que veían a los moriscos como cristianos y españoles, en su naturaleza física y en su carácter. Pedro de Valencia, historiador oficial de la monarquía, lo aseguraba en 1605 en un memorial sobre los moriscos, con estas expresivas palabras: por «complexión natural [...], ingenio, condición y brío son españoles como los demás que habitan en España, pues ha casi novecientos años que nacen y se crían en ella y se echa de ver en la semejanza o uniformidad de los talles con los demás moradores de ella». Además, y quizá más importante, los moriscos eran protagonistas en la historia religiosa, cultural y biológica de España y lo español.
Muchos estudiosos han llamado atención sobre la aparentemente contradictoria representación de los moriscos en la obra de Cervantes, lo que dificultaría definir su ideología. La respuesta, si se tiene en cuenta el contexto histórico, es quizá sencilla y, a la vez, compleja. La obra de Cervantes es una reflexión sobre los debates en una época que fue convulsa y difícil, y en la que coexistieron diferentes percepciones de los moriscos o, mejor aún, una época en la que coexistieron varias perspectivas −a veces radicalmente antitéticas− sobre qué hacer con los moriscos, sobre quiénes y cómo eran los moriscos, y sobre cuál era su papel en la historia de España y en la composición del pueblo español. Hasta hace unos años, los estudios sobre los moriscos tendían a ser lineales, presentando a esta comunidad como completamente antagónica del resto de los españoles, y a estos como enemigos acérrimos de aquellos, como completamente desinteresados de la influencia de lo árabe y morisco en la cultura y la historia de la península. Aunque hay un cierto simplismo en esta afirmación, la historia de los moriscos se escribió como una radical desconexión entre ambas comunidades, la cristiana y la morisca, una suerte de fracaso religioso y político, especialmente por el lado morisco. A pesar de las muchas oportunidades que tuvieron para integrarse en la sociedad hispana, los moriscos habrían mostrado una total incapacidad para transformarse en cristianos y españoles, un fracaso que, inevitablemente, resultó en su masiva expulsión entre 1609 y 1614. La decisión de expulsar a los moriscos tomada por Felipe III en 1609, fue en muchos sentidos vista como el colofón, la prueba que anunciaba el fracaso de todas las iniciativas para su integración y asimilación.
Esta visión simplista del pasado morisco en España ha sido profundamente cuestionada en los últimos años. Aunque no sean ni los primeros ni los únicos trabajos que han tratado de mostrar una historia más compleja de los moriscos españoles, las obras aquí comentadas sí son representativas de una nueva tendencia historiográfica. Sus autores –tres españoles, un inglés y una norteamericana– proceden de campos distintos, tienen distintos niveles de experiencia profesional y el impacto de sus trabajos ha sido ciertamente distinto, pero todos ellos tienen como principal característica el hecho de combinar la atención al detalle con la recreación de los grandes procesos culturales, sociales e intelectuales que afectaron a la España de Cervantes. No todos ellos se refieren a los moriscos, pero sí que examinan problemas relacionados, directa o indirectamente, con su historia. Todos nos presentan una historia compleja, un momento en la historia de España que fue polifónica, con una cierta armonía en los temas discutidos, pero con muchas disonancias en los discursos y los conceptos.
Mercedes García-Arenal y Fernando Rodríguez Mediano son bien conocidos para muchos de los lectores de Revista de Libros. Los dos, y especialmente la primera, son líderes en el estudio de la historia del islam en la península, y han publicado algunos de los estudios más importantes sobre el tema. Ambos son coautores del que es quizás uno de los libros más importantes, más novedosos y particularmente profundos sobre la historia cultural, filológica y social de lo morisco, de lo oriental, en la península durante los últimos años del siglo XVI y principios del XVII. Un Oriente español. Los moriscos y el Sacromonte en tiempos de Contrarreforma fue publicado primero en español en 2010 y, tres años más tarde, apareció una edición en inglés revisada y ampliada, con un título quizá más sugerente: The Orient in Spain. Converted Muslims, the Forged Lead Books of Granada, and the Rise of Orientalism. La importancia de la edición inglesa no es sólo por el título –la entrada del «rise of Orientalism» para sustituir al término menos interesante de Contrarreforma–, sino porque dedicaron más espacio a algunos de los personajes centrales en su historia, especialmente el morisco Miguel de Luna y el maronita cristiano Marcos Dobelio.
Antes de entrar en esta compleja y fascinante monografía, conviene referirse al término «orientalismo». En su acepción más conocida y utilizada, orientalismo se referiría, siguiendo la trascendental obra de Edward Said, al grupo de estudiosos occidentales que ayudaran a crear una imagen estereotipada y falsa del Oriente y los orientales, con la única intención de ejercer un dominio sobre el Oriente y sus pueblos. El «orientalismo» en el título del libro de García-Arenal y Fernández Mediano no es tanto una referencia a la obra y las teorías de Said, ni siquiera al más tradicional del término –la ciencia del estudio de temas orientales–, sino más bien un análisis de autores −algunos de ellos moriscos− y obras que debatían sobre la utilidad del árabe y otras lenguas orientales como instrumento de conocimiento, en la misma categoría que el griego y el latín. En el caso de España, estos debates también hacían referencia a si el conocimiento del árabe, y la historia de los árabes en la península (el Oriente español), podrían servir para entender la historia y evolución del pueblo español.
Tres son los acontecimientos que sirven a los autores para desarrollar sus argumentos. Dos de ellos forman un único ciclo, una serie de descubrimientos en varios lugares de Granada de reliquias, escritos, objetos textiles, monedas y libros con cubiertas de plomo: una serie de descubrimientos sintetizados bajo el nombre de los «Plomos del Sacromonte». El otro acontecimiento es quizá de menor entidad, pero ciertamente también influyente: la publicación por parte del morisco Miguel de Luna, involucrado asimismo en los descubrimientos de Granada, de una historia alternativa −que podríamos llamar la versión árabe− de la conquista y ocupación árabe de la península. El título de la obra era ya toda una declaración de intenciones: La verdadera historia del rey Don Rodrigo (con dos partes publicadas en 1592 y 1602, respectivamente, y en un solo volumen en 1606).
Los descubrimientos en Granada, unos hechos bien conocidos, sucedieron entre 1588 y 1595, en la misma ciudad, primero bajo una de las torres de la antigua mezquita, que había de ser demolida para seguir con la construcción de la catedral, y los otros en un lugar cerca de la ciudad, un paraje denominado la colina de Valparaíso, que pronto comenzó a ser denominado Sacromonte. En resumen, en estos lugares se encontraron pruebas que podían hacer reconsiderar la historia de Granada, la historia del cristianismo en Granada y España, las teorías sobre la procedencia de las primeras comunidades que habitaron la península y que acabarían constituyéndose como el núcleo central en la creación de una comunidad hispana o ibérica, e incluso evidencia que claramente parecían indicar que el castellano –la lengua que acabaría convirtiéndose en la lengua española– era de orígenes antiguos y no el resultado de la evolución del latín. Entre los primeros descubrimientos se encontraban una imagen de la virgen vestida a la manera egipcia, un hueso, un pergamino escrito en árabe, castellano, latín y letras griegas, explicando una profecía de San Cecilio –el supuesto santo enviado por san Pedro a cristianizar la península, primer obispo de Granada desde el año 65, martirizado por orden del emperador Nerón– que anunciaba una serie de eventos (la invasión árabe de la península, la reforma luterana, e incluía una prueba del fin del mundo con la llegada de Mahoma como profeta divino). Los descubrimientos en el Sacromonte parecían igualmente espectaculares, porque presentaban textos escritos en caracteres salomónicos (en realidad, caracteres árabes distorsionados para que pareciese un lenguaje bíblico) relativos a los llamados mártires granadinos, Cecilio y sus once apóstoles. Todo parecía confirmar que la península había sido una de las cunas del cristianismo (Granada se venía así a añadir a Santiago de Compostela en la jerarquía de lugares santos), que Granada habría sido una ciudad cristiana en sus orígenes, a pesar de que durante casi ochocientos años hubiera estado bajo dominio musulmán, y, aún más importante, que algunos árabes, seguidores del apóstol Santiago, habrían estado entre los primeros predicadores en Granada con Cecilio, Hiscio y Teshiphon, también martirizados. Entre estos textos había elogios de la misma Virgen hacia los árabes. Para resumirlos, los descubrimientos aseguraban que el origen de la comunidad hispanocristiana era producto de la actividad de árabes cristianos y cristianos originarios de la península.
La publicación de la obra de Miguel de Luna no fue, desde luego, un acontecimiento tan espectacular como los plomos del Sacromonte, pero en muchos sentidos era igualmente trascendente. Miguel de Luna, uno de los autores sospechosos de estar detrás de la invención de algunas de las pruebas encontradas en Granada, y que además ofició como uno de los traductores de los textos encontrados, era un morisco granadino, médico e historiador. Se lo recuerda fundamentalmente como autor de unos de los grandes superventas de la época, cuyo título descubre mucho de su contenido y de las intenciones del autor: La verdadera historia del Rey Don Rodrigo: en la cual se trata la causa principal de la pérdida de España y la conquista que de ella hizo Miramamolín Almanzor Rey que fue del África, y de las Arabias, compuesta por [...] Abulcacim Tarif Abentarique, de nación árabe, nuevamente traducida de la lengua Arábiga por Miguel de Luna. Lo primero que trataba de hacer Luna era, evidentemente, evitar ser acusado de crear falsedades, y por ello aseguraba que él era simplemente el traductor, no el autor, de un manuscrito escrito en la lengua arábiga, que él había encontrado y traducido. Sabemos, sin embargo, que el texto era obra del propio Luna y no una simple traducción de un texto antiguo. El objetivo de La verdadera historia era profundo: asignar a los invasores musulmanes, y por extensión a sus descendientes, un papel importante en la regeneración política y demográfica de España. Las elites visigodas eran retratadas como degenerados culturales, religiosos y políticos. Sólo su desaparición, junto con la muerte y derrocamiento del rey, allanaría el camino para la regeneración de España, liderada por los invasores. La tesis de Luna no era tan diferente de las historias cristianas de la Reconquista, aunque en su versión la regeneración era liderada por los los gobernantes musulmanes ibéricos, invariablemente representados como sabios, educados y emprendedores. Habían conservado la unidad de la península y, probablemente, eran los únicos que podían realmente reunir a las comunidades de la península ibérica.
El otro propósito más importante de Luna en su La verdadera historia fue situar a los musulmanes como una de las comunidades con protagonismo en la creación biológica de una comunidad de españoles. La segunda parte del libro se abre con una alegoría de España, describiéndola casi como perfecta, y habitada por varias naciones, cada una con su propio idioma y características culturales. La primera implicación de Luna fue afirmar que, al ocupar la península, los árabes no se habían impuesto sobre una sola nación, como los historiadores cristianos habían afirmado, sino sobre varias. Antes y después de la llegada de los árabes, estas naciones continuaron cambiando y evolucionando. Se influyeron mutuamente y se reconstituyeron constantemente. Luna insistió, además, en que los árabes musulmanes formaban parte del tejido biológico de estas comunidades ibéricas, al afirmar que los líderes de los invasores promovieron la conversión al islam de elites cristianas, pero también el matrimonio entre musulmanes, generalmente hombres, y cristianos, generalmente mujeres. Esta era una de las más importantes sugerencias en el libro de Luna, porque hasta esos momentos la interpretación favorecida por una mayoría de autores era que las comunidades no cristianas −musulmanes y judíos− eran totalmente extrañas a las comunidades originarias de la península, y que éstas, con muy pocas excepciones, nunca se habían mezclado con miembros de otras religiones.
Muchos contemporáneos vieron inmediatamente los Plomos del Sacromonte y la historia de Luna como groseras falsificaciones, probablemente preparadas por moriscos que querían combatir las percepciones negativas sostenidas por una mayoría de la población. Muchos no tardaron en identificar a los posibles autores de estas falsificaciones, moriscos todos ellos, como Alonso del Castillo y el propio Miguel de Luna, quienes además fueron contratados para «traducir» los textos encontrados. Después de muchos problemas e investigaciones, el papa Inocencio XI las declaró falsas por medio de un Breve pontificio en 1682. Para muchos historiadores y observadores españoles, ya desde comienzos del siglo XVII, el pecado original de los Plomos del Sacromonte era su manifiesta falsedad, y por ello resultaban totalmente innecesarios para valorar la historia de España, o la misma historia de los moriscos y sus relaciones con el resto de comunidades hispanas.
Esta es la aproximación más común a estos textos, ciertamente hasta hace muy pocos años. Todos ellos eran falsos y, más importante aún, se trataría de documentos y pruebas inventadas simplemente para cubrir los intereses particulares de algunos individuos y comunidades locales, pero no aportaban nada trascendente, o nada que hiciese posible cambiar la historia de España dominante hasta esos momentos. La gran contribución de García-Arenal y Rodríguez Mediano es que, a diferencia de otros muchos estudiosos, se toman en serio los descubrimientos en Granada y la historia de Miguel de Luna. Ellos no tienen duda de que todos ellos están basados en falsificaciones y, de hecho, una de las contribuciones del libro es la definitiva identificación de todas las personas involucradas en la producción de estos textos, dibujos y reliquias. Pero para ellos la clave no está en la falsificación: la clave está en entender los contextos conceptuales, intelectuales y políticos en los que deben enmarcarse todos estos textos. Lo que los autores vienen a decirnos es que, aunque fuesen falsos, debemos estudiarlos y comprenderlos en los contextos en que fueron creados, entender por qué muchos −un número muy importante de españoles de entonces y no sólo unos pocos personajes estrafalarios y la mayoría de ellos moriscos− creyeron en ellos.
Los autores son conscientes que muchos de quienes apoyaron la veracidad de los descubrimientos granadinos lo hicieron por motivos específicos, de conveniencia. Desde las autoridades y el pueblo granadino, que vieron estos descubrimientos como una clara prueba del pedigrí cristiano de la ciudad, hasta las autoridades de Santiago de Compostela, que creyeron así definitivamente probaba la venida del apóstol Santiago a España. Otros lo hacían por singulares razones. El muy interesante escritor político Gregorio López Madera defendió «la certidumbre de las reliquias» granadinas porque deseaba probar que España había sido uno de las primeras tierras cristianas, pero sobre todo porque creía que la comunidad hispana antes de la invasión era una, y que el castellano era una de las lenguas originales de esta comunidad y no ya la evolución de la lengua del imperio romano.
Pero otros muchos veían los descubrimientos granadinos, así como la obra de Miguel de Luna, como una alternativa a la historia oficial que iba consolidándose en esos momentos. Durante los siglos XVI y XVII se produce una explosión de escritos dedicados a discutir o narrar la historia de Hispania, los orígenes de España y de los españoles, sus linajes e influencias, su carácter y virtudes, así como las virtudes de la tierra. Durante esta época se produjeron debates y controversias, pero a mediados del siglo XVII existía, en general, una suerte de narración central que suscribían la mayoría de los historiadores. No es importante destacar aquí todos y cada uno de los elementos de esta narración, pero sí algunos: que desde siempre había existido una comunidad de hispanos, un pueblo español, con características biológicas comunes por ser descendientes de uno de los linajes bíblicos, el generado por Túbal, nieto de Noé; que, a pesar de la presencia de numerosos pueblos no ibéricos, judíos y árabes, los habitantes originales de la península tendieron a mantenerse puros y sin mezcla de sangre; que España fue uno de los primeros países en ser cristianizado y uno de los primeros en mostrar claros signos de civilización; que los españoles en general habían resistido a la invasión árabe desde los comienzos, que se habían mantenido leales a la fe e Iglesia cristianas, y que, con muy pocas excepciones, habían huido de toda mezcla biológica con los invasores, siempre vistos y tratados como un linaje alienígena, no español.
Estos eran los componentes de la que acabaría erigiéndose en la narración de la historia de España que acabaría dominando al menos hasta el siglo XVIII, y en muchos casos hasta siglos posteriores. Había ciertos desacuerdos –no todos creían en la historia de la venida del Apóstol Santiago, por ejemplo, y no todos estaban de acuerdo en las fuentes utilizadas para desarrollar esta narración–, pero en general una gran mayoría de peninsulares aceptaron esta visión del pasado español. Pocos la cuestionaron y, entre ellos, los más importantes fueron los moriscos. Representantes de los conversos judíos también pusieron en duda, especialmente en el siglo XV, como haría la obra del jesuita Jerónimo Román de la Higuera, sobre el que volveremos más tarde, la historia del cristianismo en España sostenida por otros autores, pero serán los moriscos –a través de los Plomos del Sacromonte y la obra de Miguel de Luna− quienes ofrecerán una alternativa más profunda. Mejor aún quizá: ellos ofrecieron no tanto una alternativa a la narración oficial cuanto una visión del pasado español en el que lo árabe y, por tanto, lo morisco, constituía una parte fundamental de la historia religiosa, política y biológica de España. No se podía, en otras palabras, pensar en España sin añadir el elemento árabe, y no podía hablarse de sangre o esencia española sin contar con la aportación árabe.
Las propuestas de Miguel de Luna ofrecían no tanto una relectura de la historia del cristianismo en España cuanto una relectura de la historia política y biológica de la península desde la conquista árabe a comienzos del siglo VIII. Miguel de Luna partía de un hecho que todos reconocían, cristianos y moriscos por igual: España había sido invadida por los árabes por prescripción divina debido a la profunda corrupción del régimen visigodo, con su rey Don Rodrigo a la cabeza. Pero, en la historia de Luna, los invasores no eran simplemente un instrumento divino para castigar a los cristianos, sino que habrían de convertirse, también por decisión divina, en la fuerza moralizadora de Hispania, en contraste con la decadente e interesada elite visigótica. Don Pelayo, por ejemplo, aparece no como el padre fundador de la dinastía que habría de restaurar España, sino como una figura menor, un simple líder de un grupo totalmente aislado, desesperado e incapaz de entender los designios divinos de que la restauración de España pasaba por la consolidación del poder y la influencia de los invasores, claramente la parte más ilustrada de todos cuantos habitaban en la península. Miguel de Luna proponía algo quizá todavía más importante: que, a diferencia de la narración histórica dominante, muchos de los habitantes de la península sí se habían mezclado con los invasores, y sus descendientes habrían de ser los progenitores de muchos de los habitantes de la península en 1600.
Todo ello demuestra que los Plomos del Sacromonte y la obra de Miguel de Luna tuvieron importantes influencias en muchos campos del saber, así como en el modo en que algunas comunidades valoraron las tradiciones religiosas y culturales, y la composición biológica de las diversas comunidades que habitaban en la península. Pero este es un tema sobre el que volveremos. Lo importante ahora es comentar otro de los puntos centrales en este estudio del «Oriente español». Hasta sus elaboradas investigaciones, la mayoría de los estudiosos sobre el tema creían, siguiendo al experto James T. Monroe, que durante el siglo XVII los estudios árabes prácticamente habían desaparecido en España, en contraste con el creciente interés en otros países europeos. Para Monroe, sólo había aparecido un libro, sobre las antigüedades árabes, escrito por Marco Dobelio Citeroni, un cristiano maronita de origen kurdo. Mercedes García-Arenal y Fernando Rodríguez Mediano demuestran, sin embargo, que, en especial gracias a la aparición de los Plomos del Sacromonte, se produjo una enorme actividad en el campo de los estudios árabes. No sólo se trajeron traductores extranjeros (Diego de Urrea, el mismo Marco Dobelio y muchos otros), sino que se fomentó el coleccionismo de libros árabes; el interés en la enseñanza del árabe; la publicación de textos sobre el mundo árabe en el norte de África; el estudio etimológico del castellano para entender la influencia del árabe (aquí la obra de Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española, de 1611, resulta esencial, como lo son también las referencias a este mismo tema en Don Quijote de la Mancha); y las numerosas referencias a los autores y a la literatura árabe en la España medieval y moderna contenidas en las grandes obras de Nicolás Antonio, Biblioteca Hispana Vetus, con autores «españoles» que escribieron antes de 1500, publicada en latín en Roma en 1696, y Biblioteca Hispana Nova, en la que Antonio comentaba las obras de los escritores posteriores a 1500, también publicada en latín y en Roma en 1672.
En The Orient in Spain, los autores discuten estos temas en varios capítulos, los dedicados a Diego de Urrea (capítulo 10), a Marcos Dobelio (capítulos 11 y 12), y también otros dedicados a esclarecer los debates habidos en España sobre la utilidad del árabe como instrumento de conocimiento, o como lengua exclusivamente religiosa, islámica (capítulos 13-17). Los autores dedican el último capítulo a analizar la influencia del orientalismo europeo en cómo los estudiosos españoles del siglo XVII discutieron el tema de la cronología bíblica, especialmente las referencias a la historia de las civilizaciones antiguas egipcia y hebrea, y cómo estas nuevas visiones ayudaron a los historiadores españoles a resolver problemas cronológicos en la misma historia de España. En palabras de los propios autores, a partir de finales del siglo XVI, «en los círculos intelectuales, comenzó a desarrollarse un interés puramente erudito por la lengua árabe [...]. La expulsión de 1609 había anulado, en cierto sentido, la problemática posición del árabe en la sociedad española. Ahora percibimos un proceso lineal en el que el uso del árabe, en su momento estrechamente asociado con etnicidad e identidad, llegó a aplicarse a problemas más abstractos de naturaleza historiográfica» (capítulo 15).
Lo que, sin embargo, parece evidente es que el interés por el mundo oriental y por sus lenguas progresó más activamente en otros países europeos, especialmente en Inglaterra, que en España, donde la relación con lo árabe siguió estando marcada por la historia de la conquista y la restauración de España, así como por las conflictivas relaciones de la minoría morisca, es decir, por las connotaciones sociopolíticas que el árabe seguía conservando en España. A comienzos del siglo XVIII, muchos europeos comenzaron a ver a los árabes de la península ibérica como salvadores de la civilización occidental desde un punto de vista intelectual, y en muchos casos de autores europeos del siglo XVIII (véanse, por ejemplo, los escritos de Guillaume-Thomas François Raynal) veían a los árabes en Iberia –especialmente el reino nazarí de Granada– como la parte más civilizada de la península, y la conquista de ese reino por los Reyes Católicos en 1492 como el final del período de mayor creatividad intelectual, artística y cultural de la historia de España. Sólo a partir de finales del siglo XVIII, y especialmente durante el XIX, los autores españoles comenzaron a tomarse en serio la contribución de los árabes de la península al desarrollo intelectual de Occidente y de España, y sólo en esos momentos comenzaron a describirlos como «nuestros árabes», que, a diferencia de otras comunidades árabes, habían sido culturalmente más avanzados precisamente por el hecho de haber vivido en España y haber recibido la influencia civilizadora de lo español.
La importancia de los presupuestos de García-Arenal y Rodríguez Mediano para entender los descubrimientos en Granada y la obra de Miguel de Luna resulta todavía más evidente cuando su trabajo se lee en conexión con otro de reciente publicación, Forging the Past. Invented Histories in Counter-Reformation Spain, de Katrina Olds. Aunque este libro es quizás aún más académico que The Spanish Orient, no debemos dudar de que se trata de una importante contribución a la historia de la España moderna. El tema central de Forging the Past es conocido entre los estudiosos de la historia de España: las historias falsificadas, mejor conocidas como «los falsos cronicones», producidas por un jesuita toledano de posible ascendencia judía, Jerónimo Román de la Higuera.
En muchos sentidos, las historias de Román de la Higuera y los descubrimientos granadinos se hallan fuertemente conectadas, como lo demostraría el hecho de que Román de la Higuera fuera uno de los que más radicalmente defendieron la veracidad de los Plomos del Sacromonte. En ambos casos, tanto los textos granadinos como las crónicas de Román de la Higuera tienen un mismo objetivo: probar, entre otras cosas, que el apóstol Santiago sí viajó a la península y creó comunidades de seguidores en todas las provincias, muchos de ellos martirizados posteriormente por los romanos y, en algunos casos, árabes. Pero, sobre todo, la idea era probar que España había sido uno de los centros del cristianismo ya desde los comienzos de esta Iglesia, y que teológicamente estaba perfectamente definida desde mucho antes de las reformas tridentinas del siglo XVI.
Aunque ya conocido en Toledo, Román de la Higuera saltó a la fama cuando, en 1595, escribió y posteriormente publicó cuatro crónicas de la cristiandad en la península desde los tiempos antiguos hasta la época medieval. Román aseguraba que había recibido las crónicas de uno de sus discípulos, quien a su vez las había encontrado en la biblioteca de un monasterio alemán en Fulda. El autor aseguraba que, después de muchos estudios, las crónicas parecían haber sido escritas por Flavio Lucio Dextro, un contemporáneo de san Jerónimo, y tres de sus discípulos. La obra se publicaría en 1619, pocos años después de la muerte de Román, y su influencia se dejaría sentir durante muchos años en toda la península, e incluso fuera de ella. Como en el caso de los descubrimientos granadinos, muchos se opusieron a la veracidad de estas crónicas –y acusaron a Román de haberlas inventado–, pero muchos otros las aceptaron con entusiasmo. Hasta el siglo XIX, después de numerosos análisis, la mayoría de los estudiosos no se convencerían de que las crónicas de Román de la Higuera sí eran fraudulentas.
Como en el caso de Mercedes García-Arenal y Fernando Rodríguez Mediano, Katrina Olds estudia claramente con seriedad la obra de Román de la Higuera, no tanto para demostrar si se trata o no de falsificaciones, como para entender el contexto intelectual e historiográfico que posibilitaron que Román creara estos textos, así como las técnicas que utilizó para hacer creer en su veracidad. Para ello, después de reseñar algunas de las líneas centrales en la vida de Román de la Higuera y su contexto social (capítulos 1-2), Katrina Olds analiza lo que se requería para inventar estas crónicas (en este caso, un análisis de la utilización que hizo Román de fuentes falsas, pero también otras verídicas para componer sus crónicas; capítulo 3). En los siguientes tres capítulos, Olds analiza en detalle los documentos, información y debates historiográficos en aquel momento, y cómo Román de la Higuera utilizó técnicas historiográficas compartidas por sus colegas, para crear sus crónicas. Los cuatro últimos capítulos, quizá los más interesantes para los no especialistas, estudian cómo las crónicas fueron recibidas ciertamente con la oposición de algunos, pero también con el entusiasta apoyo de muchos otros−, y cómo fueron utilizadas por las autoridades locales y regionales para demostrar la antigüedad, y con ello el pedigrí, del cristianismo en su pueblo o ciudad.
Más problemático y difícil que entender los métodos utilizados en la invención de textos y reliquias, o quién se hallaba detrás de estas falsificaciones, es entender los objetivos detrás de ellas. ¿Qué era lo que Román de la Higuera deseaba conseguir al escribir y publicar sus disputadas crónicas? ¿Cuáles eran los motivos de los moriscos detrás de los objetos y textos encontrados en Granada o de la obra de Miguel de Luna? Durante muchos años, los historiadores de estos fenómenos tendían a verlos como desesperados intentos por impedir su expulsión, y si este era el objetivo central resulta evidente que fue un gesto inútil. García-Arenal y Rodríguez Mediano proponen algo un tanto más sutil: «unos textos escritos en un lenguaje pseudo-arcaico con una caligrafía mezclada con el dialecto granadino contemporáneo, en un vocabulario profundamente imbuido del Corán y la teología islámica, el sesgo polémico apunta a la conclusión de que estas falsificaciones habían sido escritas para [...] aquellos moriscos que aún conservaban su fe original» (capítulo 6). Sería una suerte de campaña de reforzamiento de su identidad y sus creencias como moriscos en un momento de creciente presión para que se convirtiesen en fieles cristianos y leales españoles. El jesuita de orígenes moriscos Ignacio de las Casas parecía reconocer que esta era realmente la intención tras las falsificaciones de Granada, pero también de la obra de Miguel de Luna. En una carta al Inquisidor General en que comentaba la obra de Luna, Las Casas escribía que «En varios libros de historia se tocan cosas de los moros que les abren los ojos para aferrase más a sus errores» y pedía que se censurase la segunda parte de la obra «en la cual autoriza demasiado las cosas de los moriscos, sus ingenios, gobierno, obras y virtudes y las engrandece demasiado. Escribe vidas de moros y hechos y dichos suyos que se pueden, para gente no asentada en la fe, comparar con nuestros santos que es de gravísimo daño. Atribuye a los moros victorias con otros favores y misericordias como dones de Dios a amigos suyos».
Para Katrina Olds, las intenciones de Román de la Higuera estaban meridianamente claras. Uno de sus mayores intereses fue el de establecer los antiguos orígenes del cristianismo y los cristianos en Toledo, pero también en muchos otros lugares de la península. Quería además contrarrestar lo que él creía que eran ataques de Roma y de los historiadores ligados al papado contra las tradiciones y la identidad religiosa de los españoles (por ejemplo, el mito de la venida del apóstol Santiago). En sus propias palabras, «Higuera no sólo deseaba proteger a los santos españoles de las primeras revisiones modernas de la historia y la liturgia de Roma», sino que, quizás más importante, «Higuera creó un complejo conjunto de textos y tradiciones que soportarían su fácil erradicación, así como generalizaciones fáciles, durante siglos, entrelazando auténticas pruebas documentales, numismáticas y epigráficas con leyendas piadosas [...]. Por este motivo, no podemos entender simplemente la historia española sin tener en cuenta su legado permanente, en las historias sagradas locales, las observancias litúrgicas y las devociones populares modernas que tanto hizo Higuera por conformar» (p. 314).
Estas son, sin duda, explicaciones claras que nos permiten entender las intenciones de Román de la Higuera y de sus colegas moriscos, y también algunos de sus resultados y de los contextos en que fueron creadas. Pero quizá necesitamos algo más de contexto para ir más allá de estas especulaciones. Alternativamente, al analizar los Plomos del Sacromonte y la obra de Miguel de Luna, podemos verla como parte de un complejo debate sobre quién estaba legitimado para escribir la historia de España y los españoles, y las comunidades, étnicas y religiosas, que la componían. Los moriscos eran una minoría importante y, sobre todo a partir de 1570, intentaron reescribir su historia como parte de la historia de España. Nada en ella, se decía, podía ser explicado sin hacer referencias a la población de origen árabe.
También fue este el caso de Higuera, aunque su objetivo fuera la reivindicación de los judíos y la minoría conversa que permaneció –en muchos casos completamente invisible– en la península después de las expulsiones de los judíos decretada en 1492. En los cronicones, pero sobre todo en muchas de sus publicaciones sobre Toledo, Román de la Higuera trató de demostrar que muchos de los judíos españoles habitaban en la península ya antes de la muerte de Jesús, que en algunos casos intentaron incluso convencer a las autoridades religiosas de Jerusalén de que no matasen a Jesús, y que muchos de estos judíos toledanos formaron parte de las primeras comunidades cristianas, y que, por tanto, su sangre, su ascendencia, estaba libre de toda contaminación religiosa hebrea.
Los Plomos del Sacromonte, pero sobre todo la obra de Luna, permitían sugerir que los españoles eran el resultado de la reunión, de la mezcla biológica, de las comunidades originarias de la península con judíos y árabes. Desde esta perspectiva, todos aquellos que habitaban en la península a finales del siglo XVI eran españoles sin diferencias significativas en la pureza de su sangre. Uno de los que asumió la veracidad de la obra de Luna fue Fray Agustín Salucio, quien en un discurso en contra de los estatutos de limpieza de sangre escrito más o menos en 1600, aseguraba, siguiendo a Miguel de Luna, que los estatutos se basaban en un mito, en una invención: la pureza de sangre de una mayoría de los españoles: «En los últimos seiscientos años cada español tiene un millón de ascendientes −escribía Salucio− y ¿cómo se puede decir que hay alguno que no haya sido judío, o mejor que todos hayan sido cristianos? [...] Muchos de ellos serían moros, y muchos judíos, y muchos herejes, o siquiera hijos, o nietos de ellos [...] y de buenas historias se sabe –y explícitamente se refiere a la que había publicado Miguel de Luna− que muchísimos limpios descienden de moros y judíos».
Esta interpretación, a la que se refieren tanto García-Arenal y Rodríguez Mediano como Olds, explicaría uno de los debates centrales de la época: ¿quiénes eran miembros de pleno derecho de la comunidad de españoles: aquellos de sangre pura, descendientes de las comunidades ibéricas originales, o, por el contrario, todos aquellos habitantes que eran católicos y súbditos del rey, sin importar su ascendencia étnica? Estos debates también explicarían el tratamiento supuestamente paradójico de los moriscos en la obra de Miguel de Cervantes, con momentos en los que mostraba un total desprecio hacia ellos (El coloquio de los perros o Los trabajos de Persiles y Sigismunda), con otros, como, por ejemplo, la historia del morisco Ricote y su familia en el Quijote, donde Cervantes muestra una visión más positiva del morisco, así como de sus relaciones con los llamados cristianos viejos.
Estos últimos moriscos son el objetivo del estudio de Trevor Dadson, Los moriscos de Villarrubia de los Ojos (siglos XV-XVIII). Trevor Dadson es uno de los hispanistas ingleses más interesantes y prolíficos. Experto en la historia del libro y la lectura en los siglos XVI y XVII, tema sobre el que ha publicado muchos artículos y varios libros, Dadson también ha escrito trabajos sobre Diego de Silva y Mendoza, conde de Salinas, o los banqueros genoveses en España a través de la biografía de Gabriel Bocángel y Unzueta. La nueva edición de su libro sobre los moriscos no es tan larga como la primera, aunque sigue siendo mastodóntica −más de ochocientas páginas en vez de las más de mil doscientas de la primera–, pero los editores han querido hacerla más asequible a un público más general, eliminando las más de quinientas páginas de documentos originales. El autor también ha publicado una versión reducida en inglés, con un título de nuevo quizás más expresivo que el español, Tolerance and Coexistence in Early Modern Spain. Old Christians and Moriscos in the Campo de Calatrava, unos términos sobre los que volveremos enseguida.
La historia que nos cuenta Trevor Dadson es a la vez sencilla y compleja. El lado sencillo es que aquí nos encontramos con un seguimiento puntual de la población morisca (unas mil quinientas personas de una población de casi cuatro mil habitantes) en una pequeña localidad, Villarrubia de los Ojos, en la actual provincia de Ciudad Real (a unos setenta kilómetros al norte de la capital de la provincia). En la primera parte de la obra, la época de la asimilación, Dadson nos cuenta la historia de esta localidad, su transformación al pasar de ser parte de la Orden de Calatrava a ser lugar de señorío bajo la jurisdicción de la familia de Diego de Silva y Mendoza, conde de Salinas, poderoso noble y oficial de la monarquía, famoso también por ser el hijo de la todavía más famosa princesa de Éboli, Ana de la Cerda y Mendoza; la administración de esta posesión por parte del conde; el número, actitudes y relaciones de los moriscos de la villa con los cristianos viejos. En relación con los moriscos, esta primera sección nos habla de la integración de los moriscos en la villa, la poca atención que recibieron por parte de la Inquisición, su orgullo por el certificado firmado por los Reyes Católicos, que equiparaba sus derechos a los de aquellos que disfrutaban los cristianos viejos, y el deseo de estos moriscos de diferenciarse con claridad de todos los demás moriscos, especialmente de los granadinos. Una comunidad de moriscos perfectamente integrada y asimilada, sin ninguna diferenciación de los cristianos viejos en sus usos culturales, en su lengua, en la práctica de la religión o en su participación en el gobierno de la villa a través de cargos de regidores, con algunos bachilleres, curas o escribanos.
La segunda parte, el período de la expulsión, es sin duda la parte más dramática en la historia de los moriscos de Villarrubia. Felipe III ordenó la expulsión de los moriscos en 1609, y poco a poco comenzaron a ponerse en práctica en todas las regiones de la península. A los de Castilla, y en concreto a los de Villarrubia, no les llegó el turno hasta 1611. Todos en el pueblo, y no sólo los moriscos, especialmente el conde de Salinas y una mayoría de los cristianos viejos, intentaron detener su expulsión. La estrategia era clara: los moriscos de la villa eran no sólo buenos cristianos, sino que tenían el certificado de los Reyes Católicos que los calificaba de cristianos viejos. Estaban fielmente integrados, y en muchos casos casados con cristianos viejos. A pesar de todos estos argumentos, en el verano de 1611 se ordena su expulsión, inicialmente a Madrid, para ser luego trasladados a la frontera con Francia, adonde fueron expulsados. La mayoría, sin embargo, habrían vuelto a la localidad hacia finales de ese mismo año. Las autoridades a cargo de la expulsión trataron de volver a hacerlo en 1612 y 1613, pero, en general, habitantes y autoridades de Villarrubia les desobedecieron. La tercera parte, su reintegración, nos lleva hasta el siglo XVIII, y Dadson demuestra que la gran mayoría de los moriscos no sólo regresaron a Villarrubia, sino que se arraigaron todavía más profundamente en el pueblo, y ya desde el reinado de Felipe IV volvieron a ser reconocidos como cristianos viejos.
Los moriscos de Villarrubia serían muy similares a los descritos por Cervantes en el Quijote a través de la historia de Ricote y su familia, respetados y queridos por cristianos viejos como Sancho Panza, quienes se alegraban de la vuelta de estos moriscos a su amada patria. Nada que ver con los moriscos de Granada, o Valencia, o Aragón, descritos –también por Cervantes– como apóstatas, enemigos de España y de la iglesia cristiana, aliados de los turcos y los piratas berberiscos. Para Trevor Dadson, y esto es evidente en el título de la versión inglesa, en la que destacan las palabras «tolerancia y coexistencia» (o convivencia), y, para muchos de sus lectores, la historia de los moriscos de Villarrubia de los Ojos mostraría, primero, que muchos cristianos viejos creían en la posibilidad de convivir con los moriscos, y, segundo, que no todos estaban de acuerdo con las políticas oficiales de expulsión. Pocos lo han expresado tan expresivamente como el gran historiador inglés Sir John H. Elliott, quien en un comentario sobre la obra de Dadson publicado en el suplemento cultural de El País en diciembre de 2007, aseguraba que este era «un libro con implicaciones contemporáneas de gran significación, pues demuestra cómo aun en una época y una sociedad celebradas por su intolerancia, una comunidad al menos mostró que era posible para gente de distintas razas vivir juntos en armonía». Por el contrario, algunos historiadores, mayoritariamente españoles, han recordado que casos como los de Villarrubia fueron pocos, y que, aunque ellos y algunos más, quizás unos treinta mil, hubieran podido quedarse en la península, esto no podía hacer olvidar que más de doscientos setenta mil fueron expulsados, que la gran mayoría de ellos no regresaron, y que gran parte de la población de cristianos viejos aceptó las órdenes de expulsión y mantuvo una imagen negativa de los moriscos.
La historia de los moriscos de Villarrubia, sin embargo, no dice demasiado sobre el tema de la tolerancia, o la convivencia, en la España del siglo XVII. Es cierto que, después de ser expulsados siguiendo las órdenes reales, los moriscos de Villarrubia fueron capaces de regresar gracias a la solidaridad de su señor y sus vecinos, pero ésta no es la parte principal de este drama. Lo que nos dice la historia de los moriscos de Villarrubia, al igual que otras similares, es que, en el conflictivo período en que vivieron, la única forma de integrarse o de escapar de la expulsión y de la marginalización era asimilarse completamente en la sociedad cristiano-vieja, hacer que la sociedad olvidase su origen, perder todas las características culturales que les hacían diferentes, mostrarse opuestos a los otros moriscos, enterrar para siempre sus diferencias. En el caso de los moriscos de Villarrubia, sus argumentos en contra de la expulsión eran su historia de integración, de su definitiva transformación en cristianos viejos, como lo demostraba el certificado firmado por los Reyes Católicos. Quizá sus orígenes eran árabes, pero después de siglos habitando en la península, todos eran españoles y cristianos.
Para sobrevivir, progresar socialmente o, simplemente, para evitar la persecución, otros individuos y familias, en este caso de origen judío (los llamados conversos o cristianos nuevos), recurrieron no a la invención de nuevas historias de España, por las que clamar que sus antepasados antiguos eran parte de las poblaciones que ayudaron a conformar el pueblo hispano, sino a la invención de historias familiares, de linajes y pedigrís, que los ligasen a familias genuinamente españolas y cristianas. Este es el tema, o uno de ellos, del libro de Enrique Soria Mesa sobre las connotaciones sociales de los estatutos e ideología de la limpieza de sangre: La realidad tras el espejo. Ascenso social y limpieza de sangre en la España de Felipe II. Enrique Soria Mesa es también un importante estudioso de las realidades político-sociales de la España Moderna. Autor de trabajos sobre la nobleza en esa época, Soria Mesa es también conocido por sus trabajos sobre familias moriscas y sobre los moriscos que permanecieron en la península después de la ejecución de las órdenes de expulsión.
No fue el tema de los judíos y, menos aún, el de los conversos de especial interés para Cervantes, ciertamente no cuando se compara con su interés en los moriscos. Se ha especulado con que esto fue una clara decisión para acallar los rumores sobre sus posibles orígenes judíos, aunque esto nunca haya podido probarse. Pero el tema de la limpieza de sangre y los conversos es importante no tanto para entender la obra de Cervantes como para hacerse cargo de las condiciones en que moriscos y conversos podían integrarse en la sociedad.
En general, aunque durante los primeros años del siglo XVI no existían impedimentos legales para que los conversos descendientes de judíos pudiesen participar plenamente de los derechos a obtener los oficios seculares y los beneficios eclesiásticos que sí podían disfrutar otros súbditos del monarca, la situación comenzó a cambiar desde mediados del siglo con la aparición de los estatutos de limpieza de sangre. El más famoso, aunque no el primero de estos estatutos, fue propuesto por Juan Martínez Silíceo para la Catedral de Toledo en 1549, y desde ese momento fueron adoptados por corporaciones eclesiásticas, por varias órdenes religiosas, por las órdenes militares, los colegios mayores, las instituciones locales y provinciales, y la propia Inquisición. Estos estatutos eran un instrumento de discriminación social y étnica: los aspirantes a los honores y cargos en cuestión tenían que ser hidalgos, y no podían tener sangre judía o mora, ambos considerados linajes extranjeros. Uno de los cuestionarios para determinar si un candidato era apto para recibir un hábito de orden militar, un honor diseñado exclusivamente para auténticos españoles, especificaba que tenía que derivar de la «casta nativa del reino» (el linaje español), y debía ser rechazado si pertenecía a una de las «castas extranjeras»: la judía y la mora. Significativamente, estos orígenes, puros o no, debían rastrearse lo más atrás posible en la historia, o en la medida en que lo permitieran los documentos que habían sobrevivido y la memoria del lugar.
La realidad tras el espejo no es un intento de analizar los estatutos de limpieza de sangre y sus connotaciones antisemitas (el término utilizado por Enrique Soria Mesa) y racistas de estas ordenanzas. Se persigue, más bien, estudiar su efectividad, y, más importante aún, el comportamiento de aquellos conversos que deseaban transformar su riqueza en prestigio social y los métodos que utilizaron para lidiar con las barreras impuestas por los estatutos de limpieza de sangre. Soria Mesa parte precisamente de algunas de las interpretaciones analizadas en este ensayo: la única forma de integración para moriscos y conversos era su total asimilación. Los protagonistas de su estudio serían «los descendientes de los judíos que se tornaron católicos entre 1391 y 1492, y que ahora (durante las últimas décadas del siglo XVI) estaban más que dispuestos a desaparecer del todo como grupo, fusionándose por completo con la sociedad dominante». Serían aquellos conversos con una riqueza suficiente para permitirles ligarse a las «elites rurales y urbanas, y asaltando las filas, cuando podían, de la nobleza de sangre [...]. Es lo que tiene el dinero, que todo lo remueve» (p. 17).
Uno de los elementos que llama la atención en el libro de Soria Mesa es lo que parece ser un tono irónico, aunque quizás este no sea el concepto adecuado. Lo que parece querer demostrar es fundamentalmente que, en general, la política de limpieza de sangre fue simplemente una ideología, y que los estatutos fueron poco efectivos para impedir la entrada de conversos, y en menor medida moriscos. Eran, en otras palabras, una suerte de papel mojado, y esto durante un reinado, el de Felipe II, que se ha presentado como el más reaccionario en cuestiones de tolerancia. Lo que sí era efectivo realmente era la riqueza de muchos de estos candidatos, y ciertamente las conexiones con el poder, monárquico y noble. Una vez que los candidatos tenían estas conexiones, la respuesta era falsificar sus linajes, crear linajes perfectos en los que toda sombra de sangre judía desaparecía, aunque en muchos casos los candidatos y sus familias tenían pública fama de ser descendientes de judíos.
El libro entero está así dedicado, y estos serían más o menos los títulos de los diversos capítulos, a mostrar que Felipe II tuvo amantes que eran de reconocido linaje converso, que los estatutos no eran ni muchos ni muy efectivos; que la mayoría de las probanzas y linajes eran falsos; que la propia Inquisición estaba «repleta de conversos»; y que entre los servidores del rey, y en la más alta nobleza, corrían ríos de sangre judía. Quizá más que mis propios comentarios, podríamos citar las conclusiones del autor. Esa historia –reproducida en libros hasta nuestros días– de que los conversos habían sido alejados del poder gracias a los estatutos de limpieza de sangre, es simplemente errónea, falsa. La realidad social mostraba una cara completamente distinta: total integración de las familias conversas «con el paso de pocas generaciones. Si seguimos las líneas, si bajamos las genealogías, casi siempre encontramos al final el éxito social. Y, muchas veces, el brillo más absoluto en forma de títulos nobiliarios. El dinero y el tiempo todo lo curaban, de eso no cabe duda» (pp. 130 y 133).
Esta era, sin duda, concluye su artículo el profesor Feros, una realidad social: que los ricos, conversos o no, tenían la posibilidad de falsificar la evidencia, las probanzas, para seguir disfrutando de privilegios sociales y políticos. Pero la constatación de este hecho no nos dice mucho sobre la época ni sobre el poder de las ideologías en la constitución de la sociedad. No es la España moderna el único caso en que algunos individuos eran capaces de saltarse la legislación que obstaculizaba el proceso de ascenso social. En Estados Unidos suele utilizarse el concepto de «racial passing» para describir a individuos que pertenecían a grupos que sufrían la segregación racial –la ideología dominante en esos momentos–, pero que fueron capaces de «pasar» o ser reconocidos como miembros de la mayoría blanca. Que esto fuera posible no elimina el poder de la ideología y la legislación racista en la estructuración de la sociedad norteamericana. La posibilidad de saltarse las limitaciones impuestas por los estatutos de limpieza de sangre no eliminaba el hecho de que para ser un miembro con plenitud de derechos uno tenía que demostrar que poseía ciertas características naturales innatas: ser herederos de la sangre de los linajes originarios de la península. En este contexto, la clave para poder pertenecer a esa sociedad no era la mayor o menor tolerancia de sus vecinos, sino la capacidad de falsificar la historia familiar, como en los conversos de Soria Mesa, o en la completa y total asimilación y desislamización de los moriscos de Trevor Dadson. Los moriscos analizados por García-Arenal y Rodríguez Mediano intentaron otras vías –ofrecer una historia alternativa de España y de los españoles−, pero el resultado fue la expulsión. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt
1 comentario:
Un artículo realmente interesante...
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