domingo, 28 de enero de 2024

Del cientifismo à la page

 






Cientifismo à la page
GABRIELA BUSTELO
03 ENE 2024 - Revista de Libros - harendt.blogspot.com

Reseña del libro La gran fragmentación, de Ricardo de Querol. Arpa, Madrid, 2023.
«¿La dimensión humana de los robots? Es una contradicción». La frase aparecía en Yo, Robot de Isaac Asimov, autor americano-ruso que en 1983 predijo con sensacional lucidez cómo iba a ser el mundo en 2019. No en vano aseguró que «un objeto informatizado transportable» iba a colonizar todos los hogares del planeta y que este invento iba a ser una pieza indispensable en la vida cotidiana de sus habitantes.
Una línea temporal comparativa nos lleva a España estrenando aquel mismo año 1983 un gobierno socialista que despenalizó el aborto y nacionalizó Rumasa. Mientras nuestro país daba sus primeros pasos democráticos y estrenaba un quindenio que dejaría a España con la tasa de paro más alta de su historia, Asimov proclamaba al otro lado del Atlántico que la llegada del ordenador iba a provocar en el siglo XXI una alteración drástica del mercado laboral del mundo entero. Decenas de oficios y empleos desaparecerían, sustituidos por otros antes inexistentes y radicalmente distintos, vaticinó el ruso con una lucidez que asombrará a quienes leen esto ahora en su portátil o su teléfono móvil.
La robótica —la digitalización, diríamos hoy— acabaría no solo con los clásicos trabajos oficinescos, sino también con los de operario de cadena de montaje, advertía el escritor de ciencia-ficción más conocido de todos los tiempos. Y la población mundial requeriría una «alfabetización» tecnológica para ponerse a punto. Todo esto profetizaba Asimov aquella Navidad, horas antes del año 1984 que daba nombre a la célebre novela distópica de George Orwell y meses antes de que en España naciera la primera niña-probeta. El autor futurista explicaba que la transición científica universal resultaría difícil, en buena parte debido al crecimiento demográfico sin precedentes en nuestro planeta.
Recién iniciado el libro que nos ocupa, La gran fragmentación, Ricardo de Querol alude precisamente a ese «objeto informatizado transportable» que nos anunciaba Asimov hace cuatro décadas: el móvil. Diríase que el artefacto siempre estuvo aquí. Que siempre nos hemos dormido mirando ese rectángulo iridiscente; que siempre hemos alargado el brazo para fisgarlo nada más despertar. Pero fue apenas en enero de 2007 cuando Steve Jobs anunció que iba a lanzar al mercado un aparato del tamaño de una mano, que se manejaría con una pantalla táctil y que podría conectarse a internet. En ese momento, hace quince años, comenzó la globalización. (O terminó, dirían algunos, porque de hecho la había iniciado Cristóbal Colón cinco siglos antes). Hoy existen aproximadamente 16.800 millones de miniordenadores en el mundo, incluyendo tabletas tipo iPad, smartphones y portátiles tradicionales. Es decir, la cifra global de dispositivos electrónicos duplica la de personas sobre el planeta Tierra.
El ensayo de Querol trata sobre este tema: la revolución digital. El propósito del autor es magnánimo. Edificante, incluso. En un lenguaje colorido y digerible por todos los públicos, anejo a su profesión periodística, se propone conjurar el angst de los actuales «Locos Años Veinte». En apenas 250 páginas y una docena de capítulos, el autor visita la batalla tecnológica planetaria, la ciberesclavitud de las redes sociales, la democracia no intermediada, la hiperdigitalización, la desinformación y la infoxicación, el capitalismo de vigilancia, la inteligencia artificial y el aprendizaje automático, la robotización del trabajo, el sector cripto y la tokenización, los nuevos formatos culturales y el arte NFT, la crisis periodística y la posverdad, la soledad hiperconectada y el amor virtual, la gerontofobia y la exclusión cibernética, el apocalipsis digital, el transhumanismo.
Nos hallamos ante una disertación apasionada sobre el poder revolucionario de la tecnología, que «haríamos bien en dejar de mirar como un problema, cuando tiene que ser parte de la solución» (p. 246). Cabe preguntarse si este cientifismo llega en el momento pertinente o, incluso, si en el siglo XXI existirá un año adecuado para hacer panegíricos cibernéticos, dada la velocidad palpable de la digitalización. ¿Por qué abordar el asunto ahora, en 2023, y no una década antes, cuando irrumpió el dron cuadricóptero, cuando las impresoras 3D empezaron a fabricar piezas de avión y tejidos hepáticos, cuando se presentó el primer coche volador y cuando por fin comenzaron a funcionar la realidad virtual o el reconocimiento de voz? La respuesta es sencilla: la pandemia aceleró radicalmente la digitalización mundial.
En el caso concreto de España, el coronavirus digitalizó el tejido empresarial a tal velocidad que, en dieciocho meses, nuestro país llevó a cabo lo que hubiera requerido un lustro en tiempos prepandémicos. Toda vez que el gobierno español impuso uno de los confinamientos más estrictos de Occidente, las severas limitaciones de movilidad forzaron a nuestras empresas a tecnologizarse casi de la noche a la mañana. En mayor o menor grado, el resto de países occidentales experimentaron procesos similares.
Pero ¿es capaz la población terrestre de adaptarse a esta metamorfosis cibernética? Viene a la mente aquello del sociólogo estadounidense Alvin Toffler de que los analfabetos del siglo XXI no serán quienes no sepan leer, sino quienes no sepan aprender, desaprender y reaprender. Peter Drucker, el filósofo de la administración, afinó más, anunciando allá por la década de 1970, en La era de la discontinuidad, una nueva economía mundial y una «sociedad del conocimiento» basadas en la gestión de información. Los pronósticos tecnológicos son arriesgados, nos alertaba el preclaro Drucker, porque no se sabe cuál va a ser el Zeitgeist con el que la población afectada por una revolución científica va a explotar y comercializar esa nueva ciencia.
Los habitantes actuales de la Tierra tendemos a creer, como le sucede a Ricardo de Querol, que «todo va rápido, muy rápido», y que, si «otros avances de la humanidad tardaron años en cuajar, la digitalización lo ha hecho en poco más de dos décadas» (p. 12). El dictamen periodístico parece indicar que no ha habido en toda la historia de la humanidad un hito científico tan veloz y con un impacto tan global como la revolución informática. Podría aducirse que la primera Revolución Industrial sucedió a igual velocidad, durante un periodo de tiempo similar y con una repercusión comparable.
De hecho, la soledad tecnológica y el «ciberindividualismo» de los que habla Querol tampoco son derivas sociales exclusivas de la revolución informática, ya que la primera crisis de la familia la produjo la Revolución Industrial, como supo captar Dickens en Tiempos difíciles a mediados del siglo XIX. La gran paradoja de la globalización es que mientras conecta de manera casi íntima a 8.000 millones de personas, produce simultáneamente un sentimiento de alienación o desconexión. Hace ya casi un siglo Freud explicaba en su ensayo El malestar en la cultura esa alienación como resultado de la presión que ejerce la sociedad occidental sobre cada uno de sus miembros, neurotizados y con un sentimiento de culpa por no estar a la altura de las expectativas. ¿Es la misma ansiedad social que la de millones de personas que hoy cacarean en las redes sociales para impresionar a los demás con sus conocimientos o con sus amistades o con sus viajes? Desde luego, se parece mucho.
La gran fragmentación a la que alude Querol en el título del ensayo es, sin duda, un abismo equivalente a un hachazo entre las generaciones del papel y los nativos digitales. El propio autor nos precisa que cada revolución está vinculada a una forma de comunicación. Y Thomas Jefferson ya nos lo dijo en plena transición del feudalismo al capitalismo: cada generación necesita una revolución. No será este libro el primero ni el último en mitificar la nuestra.
Gabriela Bustelo es periodista.













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