El pasado viernes publiqué en el blog una entrada con el título de Sobre la corrección política. Comentaba en ella un reciente artículo en Revista de Libros del escritor, psiquiatra y médico británico Anthony M. Daniels, que publica bajo el seudónimo de Theodore Dalrymple, en el que este analizaba con ironía el papel de lo políticamente correcto en el reciente enfrentamiento electoral entre Hillary Clinton y Donald Trump. En la citada entrada hacía yo referencia de pasada al único libro de Dalrymple traducido hasta el momento al español, el titulado Sentimentalismo tóxico. Cómo el culto a la emoción pública está corroyendo nuestra sociedad (Madrid, Alianza, 2016), que la Biblioteca Pública del Estado en Las Palmas ha aceptado incorporar a sus fondos a petición mía y que espero poder leer muy pronto.
La entrada de hoy es la reseña aparecida en el último número de Revista de Libros de la citada obra de Dalrymple. Se titula Otro fantasma recorre Europa, y está escrita por el profesor Roberto L. Blanco Valdés, catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Santiago. Es continuación casi obligada de la publicada en el blog el viernes pasado.
Hagan la prueba, si les place, ustedes mismos, comienza diciendo el profesor Blanco. Tras ver cualquier telediario –da igual que sea de una cadena pública o privada, pues a estos efectos es lo mismo–, traten de hacer balance del tiempo que, en el espacio informativo que hayan escogido, se ha dedicado a dar noticias y del que, en contraste, se ha aplicado a hacer apología de la corrección política desde un enfoque puramente emocional. Si el lector me permite la intromisión, le recomiendo que se fije ahora, de forma muy especial, en la atroz guerra de Siria o en la terrible tragedia de la inmigración, sobre todo en la que procede −no sólo, pero de forma destacada− de esa zona de conflicto. Hace mucho que en los programas de televisión dedicados a informar –no únicamente en ellos, desde luego, aunque en ellos de un modo sobresaliente y, por tanto, llamativo– las crónicas sobre esos temas suelen ser una sucesión de admoniciones sobre lo mucho que sufren las personas –los niños, ante todo– que se han visto obligadas a huir de la guerra, el hambre o la miseria o están forzados a padecer las calamidades de un conflicto en el que, como en todos los existentes desde hace mucho tiempo, las bombas no distinguen entre población civil y combatientes. No hará falta que diga, aunque, por si acaso, lo diré de todos modos, que a mí, como a cualquier persona de bien, me produce una profunda conmoción la imagen espantosa de un niño de tres años muerto en una playa, que ha pagado con su vida el legítimo afán de su familia por huir de los horrores de la guerra, o las figuras demacradas de las docenas de pequeños que huyen despavoridos a diario de los bombardeos y reaparecen de milagro arrancados a los escombros que ha producido la ultima razia de la aviación rusa sobre Alepo.
Informar es, sin duda, ofrecer también esas imágenes, aunque haciéndolo como un compromiso ético frente a los desastres y a la barbarie de la guerra, y no como un reclamo morboso para ganar audiencia a cualquier precio, añade. Pero informar tiene que ser bastante más: poner en manos del espectador las noticias y los datos necesarios para que se forme una opinión no sólo sobre lo obvio (que matar niños, o consentir situaciones en las que mueren tras tratar de alcanzar un mundo mejor, es una salvajada y una obscenidad que a todos nos interpela y avergüenza), sino también sobre la complejidad de los problemas, sea el de la guerra de Siria, el de la inmigración o cualquier otro de mayor o menor envergadura, y sobre las dificultades existentes para darles solución. Porque la importantísima labor de los medios de comunicación social, indispensable para la formación de una opinión pública libre en cualquier sociedad democrática, no es la de adoctrinarnos, por más políticamente correcta o incluso justa que pueda ser la doctrina que se imparte en cada caso, sino la de informarnos, lo que ni de lejos es lo mismo, por más que muchos no acaben de enterarse.
Para entender, entre otras muchas cosas, tal metamorfosis, que viene avanzando poco a poco y de forma tan silenciosa como aquel misterioso poder que se adueñaba de la casa tomada a la que dedicó Julio Cortázar un relato inolvidable, es necesario −en realidad, indispensable− leer el libro que en 2010 escribió Theodore Dalrymple y que ahora publica Alianza Editorial, sigue diciendo. Pese al tiempo que ha tardado en traducirse al castellano, Sentimentalismo tóxico ha tenido, en todo caso, más fortuna que otras obras del médico británico, ninguna de las cuales había visto la luz en nuestro país hasta la fecha. El economista Luis María Linde, actual gobernador del Banco de España, destacaba en 2008 tal anomalía en esta misma revista («Theodore Dalrymple, contra la “corrección política”») y en una magnífica reseña de dos libros del autor: In Praise of Prejudice. The Necessity of Preconceived Ideas y Our Culture, What’s Left of It. The Mandarins and the Masses. El propio Dalrymple («Iguales, pero desiguales») reseñaba aquí también un libro notable hace ahora un par de años: The XX Factor. How Working Women are Creating a New Society, de Alison Wolf, y hace pocas semanas analizaba, también en Revista de Libros, la posible influencia de la corrección política en la victoria electoral de Donald Trump.
Y bien, para empezar, ¿qué entiende Dalrymple por sentimentalismo o, como él mismo señala, por culto al sentimiento?, se pregunta Blanco Valdés. Dejemos que hable nuestro autor, dice: «El sentimentalismo es la expresión de las emociones sin juicio. Quizá es incluso peor que eso: es la expresión de las emociones sin darnos cuenta de que el juicio debe formar parte de nuestra reacción frente a lo que vemos y oímos. Es la manifestación de un deseo de derogar una condición existencial de la vida humana, a saber, la necesidad ineludible y perenne de emitir un juicio. Por tanto –concluye Dalrymple–, el sentimentalismo es infantil (porque sólo los niños viven en un mundo tan dicotómico) y reductor de nuestra humanidad». Ahí reside, en suma, la toxicidad del sentimentalismo, que funciona como un factor que elimina la complejidad de los problemas y la dificultad que existe siempre para darles solución: «Buscamos la simplicidad en aras de una vida mental más tranquila, nunca la complejidad: el bien debe ser absolutamente bueno, el mal totalmente malo, lo bello enteramente bello, lo feo completamente feo, lo inmaculado del todo limpio y lo sucio totalmente sucio, etc.». Recuerden la celebre formulación del gran periodista y editor Henry Louis Mencken, que viene ahora muy al caso: aquella en la que el norteamericano sostenía, con tanta razón como ironía, que para todo problema humano hay siempre una solución fácil, clara, plausible… y equivocada.
Esa consideración profundamente crítica con un sentimentalismo, sigue diciendo, que todo lo invade y todo lo domina (que «está triunfando en un campo tras otro») servirá a Dalrymple –en realidad el médico y escritor británico Anthony Daniels (1949), que es quien se esconde bajo ese seudónimo– para entrar a saco a censurar, en no pocos casos con un tono satírico muy logrado, algunas de las más perversas manifestaciones del culto al sentimiento en la vida pública y privada. Tal es el objeto de un libro escrito con un talento arrollador, de un ensayo que se lee en realidad como un excelente reportaje gracias a una prosa sencillamente espléndida, que ha salido de la pluma de un hombre a quien se le nota lo mucho que ha vivido. Pues no es Dalrymple un intelectual bonito de esos que hablan desde la comodidad de sus despachos confortables. Todo lo contrario, se trata de un hombre profundamente comprometido con su tiempo, según lo demuestran su trabajo en algunos países africanos o su dedicación como psiquiatra a sectores marginales de la sociedad: pobres, penados o inmigrantes.
Los efectos tóxicos del sentimentalismo, dice después, se manifiestan desde luego, y por ahí comienza Dalrymple, en el ámbito privado. Por ejemplo, en la educación (es decir, es la mala educación), influida por una teoría educativa romántica que el autor critica con dureza. Tal educación ha terminado por difuminar los límites que deben existir entre lo permitido y lo no permitido con unos efectos devastadores que la inmensa mayoría de quienes son padres de adolescentes en nuestra sociedad podrán confirmar para profundo dolor suyo: la nula o muy escasa capacidad de los chavales para soportar la negativa a sus deseos, que ellos consideran que deben satisfacerse siempre y de inmediato: «Los padres de los niños a los que nunca se ha negado nada se asombran de que estos se vuelvan egoístas, exigentes e intolerantes ante cualquier pequeña frustración». Cualquiera que haya vivido esa experiencia sabe hasta qué punto tiene el médico británico toda la razón.
Como la tiene plenamente, añade más adelante, al resaltar otras consecuencias del sentimentalismo: por ejemplo, en el campo de lo que Dalrymple denomina la democratización, o la popularización, de la importancia («ahora todos somos importantes»), o en la esfera de los conflictos entre una gran organización y un individuo, ámbito en el cual se ha generalizado la idea sentimental de que la organización siempre es la culpable y el individuo siempre el perjudicado. Permítanme poner dos ejemplos traídos de nuestra realidad para ilustrar ambas manifestaciones del culto al sentimiento: sobre lo primero, la invasión de programas televisivos de entretenimiento masivo protagonizados por personas corrientes que la mayoría de las veces no tienen otra cosa que mostrar que su ignorancia, su mal gusto o ambas cosas a la vez; sobre lo segundo, el modo en que se afrontó en nuestro país el conflicto de las llamadas participaciones preferentes de la banca, un producto financiero de alta rentabilidad y, por tanto, de alto riesgo, que los bancos y las cajas de ahorros comercializaron durante los primeros años de la crisis económica y que, tras el estallido la crisis financiera, inmovilizó los ahorros de más de un millón de depositantes. Gran parte de ellos fueron sin duda personas engañadas por las entidades financieras, a las que los estafados compraron participaciones sin saber dónde se metían. Pero, aunque hubo también ahorradores que optaron libre y conscientemente por correr un mayor riesgo en busca de una mayor rentabilidad, tanto estos, sin razón, como los primeros, con motivo, fueron considerados, socialmente y por igual, pobres víctimas de una estafa promovida por los bancos y las cajas. Esto mismo cabría decir de los afectados por la crisis de las hipotecas, en la que acabaría por carecer de cualquier relevancia dentro del debate público el hecho de que no pocas de las personas que se vieron afectadas por la imposibilidad de hacer frente a sus obligaciones financieras fueran víctimas no de la avaricia de unos prestamistas desalmados, sino de la absoluta e irresponsable falta de diligencia en la administración de la propia economía personal o familiar. Pero, como afirma Dalrymple con toda la razón, la organización es siempre la culpable y el individuo, sin excepción, el perjudicado inocente y engañado.
Interesantísimo, comenta, es, sin duda, el capítulo del libro que Dalrymple dedica a someter a una crítica devastadora la llamada declaración de impacto familiar que puede producirse ante los tribunales británicos, un instrumento legal disparatado que se utiliza cuando se ha producido un delito de asesinato u homicidio. A partir de un caso concreto –el del terrible crimen cometido por dos jóvenes, Donnel Carty y Delano Brown, que asaltaron y apuñalaron a un hombre hasta la muerte con la intención de robarle–, la inquietante pregunta que se formula el autor es la de si debe castigarse a los asesinos en proporción a la utilidad social de las víctimas, tal y como ésta es defendida por sus familiares en la declaración de impacto mencionada. La respuesta, con la que no puedo estar más de acuerdo, la formula el autor en unos términos tan políticamente incorrectos como ajustados a los mejores criterios de justicia: «La impresión que deja la declaración de impacto familiar es que el crimen es especialmente atroz por los efectos particulares que provoca en las personas que hacen la declaración o en sus representados. El corolario que se obtiene de todo esto es que, si el asesinado no tuviera parientes o amigos o fuera un completo ermitaño, su asesinato no constituiría un crimen muy grave, ya que no dejaría a nadie sufriendo a causa de su muerte […]. La declaración de impacto familiar en los tribunales es una invitación a ese tipo de improcedencias». Ni que decir tiene que la declaración de impacto familiar es también, ¿cómo no?, una consecuencia más del dominio social del culto al sentimiento.
El interés del estudio de Dalrymple sobre la toxicidad del sentimentalismo, comenta, resulta de un gran interés, según hasta aquí he tratado de ilustrarlo, al analizar sus efectos en el ámbito educativo, en las relaciones familiares o en la justicia, pero tiene al fin una utilidad sobresaliente cuando el médico británico salta a la esfera de la vida política, es decir, a lo que el autor denomina la exigencia de las emociones públicas. Este gran ensayo, siempre apasionante, se convierte aquí en completamente imprescindible. Lo ha subrayado Fernando Savater con su claridad habitual: «Si tuviese que aconsejar un libro para entender la actualidad política en España y en Europa, recomendaría Sentimentalismo tóxico». Yo también, sin ningún género de dudas.
Y es que «las consecuencias de verter una lágrima sentimental en privado son muy diferentes a cuando esta lágrima se vierte en público». Por supuesto, añade. Nada bueno, sino todo lo contrario, puede derivarse del hecho de que el sentimentalismo, de efectos tan nocivos en muchas esferas de la vida social, se asiente en el mundo de las políticas públicas. Y no puede olvidarse que es precisamente la eliminación de los límites entre el culto a los sentimientos en el ámbito privado y en el público uno de los principales efectos del dominio del sentimentalismo. Cualquier observador atento de la realidad que nos rodea podrá aceptar sin reservas el punto de partida que Dalrymple sienta aquí como núcleo de su análisis: que «cuando el sentimentalismo se convierte en un fenómeno de masas, se vuelve agresivamente manipulador: exige que todo el mundo lo experimente». Y ello hasta el punto de que «la persona que se niega a hacerlo alegando que el supuesto objeto del sentimiento no merece una exhibición pública se coloca automáticamente fuera del círculo de los virtuosos, convirtiéndose prácticamente en un enemigo del pueblo». ¿Es posible expresar mejor la naturaleza de la metamorfosis social a que dan lugar los nacionalismos? ¿No es ese el proceso por virtud del cual un sentimiento personal y privado de amor a la tierra se transforma, ya convertido en fenómeno de masas, en un motor de odio social y de exclusión frente a quienes no comparten el sentimiento privado original? El sentimentalismo, pues, igual que en tantas otras ocasiones, como padre de los peores sentimientos.
Un sentimentalismo que no se limita, en todo caso, a extender sus efectos sobre la sociedad, sino que puede llegar a influir de un modo decisivo, con todos los peligros que ello lleva aparejado, sobre las políticas públicas, escribe. Ciertamente, las demostraciones públicas del sentimentalismo no sólo alimentan un «fétido pantano emocional», pues su generalización llega a tener efectos demoledores al condicionar hasta límites difícilmente resistibles la acción de los poderes públicos. El sentimentalismo «permite a los gobiernos hacer concesiones al público en lugar de afrontar los problemas de una manera racional, aunque impopular y controvertida». He ahí, definido en pocas líneas, el fenómeno de las respuestas gubernamentales populistas que hoy dominan en muchas partes de Europa frente a la ola de locura social provocada por la crisis («Siento rabia, tengo razón»). Unas respuestas que no son sino la directa consecuencia de la incapacidad de una clase política acobardada y acomplejada para hacer frente a los discursos demagógicos y simplificadores de fuerzas políticas y sociales que se han puesto en pie de guerra a caballo de un conjunto de simplificaciones de la realidad por virtud de las cuales los problemas se analizan de forma desastrosa para proponer luego en consecuencia soluciones que constituyen auténticos dislates. Basta pensar en Marine Le Pen, o en los líderes de Podemos, de Alternativa por Alemania o del UKIP, ejemplos perfectos de «los cantos de sirena de los demagogos diversos que juran la pureza de sus motivaciones y que tocan sin piedad las notas sensibles para obtener y conservar el poder».
Y es que, «como motor de una política pública, o de la reacción pública a un acontecimiento o problema social, [el sentimentalismo] es tan perjudicial como frecuente», sigue diciendo. Dalrymple explica esta idea, que constituye una de las principales conclusiones de su obra, echando mano del episodio de la muerte de la princesa de Gales, Diana Spencer, narración en la que el autor vuelve a demostrar la gran capacidad de que está dotado para explicar ideas complejas a través de una narración decididamente entretenida. El profundo descontento social generado en el Reino Unido por la ausencia de una manifestación pública de sentimientos de dolor por parte de la reina Isabel tras la muerte de Diana no sólo demostraría, a juicio de Dalrymple, que «lo más importante es la manifestación pública de las emociones», las cuales en realidad desaparecen para el público si no se le enseñan con todo lujo de detalles, y a poder ser sin el más mínimo pudor, sino que habría constituido –de ahí en gran medida el referido descontento– un desafío intolerable a los sentimientos de esa nueva categoría que es la gente, justa y siempre llena de razón, al sugerirse que «los deseos del pueblo no deben ser soberanos en todo momento y circunstancia, que la vox populi no es necesariamente ni siempre la vox dei».
Termino ya, concluye Blanco Valdés. Para reconocer el gran valor de este gran libro, al que me he referido en otro lugar como un verdadero puñetazo a una de las pestes del siglo XXI, la de la corrección política, no es necesario compartir todos los juicios del autor, algunos de los cuales son sin duda discutibles. No me lo parece, sin embargo, su gran aportación: la idea de que, por parafrasear a Jean Cocteau, bastaría con sentir en lugar de comprender. El sentimentalismo aparece hoy como la más depurada expresión de una cultura que coloca las emociones por delante de los razonamientos y que consagra, por tanto, a la demagogia como motor fundamental de la vida política y social. ¡Que Dios nos coja confesados! Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt