"Era agosto y nos levantábamos al alba -comienza diciendo [Ciudad muerta. La Voz de Galicia, 5/4/2020] el escritor Miguel-Anxo Murado en el A vuelapluma de hoy martes-. Esto es algo que en la Toscana anuncian el lui piccolo, el scricciolo y la capinera, que tienen los ojos grandes de los pájaros comedores de semillas y aprovechan la semioscuridad para cazar arañas. A base de rutina, aprendí a reconocer su canto. «Ya son las cinco y media» me decía al escuchar sus chirridos. Entonces me ponía en marcha camino de la excavación. Era yo entonces un joven arqueólogo, ayudante del profesor Luciano Giomi, director del yacimiento de Castelvecchio, junto a San Gimignano. El primer día nos había contado la historia del lugar: Castelvecchio había sido una ciudad próspera durante la Edad Media, hasta que cayó sobre ella la peste. Diezmada, Castelvecchio se vació y fue devorada lentamente por el silencio y el bosque, en el que, durante siglos, solo han visitado pastores y leñadores.
Nos levantábamos temprano porque a partir del mediodía el calor hacía imposible trabajar. A media mañana unas campesinas venían a traernos bruschetta empapada en aceite con tomate jugoso y vino de Chianti. Los operarios eran estudiantes norteamericanos muy jóvenes y el vino les daba la risa floja. Pasaban los días y no encontrábamos nada. Una mañana, uno de los chavales desenterró una llave, y luego otra, y luego docenas. Era un pequeño misterio. «Aparecerá ahora un cartel que diga ‘Se hacen llaves’» dije yo. El profesor Giomi sonrió, pero estaba frustrado por la falta de hallazgos. Nos preguntábamos dónde estarían los habitantes de la ciudad.
Para mí, aquello coincidió con una crisis vocacional. La arqueología es una ciencia que a la vez es una fe. Uno tiene que creer que cuando hay un cambio en el gusto por la decoración de la vajilla es que la sociedad se ha transformado completamente, o que una espada revela una sociedad guerrera y no otra en la que la espada es una ofrenda de paz. Sobre todo, tiene que creer que, partiendo de los escasos restos de un mundo complejo, es posible reconstruirlo y entenderlo. Desgraciadamente, yo perdí esa fe aquel verano caluroso, convencido de que rascar con un cepillo durante horas no era lo mío. Decidí que, tan pronto acabase aquella campaña, dejaría la arqueología.
Justo al día siguiente, ocurrió algo. Una de las estudiantes dio un grito. Había encontrado una calavera. Y luego apareció otra, y otra, y huesos, por centenares. Allí estaban, por fin, los infortunados habitantes de Castelvecchio. «Cuando se declaró la peste», nos explicó esa noche el profesor Giomi, en la cena, «las ciudades vecinas hicieron lo que se hacía entonces: contrataron un ejército para que no dejase salir de allí a nadie y que los habitantes muriesen de hambre sin contagiar a nadie más... Imagino que, para sentirse más seguros, decidieron morir todos juntos en un mismo lugar. Quién sabe».
Anoche me desperté en mitad de la noche con la sensación desagradable de haber soñado. Afuera todo estaba en silencio y parecía que ya quería amanecer. Me acordé entonces de aquella historia de hace tantos años, y que tenía casi olvidada: de la ciudad muerta, y del verano en el que descubrimos su secreto. Pensé en aquellos vecinos de la ciudad sacrificada, pero esta vez de una manera muy distinta, como si pudiese ver sus caras, uno por uno. Empezaba a entrar un hilo de luz por entre la persiana, y con él un nuevo día de encierro. Se escuchó el canto de un pájaro, y luego otro. Me pareció que eran el lui piccolo, el scricciolo y la capinera. «Ya son las cinco y media», me dije, mecánicamente. Aunque no eran las cinco y media".
A vuelapluma es una locución adverbial que el Diccionario de la lengua española define como texto escrito "muy deprisa, a merced de la inspiración, sin detenerse a meditar, sin vacilación ni esfuerzo". No es del todo cierto, al menos en mi caso, y quiero suponer que tampoco en el de los autores cuyos textos subo al blog. Espero que los sigan disfrutando, como yo, por mucho tiempo.
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Entrada núm. 5901
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