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martes, 20 de agosto de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG] Mujeres



Cartel de Amnistía Internacional contra la lapidación


Un hermoso artículo de Mario Vargas Llosa en El País de hoy, lleno de elogios por la actriz británica y activista pro-derechos civiles, Vanessa Redgrave, por la que comparto con Vargas mi admiración, me ha hecho recapacitar sobre el enorme privilegio de vivir, a pesar de todos los "tsunamis" financieros que se nos vengan encima, en este acorralado puerto a la defensiva que llamamos Occidente. Y no digamos si encima se es mujer.

Me parece terrible y de una crueldad inusitada la pasmosa indolencia con que en este Occidente del que presumimos como eje de la civilización se ha recibido y reaccionado ante la lapidación de una joven somalí de 23 años años, de la que sólo sabemos su nombre, Aisha. Ni una palabra del Secretario General de las Naciones Unidas, ni del Papa, ni de los candidatos a presidir los Estados Unidos, ni del presidente de Rusia, ni del Dalai Lama, ni de los líderes musulmanes moderados, ni de Dios..., De nadie, salvo de los familiares y unos cuantos vecinos y amigos de Aisha. Y unas descomprometidas palabras de condena del hipersensibilizado presidente de Francia y del de la Unión Europea. Y si no es por la corresponsal de El País en Ciudad del Cabo, Lali Cambra, ni nos enteramos los lectores españoles. De vergüenza. Amnistía Internacional sí da la cara a diario, y gracias a su labor se salvan muchas Aishas en el mundo. ¿Será posible ver el día en que las religiones y los dioses, y sus intérpretes varios, dejen de jodernos a los pequeños e insignificantes humanos y que podamos vivir, equivocarnos y morir en paz?

No recuerdo quien dijo que en Filosofía y Literatura, después de los clásicos griegos, todo era mera paráfrasis... Lo comparto plenamente. Será por eso que mis tres personajes femeninos preferidos de ficción, son producto de los trágicos griegos. Dos de ellos de Eurípides: Ifigenia, la inocente y desventurada hija de Agamenón y Clitemnestra, sacrificada a los dioses en aras de la victoria aquea sobre los troyanos; Medea, la repudiada y vengativa esposa de Jasón, inmisericorde ante la traición del amado; y la tercera, mi favorita, la decidida y heroica Antígona, de Sófocles, hija de Edipo y Yocoasta, que afronta con serenidad la condena a muerte que le es impuesta por rendir honores fúnebres a su hermano rebelde.

Y si tuviera que nombrar a únicamente tres mujeres contemporáneas a las que admiro profundamente, me quedo con la imagen de fragilidad y soledad de la actriz norteamericana Marilyn Monroe, de valentía y sensibilidad de la filósofa francesa Simone Weil, y de descarada independencia de juicio de la politóloga norteamericano-alemana Hannah Arendt. Estas dos últimas lúcidas críticas de su tiempo, ambas intelectuales de prestigio, y judías. ¿Será casualidad esto último?... No creo que ellas se hubieran callado... Vaya dicho en homenaje de todas las Aisha del mundo que nunca harán oír su voz ni subirán a los altares. HArendt



Vanessa Redgrave


"Vanessa Redgrave", por Mario Vargas Llosa

La actriz británica monologa en un escenario de Londres durante una hora y tres cuartos como un torero que se encierra con seis toros: jugándoselo todo. Su genio convierte la obra en algo mágico

Qué extraordinaria actriz es Vanessa Redgrave! Durante una hora y tres cuartos mantiene al público que repleta los asientos del Lyttelton Theatre, de Londres, en estado de trance, mientras, transformada en Joan Didion, evoca El año del pensamiento mágico, es decir, el año en el que la escritora y periodista norteamericana perdió a su marido de manera súbita el mismo día que su hija entraba en coma en un hospital neoyorquino víctima de una infección cerebral.

Nadie diría, oyendo su perfecto acento californiano, que es inglesa ni que es ya una actriz septuagenaria porque en el escenario su alta, imponente figura es la de una mujer sin edad, o, más bien, que tiene vivas en ella todas las edades por las que ha pasado, arreglándoselas siempre para ser en todas bellísima, edades que reaparecen en su persona cada vez que vuelve a ellas con la memoria para resucitar episodios, anécdotas, imágenes que compartió con aquellos dos seres queridos de los que ha sido privada de manera tan violenta. No hay en lo que dice, y sobre todo en la manera en que lo dice, asomo de autocompasión ni sentimentalismo, más bien una helada objetividad. Sin embargo, o acaso tal vez por eso mismo, el escenario se va poco a poco cargando de un dolor animal, de un desgarramiento desesperado e impotente que los espectadores sienten como propio porque es algo que, todos, alguna vez hemos padecido o intuido que padeceríamos, ya que forma parte de lo que somos como seres humanos el anticipar la muerte propia en la de los seres queridos que se nos adelantan en el viaje sin retorno.

No puedo imaginar a nadie capaz de hacer una interpretación más perfecta del personaje ni de sacarle más provecho dramático. El actor o la actriz que monologa por una hora y tres cuartos en un escenario hace algo parecido al torero que se encierra con los seis toros de la corrida: se la juega entero. Su exposición será extrema porque nadie más estará allí, para apoyarlo o contrarrestar sus fallas: por eso, su fracaso o su éxito serán también supremos. El de Vanessa Redgrave es un éxito superlativo. Ya lo fue, cuando estrenó la obra en Broadway, en marzo de este año, y lo ha sido luego en Salzburgo, Cheltenham, Bath, Dublín y lo es ahora en Londres donde encontrar entradas para verla en el Lyttelton es una especie de milagro.

The Year of Magical Thinking es una adaptación teatral, hecha por la propia Joan Didion de su libro autobiográfico del mismo nombre, con la ayuda del director de la puesta en escena, el dramaturgo y director inglés David Hare. El libro tuvo un enorme éxito en los Estados Unidos, lo que es sorprendente, pues, aunque Joan Didion es muy conocida por sus reportajes políticos y sociales, y sus novelas han sido bien consideradas por la crítica, esta memoria sobre la muerte de su esposo, el escritor John Gregory Dunne, con quien escribió algunos guiones de películas como The Panic in Neddle Park y A Star is born, y la de la hija de ambos, Quintana, está tan impregnada de sufrimiento, enfermedad, angustia y muerte que, se diría, se halla en las antípodas de esos libros fáciles, entretenidos e inocuos que suelen ser los best sellers. Sin embargo, millones de personas lo han leído, con avidez y cierto masoquismo. Sin ser una reflexión notable ni contar una historia extraordinaria, esta confesión hace vivir a los lectores de manera directa, creíble y lacerante, esa experiencia para la que ningún argumento lógico es suficiente ni religión alguna consuela del todo: la de la muerte de los seres queridos y la conciencia de la inevitable muerte propia.

Salí del teatro sobrecogido y esa misma noche leí de un tirón el texto adaptado por Joan Didion. Me llevé una sorpresa notable. En comparación con el espectáculo, no valía gran cosa, era repetitivo, previsible, con debilidades melodramáticas. Y, sin embargo, Vanessa Redgrave no había añadido ni quitado una coma a ese libreto al que su fulgurante interpretación había transformado, convirtiéndolo en una tragedia moderna, en una inmolación catártica en la que los grandes temas, la vida, la muerte, el amor, el conocimiento, el dolor aparecían en su desnudez máxima, encarnados en una pobre mujer desamparada que se defiende contra la desintegración contando al mundo lo que le ha ocurrido y como aquellas muertes de su marido y su hija también la están matando.

Sobriedad, austeridad, despojamiento, son las palabras que me vienen a la memoria cuando trato de resumir mi impresión sobre la puesta en escena de David Hare y la actuación de Vanesa Redgrave. Sólo hay una silla común y corriente sobre las tablas y un telón de fondo gris que, por dos veces en el curso de la obra -en dos momentos particularmente fronterizos de la evocación de aquellas muertes- cae de golpe y es sustituido por otros dos lienzos con matices de gris más oscuro que el primero. La luz es casi siempre mortecina, salvo en breves momentos en que el personaje, abandonándose a un recuerdo tierno o risueño, parece vivir paréntesis de paz en su convulso monólogo.

En verdad todo lo que ocurre tiene lugar en las manos, los ojos, la boca, el cuerpo y los movimientos -casi siempre mínimos y a menudo al borde de lo imper-ceptible- de la actriz. Las pocas veces que se levanta de la silla y los segundos que permanece de pie es como si un viento huracanado sacudiera la sala y fuera a arrastrar el teatro entero en un torbellino infernal. Pero, al instante, con un simple ademán silente y lento, la tempestad se calma y subsume en la voz de la mujer que prosigue, incansable, dando vueltas en ese remolino de desesperación del que, lo sabemos tan bien como ella, nunca más saldrá.

No sólo las palabras hablan por su boca; también las sílabas, las letras, los puntos y las comas. Y, sobre todo, los silencios son de una locuacidad extraordinaria y acaso cuando ella calla y clava su mirada en el vacío es cuando los espectadores se sienten más desamparados y nulos, convertidos ellos también en vacío.

Siempre me pareció Vanessa Redgrave una actriz fuera de serie, incluso en aquellas películas de segundo orden que hacía a veces, me imagino, más por razones alimenticias que vocacionales. Pero, a diferencia de otras actrices, es para mí imposible recordar una película u obra de teatro en que su actuación fuera mala o aun deficiente. Siempre enriqueció lo que hacía añadiendo con su actuación una hondura y verdad a personajes que eran anodinos y superficiales. En los años sesenta, la vi muy de cerca, en las manifestaciones contra la guerra de Vietnam que ella siempre encabezaba, con Tariq Alí, en el swinging Londres, embutida en unos pantalones vaqueros y con una cola de caballo que el viento mecía. Dentro de los grupos y grupúsculos de izquierda, ella tuvo el buen gusto de no ser nunca estalinista. Si no recuerdo mal, militaba en una secta trotskista que lideraba su hermano y tenía apenas un puñadito de militantes. Y en todos estos años ha seguido siendo fiel a sus convicciones de juventud, lo que le deparó a veces problemas, como su solidaridad con los palestinos, por los que alguna vez fue objeto de boicot en los Estados Unidos.

Hacía años que no la veía en un escenario y es notable lo joven que parece todavía, quiero decir lo insegura, vulnerable, vacilante que por momentos finge ser con tanta veracidad y fuerza contagiosa, para, unos instantes después, en función de los grandes vaivenes temporales y de ánimo a que la obliga su personaje, revelar su larga experiencia, su sabiduría, su seguridad, su dominio tan absoluto de ese espacio al que su genio, antes que el texto, vuelve mágico.

La literatura, la música, una exposición pueden enriquecer la vida, intensificándola y sensibilizándola de manera profunda, transportando a lectores, oyentes o espectadores a unos niveles de percepción y comprensión del mundo, de las relaciones humanas, de los sentimientos, que, además de hacerlos gozar, los vuelven más lúcidos respecto a las insuficiencias e imperfecciones de que están rodeados. Pero probablemente ninguna otra experiencia artística tenga un efecto tan poderoso sobre el ánimo y la conciencia del ser humano como una gran representación teatral. Porque éste es el mejor simulacro que existe de la vida, el que se le parece más, pues está hecho de seres de carne y hueso que, por el tiempo que dura esa otra vida que transcurre en el escenario, viven de verdad aquello que hacen y dicen, y lo viven, si tienen el talento y la destreza debidas, de una manera que nos fuerza a nosotros, los espectadores, a vivirlo con ellos, saliendo de nosotros mismos, para ser otros, también mágicamente, que es la mejor manera que se ha inventado para vernos mejor y saber cómo somos. Gracias, Vanessa Redgrave. (El País, 02/11/08)



Marilyn Monroe


"Lapidada por adúltera", por Lali Cambra

Aisha, de 23 años, fue enterrada hasta el cuello y apedreada hasta la muerte en Somalia - Un niño murió por fuego islamista. "Nuestra hermana Aisha pidió a la corte islámica ser juzgada y castigada por el crimen cometido", "admitió ser una adúltera", "se le pidió que revisara su confesión pero ella demandó la Sharia y el castigo que merecía". El líder islámico de la ciudad portuaria de Kismayo (sur de Somalia), el jeque Hayakallah, pronunció estas frases el pasado lunes ante la multitud que presenció la muerte de la adúltera por lapidación. Frases que justificaban "la práctica de un castigo inusual en la región, llevado a cabo por primera vez en Kismayo". Aisha Ibrahim Dhuhulow, de 23 años, fue enterrada hasta el cuello y, después, apedreada hasta la muerte por medio centenar de hombres. No fue la única en morir. Los guardias islamistas abrieron fuego cuando familiares de la joven pretendieron acercarse a ella y mataron a un niño.

La supuesta docilidad de Aisha no fue tal, según explicaron los testigos a Reuters. La mujer, arrastrada a la plaza atada de pies y manos, fue metida en el agujero entre gritos de protesta que el saco negro que cubría su cabeza no ahogó. Fue entonces cuando sus familiares rompieron filas de entre la multitud, para encontrarse con los disparos de los islamistas. La lapidación, que un millar de personas observaron, fue lenta. Según los testigos, el apedreamiento se interrumpió hasta tres veces para comprobar si la joven había fallecido. Si los islamistas justificaron nuevamente su acción en la radio por la supuesta voluntad de la joven a aceptar la Sharia, (ley islámica), también se disculparon por disparar a la multitud. "Lamentamos la muerte del niño. Prometemos que detendremos y juzgaremos al que abrió fuego", dijo Hayakallah a una emisora local. Los islamistas, que controlan la ciudad de Kismayo desde el pasado mes de agosto, no permitieron a los cámaras de televisión o a fotógrafos asistir a la lapidación, pero sí consintieron la entrada de medios impresos y radios. Posteriormente, en una entrevista a Efe, Hayakallah aseguró que la mujer había confesado haberse casado con dos hombres y reiteró que ella había pedido la aplicación de la pena.

Los familiares de la joven se mostraron furiosos y negaron que Aisha hubiera confesado la comisión de adulterio. "Y desde luego no pidió que la lapidaran". Una de sus hermanas consideró la ejecución "contraria a la religión y a la lógica" y aseguró que para matar a una adúltera al menos debe haber cuatro testigos de la relación y la confesión del hombre. Los familiares reclamaron a la comunidad internacional que "detenga y castigue a los responsables".

La última vez que los islamistas practicaron ejecuciones públicas fue en 2006, cuando controlaban parte del sur del país y la capital, Mogadiscio. Fuerzas militares somalíes y etíopes recuperaron una parte a finales de ese año, pero los señores de la guerra organizados en guerrillas están recuperando el territorio perdido. Si bien su presencia garantiza una cierta paz en la zona, con ellos llega la introducción de prácticas fundamentalistas y lecturas radicales del Islam.

No es la primera vez que en África se invoca la Sharia para justificar la lapidación de una mujer. Aisha Ibrahim Dhuhulow ha tenido la desgracia de vivir en un país sumido en el caos, sin gobierno, sin leyes más que las que dictan los señores de la guerra.

La nigeriana Amina Lawal tuvo más suerte. Su caso dio la vuelta al mundo en 2001 cuando fue condenada por un tribunal islámico (con inmenso poder en el norte del país africano) por haberse quedado embarazada fuera del matrimonio. Debía haber muerto también por lapidación, pero el apoyo de organizaciones de derechos humanos locales y una campaña mundial en su favor consiguió dar la vuelta a la sentencia. El pasado año se produjo la lapidación de una chica de 17 años de la secta yazidi, en Irak, por haberse enamorado y convertido al Islam. Unas 2.000 personas asistieron a su asesinato en Bashika, cerca de Mosul, al parecer, a manos de familiares que se oponían a su conversión.

La coalición de islamistas que gobierna Kismayo pertenece a la milicia de Al Shabab, considerada una organización terrorista por los Estados Unidos desde marzo. Se les considera afines a Al Qaeda, organización con la que varios de sus líderes se habrían entrenado, según dijo James Swan, vicesecretario de Estado para Asuntos Africanos del Gobierno de EE UU. "Han publicado documentos en los que vanaglorian a Osama Bin Laden e invitado a soldados extranjeros a ir a Somalia. Consideramos que son un peligro para los somalíes, puesto que sus ataques han afectado a la gente de Somalia y entorpecen el proceso de reconciliación en el país".

La presidencia de la Unión Europea condenó la lapidación de la joven, "que los insurgentes islamistas deliberadamente hicieron pública". Así lo declaró la presidencia horas después de que se conociera la ejecución de Aisha en Somalia, un país sin Gobierno central efectivo desde 1991. Ese año, el dictador Siad Barre fue derrocado y los señores de la guerra se hicieron con el control de sus diferentes regiones. En 2007, murieron al menos 6.000 personas y cientos de miles tuvieron que desplazarse, según Amnistía Internacional. (El País, 28/10/08)



El sultán de Brunei. Los ricos también lapidan



La reproducción de artículos firmados en el blog no implica compartir su contenido, pero sí, su  interés. Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt





HArendt




Entrada núm. 5174
Publicada el 1 de noviembre de 2008
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)

miércoles, 10 de julio de 2019

[A VUELAPLUMA] La capitana y el ministro





Debemos estar atentos al juicio de Carola Rackete, escribe el Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, que podría ser condenada a 10 años de cárcel, y exigir que los jueces salven la honra y las buenas tradiciones de Italia, hoy pisoteadas por Salvini y la Liga

Carola Rackete, la capitana del barco Sea Watch 3, que hacía 17 días andaba a la deriva en el Mediterráneo con 40 inmigrantes a bordo rescatados en el mar, atracó en la madrugada del viernes pasado en la isla italiana de Lampedusa, pese a la prohibición de las autoridades de ese país. Hizo bien. Fue de inmediato detenida por la policía italiana, y el ministro del Interior y líder de la Liga, Matteo Salvini, se apresuró a advertir a la ONG española Open Arms, que anda por los alrededores con decenas de inmigrantes rescatados en el mar, que “si se atreve a acercarse a Italia, correría la misma suerte que la joven alemana Carola Rackete”, quien podría ser condenada a 10 años de cárcel y a pagar una multa de 50.000 euros. El fundador de Open Arms, Óscar Camps, respondió: “De la cárcel se sale, del fondo del mar, no”.

Cuando las leyes, como las que invoca Matteo Salvini, son irracionales e inhumanas, es un deber moral desacatarlas, como hizo Carola Rackete. ¿Qué debería haber hecho, si no? ¿Dejar que se le murieran esos pobres inmigrantes rescatados en el mar, que, luego de 17 días a la deriva, se hallaban en condiciones físicas muy precarias, y alguno de ellos a punto de morir? La joven alemana ha violado una ley estúpida y cruel, de acuerdo con las mejores tradiciones del Occidente democrático y liberal, una de cuyas antípodas es precisamente lo que la Liga y su líder, Matteo Salvini, representan: no el respeto de la legalidad, sino una caricatura prejuiciada y racista del Estado de derecho. Y son precisamente él y sus seguidores (demasiado numerosos, por cierto, y no sólo en Italia, sino en casi toda Europa) quienes encarnan el salvajismo y la barbarie de que acusan a los inmigrantes. No merecen otros calificativos quienes habían decidido que, antes de pisar el sagrado suelo de Italia, los 40 sobrevivientes del Sea Watch 3 se ahogaran o murieran de enfermedades o de hambre. Gracias a la valentía y decencia de Carola Rackete por lo menos estos 40 desdichados se salvarán, pues ya hay cinco países europeos que se han ofrecido a recibirlos.

Sobre la inmigración hay prejuicios crecientes que van alimentando el peligroso racismo que explica el rebrote nacionalista en casi toda Europa, la amenaza más grave para el más generoso proyecto en marcha de la cultura de la libertad: la construcción de una Unión Europea que el día de mañana pueda competir de igual a igual con los dos gigantes internacionales, Estados Unidos y China. Si el neofascismo de Matteo Salvini y compañía triunfara, habría Brexits por doquier en el Viejo Continente y a sus países, divididos y enemistados, les esperaría un triste porvenir a fin de resistir los abrazos mortales del oso ruso (véase Ucrania).

Pese a que las estadísticas y las voces de economistas y sociólogos son concluyentes, los prejuicios prevalecen: los inmigrantes vienen a quitar trabajo a los europeos, acarrean delitos y violencias múltiples, sobre todo contra las mujeres, sus religiones fanáticas les impiden integrarse, con ellos crece el terrorismo, etcétera. Nada de eso es verdad, o, si lo es, está exagerado y desnaturalizado hasta extremos irreales.

La verdad es que Europa necesita inmigrantes para poder mantener sus altos niveles de vida, pues es un continente en el que, gracias a la modernización y el desarrollo, cada vez un número menor de personas deben mantener a una población jubilada más numerosa y que sigue creciendo sin tregua. No sólo España tiene la más baja tasa de nacimientos en el año; muchos otros países europeos le siguen los pasos de cerca. Los inmigrantes, querámoslo o no, terminarán llenando ese vacío. Y, para ello, en vez de mantenerlos a raya y perseguirlos, hay que integrarlos, removiendo los obstáculos que lo impiden. Ello es posible a condición de erradicar los prejuicios y miedos que, explotados sin descanso por la demagogia populista, crean losMatteo Salvini y sus seguidores.

Desde luego que la inmigración debe ser orientada, para que ella beneficie a los países receptivos. Conviene recordar que ella es un gran homenaje que rinden a Europa esos miles de miles de miserables que huyen de los países subsaharianos gobernados por pandillas de ladrones y, encima, a veces fanáticos que han convertido el patrimonio nacional en la caverna de Alí Babá. Además de establecer regímenes autoritarios y eternos, saquean los recursos públicos y mantienen en la miseria y el miedo a sus poblaciones. Los inmigrantes huyen del hambre, de la falta de empleo, de la muerte lenta que es para la gran mayoría de ellos la existencia.

¿No es un problema de Europa? La verdad es que sí lo es, por lo menos parcialmente. El neocolonialismo hizo estragos en el Tercer Mundo y contribuyó en buena parte a mantenerlo subdesarrollado. Por supuesto que la falta es compartida con quienes adquirieron las malas costumbres y fueron cómplices de quienes los explotaban. No hay duda de que, en última instancia, sólo el desarrollo del Tercer Mundo mantendrá en sus tierras a esas masas que ahora prefieren ahogarse en el Mediterráneo, y ser explotadas por las mafias, antes que continuar en sus países de origen donde sienten que no cabe ya la esperanza de cambio.

Lo fundamental en Europa es una transformación de la mentalidad. Abrir las fronteras a una inmigración que es necesaria y regularla de modo que sea propicia y no fuente de división y de racismo, ni sirva para incrementar un populismo que tan horrendas consecuencias trajo en el pasado. Es preciso recordar una y otra vez que los millones de muertos de las dos últimas guerras mundiales fueron obra del nacionalismo y que éste, inseparable de los prejuicios raciales y fuente irremediable de las peores violencias, ha dejado huella en todas partes de las atrocidades que causó y que podría volver a causar si no lo atajamos a tiempo. Hay que enfrentar a los Matteo Salvini de nuestros días con el convencimiento de que ellos no son más que la prolongación de una tradición oscurantista que ha llenado de sangre y de cadáveres la historia del Occidente, y han sido el enemigo más encarnecido de la cultura de la libertad, de los derechos humanos, de la democracia, nada de lo cual hubiera prosperado y se hubiera extendido por el mundo si los Torquemada, los Hitler y los Mussolini hubieran ganado la guerra a los aliados.

Escribo este artículo en Vancouver, una bella ciudad a la que llegué ayer. Esta mañana me he desayunado en un restaurante del centro de la ciudad en el que trabé conversación con cuatro “nativos” que eran de origen japonés, mexicano, rumano y sólo el último de ellos gringo. Los cuatro tenían pasaporte canadiense y parecían contentos con su suerte y entenderse muy bien. Ese es el ejemplo a seguir en Europa, el de Canadá.

Debemos estar atentos al juicio de Carola Rackete y exigir que los jueces salven la honra y las buenas tradiciones de Italia, hoy pisoteadas por Salvini y la Liga. Estoy seguro de que no seré el único en pedir para esa joven capitana el Premio Nobel de la Paz cuando llegue la hora.



Dibujo de Fernando Vicente para El País


Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



HArendt




Entrada núm. 5061
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jueves, 6 de junio de 2019

[ARCHIVO DEL BLOG - 2008] Capitalismo





Educación, libertad e igualdad de oportunidades son las premisas básicas para que fructifique cualquier posibilidad de desarrollo personal y social. Sin ellas, todo es pura entelequia, y en el mejor de los casos, suerte o capricho de la diosa Fortuna.

No soy admirador incondicional del capitalismo, pero tampoco su enemigo irreconciliable. Como dijera Sir Winston Churchill de la democracia, que era el menos malo de todos los sistemas de gobierno, pienso yo del capitalismo: que es el menos ineficiente de los sistemas económicos para crear riqueza. La cuestión es cómo, por quién y para quién se ejerce la democracia y se administra la libertad, y cómo, por quién y para quién se distribuye la riqueza obtenida con el esfuerzo de todos; porque ya se sabe: no hay libertad sin propiedad, ni propiedad sin libertad...

Perogrulladas aparte, me parece relativamente justa la crítica que en El País de hoy formula Álvaro Marchesi, catedrático de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad Complutense de Madrid, al escritor Mario Vargas Llosa por su artículo, también en El País, sobre las posibilidades que el sistema liberal capitalista tiene para el desarrollo de la persona emprendedora y vitalista que no se arredra ante las dificultades de la existencia ni las desventajas de cuna y educación. Muy darwiniano todo... No veo mayores objeciones posibles al triunfo personal y social de los que se esfuerzan y luchan por conseguirlo, pero sería deseable que la base de partida fuera la misma para todos: educación igual y de calidad, libertad de elección, e igualdad de oportunidades. Y a partir de ahí, ya veremos...






Cuatro empresarios de países del Tercer Mundo, comenta Mario Vargas Llosa en un artículo titulado "Las lecciones de los pobres" (EL PAÍS, 1 de junio), demuestran que la pobreza es derrotable con trabajo, propiedad privada, mercado y libertad. El libro 'Lessons from de Poor' cuenta sus casos.

Cuando murió su padre, Aquilino Flores tenía 12 años y sabía que su tierra, Huancavelica, uno de los departamentos más pobres de la sierra peruana, no le depararía más futuro que la inseguridad y el hambre en que había vivido desde que nació.

Entonces, como millares de sus comprovincianos, emigró a Lima. Allí empezó a ganarse la vida lavando autos en los alrededores del Mercado Central. Era un muchacho simpático y trabajador y, un día, el dueño de uno de los carros que lavaba, le propuso que le vendiera algunos de los polos que fabricaba en su taller informal. Le dio 20 y le dijo que se tomara todo el tiempo que le hiciera falta. Pero Aquilino vendió las 20 camisetas en un solo día. De este modo, antes de haber alcanzado la adolescencia, pasó de lavador de autos a vendedor ambulante de ropa en el centro de la Lima colonial.

No tenía casi instrucción pero era empeñoso, inteligente y con una intuición casi milagrosa para identificar los gustos del público consumidor. Un día le preguntó a su proveedor de polos si se los podía confeccionar con figuritas de colores, que eran los preferidos de sus clientes. Y como aquél no fabricaba ropas estampadas, Aquilino subcontrató a un tintorero informal para que añadiera adornos e imágenes a las camisetas que vendía. A veces, él mismo le sugería los diseños y colores.

Como el negocio funcionaba bien, Aquilino se trajo de Huancavelica a sus hermanos Manuel, Carlos, Marcos y Armando y los puso a trabajar con él. De vendedores ambulantes pasaron luego a ser comerciantes estables en el Mercado Central. Para conseguir los mejores sitios del local, estaban allí a las cuatro y media de la madrugada y no se movían de sus mostradores hasta el anochecer.

De intermediarios y vendedores, se convirtieron después en productores. Comenzaron con una máquina de coser en un garaje, luego otra, otra y muchas más.

El gran salto del negocio artesanal de Aquilino Flores comenzó el día en que un comerciante de Desaguadero, la ciudad fronteriza entre Perú y Bolivia y paraíso del contrabando y la economía informal, le hizo un pedido de ¡10.000 dólares de camisetas con dibujitos de colores! Aquilino tuvo una especie de vértigo. Pero él nunca le había escurrido el bulto a un desafío y aceptó el reto. De inmediato, subcontrató a todos los talleres de confección del barrio y trabajando a marchas forzadas llegó a entregar los 10.000 dólares de polos en los plazos prometidos. Desde entonces, la familia Flores se dedicó, además de vender, a producir ropas para los peruanos de bajos ingresos y a distribuir sus mercancías ya no sólo en Lima sino por provincias y a exportarlas al extranjero.

Cuarenta años después de su llegada a Lima con una mano atrás y otra adelante el ex lavador de autos y ex vendedor callejero es el dueño de Topitop, el más importante empresario textil del Perú, que tiene ventas anuales de más de 100 millones de dólares y que da empleo directo a unas 5.000 personas (dos tercios de ellas mujeres) e indirecto a unas 30.000. Cuenta con 35 almacenes en el Perú, tres en Venezuela, varias fábricas y un próspero sistema de tarjetas de crédito para el consumo en sociedad con un banco local. Sigue siendo un hombre sencillo, orgulloso de sus orígenes humildes, que trabaja siempre unas 12 horas diarias y los siete días de la semana. Sus hijos, a diferencia suya, han estudiado en las mejores universidades y contribuido como profesionales a la formalización y modernización de sus empresas, un modelo en su género y no sólo en el Perú.

Tomo todos estos datos sobre Aquilino Flores y Topitop de un penetrante estudio del economista Daniel Córdova y un equipo de colaboradores que aparece en un libro recién publicado en los Estados Unidos: Lessons from the Poor (Lecciones de los pobres), editado por Álvaro Vargas Llosa para The Independent Institute, una fundación que promueve la cultura liberal. En él se estudian cuatro casos de empresas y los clubes de trueque que surgieron en Argentina durante la crisis financiera del año 2001-2002. Las empresas, dos de América Latina y dos de África, que, como las de los Flores, nacieron sin capital alguno, por iniciativa de gentes muy humildes y de educación precaria, y que, a base de esfuerzo, perseverancia, intuición y astuto aprovechamiento de las condiciones del mercado, consiguieron crecer hasta convertirse en poderosos conglomerados que hoy operan en el mundo entero dando empleo a decenas de miles de familias y contribuyen así al progreso de sus países. Es un libro estimulante y práctico que muestra, con pruebas palpables, que la pobreza es derrotable para quienes tienen ojos para ver y conciencia para aprender de los buenos ejemplos.

Lo extraordinario de estas cinco historias es que todas estas empresas salieron adelante a pesar de operar en unos contextos sociales y políticos hostiles al mercado libre y a la empresa privada, envenenados de populismo, intervencionismo estatal y corrupción, donde la propiedad privada era atropellada con frecuencia y las reglas de juego de la vida económica cambiaban todo el tiempo según el capricho de unos gobiernos demagógicos e ineptos.

Lo que muestra esta investigación es que la necesidad y la voluntad de vivir de los pobres son capaces a veces de superar todos los obstáculos que, en los países del tercer mundo, levantan contra la iniciativa individual y la libertad el estatismo, el nacionalismo económico, el colectivismo y otras ideologías anti-mercado. Y que la falta de capital y de formación profesional pueden en casos extremos ser compensadas por la experiencia práctica y el esfuerzo. Si los Flores y los Añaños en el Perú, si la cadena de supermercados Nakamatt en Kenia y las empresas de diseño industrial Adire de Nigeria -los cuatro casos investigados en el libro- alcanzaron, pese a tantos escollos y dificultades que encontraron, la prosperidad de que ahora gozan, no es difícil imaginar lo que ocurriría si los pobres del tercer mundo pudieran trabajar en un contexto propicio, que alentara el espíritu empresarial en vez de asfixiarlo con el reglamentarismo y la tributación confiscatoria y, en vez de inseguridad jurídica, sus comerciantes, artesanos e industriales contaran con reglas de juego estables, claras y equitativas.

Otra de las enseñanzas de esta investigación es que la mejor ayuda que pueden prestar los países desarrollados y los organismos financieros internacionales para combatir la pobreza y el subdesarrollo no son las dádivas ni los subsidios que, en contra de los generosos propósitos que los animan, sirven para embotar la iniciativa y crear actitudes pasivas, de dependencia y parasitismo, y estimular la corrupción, sino crear las condiciones de libertad y competencia que permitan a los pobres trabajar y valerse de sus propios medios para mejorar sus condiciones de vida y progresar. Abrir los mercados que ahora tienen cerrados a los productos que proceden de los países subdesarrollados es, según todos los economistas que escriben en Lessons from the poor, la mejor ayuda posible que los países ricos pueden dar para impulsar el desarrollo en África y América Latina, las dos regiones más atrasadas del mundo, pues en Asia, con excepción de satrapías como Myanmar, ya parece haber despegado.

Los pobres saben mejor que nadie, porque lo han aprendido en carne propia, que no son los Estados ineficientes del tercer mundo, paralizados por el cáncer de la burocracia y roídos por la ineficiencia, los tráficos delictuosos, el amiguismo y otras taras, quienes los sacarán de la pobreza. Saben, como Aquilino Flores cuando se rompía los lomos lavando autos o trotando por las calles de Lima vendiendo camisetas, que su supervivencia dependía sólo de su ingenio, su trabajo y su voluntad de superación. Esa energía puede mover montañas, a condición de que no se agote y esterilice luchando contra artificiales obstáculos que vienen siempre de la intromisión estatal. Los héroes civiles cuyas hazañas describen los estudios de este libro son un ejemplo vivo de que la pobreza en la que viven cientos de millones de personas todavía en el mundo no es una fatalidad irredimible sino un mal que puede ser combatido y vencido con unas armas cuya divisa cabe en cuatro palabras: trabajo, propiedad privada, mercado y libertad. (El País, 01/06/08)






Desde hace varias décadas, escribe Álvaro Marchesi en su artículo "El acceso a la educación, clave de la igualdad", (EL PAÍS, 6 de junio),  los psicólogos cognitivos han estudiado el razonamiento humano y han encontrado determinados errores en los que caen, sin darse cuenta, un significativo número de personas. En algunos casos, en el origen de estos sesgos operan factores ideológicos; en otros son de tipo afectivo y en el resto, simplemente se produce un razonamiento que se salta la secuencia lógica esperada. Uno de los experimentos reportados para comprobar estos sesgos se refiera a la inferencia general desde los casos particulares: si hay un fumador empedernido, por ejemplo, que vive hasta los 90 años, la conclusión "lógica" es poner en cuestión la afirmación de que el tabaco es dañino para la salud. Cuando se formulan relaciones entre determinadas variables comprobadas de forma empírica, no es extraño que algunos interlocutores las pongan en duda y ejemplifiquen su oposición con algún caso concreto conocido.

Esta reflexión me vino a la mente al leer el artículo "Las lecciones de los pobres", del admirado escritor Mario Vargas Llosa (EL PAÍS, 1 de junio). En él, a partir de cuatro casos ejemplares de personas que desde la pobreza han llegado a la cima empresarial, se concluye que cualquier persona puede llegar adonde se proponga con sus solas fuerzas siempre que se profundice en la libertad de mercado y en el espíritu empresarial, y se creen condiciones de libertad y de competencia. ¿Será cierto que los supuestos individuales pueden conducir a reglas generales o existe un sesgo en semejante razonamiento?

Repasemos brevemente la situación social y educativa de Iberoamérica. Según las estimaciones de la CEPAL, la región muestra la mayor desigualdad del mundo, con enormes diferencias entre los sectores de más altos y de menores ingresos. Los pobres se sitúan en torno al 40% de la población y el número de personas que se considera que viven en situación de pobreza extrema se aproxima a los 100 millones de personas. Una cifra que podría incrementarse en 10 millones si se mantiene el incremento del precio de los alimentos.

Esta dramática situación afecta directamente a las condiciones educativas de la población. El porcentaje de personas analfabetas se sitúa en torno a los 30 millones de personas. Además, cerca de 110 millones de personas no han terminado su educación primaria. Estudios recientes señalan que el porcentaje de alumnos que completan la educación secundaria es cinco veces superior entre aquellos que se encuentran entre el 20% más rico de la población que entre aquellos situados entre el 20% de la población con menores ingresos familiares. Mientras que el 23% de los primeros terminan la educación superior, sólo el 1% de los más pobres lo consiguen. El promedio de escolarización en el 20% de la población con mayores ingresos es de 11,4 años mientras que en el 20% inferior es de 3,1 años.

¿Podemos pensar que la alimentación, la vivienda, la salud y el nivel cultural de la familia nada tiene que ver con las posibilidades futuras de los jóvenes? ¿Es posible considerar que el nivel educativo alcanzado y, por tanto, las posibilidades de acceso a una educación de similar calidad, apenas condiciona las opciones profesionales y laborales de los alumnos y que con el refuerzo al libre mercado y a la competencia se puede garantizar la igualdad de las personas ante su destino? Sin duda, existen ejemplos dignos de admiración, como los expuestos en el artículo aquí comentado, en los que se manifiesta la fuerza arrolladora del ser humano para sobreponerse a sus condiciones negativas y para equipararse con los triunfadores de la sociedad que tuvieron durante sus años escolares todo a su favor. Pero de esa situación de excepcionalidad no puede en modo alguno concluirse que las condiciones de partida no limitan de forma brutal los itinerarios vitales de las personas a lo largo de su vida.

¿Qué hacer en esta nueva hipótesis interpretativa? Apostar sin duda de forma decidida para que las condiciones iniciales de toda la población, sobre todo de las nuevas generaciones, sean lo más equitativas posibles y para que todos los niños y jóvenes tengan acceso a una educación básica de calidad que les permita abrirse camino en la vida con mayores garantías de promoción social y de éxito. Entonces sí se podrá exigir esfuerzo y dedicación, innovación y creatividad, superación de los obstáculos y perseverancia. Entonces, y sólo entonces, no habrá cuatro casos envidiables, sino miles de ellos que demandarán el reconocimiento histórico de aquella sociedad y de aquellos gestores públicos que lo hicieron posible. 



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Universidad de Oxford



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt 



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Publicada originariamente el 6/6/2008
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sábado, 14 de julio de 2018

[A VUELAPLUMA] Los cielos de Canarias





"La literatura y las estrellas" es un hermoso artículo de nuestro premio Nobel, Mario Vargas Llosa, sobre los cielos de Canarias, en el que comenta la estrecha relación poética que existe entre la literatura y los astrónomos que escrutan el universo desde ese observatorio inmejorable que son las islas Canarias, seres extraños, que duermen de día y trabajan de noche y que, como los vampiros, operan en las sombras y la luz que los guía no es de este mundo.

El punto más alto en La Palma (Islas Canarias), comienza diciendo, está a unos 2.400 metros sobre el nivel del mar, en el Roque de los Muchachos, unos roquedales que a la distancia y con algo de imaginación parecen figuras humanas. Aquí se respira un aire tan puro como el de Arequipa, la tierra en que nací, y es muy hermoso contemplar, allá abajo, a nuestros pies, una alfombra de nubes que se extiende como un mar en todas direcciones hasta el remoto horizonte. Pero lo más pintoresco del lugar acaso sean unos cuervos sociables que posan con coquetería para las fotografías de los turistas a cambio de un puñado de comida.

Al parecer este pedazo de tierra tiene la atmósfera más diáfana de Europa y acaso del mundo y eso explica la existencia del Observatorio, compuesto de enormes telescopios nocturnos y solares construidos en esta cumbre por diversos países, y que, desde mediados de los años ochenta del siglo pasado, atraen aquí astrónomos de todo el planeta. Son seres extraños, que duermen de día y trabajan de noche, y que, como los vampiros, operan en las sombras y la luz que los guía no es de este mundo sino la de allá arriba, muy arriba, quiero decir la que emiten o emitieron hace millones de años los astros que navegan (o navegaron antes de desaparecer) por el infinito universo.

Si la belleza de esta isla, una de las más pequeñas de las Canarias, con sus bosques, playas, cerros y parques naturales es grande durante el día, el verdadero milagro se produce al caer la oscuridad, cuando el cielo se va poblando de una miríada infinita de estrellas, constelaciones, planetas, luces que chisporrotean y se apagan y se prenden y, como en el Aleph borgiano, uno toma la tremenda conciencia de que allí, encima de su cabeza, tiene al infinito universo. La cosa es todavía más espectacular cuando, con ayuda de las lentes de los telescopios, se empieza a navegar por los espacios siderales y a acercarse a aquellos bólidos y, por ejemplo, se tiene la sensación de ser un astronauta que se pasea por el cielo rugoso de la Luna, entre cráteres gigantescos, obra de los aerolitos que la han ido bombardeando a lo largo de los millones de años de existencia que tiene aquella aglomeración de planetas.

Creo que en los dos días apenas que pasé allí he aprendido más cosas que en todos los otros viajes que he hecho en mi vida. Por ejemplo, que nada se parece tanto a la literatura como la astronomía porque en ambas la imaginación es tan importante como el conocimiento y que, sin aquella, éste no progresaría en absoluto. Los astrónomos que hay en el Observatorio y, en especial, su director, el profesor Rafael Rebolo López, armados de paciencia y sabiduría, dan elocuentes respuestas a todas mis preguntas, que siempre me suscitan nuevas preguntas y, de este modo, la conversación salta la débil frontera que en esta disciplina separa (y a menudo confunde) la física de la metafísica.

¿No es abrumador y paralizante trabajar en un dominio que abarca el desmesurado infinito, el tiempo sin tiempo que es la eternidad? Sí, tal vez. Pero, para evitar aquella parálisis, ha surgido la teoría del Big Bang, que pone un punto de partida —una explosión de la materia ocurrida hace más de trece mil millones de años y que prosigue su eterna expansión por el espacio sin término— a esa eternidad y, aunque ambos conceptos sean incompatibles, permite a los científicos trabajar con menos incertidumbre. ¿Y si la teoría del Big Bang es popperianamente “falseada” en un momento dado? Surgirá otra que rectificará lo alcanzado hasta el momento y permitirá progresar por una vía distinta. ¿No es esa la historia de todas las ciencias, sin excepción?

¿Han llegado los astrónomos a encontrar vida, o síntomas de vida, en algún otro astro del universo? No, en ninguno. Pero esto no permite afirmar de manera definitiva que sólo la Tierra tiene semejante privilegio, entre otras razones porque los científicos sí han encontrado en astros diseminados en distintos puntos del espacio casi todos aquellos constituyentes necesarios para la vida. De modo que semejante descubrimiento —tener parientes en algún rincón perdido del universo— podría ocurrir en algún momento del futuro. ¡Y a ver si esos humanoides venusinos o marcianos se parecen a los de la ciencia ficción o son más originales que los inventados por la fantasía literaria!

¿Qué posibilidades hay de que el pequeño planeta Tierra desaparezca por el impacto de un gigantesco aerolito que sería miles de veces más grande que el que cayó por Siberia hace más o menos un siglo devastando un enorme territorio? Muchas, si se tiene en cuenta que muy a menudo se registran en el espacio sideral accidentes, es decir, hecatombes gigantescas que resultan de desvíos de sus órbitas, o de falta de órbitas, en las trayectorias de ciertas formaciones díscolas; y pocas si se considera que no ha ocurrido todavía en la larguísima historia registrada del astro terráqueo. Pero, desde luego que, como hipótesis, podría ocurrir mañana y devolver todo lo que existe en nuestro entorno a la nada de la que salió hace algunos milloncitos de años. Vistas desde la perspectiva de las estrellas, qué estúpidas y mínimas parecen las guerras y todas las violencias de que está impregnada la historia de la humanidad.

Pregunto al grupo que me rodea qué porcentaje de astrónomos es creyente y, luego de cambiar pareceres, me dicen que probablemente un veinte por ciento; los demás son agnósticos o ateos. Uno de estos amigos se apresura a marcar la diferencia: “Yo soy creyente”. Y añade: “Y me siento perfectamente cómodo compatibilizando mi religión con todo lo que descubre o descarta la ciencia”.

Es cierto lo que dice, sin duda, y debe serlo también para esa quinta parte de astrónomos cuya fe resiste a ese cotejo cotidiano a que están sometidas sus creencias religiosas con las revelaciones —no sé si llamarlas estupendas o terribles— que les hacen las estrellas. Pero yo entiendo mejor a las otras cuatro quintas partes de científicos a los que su diario trabajo sumerge en dudas y vacilaciones respecto a las ideas propagadas por las religiones sobre el ser supremo que habría creado todas aquellas constelaciones y todo lo que existe. Porque qué pequeñitos resultan los dioses que los seres humanos adoran o han adorado enfrentados a este abrumador espectáculo milyunanochesco de billones de billones de estrellas sembradas a lo largo de un espacio sin fronteras, gravitando y sosteniéndose mutuamente, arrojando luz o recibiéndola, y qué pobres las explicaciones de las religiones inventadas para estas inexplicables preguntas: ¿cómo fue posible todo esto? ¿Pudo ser puro azar, conjunciones y constituciones misteriosas como casualidades, las que, de pronto, en ese universo helado hicieron brotar la vida, aquí, en ese planetita sin luz propia que es el nuestro? ¿Es más o menos convincente que fuera no el azar sino un ser superior, dotado de infinita sabiduría, el que, tal vez aburrido de su eterna soledad, creara esta maravilla tenebrosa que es la historia humana? Las mejores respuestas —las más bellas e imaginativas— a estas preguntas, posiblemente no estén en las estrellas ni en la religión, sino en la literatura.



Dibujo de Fernando Vicente para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




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lunes, 20 de noviembre de 2017

[A vuelapluma] Violencia machista: ¿Sólo conducta impropia?





A lo largo de muchos siglos, las mujeres han sido víctimas por el simple hecho de ser mujeres, pero por fin las cosas comienzan a cambiar, escribe en El País nuestro premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa.

Desde que llegué a Estados Unidos hace una semana, comienza diciendo, veo en los diarios y los programas de noticias en la televisión usar el delicado eufemismo “conducta impropia” para los abusos sexuales de todo orden cometidos por productores, artistas, políticos, a quienes el testimonio de sus víctimas está llevando a la ruina económica, el desprestigio social y podría incluso sepultar en la cárcel.

Inició esta estampida el caso de Harvey Weinstein, eminente y multimillonario productor de cine, ganador de todos los premios habidos y por haber, a quien cerca de medio centenar de mujeres, muchas de ellas jóvenes actrices tratando de abrirse camino en Hollywood, han acusado de aprovecharse de su poderío en esta industria para violarlas o someterlas a prácticas indignas. Cuando algunas de sus víctimas lo amenazaban con denunciarlo, el magnate libidinoso usaba a sus abogados para aplacarlas con sumas de dinero a veces muy elevadas. Ahora, Weinstein se ha refugiado en una clínica de Escocia para seguir un tratamiento destinado a enflaquecerle la desmedida libido pero la policía y los fiscales de Nueva York han anunciado que a su vuelta será detenido y juzgado. Entre tanto lo han expulsado de sinnúmero de asociaciones, le han pedido que devuelva muchos premios y, según la prensa, su ruina económica es ya un hecho.

Parecida desventura ha vivido el actor Kevin Spacey, el malvado presidente de House of Cards -Frank Underwood- y exdirector del Old Vic de Londres, que acosaba y manoseaba a los muchachos que se ponían a su alcance. Más de diez denuncias de actores o colaboradores de sus montajes teatrales, a quienes abusó, lo han puesto en la picota. Netflix ha cancelado aquella exitosa serie, lo han expulsado de sindicatos y colegios profesionales, le han retirado premios, anulado contratos y se cierne sobre su cabeza una lluvia de denuncias judiciales que podrían arruinarlo económicamente. Él también, como Weinstein, está ahora en aquella clínica escocesa que sosiega las libidos desorbitadas. Otros actores famosos, como Dustin Hoffman, asoman en estos días entre los famosos de “conducta impropia”.

Un interesante debate ha surgido con motivo de estas denuncias y revelaciones auspiciadas por muchas asociaciones feministas y defensoras de derechos humanos. ¿La celebridad es atenuante o agravante de la falta cometida? Se cita el caso de Roman Polanski, el gran director de cine polaco que, hace varias decenas de años, drogó y violó a una niña de trece años en una casa de Hollywood –que le prestó otro famoso actor, Jack Nicholson-, a la que había citado allí con el pretexto de fotografiarla para una película. Descubierto, huyó a Francia –que no tiene acuerdo de extradición con los Estados Unidos-, donde ha proseguido una muy exitosa carrera de director de cine, coronada por muchos premios y celebrada por los críticos, muchos de los cuales censuran a la justicia norteamericana por perseguir con su vindicta, después de años, a tan celebérrimo creador.

Yo, por mi parte, creo que no hay que mezclar el agua con el aceite y que uno puede aplaudir y gozar de las buenas películas del cineasta polaco y desear al mismo tiempo que la justicia de Estados Unidos persiga al prófugo que, además de cometer un delito horrendo como fue drogar y violar a una niña abusando del prestigio y poder que le había ganado su talento, huyó cobardemente de su responsabilidad, como si hacer buenas películas le concediera un estatuto especial y le permitiera los desafueros por los que se sanciona a todos los demás, esos seres anónimos sin cara y sin gloria que es el resto de la humanidad. Se puede ser un gran creador, como Louis-Ferdinand Céline o como el marqués de Sade, o como el propio Polanski, y una inmundicia humana que atropella y maltrata al prójimo creyendo que su talento lo exonera de respetar las leyes y la conducta que se exige a la “gente del común”. Pero también es verdad que, a veces, el ser muy conocido y figurar mucho en la prensa, despierta un curioso rencor, un resentimiento envidioso que puede llevar a ciertos jueces o policías a encarnizarse particularmente contra aquellos a los que, pillados en falta, se puede humillar y castigar con más dureza que al común de los mortales.

Por eso mismo, el talento y/o la celebridad, que, no está demás recordarlo, no van siempre juntas, debería exigir una prudencia mucho mayor en la conducta de aquellos que, con justicia o sin ella, merecen o simplemente han logrado ser ensalzados y admirados por la opinión pública. Es un asunto delicado y difícil porque la popularidad ciega muy rápidamente a aquellos a quienes favorece –la vanidad humana, ya sabemos, no tiene límites- y les hace creer que de este privilegio se derivan también otros, como una moral y unas leyes que no le conciernen ni deben aplicársele del mismo modo que a esa colectividad anónima, hecha de bultos más que de seres humanos específicos, que los admira y quiere y debería por lo tanto perdonarles los excesos. La verdad es que ocurre lo contrario. Esos seres semidivinos, adorados ayer, mañana están por las patas de los caballos y la gente los desprecia con el mismo apasionamiento con que la víspera los envidiaba y adoraba.

Hace unas pocas horas escuché, en la televisión, a una señora que hace cuarenta años, cuando tenía l4 años, era camarera en un pueblecito de Alabama. Un cliente, que era juez y tenía 34 años –se llama Roy Moore-, se ofreció a llevarla a su casa en su auto. Ella aceptó. En el vehículo, el amable caballero se volvió una bestia, cogió la mano de la niña y la obligó a masturbarlo, explicándole que, si se atrevía luego a protestar y a denunciarlo, nadie le creería, precisamente porque él era un juez y un ciudadano muy respetado en la localidad. La jovencita nunca se atrevió a contar aquella historia, hasta ahora; pero no la olvidó y, decía sin atreverse a levantar los ojos, ella había sido como un gusano que día y noche había vivido con ella royéndole la vida. Ahora, aquel juez es nada menos que el candidato a senador por el Partido Republicano en Alabama y por lo menos cinco mujeres han salido a la televisión a recordar abusos parecidos que padecieron en su juventud o niñez de aquel desaforado juez. Por lo menos en este caso parece que aquellos delitos no quedarán impunes. El propio Partido Republicano le ha pedido al exjuez que renuncie a su candidatura y, si no lo hace, las encuestas pronostican que perdería la elección.

A lo largo de muchos siglos, las mujeres, prácticamente en todas las culturas, han sido víctimas por el simple hecho de ser mujeres, un sexo que, en algunos casos, por cuestiones religiosas, y, en otros, por su debilidad física frente al hombre, eran las víctimas naturales de la discriminación, la marginación y la “conducta impropia” de los hombres, sobre todo en materia sexual. Por fin las cosas comienzan a cambiar, sobre todo en el mundo occidental, aunque en muchas partes de él, como América Latina, la condición de la mujer siga siendo todavía, por el machismo reinante, muy inferior a la del hombre. En otros mundos, por ejemplo en el musulmán o el africano más primitivo, las mujeres siguen siendo ciudadanos de segunda clase, objetos u animales más que seres humanos, a los que se puede encerrar en un harén o someter a mutilaciones rituales para garantizar que tendrán una conducta sexual “apropiada”. Un horror que tarda siglos de siglos en desaparecer.



Dibujo de Fernando de Vicente para El País



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