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sábado, 14 de julio de 2018

[A VUELAPLUMA] Los cielos de Canarias





"La literatura y las estrellas" es un hermoso artículo de nuestro premio Nobel, Mario Vargas Llosa, sobre los cielos de Canarias, en el que comenta la estrecha relación poética que existe entre la literatura y los astrónomos que escrutan el universo desde ese observatorio inmejorable que son las islas Canarias, seres extraños, que duermen de día y trabajan de noche y que, como los vampiros, operan en las sombras y la luz que los guía no es de este mundo.

El punto más alto en La Palma (Islas Canarias), comienza diciendo, está a unos 2.400 metros sobre el nivel del mar, en el Roque de los Muchachos, unos roquedales que a la distancia y con algo de imaginación parecen figuras humanas. Aquí se respira un aire tan puro como el de Arequipa, la tierra en que nací, y es muy hermoso contemplar, allá abajo, a nuestros pies, una alfombra de nubes que se extiende como un mar en todas direcciones hasta el remoto horizonte. Pero lo más pintoresco del lugar acaso sean unos cuervos sociables que posan con coquetería para las fotografías de los turistas a cambio de un puñado de comida.

Al parecer este pedazo de tierra tiene la atmósfera más diáfana de Europa y acaso del mundo y eso explica la existencia del Observatorio, compuesto de enormes telescopios nocturnos y solares construidos en esta cumbre por diversos países, y que, desde mediados de los años ochenta del siglo pasado, atraen aquí astrónomos de todo el planeta. Son seres extraños, que duermen de día y trabajan de noche, y que, como los vampiros, operan en las sombras y la luz que los guía no es de este mundo sino la de allá arriba, muy arriba, quiero decir la que emiten o emitieron hace millones de años los astros que navegan (o navegaron antes de desaparecer) por el infinito universo.

Si la belleza de esta isla, una de las más pequeñas de las Canarias, con sus bosques, playas, cerros y parques naturales es grande durante el día, el verdadero milagro se produce al caer la oscuridad, cuando el cielo se va poblando de una miríada infinita de estrellas, constelaciones, planetas, luces que chisporrotean y se apagan y se prenden y, como en el Aleph borgiano, uno toma la tremenda conciencia de que allí, encima de su cabeza, tiene al infinito universo. La cosa es todavía más espectacular cuando, con ayuda de las lentes de los telescopios, se empieza a navegar por los espacios siderales y a acercarse a aquellos bólidos y, por ejemplo, se tiene la sensación de ser un astronauta que se pasea por el cielo rugoso de la Luna, entre cráteres gigantescos, obra de los aerolitos que la han ido bombardeando a lo largo de los millones de años de existencia que tiene aquella aglomeración de planetas.

Creo que en los dos días apenas que pasé allí he aprendido más cosas que en todos los otros viajes que he hecho en mi vida. Por ejemplo, que nada se parece tanto a la literatura como la astronomía porque en ambas la imaginación es tan importante como el conocimiento y que, sin aquella, éste no progresaría en absoluto. Los astrónomos que hay en el Observatorio y, en especial, su director, el profesor Rafael Rebolo López, armados de paciencia y sabiduría, dan elocuentes respuestas a todas mis preguntas, que siempre me suscitan nuevas preguntas y, de este modo, la conversación salta la débil frontera que en esta disciplina separa (y a menudo confunde) la física de la metafísica.

¿No es abrumador y paralizante trabajar en un dominio que abarca el desmesurado infinito, el tiempo sin tiempo que es la eternidad? Sí, tal vez. Pero, para evitar aquella parálisis, ha surgido la teoría del Big Bang, que pone un punto de partida —una explosión de la materia ocurrida hace más de trece mil millones de años y que prosigue su eterna expansión por el espacio sin término— a esa eternidad y, aunque ambos conceptos sean incompatibles, permite a los científicos trabajar con menos incertidumbre. ¿Y si la teoría del Big Bang es popperianamente “falseada” en un momento dado? Surgirá otra que rectificará lo alcanzado hasta el momento y permitirá progresar por una vía distinta. ¿No es esa la historia de todas las ciencias, sin excepción?

¿Han llegado los astrónomos a encontrar vida, o síntomas de vida, en algún otro astro del universo? No, en ninguno. Pero esto no permite afirmar de manera definitiva que sólo la Tierra tiene semejante privilegio, entre otras razones porque los científicos sí han encontrado en astros diseminados en distintos puntos del espacio casi todos aquellos constituyentes necesarios para la vida. De modo que semejante descubrimiento —tener parientes en algún rincón perdido del universo— podría ocurrir en algún momento del futuro. ¡Y a ver si esos humanoides venusinos o marcianos se parecen a los de la ciencia ficción o son más originales que los inventados por la fantasía literaria!

¿Qué posibilidades hay de que el pequeño planeta Tierra desaparezca por el impacto de un gigantesco aerolito que sería miles de veces más grande que el que cayó por Siberia hace más o menos un siglo devastando un enorme territorio? Muchas, si se tiene en cuenta que muy a menudo se registran en el espacio sideral accidentes, es decir, hecatombes gigantescas que resultan de desvíos de sus órbitas, o de falta de órbitas, en las trayectorias de ciertas formaciones díscolas; y pocas si se considera que no ha ocurrido todavía en la larguísima historia registrada del astro terráqueo. Pero, desde luego que, como hipótesis, podría ocurrir mañana y devolver todo lo que existe en nuestro entorno a la nada de la que salió hace algunos milloncitos de años. Vistas desde la perspectiva de las estrellas, qué estúpidas y mínimas parecen las guerras y todas las violencias de que está impregnada la historia de la humanidad.

Pregunto al grupo que me rodea qué porcentaje de astrónomos es creyente y, luego de cambiar pareceres, me dicen que probablemente un veinte por ciento; los demás son agnósticos o ateos. Uno de estos amigos se apresura a marcar la diferencia: “Yo soy creyente”. Y añade: “Y me siento perfectamente cómodo compatibilizando mi religión con todo lo que descubre o descarta la ciencia”.

Es cierto lo que dice, sin duda, y debe serlo también para esa quinta parte de astrónomos cuya fe resiste a ese cotejo cotidiano a que están sometidas sus creencias religiosas con las revelaciones —no sé si llamarlas estupendas o terribles— que les hacen las estrellas. Pero yo entiendo mejor a las otras cuatro quintas partes de científicos a los que su diario trabajo sumerge en dudas y vacilaciones respecto a las ideas propagadas por las religiones sobre el ser supremo que habría creado todas aquellas constelaciones y todo lo que existe. Porque qué pequeñitos resultan los dioses que los seres humanos adoran o han adorado enfrentados a este abrumador espectáculo milyunanochesco de billones de billones de estrellas sembradas a lo largo de un espacio sin fronteras, gravitando y sosteniéndose mutuamente, arrojando luz o recibiéndola, y qué pobres las explicaciones de las religiones inventadas para estas inexplicables preguntas: ¿cómo fue posible todo esto? ¿Pudo ser puro azar, conjunciones y constituciones misteriosas como casualidades, las que, de pronto, en ese universo helado hicieron brotar la vida, aquí, en ese planetita sin luz propia que es el nuestro? ¿Es más o menos convincente que fuera no el azar sino un ser superior, dotado de infinita sabiduría, el que, tal vez aburrido de su eterna soledad, creara esta maravilla tenebrosa que es la historia humana? Las mejores respuestas —las más bellas e imaginativas— a estas preguntas, posiblemente no estén en las estrellas ni en la religión, sino en la literatura.



Dibujo de Fernando Vicente para El País



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt




HArendt






Entrada núm. 4511
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La verdad es una fruta que conviene cogerse muy madura (Voltaire)
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miércoles, 19 de abril de 2017

[A vuelapluma] Digresiones sobre el alma





Un poco abrumado por la beligerancia, que no comparto, de la reciente lectura de Cosmos. Una ontología materialista (Paidós, Barcelona, 2016), del filósofo francés Michel Onfray, me encuentro con un artículo sobre la naturaleza del alma del también filósofo y profesor de mi universidad, Manuel Fraijó, que me gustaría comentar en el blog.

Yo no creo en la existencia del alma. Al menos entendida como un ente ajeno al cuerpo humano, preexistente a él e inmortal. Y aunque el artículo 16.2 de la Constitución española nos ampara en nuestro derecho a no declarar sobre nuestras creencias filosóficas, religiosas o políticas, no tengo ningún empacho en hacerlas públicas. En política me situo a caballo entre el liberalismo y la socialdemocracia, más escorado a la segunda que a la primera, pero sin renunciar a ambas. En religión me encuentro muy a gusto dentro de las coordenadas de eso que algunos llaman "humanismo cristiano", cuyo ejemplo señero sería Albert Camus, sin necesidad de creer en Dios alguno. Y en filosofía, hijo (o bisnieto) de la Ilustración como me gusta decir, pues me declaro panteísta, en línea con lo expresado mucho mejor que yo por Teilhard de Chardin: somos un producto de la evolución y no necesariamente el último de ella, en un todo con el cosmos, o por Jostein Gaarder: solo somos polvo de estrellas, y bastante antes por Giordano Bruno y Baruch Spinoza. Y desde luego en nada beligerante con los que piensen todo lo contrario que yo. 

Es un privilegio de la filosofía y de la teología plantear preguntas que carecen de respuesta empírica, dice en un reciente artículo el profesor Manuel Fraijó, catedrático emérito de la Facultad de Filosofía de la UNED. Sobre una de ellas, el alma, comenta, se está produciendo un cambio al principio imperceptible pero habitual ante cualquier creencia desfasada. 

Solemos identificar el término “alma”, señala Fraijó, con palabras como aliento, soplo, respiración, vida. A veces, el alma también es concebida como una especie de fuego, fuego que se apaga con la muerte. Por lo general, todas las culturas se han familiarizado con el concepto de alma. Se habla del alma de las personas, de los pueblos, de los animales, de los ríos, de las montañas, de las obras de arte. Todo lo que tiene vida tiene alma. Sin embargo, hay excepciones: en el pensamiento chino arcaico se partía de que no todos los individuos tienen alma: se pensaba que el alma era una especie de espíritu, de dios menor, que descendía del cielo, se instalaba en el interior de las personas y, si se sentía “a gusto”, se quedaba para siempre; pero también podía “emigrar”.

Se ha sido, pues, continúa diciendo, muy generoso con el término “alma” asignándole una amplia gama de significados. Henri Bergson murió clamando por un “suplemento de alma” que detuviese la Segunda Guerra Mundial. Estaba convencido de que, si la humanidad no da una oportunidad al alma, al espíritu, quedará aplastada por el peso de su propio progreso tecnológico. Tener alma significaba para él vivir en profundidad, no pasar de puntillas por la vida. Quien no tiene alma, sentenció Søren Kierkegaard, vive en “el sótano de su propio edificio”.

Es un privilegio de la filosofía y de la teología plantear preguntas que carecen de respuesta empírica, comenta. El alma es, sin duda, una de ellas. Su permanente presencia en la historia del pensamiento humano se debe, como sentenció Spinoza, al afán por “durar”. Ante la evidencia de que el cuerpo se descompone y desaparece, apelamos a un principio espiritual, no empírico, que nos garantice la duración eterna, la inmortalidad. Es el gran servicio que desde siempre nos viene prestando el alma. Ya Platón la declaró "inmortal". Solo el cuerpo, al constar de partes, se corrompe; pero el alma, al ser una realidad simple, es inmortal. Además, si las ideas que capta el alma son eternas, también esta lo será.

Salta a la vista que la teoría de Platón presupone la separación entre alma y cuerpo, es dualista, dice más adelante. Se suponía incluso que el cuerpo era la cárcel del alma; una convicción que fue llevada al extremo por Aristóteles en un diálogo de juventud, el Protréptico. Cuenta allí Aristóteles que los piratas marinos etruscos torturaban a sus prisioneros atándolos vivos a cadáveres, “rostro con rostro”, hasta que morían. Es, pensaba el Aristóteles joven, la situación del alma: está atada al cuerpo como los prisioneros a los cadáveres.

Es obvio que la antropología actual no acepta esta separación entre alma y cuerpo, sigue escribiendo. Tampoco la antropología bíblica conocía el binomio alma-cuerpo. El ser humano era concebido como una unidad psicosomática. En la actualidad, la posible vida más allá de la muerte no se expresa en forma de inmortalidad del alma. Y ello a pesar de que Karl Rahner reconocía que la separación alma-cuerpo se convirtió en la “clásica descripción teológica de la muerte”, es decir, la muerte acontecía cuando el alma abandonaba su pobre morada terrenal.

En nuestros días continúa siendo de especial trascendencia la impronta que Kant asignó a la inmortalidad del alma, comenta. La postuló desde el convencimiento de que los seres humanos, al actuar moralmente, se hacen dignos de una felicidad que este mundo nunca ofrece. Según Adorno, a Kant le movía “el ansia de salvar”; postuló la inmortalidad del alma para no tener que “pensar la desesperación”. Y, en la misma línea, tal vez proyectando su propia ansia de inmortalidad, escribió Unamuno: “El hombre Kant no se resignaba a morir del todo”. En realidad, la afirmación kantiana de Dios y la inmortalidad es indirecta: Kant pone el acento en el sombrío panorama que se seguiría si Dios y la inmortalidad fuesen una quimera. En ese caso, la esperanza en un final benévolo para el peregrinar humano quedaría muy ensombrecida, y las posibilidades de encontrar un sentido último a la vida se verían muy mermadas.

Hasta el siglo XVIII, señala, la inmortalidad del alma no pasó grandes apuros. Pero, por aquellas fechas, haciendo gala de un empirismo insobornable, David Hume vinculó indisolublemente el destino del alma con el del cuerpo. Observó que las peripecias del segundo afectan a la primera. Así, en la infancia, la debilidad del cuerpo y la del alma corren paralelas; de la misma forma, el vigor corporal de la edad adulta corre paralelo con el vigor del alma; y, cuando en la vejez declinan las fuerzas corporales, se debilita también el alma. Hume concluyó: cuando muere el cuerpo, muere también el alma.

La filosofía tradicional, dice, acusó el golpe. Veníamos de aceptar, con notable placidez que, tras la aniquilación de nuestro cuerpo, el alma corría mejor suerte y alcanzaba el estatuto de “forma separada” del cuerpo. En ese estado permanecía hasta que la resurrección le permitía volver a tomar las riendas del cuerpo resucitado. Pero hace tiempo que ni la filosofía ni la teología saben qué hacer con el “alma separada”. Xavier Zubiri afirma que “quien sobrevive y es inmortal no es el alma, sino el hombre entero”. Algo que recordó Ignacio Ellacuría en su presentación del libro póstumo de Zubiri, Sobre el hombre. Ellacuría dejó claro que, según Zubiri, “con la muerte acaba todo el hombre o acaba el hombre del todo”. Zubiri abandonó, pues, la hipótesis del “alma separada” y se adhirió a la solución de la “muerte total”. Es también la hipótesis aceptada por grandes exponentes de la teología cristiana más reciente. Moriremos, pues, por completo; y resucitará “la persona entera”. A la pregunta “¿cómo sucederá todo eso?”, la teología remite con humildad al insondable carácter misterioso del tema. Estaríamos, en feliz expresión de Laín Entralgo, ante “un saber de creencia, no de evidencia”.

La pregunta, entonces, es obligada: ¿qué hacer con la palabra “alma”? Reina bastante unanimidad, dice: el alma continuará siendo siempre el término de referencia de todo lo que somos y hacemos: sentir, pensar, querer, recordar, olvidar, crear, amar… Joseph Ratzinger lo expresa teológicamente: “alma es la capacidad de referencia del hombre a la verdad y al amor eterno”.

Toda nueva creencia, antes de ser generalmente aceptada, concluye diciendo, va conquistando su espacio de forma imperceptible. Podría ser el destino del binomio alma-cuerpo. Es posible que estemos ante una creencia desgastada. Ya se sabe que la variada plasmación de las ayudas filosóficas y teológicas es cambiante y suele tener fecha de caducidad. El tema alma-cuerpo no es una excepción. En todo caso, si el desgaste de los siglos se empeñase en jubilar tan ancestral creencia, habría que agradecerle los inmensos servicios prestados. Siglo tras siglo mantuvo la esperanza de que, a pesar de la evidente desaparición del cuerpo, permanecía lo más importante de nosotros, lo más nuestro, el núcleo de nuestra identidad, nuestra alma. Hay palabras “que tiemblan”, reconocía Antonio Machado. Tal vez el alma sea una de ellas. Pero el poeta le echó un conmovedor cable: “quisiera traerte muerta mi alma vieja”. 

Son hermosas estas últimas palabras del profesor Fraijó. Personalmente creo que la ciencia en general, y la neurobiología en concreto, van dando cuenta ya suficientemente, y cada vez más y mejor, de la "realidad espiritual" del hombre sin necesidad de recurrir a libros sagrados ni realidades supraterrenales, pero en cualquier caso bendito sea todo aquello que en alguna forma dé consuelo al hombre en su paso por este valle de lágrimas que suele ser la vida para la mayoría, aunque también sea una aventura formidable que no tiene repetición y merece la pena aprovechar. 



La creación de Adán, por Miguel Ángel (Capilla Sixtina, Vaticano)



Y ahora, como decía Sócrates, Ιωμεν: nos vamos. Sean felices, por favor, a pesar de todo. Tamaragua, amigos. HArendt



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