domingo, 5 de enero de 2025

De la filosofía del amor

 








El amor, esa gran cuestión, capaz de hacer cabriolas con el ánimo, elevarlo hasta los rutilantes astros, abrumarlo en una honda desesperación. Aquello que promete nuestra felicidad, responsable último del sentido del vivir. «No hallar fuera del bien centro y reposo, mostrarse alegre, triste, humilde, altivo, enojado, valiente, fugitivo, satisfecho, ofendido, receloso […] esto es amor, quien lo probó lo sabe». Estos versos de Lope de Vega resumen ese crisol aglutinante de emociones llamado amor. Lo dice en la revista Ethic [La filosofía del amor, 02/01/2025] la escritora Esther Peñas.

Desde sus inagotables ángulos, el amor ha sido objeto de análisis del pensamiento del hombre. Elemento libertador, afección impertinente, estado psicológico, noble virtud, bujía del deseo, vaso comunicante con lo sagrado, grandeza de lo común… El amor ha cortejado a los filósofos de todos los tiempos y latitudes, en especial por su capacidad de traspasar la esfera individual, ser algo intrínseco a la naturaleza humana e inspirar a quien lo goza a ser mejor persona.

La concepción de Occidente del amor se despliega en El banquete, uno de los diálogos de Platón (que, junto con Fedro, compone la idea del amor platónico y data del siglo IV a. C). Tras una disertación en la que cinco de los comensales aseguran que el amor es un daemon (entidad divina que actuaba como mediadora entre dioses y humanos), desgranan el mito del andrógeno o hermafrodita, ese ser legendario que aunaba ambos sexos y que, al ser partido en dos por Zeus, busca incansable su otra mitad.

Cuando le toca el turno de palabra a Sócrates, este cita la autoridad y sabiduría de la sacerdotisa de Eros Diotima. Según esta figura mítica (objeto de innumerables poemas, ensayos, análisis, recreaciones), el amor es como una escalera que conduce al alma hacia lo divino, a la plenitud de la realidad última: la belleza eterna. Solo el amante está colmado de lo celestial y puro. «El amor es el deseo de lo bueno y lo bello para siempre». Palabra de Diotima. Si el amor del cuerpo procura la inmortalidad de la especie, también propicia la inmortalidad del alma. El amor, según Platón, nos saca del terreno individual y particular para aspirar al universal y absoluto.

Para Aristóteles (siglo IV a. C.), su discípulo, «amar es alegrarse» y «querer para alguien lo que se piensa que es bueno». La columna dorsal del pensamiento aristotélico es la voluntad y el amor en tanto que amistad. Dos de los siete libros que le dedicó a la felicidad se centran en ella, que pareciera ser el modo más puro de amor (algo que retomará, siglos después, Montaigne en sus Ensayos).

El amor como burla o raíz. Mucho más pícaro y cuco es Ovidio (siglo I a. C.), quien en su Arte de amar nos presenta una metodología del cortejo. Para el poeta romano, el amor es un juego peligrosísimo con sus propias reglas, tretas y trampas. Dividido en tres libros, el primero presenta dónde encontrar a la mujer perfecta y cómo propiciar los encuentros para el requiebro. Se recomiendan ardides, engaños, embustes. En el segundo, se explica cómo mantener el interés de la amada, ejercitando patrañas, argucias y lisonjas. Todo vale, juramentos que se rompen, promesas inconsistentes, súplicas falsas. La figura de «donjuán» es quizá el más notable de sus discípulos. La leyenda asegura que Ovidio sufrió el exilio por esta obra, ya que el adulterio estaba penado por la ley romana, pero parece que ese destierro tuvo más que ver con intrigas políticas que de alcoba.

«El amor es un indicio de nuestra miseria. No podemos sino amar algo distinto a nosotros», escribió Simone Weil (1909-1943). Pero es una miseria luminosa, que nos obliga a salir de nosotros mismos y unirnos al otro, despertándonos de una vida indiferente, liberándonos de una soledad estéril y destructiva. En La gravedad y la gracia, Weil asegura que el amor requiere «echar raíces» en el otro, y para ello es básica la atención, la escucha, la ternura. El amor, asegura, nos transforma a través de la belleza, y nos muestra el camino para abandonar la violencia y el dominio y entregarnos a la justicia, la bondad y la verdad. «El amor es la única facultad del alma de la que es imposible que salga brutalidad alguna. Es el único principio de justicia del alma humana. La analogía nos lleva a pensar que se trata también del principio de la justicia divina».

El amor, principio activo. Entre los filósofos españoles, acaso el que de manera más profusa y atinada vareó los asuntos del amor fue Ortega y Gasset (1883-1955) en el ensayo Estudios sobre el amor, publicado en 1940. Este hombre ilustrado habla de pecado cordis para referirse a la mácula de quien no ama, y explica que «más que un querer entregarse», el amor «se entrega sin querer». Ortega contempla con recelo el enamoramiento, que se «apodera brutalmente de la persona sin la intervención de las porciones más delicadas de su alma». El enamoramiento tiene que ver, a su juicio, con el deseo, y el deseo nos hace pasivos («lo que deseo al desear es que el objeto venga a mí») y apuesta por la voluntad que unge el amor: «En el amor todo es actividad […] soy yo quien va hacia lo amado y estoy en él». Estar en él, «un estar vitalmente con el otro», fiel a su destino, sea el que sea. «Amar es estar empeñado en que exista el objeto/sujeto amado; no admitir, en lo que depende de uno, la posibilidad de un universo donde esté ausente». Bellísimo este derecho metafísico que Ortega concede al amor.

Aunque, un último matiz de Ortega, el relativo al fracaso amoroso: «La equivocación, en la mayor parte de los casos, no existe: la persona es lo que pareció ser, desde luego, solo que después se sufren las consecuencias de ese modo de ser, y a esto es a lo que llamamos ‘nuestra equivocación’. Es decir, no nos equivocamos de persona. Es lo que ya parecía ser. Lo que nos faltó fue prudencia, saber prever lo que pasaría con ese modo de ser en el futuro».

Algo similar propone el psicoanalista y escritor Carl G. Jung: cada cual proyecta sobre la persona amada sus deseos inconscientes, un arquetipo concreto, anima para los hombres y animus para las mujeres. Esto es lo que ofrece la cualidad de perfección del otro a nuestros ojos. Pero cuando ese encantamiento se va resquebrajando, el otro se nos muestra tal y como es. Solo entonces sabremos si el amor sigue fiel a lo real, o se desilusiona. Esta idea ya está en Del amor, un ensayo en el que Stendhal habla de la «cristalización». Uno ama aquello que proyecta sobre el otro, pero que en realidad el otro no tiene, ni es. Aquel a quien amamos carece de las cualidades que perseguimos, y el que ama tiene que imaginarlas. Puro idealismo, diría Ortega.

En El arte de amar, Erich Fromm (1900- 1980) sitúa esta emoción como el territorio en el que nuestra personalidad puede alcanzar la plenitud. Tres son sus cualidades: humildad, disciplina y coraje, y se fundamenta en la libertad para escoger al ser amado, de manera que el sujeto adquiera más relevancia que la facultad. Para Fromm, vivimos en una sociedad en la que la potestad de amar se ha envilecido. El amor corre el riesgo de convertirse en artículo de compraventa, pues el sistema ha tratado de mercantilizar los afectos.

Para que exista el amor, en el pensar de Fromm, han de darse cuatro elementos: el cuidado, que consiste en que el amante se preocupa por la vida, el bienestar y el crecimiento personal del ser amado; la responsabilidad, que reside en atender las necesidades del sujeto amado; el respeto, no como temor ni sumisión sino como manera de evitar la posesión y el control; y, por último, el conocimiento, contemplar al ser amado en sus propios términos, no en los nuestros. El amor, para Fromm, es la respuesta al problema de la existencia humana: «Si amo realmente a una persona, amo a todas las personas, amo al mundo, amo la vida […]. Amo a todos en ti, a través de ti al mundo, en ti me amo a mí mismo».

Una apuesta sin garantías. Incidiendo en las amenazas a las que el amor se ve expuesto en nuestros días aparece Zygmunt Bauman (1925-2017) con la visión de que aquellos aspectos de la vida que no estén comercializados ponen en peligro el sistema. Por ello, el capitalismo ha creado individuos líquidos, sin vínculos, que carecen de tiempo y ganas para construir relaciones a largo plazo (el amor) y prefieren los encuentros rápidos, inocuos, de bajo consumo emocional (el sexo). El amor, explica Bauman en Amor líquido, es lo más parecido a la muerte, solo se puede entrar en él una vez, porque es único e irrepetible, renace en cada aparición y no se puede aprender. Por eso, el capitalismo prima la versión más mundana del deseo, y lo hace huir del amor, presentando a las personas como objetos de catálogo y haciendo del sexo la única respuesta a la soledad, como fin en sí mismo y no como parte de un propósito más grandioso. El sexo es rápido, asequible, exime del dolor y del compromiso. Pero el mero sexo, advierte Bauman, no nos hace felices.

La mirada aristotélica plantea la amistad como el modo más puro del amor. Más luminoso y posibilista se muestra Alain Badiou (1937), aquilatando su teoría del «encuentro» en su Elogio del amor. El amor se inicia siempre con un encuentro, una especie de acontecimiento, un punto de no retorno. Este activa el deseo, no en sentido sexual, sino en tanto que añoranza de algo indefinible. Cuando irrumpe el amor, quiebra o altera radicalmente las circunstancias vitales de quien lo experimenta. Marca un antes y un después. Lo que era, ya no es más. Y exige «una apuesta sin garantías»: «El placer y el sufrimiento no son relevantes, lo definitivo es construir una nueva realidad».

El encuentro (lo que los cursis llamarían «flechazo») requiere la voluntad de dos personas para tejer entre ambas una vida, «no desde el punto de vista del Uno, sino desde el punto de vista del Dos». Según este filósofo, uno de los dones del amor es que es capaz de «inventar una manera diferente de duración para la vida». El amor como una nueva temporalidad, con apariencia de destino, que se traduce en «el nacimiento de un mundo».










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