Sobre el narcisismo del individuo contemporáneo afirma Brague [¿Por qué el hombre occidental se odia a sí mismo, Nueva Revista, 09/12/2024] que el sujeto y el objeto de tal amor es solo una punta fina de la individualidad en la que no hay existencia concreta: «Ama lo que quisiera que fuera, odia lo que es». En un reciente paso por Madrid, el pensador francés Rémi Brague impartió una conferencia en el Foro NEOS, sobre la causa de la crisis actual en Occidente, que atribuyó al odio a sí mismos de muchos occidentales, un odio que conecta con la envidia, esa pasión triste, ese «pecado diabólico», que busca la destrucción. El odio a sí mismo sería una especie o manifestación de autoenvidia capaz de conducir a la autodestrucción. Un panorama poco halagüeño que aboca a una disyuntiva donde, sin embargo, cabe la esperanza. Brague lo recuerda con las palabras del Deuteronomio: «He puesto delante de ti hoy la vida y la muerte, a ti te toca escoger la vida».
Sería imposible hacer una lista completa de todo lo que va al revés en el mundo de hoy, dice Brahgue. Sin embargo, es preciso proponer una enumeración de algunos de los rasgos más sobresalientes. Lo haré en cinco pasos.
1) Se habla mucho de la inmigración y de los problemas que trae consigo; de vez en cuando se habla de la criminalidad, por ejemplo, y en menos ocasiones de la dificultad de la integración de gente que vienen de culturas en las cuales el código de comportamiento no es el vigente en Europa. Lo difícil es no confundir un efecto con una causa.
La inmigración es una consecuencia del diferencial demográfico entre las partes de la Tierra, es decir, del invierno demográfico que sufren todos los países industriales del llamado «Norte». Puede que sea irreparable.
2) Otro fenómeno importante: la historia de Occidente resulta percibida exclusivamente como una serie de crímenes. Por ejemplo, desde hace treinta y dos años, la celebración del descubrimiento de América se ha convertido en un ejercicio de autoflagelación. Concretamente, se traduce esa vergüenza histórica en una ola de destrucciones y derribos de estatuas.
3) Se percibe también en élites occidentales un odio al cristianismo. No me refiero solamente a un fenómeno pasivo como la desafección por la práctica religiosa, sino más bien a un deseo positivo de acabar con la Iglesia y con la religión, especialmente la religión católica. En Francia, se destruyen iglesias; algunas se queman. Han degollado a un sacerdote. Cuando los supuestos humoristas y los periodistas se burlan de la religión, el punto de mira principal es el cristianismo.
4) Una influyente escuela sociológica considera toda institución como una mera construcción, sin ninguna base en la naturaleza humana, una naturaleza que dicen no existe, que es un mito. En consecuencia, todo puede ser «deconstruido» y esta idea ha sobrepasado las estructuras políticas y económicas para invadir las dimensiones más hondas de la existencia.
5) Según la ecología profunda, el hombre es el animal más peligroso, un predador universal, mucho peor que los demás seres vivientes. Las fieras se quedan en su ambiente ecológico. Sería mejor que se fuese, que el planeta se deshiciese de ese parásito que lo mancha, la tierra sería más hermosa, pero ¿para qué espectador? ¿Quién va a gozar de la hermosura de la Tierra sin humanidad?
El odio a sí mismo, punto de convergencia de las crisis. Según mi parecer, todos esos fenómenos, aunque son varios, son convergentes y tienen en común el odio a sí mismo. Ya han apuntado otros la presencia de tal actitud en las capas superiores del Occidente de hoy, en el hombre posmoderno. El ejemplo clave puede ser el odio al cristianismo, al que acabo de aludir. Este odio es de tal magnitud, precisamente, porque somos de herencia cristiana. Decía el filósofo italiano Benedetto Croce, un laico, en un artículo muy celebre de 1943 cuyo título era la pregunta retórica «Por qué no podemos no decirnos cristianos, que «quien se odia a sí mismo odia lo que lo caracteriza más hondamente». El odio al cristianismo es la prueba de la importancia decisiva de este en la historia de la cultura europea.
Se podría objetar lo contrario, que el hombre occidental de hoy se ama, incluso que se ama demasiado a sí mismo. Parecería que el individualismo que hoy preside nuestra sociedad nos alejaría del odio a sí mismo del hombre posmoderno. Según mi parecer, aunque hay una pizca de verdad, esta explicación solo roza la superficie de la cosa.
¿Se ama a sí mismo el hombre moderno? Amar algo significa querer que el objeto del amor sea, exista, sea lo que es, siga siendo lo que es. Es decir, amar lo que hace que sea. Yo prefiero decir que el individuo hoy se estima, se interesa por sí mismo. El individuo es una abstracción, decía ya Auguste Comte. Abstraer consiste en quitar todo lo que no pertenece al núcleo central de una realidad. Lo que llamamos individuo es todo lo que queda después de que se han quitado todas las determinaciones de afuera.
Tiene el hombre posmoderno el sueño imposible de una autodeterminación radical de sí y por sí, de un alma que sobrevuela la realidad y se posa en el cuerpo que escoge, en la época que decide, en el lugar que prefiere, etc. Por eso, el sujeto y el objeto de tal amor es una punta fina de la individualidad en la que no hay existencia concreta, es decir, carnal e histórica. Ama lo que quisiera que fuera, odia lo que es.
El «odio a sí mismo» del hombre occidental de hoy es un odio indirecto o, mejor dicho, por sustitución. Odia el hombre de la élite occidental todo lo que viene de fuera y que lo determina. Hay determinaciones culturales como los padres y el ambiente social, el país con su idioma, su cultura y su historia, etc. Hay también determinaciones naturales como el sexo o la edad, hasta el hecho fundamental de pertenecer a la especie humana.
Por lo que a mí se refiere, quisiera especificar el tipo de odio de que se trata. Según mi parecer, el odio a sí mismo que se encuentra en el hombre occidental de hoy es manifestación de envidia.
La envidia, el pecado que procura tristeza. Aventuremos algunas palabras sobre la envidia. Encontramos ese vicio en las enumeraciones que propusieron los filósofos de la Antigüedad clásica. Aristóteles la conoce, le da el nombre de phthonos y describe sus efectos en su Retórica. La encontramos también en las listas de pecados en san Pablo (Romanos, 1, 29; Gálatas, 5, 21). Santo Tomás de Aquino la conoce y la trata entre los siete pecados capitales.
Hay pecados que procuran placer, y por eso pecamos. Comer opíparamente, acostarse con la mujer del vecino… Se busca placer por un deseo natural. Por eso pecamos, porque preferimos el placer inmediato a las consecuencias desagradables de nuestras acciones a largo plazo.
Por otro lado, hay pasiones que no procuran placer, incluso que se pueden definir, clásicamente, como tristezas, como la piedad, los celos, la indignación. En la piedad y la indignación sentimos tristeza por causa de una injusticia: en la piedad, tengo lástima de que un mal haya herido a una persona que no lo merecía; en la indignación, me enfada que una persona haya podido gozar de un bien que no merecía. En los celos, estoy triste porque otro ha tomado algo que yo poseía o que hubiera podido poseer. En la envidia, no me han quitado nada, es un pecado abstracto, un pecado para puros espíritus, es decir, un pecado diabólico.
Aquí es preciso hacer un breve tratado de demonología. Para eso tenemos que olvidar todo el cine que se hace sobre el diablo. No es Satán un rebelde que quiere tomar el puesto de Dios. La imagen de Satán que se lee en la Biblia es totalmente diferente. Al inicio del libro de Job, Satán es el ángel cínico que duda de la rectitud moral de Job y la achaca a motivos viles: su prosperidad económica, su felicidad en familia, la salud de su cuerpo, etc. (Job, 1, 10). Satán no es enemigo de Dios, sino del hombre. Cree en Dios, lo dice la Epístola de Santiago (2, 19), pero desconfía del hombre. Lo que quiere Satán es que el hombre dude de su propio valor, de la grandeza y nobleza de su destino, de la misericordia de Dios que puede permitirle recuperar su dignidad perdida. Lo hace precisamente por envidia.
El poder como causa del mal. El papel maléfico de la envidia de sí mismo se puede descubrir por lo que se refiere a la historia y aquí encontramos de nuevo el odio de un tipo de hombre particular. Se lamenta la dominación del hombre occidental, del hombre blanco y, sobre todo, del varón.
Y es verdad que en el curso de la historia ese hombre ha cometido disparates, errores, crímenes. Ha hecho lo que hacen todos los hijos de Adán después del pecado original cada vez que detentan algún poder: hacer sentir su poder a los más débiles, que tienen que someterse, como lo reconocen los Atenienses en Tucídides.
No se conocen ejemplos de un poder superior que se haya restringido. Resulta claro que Occidente ha hecho más daño en el globo que las demás culturas. ¿Por qué? ¿Tal vez era malvado? Puede ser, pero, sobre todo, porque era poderoso. Reproduzco aquí la fábula del santo elefante y el ratón malísimo que entran en un almacén de porcelana. ¿Quién hará más daño? Claro que será el elefante, con motivo de su bulto enorme, a pesar de sus intenciones benévolas, y no el ratón, a pesar de su intención de hacer todo añicos. Ahora bien, en la historia real, el elefante europeo no era un santo, sino una persona normal, un pecador como nosotros, pero más grande y más fuerte; y los ratones indios, chinos, africanos, islámicos, etc. no eran monstruos, sino personas normales, pecadores como todos, pero más pequeños y débiles.
El Occidente tiene que pedir perdón y esperar recibirlo. Estaría bien, de paso, que hiciesen lo mismo las demás culturas, que se reputan inocentes. Se derriban en el mundo occidental las estatuas de quienes se ganaron un puesto en la historia como conquistadores o colonizadores. Se puede tomar por ejemplo a Tamerlán. A finales del siglo catorce, ese conquistador de origen turco-mongol, que se llamaba a sí mismo «la espada del islam», trató de reconstruir el imperio de su tío abuelo Gengis Kan. Hizo matar a una cantidad de gente que, según los historiadores, varía de un millón a diecisiete millones. Ahora bien, se pueden ver tres estatuas de ese personaje, de seis a siete metros de altura, en varias ciudades de su país, Uzbekistán. El gobierno de Uzbekistán ha hecho erigir dichas estatuas recientemente en sustitución de las de Lenin, otro benefactor de la humanidad. Mientras resultan raras las estatuas de Lenin, nadie menciona la posibilidad de suprimir las de Tamerlán.
Los éxitos de Occidente, y especialmente su conquista del mundo, parecen insoportables porque se figura que son el producto del azar. ¿Azar? Esas hazañas trajeron consigo crímenes, como el anverso y el reverso de una moneda. Todo eso ha podido llevarlo a cabo Europa porque estaba más adelantada en el campo de la ciencia y de la técnica, sobre todo de la navegación. Todo ese progreso no era el resultado del azar, sino de un espíritu de innovación técnica y de curiosidad intelectual. Esos factores hicieron posible el despegue económico y demográfico de Europa a partir del siglo once.
La envidia de sí mismo, la autodestrucción. Aquí tenemos, si no me equivoco, el origen del odio a sí mismo del hombre occidental: la envidia de sí mismo, de ser hombre, de ser blanco, de ser varón, etc. La envidia, lo repito, constituye una forma de odio, y el odio busca la destrucción de lo que odia. La «autoenvidia» trae consigo el deseo de autodestrucción.
La autodestrucción constituye la forma más perfecta de la autodeterminación. El proyecto mismo de la autodeterminación del hombre por sí mismo trae consigo el deseo de suicidio. Este, lo digo con una amarga ironía, tiene grandes ventajas: es fácil, rápido, barato y su resultado es total y definitivo. Claro que debe de ser desagradable. Así lo supongo. El hecho de que el que se mata a sí mismo tenga que soportar las consecuencias de su acto trae consigo el carácter paradójico del juicio moral que podemos hacer del suicidio: una acción, al mismo tiempo, condenable y respetable.
Acabo de decir que el odio a sí mismo del hombre occidental no tiene por objeto el individuo en su núcleo fundamental, sino más bien todo lo que lo determina desde afuera. Pues bien, basta sustituir el suicidio del individuo por la destrucción del país en donde vive, la civilización que le ha traído sus tesoros morales y culturales o, en un horizonte lejano, la extinción de la especie humana. El individuo puede contribuir a las destrucciones del país, la cultura, la humanidad a través de las ideas que difunde y de sus actos. Lo hace mientras se ahorra la pena de matarse a sí mismo. Y además sigue disfrutando de los bienes de la paz social en su país, de las riquezas de la cultura que ha heredado y de su pertenencia a la especie humana.
El suicidio constituye la realización concreta de una dialéctica autodestructiva que el ateísmo trae consigo. Según la cosmovisión de la Antigüedad clásica, era el hombre el remate de la Naturaleza, el ser terrestre en el cual la Naturaleza ha llevado a cabo sus intenciones últimas, y por eso el ser sumamente natural. Según la antropología bíblica, el hombre fue creado a imagen de Dios (Génesis, 1, 26). Los Padres de la Iglesia añadieron: creado con la libertad que es la imagen divina, que no se puede perder y con la tarea de llevar a cabo su misión: recuperar la semejanza que el pecado de Adán ha hecho perder. Sin punto de referencia exterior, no puede decir el hombre que valga más que una ardilla o un caracol, o pretender que merece una dignidad superior, etc.
Redescubrir la urgencia vital de la fe. Hemos recorrido los niveles sucesivos del odio a sí mismo del hombre occidental que se difunde desde ciertos ambientes y medios de comunicación. La consecuencia es preguntarse por qué valdría la pena defenderse si nuestro modo de vivir, y hasta toda vida humana, carece de legitimidad, ya que es radicalmente perjudicial. La única medida lógica es, por tanto, dejarlo desaparecer o darle un empujoncito.
La raíz última de la envidia de sí mismo se halla en una cosmovisión total. Es la cosmovisión según la cual todos los factores que me hacen ser lo que soy son el producto fortuito de causas ciegas fortuitamente reunidas, y nada más. Una cosmovisión que prescinde de la referencia a una Razón creadora y benévola —el Logos divino del Prólogo del Evangelio de Juan— produce necesariamente la envidia de sí, el odio de sí y el deseo de autodestrucción.
Ya han subrayado varios pensadores que la supuesta «muerte de Dios» tiene como consecuencia lógica inevitable la muerte del hombre. Y no una muerte metafórica, solo capaz de dar un agradable escalofrío a los intelectuales chic, sino, a largo plazo, una extinción muy concreta.
Si podemos salir bien de ese peligro mortal, tenemos que recobrar una visión positiva de lo que nos constituye y aceptarlo con gratitud, es decir, recuperar la fe en un amor providente, la fe en la creación. La fe no es una superestructura algo nebulosa o un artículo de lujo, sino el fundamento de nuestra existencia. Lo bueno de la situación actual es que nos da la oportunidad de redescubrir la urgencia vital de la fe. Nos ha puesto el estado actual de la civilización, muy concretamente, en la situación que suponía el fin del Deuteronomio: «He puesto delante de ti hoy la vida y la muerte, a ti te toca escoger la vida». Rémi Brague (París, 1947) es un pensador francés reconocido por sus estudios de filosofía antigua y medieval, judía y árabe, además de investigador sobre la filosofía griega. También ha analizado diversos aspectos de la antropología filosófica y cultural de nuestro tiempo. Es miembro del Instituto de Francia desde 2009 y profesor emérito de Filosofía Medieval en la Sorbona de París.
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