¡Cómo cambia uno con los años!... Y no lo digo solo por lo físico, que es evidente e irrefutable. Lo digo también en cuanto a mentalidades y actitudes. Un servidor de ustedes hace sesenta años era de comunión diaria y propagandista de la fe. Después, con el tiempo, la fe se va diluyendo hasta desaparecer y la experiencia te enseña que no hay más tela que la que se ve ni más cera que la que arde. O lo que es lo mismo: que no hay más vida que esta y que lo mejor que uno puede hacer es vivirla intentando ser feliz, hacer felices a los demás, especialmente a los que te rodean y te quieren, y procurando no jodérsela en la medida de tus posibilidades a los demás.
Se preguntarán ustedes con toda razón a qué viene este prolegómeno. Pues verán, se trata de dejar claro que no tengo ningún afán proselitista ni de propagandista de nadie ni de nada. O como decía Hannah Arendt de sí misma, que voy por libre. De vez en cuando me gusta advertir a mis buenos amigos, sinceramente preocupados por noticias que han leído en internet o que les han llegado multiplicadas por mil a través de las redes sociales, de que no hagan caso de ellas. Que el 99,99% de las veces son gilipolleces puestas en circulación por imbéciles que no tienen otra cosa que hacer, y el otro 0,99% restante asumidas y difundidas por personas de buena fe que no acaban de entender de qué va ni como funciona esto de internet. Y decididamente me rindo con armas, banderas y bagages. Lo siento, pero no aguanto más: prometo solemnemente no volver a tratar el asunto en el blog ni en las redes sociales ni intentar persuadir o convencer a nadie de nada. Allá cada cual se las apañe con sus tragaderas. Las mías ya no dan para más.
De las mentiras, imbecilidades y maledicencias que circulan al por mayor por internet, el escritor y académico de la RAE, Javier Marías, con su mala leche habitual, trata de ellas en su último artículo en El País Semanal titulado Urdiendo imbecilidades. Lo comparto plenamente.
Se preguntarán ustedes con toda razón a qué viene este prolegómeno. Pues verán, se trata de dejar claro que no tengo ningún afán proselitista ni de propagandista de nadie ni de nada. O como decía Hannah Arendt de sí misma, que voy por libre. De vez en cuando me gusta advertir a mis buenos amigos, sinceramente preocupados por noticias que han leído en internet o que les han llegado multiplicadas por mil a través de las redes sociales, de que no hagan caso de ellas. Que el 99,99% de las veces son gilipolleces puestas en circulación por imbéciles que no tienen otra cosa que hacer, y el otro 0,99% restante asumidas y difundidas por personas de buena fe que no acaban de entender de qué va ni como funciona esto de internet. Y decididamente me rindo con armas, banderas y bagages. Lo siento, pero no aguanto más: prometo solemnemente no volver a tratar el asunto en el blog ni en las redes sociales ni intentar persuadir o convencer a nadie de nada. Allá cada cual se las apañe con sus tragaderas. Las mías ya no dan para más.
De las mentiras, imbecilidades y maledicencias que circulan al por mayor por internet, el escritor y académico de la RAE, Javier Marías, con su mala leche habitual, trata de ellas en su último artículo en El País Semanal titulado Urdiendo imbecilidades. Lo comparto plenamente.
Hoy cualquier majadería puede tener inmediato éxito. Al instante brotan firmas que la suscriben y a menudo imponen sus criterios o sus censuras, dice Marías. Hay mucho de inquietante en las sociedades actuales, pero algún rasgo es además misterioso, como la continua, siempre incansable, proliferación de imbecilidades. Es seguro que en gran parte se debe a las redes sociales, que actúan como amplificadoras de toda sandez que se le ocurra a cualquier idiota ocioso. Hace tiempo que dije que la estupidez, existente desde que el mundo es mundo, nunca había estado organizada, como ahora. Cada memo lanzaba su memez y ésta se quedaba en el bar o en una conversación telefónica entre particulares. Había poco riesgo de contagio, de imitación, de epidemia. Hoy es lo contrario: cualquier majadería suele tener inmediato éxito, legiones de seguidores, al instante brotan decenas de miles de firmas que la suscriben, hacen presión y a menudo imponen sus criterios o sus censuras o sus prohibiciones. Porque otro de los signos de nuestro tiempo es ese, el afán de prohibir cosas, de regularlo todo, de no dejar un resquicio de libertad intocado. Hablé hace poco de quienes quieren que no se publiquen –así, sin más– las opiniones que no les gustan o que contrarían sus fanatismos variados. Demasiados individuos desearían dictaduras a la carta, con ellos de dictadores. Y, lo mismo que el crimen organizado es mucho más difícil de combatir que el crimen por libre, otro tanto sucede con la necedad organizada
La última que me llega, sigue diciendo, es la bautizada como “apropiación cultural”, sobre la cual, claro está, se están arrojando anatemas. Veamos de qué se trata: hay un montón de colectivos –o partes de esos colectivos, espero– que consideran un insulto que alguien no perteneciente a ellos practique sus costumbres, interprete “su” música, baile “sus” danzas o se vista como sus miembros. Pongamos ejemplos de esta nueva ofensa inventada: si alguien que no es argentino baila tangos, está llevando a cabo una “apropiación cultural” que, según los protestones, siempre implica robo y burla, hurto y befa; si unos señores se disfrazan de mariachis y cantan rancheras, lo mismo si no son mexicanos auténticos; los blancos no pueden tocar jazz, porque es expresión del alma negra y un no-negro estaría parodiándola y faltándole al respeto; por supuesto nadie que no sea gitano de pura cepa puede salir en un restaurante a arañar el violín con atuendo zíngaro, vaya escarnio.
Si la cosa se llevara a rajatabla, añade, nos encontraríamos con que Bach estaría reservado sólo a intérpretes alemanes, Schubert a austriacos y Scarlatti a italianos. Nadie que no hubiera nacido en Sevilla debería bailar sevillanas, ni muñeiras quien no fuese gallego. El sitar sería un instrumento vedado a cuantos no fuesen indios de la India (aunque tampoco estoy seguro de que sea exclusivo de ellos), nadie que no fuera ruso debería acercarse a una balalaika ni lucir casaca cosaca, y un colombiano jamás osaría marcarse una samba. Las grabaciones de Chet Baker y otros jazzistas blancos habrían de ser quemadas, por irrespetuosas, y nadie que no proviniera de ciertas zonas de los Estados Unidos estaría autorizado a entonar una balada country. ¿Y qué es eso de que Madonna aparezca con traje de luces en algunos de sus conciertos? Vaya escándalo, vaya mofa para España y Francia.
Es un escalón más, sigue diciendo. Hace tiempo escribí sobre algo parecido: centenares de miles de firmas clamaban al cielo porque en una película de Peter Pan (con actores), a la Princesa Tigrillas no la hubiera encarnado una actriz india de verdad (india de América), sino una blanca. Estos agraviados, por lógica, condenarían a cualquier actor que, no siendo danés, hiciera de Hamlet; al que, no siendo “moro de Venecia”, hiciera de Otelo; al que, no siendo manchego, se atreviera con Don Quijote, y así hasta el infinito. Esto de la “apropiación cultural” es de esperar que no prospere y que nadie haga maldito el caso, pero ya de nada puede uno estar seguro. Los bailes de disfraces quedarían automáticamente prohibidos, por irreverentes, y a Jacinto Antón habría que correrlo a gorrazos por vestirse de vez en cuando –según ha contado– de policía montado del Canadá o de explorador británico con salacot y breeches. Un hereje el pobre Jacinto.
Más allá de lo grotesco y las bromas, concluye su artículo, cabe preguntarse qué ha pasado para que hoy sea todo objeto de protesta. Por qué todo se ve como denigración, y nada como admiración y homenaje, o incluso como sana envidia. Hubo un tiempo no lejano en el que los colectivos se sentían halagados si alguien imitaba sus cantos y sus bailes, si atravesaban fronteras demostrando así su pujanza, su bondad y su capacidad de influencia. ¿Por qué todo ha pasado a verse como negativo, como afrenta, como “apropiación indebida” y latrocinio? Da la impresión de que existan masas de imbéciles desocupados pensando: “¿Qué nueva cretinada podemos inventar? ¿De qué más podemos quejarnos? ¿Contra quiénes podemos ir ahora? ¿A quiénes culpar de algo y prohibírselo?” Ya lo dijo Ortega y Gasset hace mucho: “El malvado descansa de vez en cuando; el tonto nunca”. O algo por el estilo.
3 comentarios:
Interesante, Carlos. Suscribo lo que dices tú y Javier Marías, cada uno en su frente. Yo estoy dando en filosofía de primero de Bachillerato cómo usar el pensamiento crítico para combatir creencias disparatadas y estoy teniendo muchas dificultades. Hay todo un repertorio de supersticiones que aún perviven. A mí me llegan alumnos, en plena era de la información, con muchísimas heredadas de su familia. Algunas muy peregrinas. Es increíble como la tontería, como dices, no descansa. En este caso aplicado a las supersticiones; en las redes, esas cadenas absurdas o, como nombra Marías, esas ofensas y defensas absurdas. Un beso, y feliz miércoles.
Buenas tardes, Ángeles. Muchas gracias por tu amable comentario. Tiene que ser desesperante (y estimulante, al mismo tiempo) lidiar con una treintena de chavales para intentar enseñarles a distinguir el trigo de la paja... Complicado lo tienes. Un beso muy cariñoso para ti.
Ciertamente una certera reflexión...
Saludos
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